IV

Se acercaba el momento en que Claude tendría que volver a la competitiva universidad confesional a las afueras de la capital, donde ya había pasado dos deprimentes y poco provechosos inviernos.

—Madre —dijo una mañana en que tuvo la oportunidad de hablar con ella a solas—, me gustaría que me diera permiso para dejar la Universidad de Temple e ir a la estatal.

Ella levantó la mirada de la masa que estaba mezclando.

—Pero ¿por qué, Claude?

—Bueno, podría aprender más, para empezar. Los profesores de la Temple no son muy buenos, la mayoría de ellos son simplemente predicadores que no pueden vivir de las oraciones.

La mirada de sufrimiento que siempre desarmaba a Claude apareció inmediatamente en el rostro de su madre.

—Hijo, no digas esas cosas. No puedo sino creer que los profesores se interesan más por sus alumnos cuando se preocupan por su desarrollo espiritual tanto como por el mental. El hermano Weldon dijo que muchos de los profesores de la Universidad Estatal no son buenos cristianos y algunos incluso se jactan de ello.

—Bueno, supongo que la mayoría de ellos es buena persona, eso sí; por lo menos, conocen las materias que enseñan. Estos predicadores medio bobos como Weldon hacen mucho daño, recorriendo el país con su palabrería. A él lo envían para atraer a los estudiantes hasta su propio colegio. Si no los consigue, pierde su trabajo. Ojalá no me hubiera convencido a mí. La mayoría de los tipos que expulsan de la Universidad Estatal se acerca a nosotros.

—¿Pero cómo se pueden ofrecer estudios serios en un lugar donde se le da tanta importancia al atletismo y las frivolidades? Le pagan al entrenador de fútbol un sueldo mayor que al Presidente. Y esas hermandades son lugares donde los chicos aprenden todo tipo de maldades. He oído que a veces se hacen cosas espantosas ahí dentro. Además, supondría más dinero y no podrías vivir tan económicamente como en casa de la familia Chapin.

Claude no respondió, permaneció de pie delante de ella, con el ceño fruncido y tirándose de un callo en la palma de su mano. La señora Wheeler le miró con melancolía.

—Estoy segura de que estudiarás mejor en un entorno serio y tranquilo —dijo.

Él suspiró y se marchó. Si su madre hubiera sido mínimamente empalagosa, como el hermano Weldon, podría haberle contado muchos hechos esclarecedores. Pero ella era tan confiada e infantil, tan fiel por naturaleza y tan ignorante de la vida tal y como él la conocía, que no merecía la pena discutir con ella. Él podría haberla impresionado, haberla hecho temer el mundo incluso más de lo que ya lo hacía, pero nunca conseguiría que le comprendiera.

Su madre estaba chapada a la antigua. Creía que bailar y jugar a las cartas eran formas peligrosas de pasar el tiempo —solo la gente más ruda hacía tales cosas cuando ella era joven en Vermont— y que la palabra «sofisticación» era otra forma de decir «maldad». Según su concepto de la educación, uno debía aprender, no pensar; y sobre todo, no debía preguntar. La historia de la raza humana, tal y como había sucedido, estaba ya explicada, como lo estaba su destino, aún por delante. La mente debía permanecer de forma obediente dentro del concepto teológico de la historia.

A Nat Wheeler no le importaba si su hijo iba a la universidad o no, pero él también había dado por hecho que la institución religiosa era más barata que la Universidad Estatal y además que, dado que los alumnos allí parecían más desharrapados, tendrían menos probabilidades de ser tan listos como para que su inteligencia resultara algo ofensivo en casa. Sin embargo, le comentó este tema a Bayliss un día que estaba por el pueblo.

—A Claude se le ha metido en la cabeza ir a la Universidad Estatal este invierno.

Bayliss adoptó inmediatamente esa sabia expresión de mejor-estar-preparado-para-lo-peor que le había hecho parecer inteligente y experimentado desde la infancia.

—No veo ningún motivo para cambiarse a no ser que pueda dar una buena razón para ello.

—Bueno, cree que ese grupo de clérigos de Temple no son precisamente profesores de primera categoría.

—Supongo que aún pueden enseñarle bastantes cosas. Si se deja arrastrar por esa fiebre del fútbol de la Estatal, no habrá manera de enderezarlo —por alguna razón, Bayliss detestaba el fútbol—. Todo esto del atletismo es algo bastante exagerado; si Claude quiere hacer ejercicio, podría plantar el trigo del otoño.

Esa noche, el señor Wheeler sacó el tema durante la cena, le preguntó a Claude y trató de averiguar el motivo de su descontento. Sus formas eran jocosas, como siempre, y Claude odiaba cualquier tipo de discusión pública acerca de sus asuntos personales. Temía el sentido del humor de su padre cuando se centraba demasiado en él.

