El circo fue el sábado. A la mañana siguiente, Claude estaba de pie junto al aparador, afeitándose. El pelo de su barba ya era bastante fuerte, una sombra más oscura que su cabello y no tan roja como su piel. Sus cejas y sus largas pestañas eran de un pálido dorado maíz que hacía que sus ojos azules parecieran más claros de lo que realmente eran y que, según creía él, le daban cierto aire de timidez y debilidad a la parte superior de su cara. Tenía exactamente la apariencia que no quería tener. Odiaba especialmente su cabeza, tan grande que tenía problemas para comprarse un sombrero y de forma inflexiblemente cuadrada: una cabeza-ladrillo perfecta. Su nombre era otro motivo de humillación: Claude era un nombre tontorrón, como Elmer y Roy, un nombre provinciano intentando ser elegante. En los colegios rurales, siempre había un chico pelirrojo con las manos llenas de verrugas al que le goteaba la nariz con el nombre de Claude. Daba por hecho que tenía un buen físico: los firmes y musculados brazos y piernas y los hombros que se supone que tiene un chico de granja. Desgraciadamente, no poseía ni rastro de la apariencia sosegada de su padre y, a menudo, su fuerza se expresaba de forma poco armoniosa. Las tormentas que se producían en su cabeza a veces le hacían ponerse de pie o sentarse o levantar algo de forma violenta, más de lo que era aparentemente necesario.
La casa dormía hasta tarde las mañanas de los domingos, ni siquiera Mahailey se levantaba antes de las siete. La señal habitual para el desayuno era el olor de los donuts al freírse. Esa mañana, Ralph salió de la cama en el último minuto y sin miramientos se puso la ropa interior limpia sin darse un baño antes. Esto no le supuso el más mínimo remordimiento, aunque sí dedicó tiempo a sacarle brillo, delicadamente, con un pañuelo, a sus nuevos zapatos de color marrón rojizo. Llegó a la mesa cuando los demás ya tenían el desayuno a medias, pero aplacó los ánimos preguntándole cordialmente a su madre si no quería que la llevara a la iglesia en coche.
—Me gustaría ir, si puedo terminar el trabajo a tiempo —dijo ella, mirando sin convicción el reloj.
—¿No puede Mahailey ocuparse de las cosas por usted esta mañana?
La señora Wheeler dudó un instante.
—De todo menos del separador: No puede colocar todas las piezas. Es mucho trabajo, ya lo sabes.
—Bueno, madre —dijo Ralph con buen humor mientras vaciaba la jarra de sirope sobre sus tortitas—, tiene prejuicios. Nadie piensa ya en descremar la leche hoy. Todos los granjeros que están al día usan un separador.
Los ojos claros de la señora Wheeler brillaron.
—Mahailey y yo nunca estaremos lo bastante al día, Ralph. Estamos anticuadas y, no sé, pero será mejor que nos dejes seguir así. Comprendo las ventajas de un separador si ordeñamos media docena de vacas, es una máquina muy ingeniosa. Pero lleva mucho más trabajo esterilizarlo y montarlo todo que ocuparse de la leche como antiguamente.
—No te llevará mucho cuando te acostumbres a ello —le aseguró Ralph. Era el mecánico jefe de la granja de los Wheeler y, cuando ni la maquinaria ni los automóviles le daban suficiente trabajo, bajaba al pueblo y compraba aparatos para la casa. Tan pronto como Mahailey se acostumbraba a la lavadora o a la mantequera, Ralph, para estar al día con el escalofriante avance de los inventos, traía a casa algún aparato aún más moderno. El lavavajillas nunca había sido capaz de usarlo, y las planchas de hierro o el horno de queroseno la ponían de los nervios.
Claude le dijo a su madre que subiera a cambiarse, él esterilizaría el separador mientras Ralph preparaba el coche. Aún estaba ocupado en ello cuando su hermano entró desde el garaje para lavarse las manos.
—Realmente no deberías cargar a mamá con cosas como estas, Ralph —exclamó de mala gana—. ¿Alguna vez has probado a limpiar este maldito cacharro tú mismo?
—Claro que lo he hecho. Si la señora Dawson puede utilizarlo, creo que mamá también podría.
