Claude Wheeler abrió los ojos, antes de que el sol hubiera salido del todo, y sacudió enérgicamente a su hermano pequeño, que estaba tumbado al otro lado, en la misma cama.
—¡Ralph, Ralph, despierta! Baja y ayúdame a lavar el coche.
—¿Para qué?
—Bueno, ¿acaso no vamos al circo hoy?
—El coche está bien así, déjame en paz —el chico se dio la vuelta y subió la sábana hasta cubrirse la cara para atenuar la luz que comenzaba a entrar por las ventanas sin cortinas.
Claude se levantó y se vistió, una sencilla operación que le llevó muy poco tiempo. Con el pelo rojizo de punta como la cresta de un gallo, bajó sigilosamente dos tramos de escaleras tanteando el camino en la penumbra del amanecer. Atravesó la cocina hasta el lavabo que había junto a ella, que tenía dos pies de porcelana con agua corriente. Por lo visto, todo el mundo se había lavado antes de irse a dormir, así que las palanganas estaban rodeadas de un oscuro sedimento que la dura agua alcalina no había disuelto. Cerró la puerta para dejar atrás este desorden y volvió a la cocina, cogió la palangana de hojalata de Mahailey, se empapó la cara y la cabeza con agua fría y comenzó a aplastarse el pelo mojado.
La propia Mahailey entró del jardín con el delantal lleno de mazorcas de maíz para encender el fuego de la cocina. Le sonrió de la misma manera cariñosa y algo tonta que a menudo le salía cuando estaban a solas.
—¿Se puede saber pa qué s’a levantao, muchacho? ¿Va al circo antes de desayunar? No haga tanto ruido o los tendrá aquí a tos antes de que haya encendío el fuego.
—Vale, Mahailey —Claude cogió su gorra, salió fuera y bajó corriendo la colina hacia el granero. El sol apareció por encima de la pradera como si fuera una cara con una amplia sonrisa; la luz se esparcía sobre los pastos de agosto recién segados y las montañosas curvas ribeteadas de árboles del arroyo de Lovely Creek, una pequeña corriente de agua clara con el fondo de arena que giraba y se enroscaba de forma juguetona a través del sector sur del gran rancho de los Wheeler. Hacía un día estupendo para ir al circo en Frankfort, un día estupendo para hacer cualquier cosa, el tipo de día en el que, de alguna manera, todo tiene que salir bien.
Claude sacó marcha atrás del cobertizo el pequeño Ford, lo llevó hasta el abrevadero de los caballos y comenzó a echar agua sobre el parabrisas y las ruedas cubiertas de costras de barro. Mientras él estaba trabajando, los dos empleados, Dan y Jerry, bajaban arrastrando los pies por la colina para recoger provisiones. Jerry iba gruñendo y perjurando por algo, pero Claude escurrió los trapos húmedos y, más allá de un gesto con la cabeza, no les prestó atención alguna. De alguna manera, su padre siempre se las apañaba para tener a los hombres más rudos y más sucios de la región trabajando para él. Claude ya tenía motivos para quejarse de Jerry por el modo en que trató a uno de sus caballos.
Molly era una yegua fiel, madre de muchos de los potros; Claude y su hermano pequeño habían aprendido a montar con ella. Y este hombre, Jerry, al sacarla para trabajar una mañana, permitió que pisara sobre una tabla de la que sobresalía un clavo de punta, se lo sacó de la pata, no dijo nada a nadie y la tuvo en el cultivador todo el día. Después de aquello, la yegua pasó semanas de pie en su establo, sufriendo pacientemente, con el cuerpo tremendamente flaco y la pata tan hinchada que parecía la de un elefante. El veterinario dijo que tendría que quedarse allí hasta que se le cayera la pezuña y le creciera una nueva, aunque ya siempre tendría molestias. A Jerry no lo despidieron y siempre exhibía a la pobre yegua como si fuera un trofeo para él.
