Claude y sus mulas entraron traqueteando en Frankfort justo cuando el Calíope que abría la cabalgata del circo bajaba silbando hacia Main Street. Tras deshacerse de su desagradable carga y sus antipáticos compañeros, se abrió paso a codazos a través de la abarrotada acera en busca de alguno de sus vecinos. El señor Wheeler estaba de pie en la esquina del Farmer’s Bank, su cabeza sobresalía por encima de la muchedumbre, y bromeaba con un hombre de estatura baja y joroba que estaba preparando un juego de triles con unas conchas. Para evitar a su padre, Claude se dio la vuelta y entró en la tienda de su hermano. Los dos grandes escaparates estaban tapados por una barrera formada por niños de toda la región y de sus madres, de pie detrás de ellos, para ver el desfile. Bayliss estaba sentado en la pequeña jaula de cristal donde escribía y llevaba la contabilidad. Saludó a Claude desde su escritorio con un movimiento de cabeza.
—Hola —dijo Claude al entrar abruptamente, como si tuviera mucha prisa—. ¿Has visto a Ernest Havel? Pensé que lo encontraría aquí.
Bayliss se giró en su silla para volver a colocar un ajado catálogo en su balda.
—¿Para qué iba él a entrar aquí? Mejor búscalo en el bar —nadie, a excepción de Bayliss, era capaz de incluir una insinuación tan maliciosa en un comentario tan pausado y escueto.
Las mejillas de Claude ardieron de ira. Al darse la vuelta, se percató de que había algo inusual en la cara de su hermano, pero no le iba a dar la satisfacción de preguntarle por qué tenía un ojo morado. Ernest Havel era bohemio y solía beber una cerveza cuando venía al pueblo, pero era serio y más considerado de lo habitual en un hombre joven. Por el tono de Bayliss cualquiera hubiera supuesto que el chico era un holgazán borracho.
Justo en ese momento Claude vio a su amigo al otro lado de la calle, siguiendo una carreta de perros amaestrados que apareció al final de la cabalgata. Cruzó corriendo a través de los gritos de una multitud de chavales y cogió a Ernest por el brazo.
—Hola, ¿adónde vas?
—Voy a comer antes de que empiece el espectáculo. Dejé mi carro fuera, junto al surtidor, en el arroyo. ¿Y tú?
—No tengo planes. ¿Puedo ir contigo?
Ernest sonrió.
—Eso esperaba. Tengo suficiente comida para dos.
—Sí, lo sé. Siempre la tienes. Nos vemos luego.
A Claude le hubiera gustado llevar a Ernest a cenar al hotel. Tenía dinero más que de sobra en el bolsillo y su padre era un rico granjero. En la familia Wheeler se encargaba una nueva trilladora o un coche nuevo sin hacer preguntas, pero ir a un hotel a cenar se consideraba un derroche. Si su padre o Bayliss llegaran a saber que había estado allí (y Bayliss se enteraba de todo), dirían que se estaba dando aires de gran señor y se desquitarían con él. Trató de justificar su cobardía diciéndose a sí mismo que estaba sucio y olía mal por las pieles, pero en su corazón sabía que no había preguntado a Ernest si quería ir al hotel con él porque había sido educado de tal manera que le habría resultado muy difícil hacer una cosa tan simple como esta. Hizo algunas compras en el puesto de la fruta y el mostrador de tabaco y luego corrió a lo largo de la polvorienta calle hacia el surtidor. El carro de Ernest estaba a la sombra de unos sauces, en un pequeño hueco arenoso medio cercado por una de las curvas con forma de herradura del arroyo. Claude se echó sobre la arena junto a la corriente de agua y se limpió el polvo de su acalorado rostro. Sintió que por fin había terminado con esa desagradable mañana.
Ernest sacó su cesta de comida.
—Tengo un par de botellas de cerveza enfriándose en el arroyo —dijo—. Sabía que no querrías ir a un bar.
—¡Ah, déjalo ya! —masculló Claude mientras quitaba el precinto a un bote de pepinillos. Tenía diecinueve años y le daba miedo entrar en un bar, y su amigo lo sabía.
Después de comer, Claude sacó un puñado de puros de los buenos que había comprado en la tienda. Ernest, que no podía permitírselos, estaba encantado. Encendió uno y, mientras fumaba, se quedó mirándolo con aire orgulloso, girándolo entre los dedos.