—La señora Dawson es una mujer más joven. De todos modos, no se trata de convertir a Mahailey y a mamá en operarias de máquinas.
Ralph levantó las cejas como respuesta a la brusquedad de Claude.
—Mira —dijo con voz persuasiva—, no vayas a animarla a pensar que no es capaz de cambiar la forma en que hace las cosas. Madre tiene derecho a tener todas las máquinas que podamos conseguirle para ahorrarle trabajo.
Claude hacía ruido con los treinta y tantos embudos metálicos escalonados que trataba de ensamblar adecuadamente.
—Bueno, si esto es ahorrar trabajo…
El hermano más pequeño soltó una risilla tonta y corrió escaleras arriba a por su sombrero de jipijapa. Él nunca discutía. La señora Wheeler a veces decía que era maravilloso todo lo que Ralph aprendía de su hermano Claude.
Después de que Ralph y su madre se fueran en el coche, el señor Wheeler condujo hasta la casa de su vecino alemán, Gus Yoeder, que acababa de comprar un toro pura sangre. Dan y Jerry estaban poniendo herraduras más abajo, junto al granero. Claude le dijo a Mahailey que iba al sótano a poner la balda colgando del techo como ella quería para que las ratas no llegaran hasta sus hortalizas.
—Gracias, señorito Claude. No sé lo que hace que haya tantas ratas. Los gatos cazan una casi ca’día, además.
—Supongo que suben desde el granero. Tengo una hermosa y enorme tabla abajo en el garaje para tu estante —el sótano tenía suelo de cemento, frío y seco, con armarios profundos para la fruta enlatada, la harina y las provisiones, cubos con carbón y mazorcas de maíz, y un cuarto oscuro lleno de utensilios de fotografía. Claude se colocó en el banco de carpintero, bajo una de las ventanas cuadradas. Había, bajo la grisácea luz del crepúsculo, objetos misteriosos alrededor de él: baterías eléctricas, máquinas de escribir y viejas bicicletas, una máquina para hacer postes de cemento, un vulcanizador, un estereopticón con una lente rota. Los juguetes mecánicos que Ralph no supo utilizar con éxito así como aquellos de los que se acabó cansando estaban bien guardados aquí. Si se dejaban en el granero, el señor Wheeler los veía demasiado a menudo y, a veces, cuando se acaban interponiendo en su camino, hacía sarcásticos comentarios. Claude le había rogado a su madre que le dejara apilar todos los trastos en un carro para tirarlos dentro de alguno de los agujeros hechos por el agua que había a lo largo del arroyo. Pero la señora Wheeler dijo que no debía pensar en tal cosa, que podría herir los sentimientos de Ralph. Casi cada vez que Claude bajaba al sótano, tomaba la firme determinación de vaciar ese sitio algún día, con el amargo pensamiento de que el dinero que todos estos cacharros habían costado podría haber servido para mandar a un muchacho a una universidad decente.
Mientras Claude estaba preparando la tabla que tenía pensado colgar de las vigas, Mahailey dejó sus tareas para bajar a observarlo. Hizo como que andaba buscando las cebollas en vinagre, después se sentó sobre una caja de galletas; a poca distancia había una lujosa mecedora a la que le faltaba un brazo, pero sentarse allí no hubiera encajado con su idea de las buenas formas. Sus ojos mostraban una especie de satisfacción somnolienta al seguir los movimientos de Claude. Le observaba, como si fuera un bebé jugando, con las manos descansando cómodamente sobre su regazo.
—El señorito Ernest no ha estado por aquí desde hace tiempo. No está enfadado por nada, ¿no?
—Oh, no. Está tremendamente ocupado este verano. Le vi ayer en el pueblo, fuimos al circo juntos.
Mahailey sonrió y asintió con la cabeza.
—Eso está bien. Me alegro que ustedes, muchachos, se diviertan. El señorito Ernest es un buen muchacho, me cayó bien desde el primerísimo momento. No es un tipo muy alto, sin embargo. No es grande como usted, ¿a qué no? Me pregunto si llegará a la altura del señorito Ralph, siquiera.
—No, no tanto —dijo Claude entre golpe y golpe—. Es fuerte, sin embargo, y es capaz de sacar adelante un montón de trabajo.
