VI

Tres meses después, en un día gris de diciembre, Claude estaba sentado en el vagón de pasajeros de un tren de carga, volviendo a casa por vacaciones. Tenía una pila de libros en el asiento de al lado y estaba leyendo cuando el tren se paró tan bruscamente que los libros fueron a dar al suelo. Los recogió y miró su reloj. Era mediodía. El mercancías se quedaría ahí durante una hora o más, hasta que pasara el tren de pasajeros que iba hacia el sur. Claude se bajó del vagón y subió lentamente el andén hasta la estación. Unos cuantos abetos habían sido arrancados de la tierra cerca de la estación y un aroma a Navidad flotaba en el aire frío. Algunos carros esperaban, con sus caballos cubiertos con mantas. El vapor de la locomotora se extendía formando una mancha de color violeta oscuro a medida que se enroscaba hacia el cielo gris.

Claude entró en un restaurante al otro lado de la calle y pidió un guiso de ostras. La propietaria, una alemana regordeta y bajita con el flequillo encrespado, siempre se acordaba de él de cada viaje. Mientras comía sus ostras, ella le contó que acababa de terminar de asar un pollo con patatas dulces y que, si le apetecía, podría tomar el primer filete de pechuga antes de que los trabajadores de la estación entraran a comer. Tras pedirle que se lo trajera, esperó, sentado en un taburete con las botas apoyadas en la tubería de plomo que hacía de reposapiés, sus codos sobre el brillante mostrador marrón, con la mirada fija en una pirámide de panecillos rellenos que parecían duros bajo la tapa de cristal.

Cada día, esperrrar verrrte —dijo la señora Voight cuando le trajo su plato—. He puegsto bagstante bien de salsa sobre lags patagtas dulces, ja.

—Gracias. Debe de ser popular entre sus huéspedes.

Ella soltó una risita:

Ja, todos logs trrabajadorres de la estación serr amigos míos. Algunas veces me trraen un poco de Schweizerkase[3] de alguno de esos enormes bares en Omaha, que los jefes visitan con frrecuencia. No tengo chicos míos prropios, así que tengo que apañarles las cosas a esos muchachos, ¿eh?

Permaneció de pie con sus rechonchas manos bajo el delantal, observando cada bocado que él daba con tanta avidez que ella debía de estar saboreándolo también. El personal de la estación entró en tropel preguntándole a la mujer a gritos qué había para comer y ella daba vueltas alrededor de todos ellos como una pequeña gallina excitada, cacareando y soltando risotadas. Claude se preguntó si todos los trabajadores del mundo serían tan agradables como esos con las mujeres mayores. Él no lo creía, le gustaba pensar que tal genialidad era común solo en lo que él llamaba en general «el Oeste». Compró un puro grande y paseó de arriba abajo por el andén, disfrutando del aire fresco, hasta que el silbato pidió a los pasajeros que subieran.

Después de que el tren de carga se pusiera en marcha, él no abrió sus libros de nuevo, sino que permaneció sentado mirando hacia fuera a las casas grisáceas a medida que iban apareciendo ante él, con sus campos de maíz desnudos y secos y los grandes surcos de arado donde el trigo de invierno dormía. La nieve espolvoreada como pequeñas estrellas yacía como escarcha a lo largo de los desmoronados caballones entre surco y surco.

Claude creía que conocía casi todas las granjas entre Frankfort y Lincoln, había hecho el recorrido con tanta frecuencia, en trenes rápidos y en lentos. Volvía a casa todas las vacaciones y le habían llamado para que volviera una y otra vez con distintos pretextos: cuando su madre estaba enferma, cuando Ralph volcó el coche y se rompió el hombro, cuando a su padre le dio una patada un semental salvaje. No era costumbre de los Wheeler contratar a una enfermera: si alguien en la casa estaba enfermo, se daba por sentado que algún otro miembro de la familia desempeñaría esa tarea.

Claude estaba reflexionando sobre el hecho de que nunca antes hubiera ido a casa de tan buen humor. Dos cosas buenas le habían sucedido desde que hiciera este recorrido hacía tres meses.