Claude habría disfrutado de las numerosas y algo burdas tiras cómicas con las que el señor Wheeler animaba la vida diaria, si hubieran sido escritas por otro. Pero quería de forma poco razonable que su padre fuera el hombre más digno de la comunidad, como ya era el más guapo y el más inteligente. Además, Claude no soportaba que le dejaran en ridículo. Se avergonzaba antes de que tuviera algo que ver con él; lo veía venir y, en cierta manera, lo provocaba. El señor Wheeler se había percatado de este rasgo de su personalidad cuando él era solo un chaval, lo creía falso orgullo, y a menudo ofendía sus sentimientos a propósito para hacerle más fuerte, como había hecho con la madre de Claude, que cuando se casó con ella tenía miedo de todo excepto de los libros del colegio y las reuniones para rezar. Todavía estaba más o menos desconcertada, pero hacía tiempo que había superado cualquier miedo hacia él o el temor de vivir con él. Ella aceptó todo lo relacionado con su marido como parte de su tosca masculinidad, algo de lo que se sentía orgullosa a su silenciosa manera.

Claude no había llegado a perdonar a su padre por algunas de sus bromas. Un día templado de primavera, cuando era solo un revoltoso niño de cinco años, jugando dentro y fuera de la casa, escuchó a su madre suplicando al señor Wheeler que bajara al huerto a recoger las cerezas del árbol que se doblaba por el peso. Claude recordaba que ella insistía, casi se quejaba, de que las cerezas estaban demasiado altas para que ella las alcanzara y que incluso aunque tuviera una escalera podría hacerse daño en la espalda. El señor Wheeler siempre se enfadaba si su mujer mencionaba algún tipo de debilidad física, especialmente si se quejaba sobre su espalda. Se levantó y salió. Después de un rato regresó.

—De acuerdo, Evangeline —gritó con alegría al atravesar la cocina—, las cerezas no te darán más problemas. Tú y Claude podéis bajar y recogerlas, tan sencillo como eso.

La señora Wheeler, confiada, se puso el sombrero, le dio a Claude un pequeño cubo, cogió uno más grande para ella y bajaron el pastizal hasta el huerto, cercado en la parte de abajo, junto al arroyo. La tierra había sido arada esa primavera para que retuviera la humedad y Claude estaba corriendo alegremente a lo largo de uno de los surcos, cuando levantó la vista y vio una imagen que no pudo olvidar jamás: el hermoso cerezo de copa redondeada, lleno de hojas verdes y frutos rojos… ¡su padre lo había talado! Yacía en la tierra junto a su sangrante tocón. Claude, con un grito, se convirtió en un pequeño demonio. Tiró su cubo de hojalata, se puso a dar saltos gritando y soltando patadas a la tierra con sus zapatos de punta de cobre hasta que su madre comenzó a preocuparse más por él que por el árbol talado.

—Hijo, hijo —gritó—, es el árbol de tu padre. Tiene todo el derecho a talarlo si eso es lo que quiere. En varias ocasiones ha dicho que los árboles son demasiado gruesos aquí. Quizá sea mejor para los demás.

—¡No, no tiene derecho! ¡Es un maldito idiota! ¡Un maldito idiota! —gritó Claude todavía saltando y dando patadas, casi asfixiado por la rabia y el odio.

Su madre se arrodilló a su lado:

—¡Claude, para! Preferiría que talaran el huerto entero a escucharte decir esas cosas.

Después de conseguir que se calmara, recogieron las cerezas y volvieron a la casa. Claude le había prometido que no diría nada, pero su padre debió de notar los ojos furiosos del chico fijos en él durante toda la cena y su expresión de desprecio. Ya entonces sus flexibles labios colaboraban demasiado bien en expresar ese sentimiento. Durante varios días después de aquello, Claude bajaba al huerto y observaba cómo el árbol enfermaba, languidecía y se marchitaba. Dios seguro que castigaría a un hombre que era capaz de hacer eso, pensó.

Lo que más llamaba la atención de Claude cuando era niño eran su mal genio y que no era capaz de estarse quieto. Ralph era dócil y tenía una precoz sagacidad para mantenerse alejado de los problemas. Tranquilo en apariencia, tenía gran habilidad para inventarse travesuras y persuadía con facilidad a su hermano mayor, que siempre estaba buscando algo que hacer, para llevar a cabo sus planes. Normalmente era Claude al que pillaban con las manos en la masa. Sentado sobre su edredón en el suelo, con aspecto dulce y pensativo, Ralph le susurraba al oído a Claude que sería divertido trepar hasta coger el reloj de la estantería o poner en marcha la máquina de coser. Cuando se hicieron más mayores y salían a jugar fuera, solo tenía que insinuar que Claude era un cobarde para conseguir que este probara un hacha congelada con la lengua o para que saltara desde el tejado del cobertizo.

Las dificultades habituales de vivir la niñez en el campo no eran suficientes para Claude: se imponía a sí mismo pruebas físicas y castigos. Cada vez que se quemaba un dedo, seguía el consejo de Mahailey y ponía la mano cerca de la cocina para «domar el fuego». Un año, fue al colegio durante todo el invierno con solo una chaqueta para hacerse más duro. Su madre le abrochaba el abrigo y le ponía la tartera con su almuerzo en la mano para que se pusiera en camino. Tan pronto como perdía de vista la casa, se quitaba el abrigo, lo enrollaba bajo el brazo y corría veloz bordeando los campos helados, de forma que llegaba a la valla de la escuela jadeando y tiritando, pero completamente satisfecho consigo mismo.