—¡Oh, lo sé! Sé que sí. Sé que trabaja duro. Todos ellos, los extranjeros, trabajan duro, ¿o no le parece, señorito Claude? Imagino que le gusta el circo. Quizá no tien circos como os’nuestros allí de’onde vienen.
Claude empezó a contarle lo del elefante payaso y los perros amaestrados mientras ella permanecía sentada escuchándole con una sonrisa de satisfacción algo tonta; había, aun así, algo de inteligencia y clarividencia en la misma.
Mahailey llevaba con ellos mucho tiempo, llegó cuando Claude solo tenía unos meses. La había traído al oeste una ineficiente familia de Virginia que se deshizo y se dispersó ante los rigores de la vida de pioneros en una granja. Cuando la madre de la familia murió, Mahailey no tenía otro sitio adonde ir y la señora Wheeler la acogió. Mahailey no tenía a nadie más que se ocupara de ella y la señora Wheeler no tenía a nadie que la ayudara con el trabajo, así que todo terminó muy bien.
Mahailey tuvo una vida muy difícil cuando era joven; se casó con un violento alpinista que a menudo abusaba de ella y no la mantenía. Se acordaba de algunos momentos en los que se sentaba en la cabaña junto a un barril de comida vacío y una olla de hierro fría, esperando a que «él» trajera a casa una ardilla a la que hubiese disparado o una gallina que hubiera robado. Con demasiada frecuencia no traía más que una jarra de whisky de montaña y un par de puños brutales. Pensaba que ahora estaba mucho mejor sin volver a tener jamás que suplicar por comida o sin tener que adentrarse en el bosque a por leña para el fuego, sin preocuparse por no tener una cama cálida o ropa y calzado decentes. Mahailey tenía dieciocho hermanos, la mayoría de ellos criada sin ningún tipo de normas o con poco talento y dos de ellos, al igual que su marido, acabaron muriendo en la cárcel. Ella nunca fue a la escuela y no sabía leer ni escribir. Claude, cuando era pequeño, intentó enseñarle a leer, pero lo que aprendía una noche lo olvidaba a la siguiente. Podía contar y leer la hora en el reloj, y se sentía muy orgullosa de saberse el alfabeto y de ser capaz de deletrear las letras de los sacos de harina y los paquetes de café. «Eso es una A mayúscula» murmuraba, «y ahí hay una a minúscula».
Mahailey era muy perspicaz valorando a las personas y Claude creía que su opinión hacía que las cosas sonaran mejor. Él sabía que ella percibía todos los matices de los sentimientos de las personas, los acuerdos y antipatías en la casa, tan profundamente como él lo hacía, y hubiera odiado perder la buena opinión que ella tenía de él. Mahailey le consultaba sobre cualquier pequeño problema: si la pata de la mesa de la cocina se aflojaba, ella sabía que él pondría nuevas tuercas para ella; cuando se partía uno de los mangos de su rodillo, él ponía otro; y cambiaba la empuñadura de su cuchillo de cocina favorito después de que todos dijeran que había que tirarlo. Todos estos objetos, tras haber sido arreglados, adquirían un nuevo valor para ella, y le gustaba trabajar con ellos. Cuando Claude la ayudaba a levantar o llevar algo, nunca evitaba tocarla, algo que ella apreciaba profundamente. Sospechaba que Ralph, en cambio, se sentía un poco avergonzado de ella y que hubiera preferido tener a una mujer más joven y enérgica rondando por la cocina.
En días como estos, cuando no había nadie por allí, a Mahailey le gustaba hablar con Claude sobre las cosas que hacían juntos cuando era pequeño: los domingos cuando solían ir a dar una vuelta por el arroyo, recogiendo uvas silvestres y observando a las ardillas rojas; o siguiendo el camino a través de los altos pastos, hasta los matorrales de ciruelas salvajes en el extremo norte de la granja de los Wheeler. Claude recordaba los cálidos días de primavera, cuando los ciruelos estaban todos en flor y Mahailey solía tumbarse debajo cantando en voz baja como si la dulzura de la miel la adormilara; eran canciones sin letra, en su mayoría, aunque recordaba un canto fúnebre de montaña que entonaba una y otra vez: «Y metieron a Jesse James en su tumba».