En septiembre, nada más llegar a Lincoln, se había matriculado en la Universidad Estatal para hacer un curso especial sobre historia de Europa. El año anterior había escuchado al director del departamento en una conferencia con fines benéficos y había decidido que, aunque no le permitieran cambiar de universidad, se las arreglaría para estudiar con ese hombre. Al curso que Claude había escogido, el alumno podía dedicarle todo el tiempo que quisiera. Se basaba en la lectura de textos históricos, y el profesor estaba claramente ávido por recibir cuadernos repletos de apuntes. El de Claude fue de los más completos. Trabajaba a primera y a última hora del día en la biblioteca de la universidad, a menudo almorzaba en el pueblo y volvía a leer hasta la hora de cierre. Por primera vez estaba estudiando una asignatura que le parecía vital, que tenía que ver con hechos e ideas, en lugar de con diccionarios y gramáticas. ¡Cómo se había acordado de Ernest durante las conferencias! Podía imaginarle empapándose de ellas, estando de acuerdo o disintiendo a su siempre independiente manera. Las clases eran bastante largas y el profesor hablaba sin notas —hablaba rápidamente, como si se estuviera dirigiendo a sus iguales, sin un ápice de la convincente persuasión a la que los estudiantes de Temple estaban acostumbrados—. Sus conferencias eran breves, como un escrito legal, pero había una especie de fervor seco en su voz y, cuando ocasionalmente interrumpía su exposición con un comentario puramente personal, este parecía valioso e importante.

Claude normalmente salía de estas clases con la sensación de que el mundo estaba lleno de cosas estimulantes y de que uno tenía suerte de estar vivo para averiguar esas cosas. Las lecturas durante ese otoño hicieron que de verdad viera el futuro más claro para él, parecía prometer depararle algo. Una de sus principales dificultades había sido siempre que no podía convencerse a sí mismo de creer en la importancia de ganar dinero o de gastarlo. Si eso era todo, entonces la vida no valía la pena.

La segunda cosa buena que le había ocurrido es que había conocido a algunas personas que le gustaban. Había sucedido por casualidad, tras un partido de fútbol americano entre los once de Temple y el equipo de la Universidad Estatal (simplemente a modo de práctica para estos últimos). Claude estaba jugando como halfback con Temple. Hacia el final del primer cuarto, siguió su interferencia sin peligro alrededor del extremo derecho, esquivó un placaje que amenazaba con poner fin al partido y corrió solo durante noventa yardas hasta hacer un touchdown. Logró terminar el partido con una buena actuación del equipo entero. Los chicos de la Estatal le dieron la enhorabuena de forma sincera y el entrenador llegó a insinuar que si algún día quería cambiar de aires, habría un sitio para él en el equipo de la universidad.

Claude vivió un momento para estar orgulloso, pero incluso mientras el entrenador Ballinger le estaba hablando, los estudiantes de Temple bajaron corriendo a la tribuna dando gritos de alegría y Annabelle Chapin, ridícula con la ropa deportiva que ella misma había confeccionado y adornado con los colores de Temple y haciendo sonar un silbato infantil, se echó sin dudarlo a su cuello. Él se soltó, de forma no demasiado suave, y con determinación echó a andar con paso airado hacia los vestuarios… ¿De qué servía si siempre estaba en el equipo equivocado?

Julius Erlich, que jugaba de quarter en el equipo de la Estatal, se lo llevó a un lado y le dijo afablemente:

—Ven a casa a cenar conmigo esta noche, Wheeler, y conoce a mi madre. Vente con nosotros y te vistes en la armería. Tienes la ropa en tu maleta, ¿verdad?

—No se puede decir que sea ropa adecuada para hacer una visita —le contestó Claude con indecisión.

—¡Ah, eso no importa! Somos todos chicos en casa. A madre no le importará si vienes con la ropa de entrenar.

Claude aceptó la propuesta antes de que tuviera tiempo de arrepentirse imaginando las posibles dificultades. Erlich se sentaba a su lado a menudo en la clase de Historia y habían hablado varias veces. Hasta ahora, Claude había tenido la sensación de que no «podía descifrar a Erlich», pero esa tarde, mientras se vestían después de la ducha, se hicieron buenos amigos, todo en unos pocos minutos. Claude estaba quizá con el cuerpo y la mente menos paralizados que de costumbre. Estaba tan sorprendido de encontrarse hablando con Erlich con facilidad y confidencialidad que apenas reparó en la camisa de hace dos días y el cuello con un borde roto —muestras de una economía miserable a las que estaba acostumbrado.