Mahailey subió hasta lo alto de la colina e hizo sonar la campanilla del desayuno. Después de que los empleados subieran hasta la casa, Claude se coló en el establo para ver si le habían dado a Molly su ración de avena. Estaba comiendo tranquilamente, con la cabeza colgando y su escamosa y maltrecha pata un poco levantada del suelo. Cuando le acariciaba el cuello y le hablaba, ella dejaba de masticar y le miraba con profunda tristeza. Le reconocía, arrugaba la nariz y enroscaba el labio superior sobre sus gastados dientes para mostrar que le gustaban las caricias. Incluso le dejaba que le tocará la pezuña para examinar su pata.
Cuando Claude llegó a la cocina, su madre estaba sentada a uno de los extremos de la mesa, sirviendo un café poco cargado; su hermano y Dan y Jerry estaban en sus sitios y Mahailey estaba ante los fogones haciendo tortitas. Un rato después, el señor Wheeler bajó la escalera tras la puerta y caminó todo lo larga que era la mesa hasta llegar a su sitio. Era un hombre muy robusto, más alto y más corpulento que cualquiera de sus vecinos. Rara vez llevaba chaqueta en verano y su arrugada camisa sobresalía de forma descuidada sobre el cinturón de sus pantalones. Su cara rojiza estaba afeitada y limpia, salvo probablemente por una insignificante mancha de tabaco alrededor de la boca. Llamaba la atención tanto por su buen carácter y su tosco sentido del humor como por su imperturbable compostura. Nadie en todo el condado había visto a Nat Wheeler ponerse nervioso por algo y nadie le había escuchado nunca hablar completamente en serio. Mantenía la calma y su jocosa afabilidad incluso con su propia familia.
Tan pronto como estuvo sentado, el señor Wheeler alargó la mano hasta el bol del azúcar y comenzó a echarse en el café. Ralph le preguntó si iba a ir al circo. El señor Wheeler le guiñó un ojo.
—No sería de extrañar que aparezca en el pueblo antes de que los elefantes salgan corriendo —habló muy pausadamente, alargando las vocales al estilo del estado de Maine, con una voz suave y agradable—. Vosotros sin embargo mejor que os pongáis en marcha temprano, muchachos. Podéis coger el carro y las mulas y cargar en él las pieles: el carnicero está de acuerdo en quedárselas.
Claude dejó el cuchillo en el plato.
—¿No podemos coger el coche? Lo he lavado a propósito.
—¿Y qué pasa con Dan y Jerry? Ellos quieren ver el circo tanto como tú y yo quiero que las pieles se entreguen, ahora están ofreciendo buenos precios por ellas. No me importa que hayas lavado el coche, el barro preserva la pintura, según dicen, pero está bien por esta vez, Claude.
Los empleados se rieron a carcajadas y hasta Ralph no pudo contener una risita. La cara pecosa de Claude se puso muy roja. La tortita que masticaba se volvió rígida y pesada dentro de su boca y era difícil de tragar. Su padre sabía que detestaba conducir las mulas hasta el pueblo y sabía cuánto odiaba ir a ningún sitio con Dan y Jerry. Y con respecto a las pieles, eran las de cuatro novillos que habían muerto durante una ventisca el pasado invierno gracias al descuido gratuito de estos mismos empleados; el dinero que les darían por ellas no sería suficiente para pagar el tiempo que su padre había empleado en arrancarlas y curtirlas. Habían estado tendidas en el altillo de una cabaña todo el verano. El carro ya había hecho una docena de viajes al pueblo, pero, justo hoy, cuando él quería ir a Frankfort limpio y despreocupado, tenía que coger estas pieles apestosas y a estos dos hombres de habla ordinaria y conducir un par de mulas que siempre rebuznaban, estorbaban y se comportaban de forma ridícula cuando estaban en medio de una multitud. Probablemente su padre había mirado por la ventana, le había visto lavando el coche y había tramado esto mientras se vestía. Era la idea que su padre tenía de una broma.
La señora Wheeler lo miró con comprensión, sabiendo que se sentía decepcionado. Quizás ella también suponía que se trataba de una broma: había aprendido que el humor podía venir disfrazado de casi cualquier cosa.