Los caballos estaban de pie con las cabezas erguidas por encima del carro, masticando su avena. La corriente fluía bajo las raíces de los sauces con un fresco y persuasivo sonido. Claude y Ernest estaban tumbados en la sombra, con los abrigos bajo sus cabezas, hablando apenas. De vez en cuando, algún motor recorría a toda prisa la calle hacia el pueblo, y una nube de polvo y olor a gasolina aparecían en el hueco del arroyo; pero durante la mayor parte del tiempo nada interrumpía ese cálido y perezoso mediodía de verano. Claude normalmente era capaz de olvidarse de sus enfados y disgustos cuando estaba con Ernest. El chico bohemio nunca vacilaba, nunca avanzaba en direcciones contradictorias. Era simple y directo. Tenía una serie de preocupaciones impersonales; estaba interesado en política y en la historia y los nuevos inventos. Claude tenía la sensación de que su amigo vivía en una atmósfera de libertad de pensamiento que él no podría ni soñar alcanzar. Después de haber conversado con Ernest durante un rato, todas las cosas que no iban bien en la granja parecían menos importantes. La madre de Claude le tenía casi tanto cariño a Ernest como él. Cuando los dos chicos iban al instituto, Ernest a menudo iba a pasar la tarde con Claude para estudiar y, mientras trabajaban sentados a la larga mesa de la cocina, la señora Wheeler cogía su labor y se sentaba junto a ellos para ayudarles con el latín y el álgebra. Incluso ilustraban a la vieja Mahailey con sabias palabras.
La señora Wheeler dijo que nunca olvidaría la noche que Ernest llegó desde Old Country. Su hermano, Joe Havel, había ido a Frankfort a por él y se detuvo en casa de los Wheeler para dejar algunos alimentos. El tren que venía del este iba con retraso, eran las diez de la noche cuando la señora Wheeler, que esperaba en la cocina, oyó el carro de Havel retumbar cruzando el pequeño puente sobre el arroyo de Lovely Creek. Abrió la puerta principal y en ese momento entró Joe con un cubo de pescado salado en la mano y un saco de harina en el hombro. Mientras le bajaba el pescado al sótano, apareció otra figura en la puerta: un joven bajito, encorvado, con una boina en la cabeza y una bolsa de viaje de hule como las que llevan los vendedores ambulantes colgada a la espalda. Se había quedado dormido en el carro y, al despertarse y ver que su hermano se había ido, había supuesto que ya estaban en casa y, aturdido, había cogido su bolsa. Estaba de pie bajo el umbral, parpadeando por la luz, algo asombrado, pero ansioso por hacer cualquier cosa que le fuera requerida. La señora Wheeler pensó que si fuera alguno de sus chicos… Se acercó a él y le rodeó con el brazo, con una leve sonrisa le dijo con su suave voz, como si él no pudiera entenderla: «Vaya, pues si después de todo eres solo un niño, ¿verdad?».
Ernest dijo un tiempo después que esa había sido su primera bienvenida a este país, a pesar del largo trayecto recorrido y de haber sido empujado, arrastrado y voceado durante tantos días que había perdido la cuenta de cuántos. Esa noche él y Claude solo se estrecharon las manos y se miraron con desconfianza, pero han sido buenos amigos desde entonces.
Después del picnic, los dos jóvenes fueron al circo con buen ánimo. En la carpa de los animales se encontraron con el gran Leonard Dawson, el hijo mayor de uno de los vecinos más cercanos de los Wheeler, y los tres se sentaron juntos para ver la actuación. Leonard dijo que había venido al pueblo solo en su coche, ¿no querría Claude volver con él? Claude estaba encantado con cederle las mulas a Ralph, a quien no le disgustaba ir con los empleados tanto como a él.
Leonard era un tipo fornido de piel oscura de veinticinco años, con manos grandes y grandes pies, los dientes blancos y unos brillantes ojos llenos de energía. Tanto él como su padre y sus dos hermanos trabajaban no solo su propia granja, de la que eran propietarios, sino que habían alquilado una cuarta parte de las tierras de Nat Wheeler. Eran granjeros expertos. Si había sido un verano muy seco y con grandes pérdidas, Leonard simplemente se reía, estiraba los brazos y plantaba una cosecha más grande al siguiente año. Claude siempre era un poco reservado con Leonard, tenía la sensación de que el joven era bastante desdeñoso acerca de la caótica manera en que se hacían las cosas en casa de los Wheeler y pensaba que el que fuera a la universidad era malgastar el dinero. Leonard ni siquiera había terminado sus estudios en el Frankfort High School y ya era un hombre más exitoso de lo que Claude probablemente nunca sería. Leonard realmente pensaba así, pero le tenía cariño a Claude de todas maneras.
Al atardecer, el coche recorría a gran velocidad un buen tramo de la suave carretera a través del llano condado que se encuentra entre Frankfort y la áspera tierra a lo largo de Lovely Creek. Leonard había centrado toda su atención en admirar el impecable funcionamiento del motor. En ese momento se rio para sí mismo y se giró hacia Claude.