No habían caminado más de dos manzanas desde la armería cuando Julius giró hacia una vieja casona de madera con terraza y jardín. Condujo a Claude hasta un extremo y, a través de una puerta de cristal, hasta una gran sala donde las ventanas ocupaban tres de las paredes por encima del friso de madera. La habitación estaba llena de niños y jóvenes, sentados en grandes divanes o en los brazos de los sillones, y todos hablaban a la vez. En uno de los sillones estaba tumbado un hombre joven con un batín, leyendo tan tranquilo como si estuviera solo.

—Cinco de estos son mis hermanos —dijo su anfitrión— y el resto son amigos.

El grupo reconoció a Claude y le incluyeron en su conversación sobre el partido. Cuando los amigos se marcharon, Julius le presentó a sus hermanos. Eran todos buenos chicos, pensó Claude, y agradables y hospitalarios en las formas. Los tres mayores ya estaban trabajando, pero también habían asistido al partido esa tarde. Claude nunca antes había visto hermanos que fueran tan francos y sinceros los unos con los otros. Con él eran muy cordiales; el que estaba tumbado se acercó para darle la mano, marcando con el dedo la página del libro por la que iba.

Sobre una mesa en medio de la habitación había pipas y cajas con tabaco, puros en un bote de cristal y un enorme bol chino lleno de cigarrillos. A Claude este aprovisionamiento le parecía de lo más llamativo, porque en casa él tenía que fumar en el establo de las vacas. La cantidad de libros le asombró casi de la misma forma: todos los frisos de las paredes estaban tapados con estanterías abiertas repletas de ejemplares, gruesos y finos, y todos parecían interesantes y bastante usados. Uno de los hermanos había estado en una fiesta la noche anterior y, al volver a casa, había puesto su corbata de vestir alrededor del cuello de un busto de yeso de Byron que había en la repisa sobre la chimenea. Esta cabeza, con la corbata ladeada, llamó la atención de Claude más que cualquier otra cosa de la habitación, y por algún motivo al instante le hizo desear vivir allí.

Julius hizo entrar a su madre y cuando iban a cenar Claude se encontró sentado a su lado en uno de los extremos de la larga mesa. La señora Erlich le pareció muy joven para ser la cabeza de una familia tan numerosa. Su pelo se conservaba aún castaño y lo llevaba recogido por detrás de las orejas en dos pequeños moños, como las damas de los viejos daguerrotipos. Su cara también recordaba a un daguerrotipo, había algo antiguo y pintoresco en ella. Su piel tenía la blancura suave de las flores blancas que han sido empapadas por la lluvia. Hablaba haciendo gestos rápidos y su manera breve pero decidida de asentir era peculiar y muy personal. Sus ojos de color avellana atisbaban con curiosidad por encima de los quevedos, siempre mirando para ver cómo las cosas se resolvían maravillosamente bien, siempre buscando una buena hada alemana en la alacena o en el armario de las tartas o en el vapor humeante del día de lavar la ropa.

Los chicos estaban hablando sobre un compromiso que acaba de anunciarse y la señora Erlich empezó a contarle a Claude una larga historia sobre cómo este brillante joven había llegado a Lincoln y había conocido a esta hermosa señorita, quien ya estaba comprometida con un frío académico y cómo, tras varios ardores de estómago, la hermosa joven había roto con el hombre equivocado y se había prometido al correcto, y ahora ellos estaban todos muy felices, le pidió a Claude que la creyera: ¡todo el mundo estaba igual de feliz! A la mitad de su narración, Julius le recordó con una sonrisa que ya que Claude no conocía a estas personas, no estaría muy interesado en su romance, pero ella simplemente le miró por encima de sus gafas y dijo:

—¡Con que sí, Herr Julius!

Cualquiera podía ver que ella estaba a la altura de ellos.