Cuando Claude salió hacia el granero después del desayuno, ella corrió por el camino detrás de él, llamándolo débilmente, puesto que ir deprisa siempre la dejaba sin respiración. Cuando le alcanzó, alzó la vista con preocupación y se protegió los ojos de la luz con su delicada mano.
—Si quieres podría ponerte los botones en el abrigo, Claude; puedo plancharlo mientras amarras las mulas al carro —dijo con nostalgia.
Claude se detuvo para dar golpecitos a un bulto de plumas moteadas que había sido un polluelo. Su madre vio que tenía los hombros fuertes y que su constitución sugería energía y un decidido autocontrol.
—No tiene que molestarse, madre —dijo rápidamente, entre dientes—. Es mejor que lleve mi ropa vieja si tengo que llevar las pieles. Están grasientas y al sol huelen peor que el fertilizante.
—Los hombres se pueden ocupar de las pieles, creo yo. ¿No te sentirías mejor si fueras bien vestido al pueblo? —todavía entrecerraba los ojos al mirarlo.
—No se preocupe. Sáqueme una camisa limpia de color, si quiere. Con eso es suficiente.
Se dio la vuelta hacia el granero y su madre subió lentamente por el camino para regresar a la casa. Era tan valiente y estaba tan encorvada, ¡su querida madre! Supuso que si ella era capaz de soportar tener a estos hombres alrededor, si podía cocinarles y lavarles la ropa, ¡él sería capaz de llevarlos al pueblo!
Media hora después de que el carro se hubiera ido, Nat Wheeler se puso un abrigo de alpaca y se marchó con el traqueteo de su carro que, a pesar de tener dos automóviles, seguía conduciendo por toda la región. No le dijo nada a su esposa, era obligación de su mujer adivinar si estaría o no en casa a la hora de la cena. Ella y Mahailey podrían entretenerse todo el día fregando y barriendo, sin ningún hombre alrededor que las molestara.
Eran contados los días del año en los que Wheeler no conducía a ningún sitio: cuando iba a una subasta o a una convención política o a una reunión de los directivos de la Farmer’s Telephone… para ver qué tal llevaban sus vecinos el trabajo, por si había algo más de lo que ocuparse. Prefería su carro a un coche porque era ligero, recorría con facilidad los caminos más difíciles o abruptos y estaba tan desvencijado que así nunca tenía que sugerirle a su mujer que lo acompañara. Además, podía observar mejor los campos cuando no tenía que concentrarse en el camino. Había llegado a esta parte de Nebraska cuando todavía había indios y búfalos, se acordaba del año de los saltamontes y del gran ciclón; había visto surgir las demás granjas una a una sobre la gran página ondulada donde antes solo el viento escribía su historia. Había animado a los nuevos vecinos a que levantaran sus casas, a que se buscaran una novia, les prestaba a sus amigos más jóvenes el dinero para que se casaran y veía cómo las familias aumentaban y prosperaban, hasta el punto de sentirse un poco como si todo esto fuera su propia empresa. Todos los cambios, no solo los que traían consigo los años, sino también los que provocaban las distintas estaciones, le resultaban interesantes.
La gente reconocía a Nat Wheeler y a su carro a una milla de distancia. Se sentaba cómoda y pesadamente, cargando todo el peso sobre uno de los extremos del inclinado asiento, y apoyaba la mano con la que conducía sobre la rodilla. Incluso sus vecinos alemanes, los Yoeders, que no soportaban dejar de trabajar durante un simple cuarto de hora, por el motivo que fuera, se alegraban cuando le veían venir. Los comerciantes de los pequeños pueblos de la región le echaban en falta si no se pasaba al menos una vez a la semana. Tenía una participación activa en la política: él no se había presentado a ningún cargo, pero a menudo se encargaba de la causa de un amigo y dirigía su campaña por él.
