Estaba empezando a oscurecer cuando Claude llegó a la granja. Mientras Ralph paraba y guardaba el coche, él caminaba solo hacia la casa. Nunca volvía sin emoción, aunque tratara de quitar importancia a estas idas y venidas que formaban parte del día a día. Cuando subía así la cuesta, hacia la casa en lo alto con sus ventanas iluminadas, siempre se le encogía el corazón. Le encantaba volver a casa tanto como lo odiaba. Siempre le decepcionaba y, sin embargo, siempre notaba que era adecuado volver a su propio hogar. Incluso cuando quebrantaba su espíritu y humillaba su orgullo, sentía que estaba bien tal humillación. No se cuestionaba si el bajo estado de ánimo era el más sincero; ni si cuanto peor opinión tuviera un hombre de sí mismo, más probabilidades tendría de estar en lo cierto en su estimación.
Al acercarse a la puerta, Claude se detuvo un momento y miró a través de la ventana de la cocina. Estaba preparada la mesa para la cena y Mahailey estaba ante los fuegos, removiendo algo en una gran olla de hierro, masa de harina de maíz probablemente —a menudo la preparaba para ella ahora que sus dientes empezaban a darle problemas—. Estaba de pie, inclinada sobre la olla que abrazaba con un brazo, y con el otro batía el rígido contenido, asintiendo con la cabeza al ritmo de este movimiento rotatorio. Emociones confusas se despertaron en Claude. Entró rápidamente y le dio un abrazo de oso.
El rostro de ella se arrugó con la sonrisa tonta que Claude conocía tan bien.
—¡Señor, cómo me ha asustao, señorito Claude! Un poco má y’abría tirado la masa por el suelo. ¡Tiene buen aspecto, mi chico guapo, sí!
Él sabía que Mahailey se alegraba de verlo volver a casa más que nadie, excepto su madre. Al escuchar el andar de la señora Wheeler, los pasos inciertos en la escalera, abrió la puerta y subió corriendo hasta la mitad del camino para encontrarse con ella, rodeándola con sus brazos con la casi dolorosa ternura que él siempre sentía, pero que rara vez tenía libertad de mostrar. Ella extendió ambas manos y le acarició el pelo durante un momento, riendo como alguien le sonríe a un niño pequeño y diciéndole que creía que lo tenía más rojo cada vez que volvía.
—¿Hemos recogido todo el maíz, madre?
—No, Claude, no lo hemos recogido todo. Sabes que siempre vamos retrasados. Todo va bien, el tiempo está despejado para descascarar el maíz, también. Pero al menos nos hemos librado del miserable de Jerry, así que hay algo por lo que estar agradecidos. Un día tuvo un ataque de ira de esos de los suyos en el pueblo, cuando estaba haciendo autostop para volver a casa, y Leonard Dawson le vio golpear a uno de nuestros caballos con el yugo. Leonard se lo contó a tu padre, y le habló con franqueza, y tu padre despidió a Jerry. Si tú o Ralph se lo hubierais contado, con toda probabilidad no hubiera hecho nada al respecto. Pero supongo que todos los padres son iguales —soltó una risita en confianza agarrada del brazo de Claude mientras bajaban las escaleras.
—Supongo. ¿Le hizo mucho daño al caballo? ¿A cuál golpeó?
—Al pequeño negro, Pompey. Creo que es un caballo bastante malo. Los muchachos dijeron que le rompió uno de los huesos de encima del ojo, pero probablemente se recuperará pronto.
—Pompey no es malo, es nervioso. Todos los caballos odiaban a Jerry, y tenían buenas razones para ello —Claude sacudió los hombros para deshacerse de los desagradables recuerdos de este hombre mestizo que volvían a su mente. Había visto algunas cosas que pasaban en el granero que con toda seguridad no podía contar a su padre. El señor Wheeler entró en la cocina y se detuvo de camino a las escaleras el tiempo suficiente para decir:
—Hola, Claude. Tienes muy buen aspecto.
—Sí, señor. Estoy muy bien, gracias.
—Bayliss me ha contado que has estado jugando bastante al fútbol americano.
—No más de lo normal. He jugado media docena de partidos, generalmente nos dan una paliza. La Estatal tiene un buen equipo.
—Esooo esperooo —dijo el señor Wheeler arrastrando las palabras mientras subía a zancadas las escaleras.
La cena fue como siempre. Dan no paraba de sonreírle y guiñarle el ojo a Claude, tratando de descubrir si ya había sido informado del destino de Jerry. Ralph le contó los cotilleos del vecindario: Gus Yoeder, su vecino alemán, había demandado a un granjero por haber disparado a su perro. Leonard Dawson se iba a casar con Susie Grey, la chica por la que había pegado a Bayliss, recordó Claude.