La conversación saltaba de una cosa a otra. Los hermanos comenzaron a discutir acaloradamente sobre una chica nueva que estaba de visita en el pueblo, si era guapa, cuán guapa era, si era ingenua. Para Claude esto era como una conversación en una obra de teatro: nunca antes había oído discutir y analizar de esta manera a una persona. Nunca había visto a una familia hablar tanto, o con algo tan parecido al entusiasmo. Aquí no había nada de la perniciosa reticencia que siempre había asociado con las reuniones familiares, ni la incomodidad de la gente sentada con las manos en el regazo, mirándose los unos a los otros, guardándose para sí cada uno sus secretos o sospechas, mientras él trataba de encontrar un tema seguro sobre el que hablar. Su capacidad para crear frases también le asombraba: ¿cómo podía la gente encontrar tanto que decir sobre una sola chica? Con seguridad, una gran parte le parecía exagerada, pero admitió con tristeza que en estos temas no era el juez adecuado. Cuando volvieron al salón, Julius empezó a tocar de oído algunas melodías en su guitarra y el hermano de la barba se sentó a leer. Otto, el más joven, al ver a un grupo de estudiantes pasar por delante de la casa, salió corriendo hacia el césped y les llamó, a dos niños y una niña con las mejillas rojas y una estola de piel. Claude se acomodó en un rincón y estaba encantado de ser un espectador, pero la señora Erlich pronto se acercó y se sentó junto a él. Cuando las puertas que daban a la sala de estar estaban abiertas, ella se dio cuenta de que la mirada de él se perdía en un grabado de Napoleón que colgaba encima del piano y le invitó a ir a examinarlo. Le contó que era un grabado poco común y le enseñó un retrato de su bisabuelo, que era oficial en el ejército de Napoleón. Explicar cómo había llegado a serlo era una larga historia.

Mientras hablaba con Claude, la señora Erlich descubrió que sus ojos no eran en realidad tan claros, pero que simplemente lo parecían debido al color de sus pestañas. Eran muy expresivos cuando miraban directamente a los suyos y le gustaba lo que decían. Pronto se enteró de que estaba descontento, de lo mucho que odiaba la Universidad de Temple y por qué su madre deseaba que fuera allí.

Cuando los tres niños que habían llegado más tarde se despidieron, Claude también se levantó. Ellos obviamente eran conocidos de la casa y su descuidada salida con un alegre «¡Buenas noches a todos!» no le dio ninguna sugerencia práctica acerca de lo que debía decir o de cómo iba a salir. Julius complicó las cosas aún más al decirle que se sentara y que todavía no era hora de irse. Pero la señora Erlich dijo que sí lo era, ya que le esperaba un largo viaje de vuelta hasta la Temple.

Todo resultó muy sencillo: ella le acompañó a la puerta y le dio su sombrero y unas suaves palmaditas en el brazo a modo de despedida.

—Ven a menudo a visitarnos, vamos a ser amigos.

Su frente, oculta tras los cuidados mechones castaños del flequillo, quedaba un poco por debajo de la barbilla de Claude; ella miró detenidamente hacia arriba, hacia él, con esa extraña expresión esperanzada, como si… ¡como si incluso a él las cosas le fueran a salir maravillosamente bien! Desde luego, nadie le había mirado así nunca.

—Ha sido muy agradable —murmuró él sin apenas sentir vergüenza, y con una feliz inconsciencia giró el pomo y cruzó la puerta de cristal para salir.

Mientras el tren de carga soplaba lentamente a través del campo de invierno, dejando un rastro negro suspenso en el aire en calma, Claude regresaba minuciosamente a esa experiencia en su mente, como si temiera perder algo de ello al ir acercándose a casa. Podía recordar con exactitud la impresión que la señora Erlich y los chicos le habían causado en esa primera noche, podía repetir casi palabra por palabra la conversación que había sido tan novedosa para él. Entonces había dado por supuesto que los Erlich eran ricos, pero más tarde averiguó que eran pobres. El padre había muerto y todos los chicos tenían que trabajar, incluso aquellos que todavía iban a la escuela. Simplemente, descubrió, sabían cómo vivir y cómo gastar su dinero en ellos mismos en lugar de en máquinas para hacer el trabajo y en máquinas para entretener a la gente. Las máquinas, decidió Claude, no podían proporcionar placer, sea lo que sea lo que pudieran hacer. Ni tampoco podían fabricar personas agradables. Tal y como él lo veía, estas últimas se hacían a base de una sensata complacencia de casi todo lo que a él le habían enseñado a evitar.