El dicho de origen francés: «La alegría en la calle, el dolor en casa» lo personificaba el señor Wheeler, aunque en absoluto al estilo francés: sus propios asuntos tenían una importancia secundaria para él. Al principio, se había encargado de la casa y había comprado y arrendado suficientes terrenos como para hacerse rico. Ahora solo tenía que alquilarlos a buenos granjeros a los que les gustara trabajar; a él no le gustaba y eso es algo que no ocultaba. Cuando estaba en casa, solía sentarse en el salón de arriba a leer periódicos. Se suscribió a una docena de ellos o más —la lista incluía un semanal dedicado a los escándalos— y estaba bien informado de lo que ocurría en el mundo. Tenía una salud estupenda y la enfermedad, ya fuera propia o ajena, le parecía algo gracioso. Sin duda, nunca sufrió nada más desconcertante que un dolor de muelas o forúnculos o un cólico ocasional.
Wheeler hacía generosas donaciones a las iglesias y a las organizaciones benéficas, siempre estaba dispuesto a prestar dinero o maquinaria a un vecino que no tuviera medios suficientes. Le gustaba tomar el pelo y escandalizar a las personas tímidas y tenía un inagotable repertorio de historias divertidas. Todo el mundo se maravillaba de lo bien que se llevaba con su hijo mayor, Bayliss Wheeler. No es que Bayliss fuera precisamente tímido, pero era un tipo estrecho de miras, la clase de joven cauteloso que nadie esperaría que le gustase a Nat Wheeler.
Bayliss tenía un negocio de maquinaria agrícola en Frankfort y, aunque no había llegado a los treinta todavía, había conseguido un más que considerable éxito financiero. Quizá Wheeler estaba orgulloso de la visión para los negocios de su hijo. Es más, conducía hasta el pueblo para ver a Bayliss varias veces a la semana, iba a las subastas y a las ferias de muestras con él y pasaba horas sentado junto a la puerta de su tienda bromeando con los granjeros que entraban. Wheeler había sido un gran bebedor en su día y era todavía de buen comer. Bayliss era delgado y dispéptico y un ardiente prohibicionista: le hubiera gustado regular la dieta de todo el mundo de acuerdo con su débil constitución. Incluso la señora Wheeler, que aceptaba los hombres que Dios le había adjudicado, se preguntaba cómo ambos, Bayliss y su padre, podían asistir juntos a reuniones y pasarlo bien, cuando tenían ideas tan distintas sobre cómo divertirse.
Una vez cada pocos años, el señor Wheeler se compraba un traje nuevo y una docena de almidonadas camisas y volvía a Maine a visitar a sus hermanos y hermanas, que eran gente muy tranquila y convencional. Pero siempre estaba encantado de volver a casa con su vieja ropa, su enorme granja, su carro y Bayliss.
La señora Wheeler había salido de Vermont para ser la directora del instituto cuando Frankfort era un pueblo fronterizo y Nat Wheeler era un soltero próspero. Debió de sentirse atraído por ella por la misma razón por la que le caía bien su hijo Bayliss: era distinta. Había una cosa que se decía de Nat Wheeler: que le gustaban todos los seres humanos, le gustaban las personas buenas y honestas, y le gustaban los granujas hipócritas casi hasta el punto de encariñarse con ellos. Si se enteraba de que un vecino había hecho alguna broma pesada o algo particularmente mezquino, se aseguraba de ir a ver a ese hombre de inmediato, como si hasta ese momento no lo hubiera valorado debidamente.
Se podía encontrar una cierta dignidad algo vaga en el padre de Claude: le gustaba provocar en los demás una risa zafia, pero él nunca se reía desaforadamente. Al contar historias sobre él, la gente a menudo trataba de imitar su suave y senatorial voz, fuerte pero nunca elevada. Ni siquiera era escandaloso cuando algo le parecía realmente hilarante (como cuando la pobre Mahailey, desvistiéndose en la oscuridad de una noche de verano, se sentó sobre el pegajoso papel matamoscas). Era, de hecho, un padre amable y complaciente para el niño poco sensible que era su hijo.