Después de la cena, Ralph y el señor Wheeler se fueron en el coche a una representación de Navidad en la escuela del condado. Claude y su madre se sentaron a conversar tranquilamente junto al quemador de carbón del salón de arriba. A Claude le gustaba esta habitación, especialmente cuando su padre no estaba allí. La vieja alfombra, las sillas desteñidas, la librería del buró, el grabado lleno de manchas con todas las escenas de El progreso del peregrino que estaba sobre el sofá… todas estas cosas le hacían sentirse en casa. Ralph siempre estaba proponiendo redecorar la habitación con muebles de roble estilo misión, pero hasta ahora Claude y su madre lo habían evitado.
Claude acercó su silla favorita y empezó a hablarle a la señora Wheeler de los chicos Erlich y de su madre. Ella escuchaba, pero él podía notar que estaba mucho más interesada en oír hablar de los Chapin, de si la garganta de Edward había mejorado y de dónde había estado predicando este otoño. Esa era una de las cosas decepcionantes de volver a casa: nunca podía despertar el interés de su madre en cosas o personas nuevas, a no ser que de alguna manera tuvieran que ver con la Iglesia. Sabía también que siempre estaba esperando oírle decir que por fin sentía la necesidad de acercarse más a la religión. Ella nunca le incordiaba sobre estas cosas, pero le había dicho una vez o dos que nada en el mundo podría complacerla más que verle consagrado a Cristo. Claude se dio cuenta mientras le hablaba de los Erlich de que ella se estaba preguntando si no serían personas «de mucho mundo» y estaba preocupada por la influencia que podían ejercer sobre él. La tarde fue casi un fracaso y se fue temprano a la cama.
Claude había pasado por unos dolorosos momentos de duda y miedo cuando pensó en profundidad sobre la religión. Durante varios años, de los catorce a los dieciocho, creyó que estaría perdido si no se arrepentía y se sometía a ese misterioso cambio llamado conversión. Pero había cierta cabezonería en él que no le permitía aprovecharse del perdón que ello le ofrecía. Se sentía condenado, pero no quería renunciar a un mundo del que hasta ahora no sabía nada. Quería sumergirse en la vida con toda su energía, con todas sus facultades. Él no quería ser como los hombres jóvenes que en la reunión de oración decían que confiaban en su Salvador. Odiaba la manera en que aceptaban dócilmente los placeres permitidos.
En aquellos días, Claude sintió un intenso miedo físico a la muerte. El ver a un vecino yaciendo rígido en su ataúd negro durante un funeral, le aterrorizaba. Solía permanecer despierto en la oscuridad, conspirando contra la muerte, tratando de trazar algún plan para escapar de ella, deseando con amargura no haber nacido jamás. ¿No había otra forma de salir del mundo salvo esta? Cuando pensaba en los millones de criaturas solitarias pudriéndose bajo tierra, la vida no parecía otra cosa que una trampa que atrapaba a la gente para un horrible final. Nunca había habido un hombre tan fuerte o tan bueno como para haber podido escapar. Y sin embargo, a veces tenía la seguridad de que él, Claude Wheeler, escaparía, que de verdad inventaría alguna manera ingeniosa para salvarse de la desintegración. Cuando la encontrara, no se lo diría a nadie, sería astuto y guardaría el secreto. Putrefacción, descomposición… ¡él no entregaría su agradable y templado cuerpo a esa inmundicia! ¿Qué significado tenía aquel versículo de la Biblia: «No permitas que tu Santo sufra la corrupción»[5]?
Si algo podía curar a un chico inteligente de los malsanos miedos religiosos, eso era una universidad confesional como a la que Claude había sido enviado. Ahora rechazaba la teología cristiana como algo demasiado lleno de evasivas y sofisterías como para razonar sobre ello. Los hombres que la crearon, estaba seguro, eran como los hombres que la enseñaban. El más noble podía ser condenado, según su teoría, mientras que casi cualquier parásito de mal corazón podía salvarse gracias a la fe. La «Fe», como él lo veía ejemplificado en los profesores de la Temple, era un sustituto para la mayoría de las cualidades masculinas que él admiraba. Los hombres jóvenes entraban en la clerecía porque eran tímidos o perezosos y querían que la sociedad se encargara de ellos, porque querían ser mimados por mujeres amables y confiadas, como su madre.
Aunque él tenía poco que ver con la teología y los teólogos, Claude hubiera dicho que era cristiano, creía en Dios y en el espíritu de los cuatro Evangelios y en el «Sermón de la montaña». Solía detenerse y atascarse en «Bienaventurados los mansos»[6], hasta que un día se le ocurrió que este verso se refería exactamente a gente como Mahailey y ¡desde luego ella estaba bendecida!