Desde aquella primera visita, había ido a casa de la familia Erlich no con tanta frecuencia como le hubiera gustado, desde luego, pero tan a menudo como se atrevió. Algunos de los chicos de la universidad parecían pasar por allí siempre que les apetecía, eran casi miembros de la familia, pero tenían mejor aspecto que él y eran mejor compañía. Con seguridad, el gran Baumgartner era un íntimo de ellos; era un chaval desgarbado con las manos rojas y los zapatos llenos de remiendos, pero al menos hablaba alemán con la madre y tocaba el piano y parecía saber mucho de música.

Claude no quería ser un pesado. A veces por la tarde, cuando salía de la biblioteca para fumar un puro, pasaba lentamente de largo por delante de la casa de los Erlich, mirando hacia las ventanas iluminadas del salón y preguntándose qué estaría sucediendo dentro. Antes de llamar a su puerta, se devanaba los sesos en busca de cosas sobre las que hablar. Si había habido un partido de fútbol o una buena obra en el teatro, eso ayudaba, por supuesto.

Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, intentaba meditar y justificar sus opiniones ante sí mismo, de forma que tuviera algo que decir cuando los chicos Erlich le preguntaran. Había crecido con la convicción de que dar explicaciones estaba más allá de su dignidad, como lo estaba vestirse cuidadosamente o que le cogieran poniendo demasiado esmero en hacer algo. Ernest era la única persona que él conocía que simplemente intentaba exponer con claridad por qué creía esto o aquello, y en casa la gente le consideraba engreído y advenedizo: no era muy americano dar explicaciones, ¡no tenías por qué! En la granja decías que lo harías o que no lo harías, que Roosevelt estaba bien o que estaba loco. Se suponía que no tenías que decir nada más a no ser que fueras un político dando un discurso —si tratabas de decir algo más, era porque te gustaba escucharte hablar—. Y como no decías nunca nada, no desarrollabas el hábito de pensar. Si te aburrías demasiado, ibas al pueblo y comprabas algo nuevo.

Pero toda la gente que conoció en casa de los Erlich hablaba. Si le preguntaban sobre una obra o un libro y él decía que «no era bueno», todos a la vez le preguntaban por qué. Los Erlich pensaban que era muy callado, pero Claude a veces creía que era asombroso: ¿era verdaderamente posible que fuera él el que estaba aireando sus opiniones de esta forma tan poco delicada? Se encontró usando palabras que nunca antes habían salido de sus labios, que en su mente estaban asociadas solo con la página impresa. Cuando de repente se daba cuenta de que estaba empleando una palabra por primera vez (y probablemente pronunciándola de forma incorrecta) se sentía tan confundido como si tratara de pagar con un dólar de plomo: se ruborizaba y tartamudeaba y dejaba que alguien terminara la frase por él.

Claude no podía resistirse a pasar por la casa de los Erlich por las tardes; en ese momento los chicos no estaban y podía tener a la señora Erlich para él solo durante media hora. Cuando ella le hablaba, le enseñaba mucho sobre la vida. Le encantaba escucharla cantar canciones sentimentales alemanas mientras trabajaba: «Spinn, spinn, du Tochter mein»[4]. No sabía por qué, pero ¡simplemente la adoraba! Cada vez que se iba después de haber estado con ella, se sentía feliz y lleno de amabilidad, y pensaba en bosques de hayas y ciudades amuralladas, o en Carl Schurz y la revolución romántica.

Había ido a ver a la señora Erlich justo antes de volver a casa por vacaciones y la había encontrado preparando pasteles de Navidad alemanes. Ella le llevó a la cocina y le explicó las casi sagradas tradiciones que gobernaban esta complicada receta. Su entusiasmo y seriedad mientras batía y removía eran algo muy bonito, pensaba Claude. Enumeraba con los dedos los muchos ingredientes, pero él pensaba que había cosas que no nombraba: la fragancia de las viejas amistades, el resplandor de los primeros recuerdos, la creencia en las rimas y canciones capaces de hacer milagros. Con seguridad, ¡estas eran cosas estupendas para poner en pequeños pasteles! Después de dejarla, Claude hizo algo que un Wheeler jamás haría: bajó a O Street y le envió una caja de las rosas más rojas que pudo encontrar. En su bolsillo estaba la pequeña nota que ella le había escrito para agradecérselo.