VIII

El domingo después de Navidad, Claude y Ernest caminaban por la orilla del arroyo de Lovely Creek. Habían llegado hasta la zona de los árboles madereros del señor Wheeler y volvieron. Era como una tarde de otoño, tan templada que dejaron sus abrigos en la rama de un olmo torcido junto a la valla de los pastos. Los campos y las copas desnudas de los árboles parecían nadar en la luz. Unas pocas hojas marrones todavía colgaban de los poblados arbustos a lo largo del arroyo. En los pastos de arriba, a más de una milla de la casa, los chicos encontraron una vid agridulce que se enroscaba alrededor de un pequeño cornejo y lo cubría con bayas rojo escarlata. Era como encontrar un árbol de Navidad creciendo salvaje en el campo. Habían estado hablando sobre algunos de los libros que Claude había traído a casa y sobre su clase de Historia. No era capaz de transmitirle a Ernest las clases como hubiera querido y sentía que era culpa de su amigo más que suya: Ernest era un tipo con tan poca imaginación… Cuando llegaron hasta la vid, olvidaron su discusión y descendieron apoyando las manos en el talud para admirar los racimos rojos de la leñosa vid del color del humo y sus hojas de un dorado pálido, listas para caer con solo tocarlas. La vid y el pequeño árbol al que honraba, ocultos en la hendidura de un barranco, habían escapado del viento arrasador y de los ojos de los escolares que a veces cogían un atajo para volver a casa a través de los pastos. Por las raíces corría un delgado hilito de agua del arroyo, negra entre dos capas irregulares de hielo derretido.

Cuando dejaron el lugar y subieron de vuelta, Claude volvió a sentir la necesidad de animar a Ernest a salir de ese estado de ánimo afable y razonable.

—¿Qué vas a hacer dentro de un tiempo, Ernest? ¿Tienes intención de trabajar la tierra toda tu vida?

—Naturalmente. Si hubiera aprendido un oficio, me dedicaría a ello a estas alturas. ¿Por qué preguntas algo así?

—¡Ah, no lo sé! Supongo que la gente debe pensar en el futuro alguna vez y tú eres una persona muy práctica.

—El futuro, ¿eh? —Ernest cerró un ojo y sonrió—. Eso son palabras mayores. Después de tener mi propio hogar y de haber sentado la cabeza, iré a casa a ver a mis viejos algún invierno. Quizá me case con alguna chica agradable y la traiga aquí.

—¿Eso es todo?

—Es suficiente si todo sale bien, ¿no?

—Quizá. Pero no bastaría para mí. Creo que nunca podría adaptarme a nada. ¿No tienes la sensación de que llegados a este punto no hay mucho que merezca la pena en ello?

—¿En qué?

—En la vida en general, en continuar como estamos. ¿Qué sacamos de todo ello? Coge un día como este: te levantas por la mañana y te alegras de estar vivo; es un día lo suficientemente bueno para hacer cualquier cosa y estás seguro de que algo va a pasar. Bueno, ya sea día de trabajo o festivo, es lo mismo al final: por la noche te vas a la cama y nada ha pasado.

—¿Pero qué es lo que esperas? ¿Qué puede pasarte, excepto en tu propia mente? Si termino el trabajo y consigo una tarde libre para ver a mis amigos como esta, para mí es suficiente.

—¿Lo es? Bueno, si solo tenemos una oportunidad, me parece que debería pasar algo…, no sé, algo espléndido en la vida alguna vez.

Ernest lo comprendía ahora. Se acercó a Claude mientras caminaban y le miró de reojo con preocupación.

—Vosotros los americanos siempre estáis buscando algo fuera de vosotros mismos para animaros, y no hay forma de hacerlo. En los países más antiguos, donde no nos pueden pasar muchas cosas, lo sabemos y aprendemos a sacar el máximo de las cosas pequeñas.

—Los mártires debieron encontrar algo fuera de sí mismos, de otra forma podrían haberse conformado con las pequeñas cosas.

—Bueno, ¡yo diría que ellos no tenían nada excepto sus ideas! Sería ridículo morir quemado en la hoguera solo por la sensación. A veces pienso que los mártires tenían una vanidad enorme que les ayudaba a sufrir también.

Claude pensó que Ernest nunca había sido tan molesto. Entrecerró los ojos para ver un objeto brillante al otro lado de los campos y dijo de forma cortante:

—El hecho es, Ernest, que tú piensas que un hombre debe sentirse satisfecho con sus alimentos y sus ropas y los domingos libres, ¿no?

Ernest se rio con bastante tristeza.

—No importa mucho lo que yo piense, las cosas son como son. No va a bajar nada desde el cielo para escoger a un hombre, supongo.

Claude murmuró algo para sí mismo y torció la barbilla por encima del cuello de la camisa como si llevara una brida en la boca.

El sol ya había bajado y los dos muchachos, como observaba la señora Wheeler desde la ventana de la cocina, parecían estar caminando junto a una pradera en llamas. Sonrió al ver sus siluetas oscuras moviéndose a lo largo de la cresta de la colina frente al cielo dorado, incluso desde esa distancia uno parecía tan capaz de adaptarse y el otro, tan inflexible… Estaban discutiendo, probablemente, y probablemente Claude estaba equivocado.