—Me pregunto si te tomarás bien una broma sobre Bayliss.
—Espero que sí —el tono de Claude no era nada entusiasta.
—¿Viste a Bayliss hoy? ¿Notaste algo extraño, como un ojo un poco coloreado? ¿Te dijo cómo se le puso así?
—No, no le pregunté.
—Mejor. Un montón de gente le preguntó, sin embargo, y dijo que estaba buscando algo por su casa en medio de la oscuridad y se chocó contra una cosechadora. Bueno, ¡pues yo soy la cosechadora!
Claude parecía interesado:
—¿Quieres decir que Bayliss se metió en una pelea?
Leonard se echó a reír:
—¡Oh, no, Señor! ¿No conoces a Bayliss? Ayer fui allí a pagar una factura y entonces llegaron Susie Gray y otra chica para vender entradas para la cena de los bomberos. El hombre de avanzada del circo estaba merodeando por allí y empezó a hablar haciéndose el listo, sin pasarse, a la manera en que hablan estos tipos. Las chicas le contestaron y le vendieron tres entradas, le cerraron el pico. No logré entender cómo le dio tiempo a Susie a pensar una respuesta tan rápido. En el momento en que las chicas salían, Bayliss empezó a criticarlas, dijo que todas las chicas de campo se estaban volviendo demasiado descaradas y que sabían más de lo que deberían sobre cómo manejar a hombres hechos y derechos, y justo ahí levanté el puño y se lo planté en la cara. Le di más fuerte de lo que pensaba: pretendía darle una bofetada, no ponerle el ojo morado, pero no siempre puedes controlar las cosas, y yo estaba absolutamente fuera de mis casillas. Esperé a que me la devolviera, soy más grande que él y quería darle esa satisfacción. Pues no señor, ¡no movió un músculo! Se quedó allí de pie poniéndose cada vez más rojo y con los ojos llenos de lágrimas. No digo que llorara, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. «De acuerdo, Bayliss», dije yo, «controla tus puños si esa es tu intención; controla también tu lengua, especialmente cuando los criticados no están presentes».
—Bayliss nunca superará eso —fue el único comentario de Claude.
—¡Pero no tiene que hacerlo! —Leonard levantó la cabeza—. ¡Soy un buen cliente, o le gusta o que se aguante, por lo menos hasta que el precio del hilo bramante baje!
Durante unos pocos minutos, el conductor se mantuvo ocupado tratando de subir una larga y pronunciada cuesta a toda velocidad. Había ratos en los que lo lograba y otros en los que no, y no era capaz de explicar cuál era la diferencia. Después de poner el coche en segunda con cierto disgusto y dejar que avanzara tranquilamente a su ritmo, se dio cuenta de que su acompañante estaba desconcertado.
—Te diré algo, Leonard —Claude habló con voz forzada—, creo que lo justo sería que bajáramos aquí mismo, junto a la carretera, y me dieras una oportunidad.
Leonard giró el volante de forma brusca para adelantar un carro en la parte baja de la colina.
—¿De qué demonios estás hablando, chico?
—Crees que nos tienes la medida cogida, pero debes darme una oportunidad primero.
Leonard bajó asombrado la mirada hasta sus enormes manos bronceadas apoyadas en el volante.
—Estúpido muchacho, ¿para qué te iba a contar todo esto si hubiera creído que eras uno más de la misma especie? Nunca pensé que te llevaras tan bien con Bayliss.
—Y no me llevo bien, pero no quiero que pienses que puedes darle una bofetada a los hombres de mi familia siempre que te apetezca —Claude sabía que su explicación sonaba ridícula y su voz, a pesar de todo lo que lo intentó, delataba su debilidad y su enfado.
El joven Leonard Dawson vio que había herido los sentimientos del chico:
—Dios, Claude, sé que tú eres un luchador. Bayliss nunca lo fue, fui al colegio con él.
El trayecto terminó de forma cordial, pero Claude no permitió que Leonard le llevara hasta casa. Salió de un salto del coche con un cortante «buenas noches» y corrió a través de los campos polvorientos hacia la luz que brillaba desde la casa en la colina. Junto al pequeño puente sobre el arroyo, se detuvo a recuperar el aliento para asegurarse de que parecía tranquilo antes de entrar a ver a su madre.
—¡Toparse con una cosechadora en la oscuridad! —masculló en voz alta apretando el puño.
Al escuchar el profundo canto de las ranas y los ladridos lejanos de los perros arriba en la casa, comenzó a tranquilizarse. Sin embargo, se preguntaba por qué uno a veces tiene que sentirse responsable del comportamiento de las personas cuyo carácter le resulta totalmente antipático.