Capítulo 45

Su Santidad Juan XXIV

Sentí la luz natural sobre mi rostro. Tenía los ojos cerrados y a duras penas conseguía entreabrirlos. Lo logré frunciendo mucho el ceño. Hasta mis oídos llegaba el familiar sonido del repiqueteo del agua al salir con fuerza. Krastiva, aquella maravillosa mujer de la estepa rusa, se estaba duchando. Apoyé el peso de mi cuerpo sobre los antebrazos y me incorporé para echar una ojeada alrededor.

Camino del baño, ella había ido dejando un sofisticado rastro de moda. El vestido púrpura de la Colección Yoox de Christian Dior, de media pierna, caía despreocupadamente por el respaldo de una silla estilo Luis XV. Los zapatos de aguja… bueno, uno estaba a los pies de la cama, el otro… el otro no conseguí verlo.

Levanté la sábana y comprobé mi total desnudez. El final de la noche había transcurrido entre copas de champán Bollinger Grande Année, de 1996, tras saborear una copiosa cena en un restaurante tan famoso como el Maxim's, que todavía tiene una aureola de pintoresquismo contradictorio.

El cómo llegamos hasta el Ritz no era difícil de imaginar. Recordaba vagamente un elegante taxi que nos «depositó» a las puertas de tan lujoso establecimiento hotelero. Eso sí, como era obligado, tomamos la última consumición en el bar Hemingway, donde a la señorita Iganov le ofrecieron una preciosa rosa roja.

Mi ropa descansaba en un desordenado montón, en el suelo de la habitación, y por lo que parecía, ella se había quedado dormida con el costoso vestido puesto. Lo deduje al comprobar lo arrugado que se encontraba. Lamenté mi estado físico de la noche anterior soltando un largo suspiro.

—¿Te has despertado? —preguntó ella con voz aterciopelada desde el interior de la toilette, cuya puerta había dejado entreabierta a propósito.

—Sí, creo… que sí —farfullé medio atontado. Después me froté los ojos y miré a los amplios ventanales que se abrían a la Plaza de la Concordia. La luminosidad hirió mis retinas y por eso apreté los párpados, haciendo de paso una mueca.

Me senté al borde de la cama, dejando que la luz del día me bañara con su dulce abrazo. Era tan agradable volver a vivir bajo el cielo azul de París…

Desnudo como me encontraba, caminé como un sonámbulo hasta el baño para quitarme las legañas. Penetré en la exquisitamente decorada estancia que era la toilette. Una gran bañera victoriana, con doradas patas de bronce, reinaba entre sendas y regordetas columnas de mármol negro. Aquel exquisito recipiente contenía el esbelto cuerpo de Krastiva, quien en ese preciso instante se sumergía feliz en un relajante baño de espuma y de sales. Sonreía, quizás porque me había quedado tan absorto contemplando una escena por la que algunos hombres serían capaces de hacer una locura…

Igual que un oso, pesado y torpe, me introduje en la lujosa bañera y dejé que mi cuerpo se hundiera entrelazándose con el suyo en un provocativo abrazo. El agua acabó desbordándose. Por medio de una ola de espuma que se derramó con estruendoso chapoteo. Pero yo no lo percibí, tan concentrado como estaba.

Los espejos de marcos dorados reflejaron nuestra imagen con evidente envidia, mientras jugueteábamos como adolescentes con nuestras respectivas pieles.

Embutidos en sendos albornoces tono albaricoque, nos sentamos a desayunar. Estando en la bañera tan a gusto habían llegado del servicio de habitaciones con el abundante desayuno solicitado por Mademoiselle Iganov.

Acompañándolo, venían tres periódicos del día.

Nuestros ojos amenazaron con salirse de las órbitas al ver la fotografía que, a todo color, casi llenaba la primera página de Le Journal.

Mi chica se había quedado de piedra.

—Es… es él… —balbució, nerviosa. No acertó a proseguir, pues se le había trabado la sin hueso de la impresión.

—Sí, claro, es nuestro «amigo», monseñor Scarelli… —susurré incómodo—. Es sencillamente increíble, resulta que se ha convertido en ni más ni menos que en Juan XIV, el nuevo Papa de la Iglesia Católica Apostólica Romana. —La miré fijamente, sin saber qué más podía añadir. Solté un suave silbido.

—Es como dijo Ameneb —se limitó a responder ella señalando la gran instantánea.

Aquellos últimos días, deseosos de relajarnos, de vivir intensamente nuestra pasión, de analizar también nuestra química sentimental, habíamos viajado por Amsterdam, Bruselas… y sí, cómo no, nos enteramos de la muerte del Papa en ejercicio y que los del Cónclave Vaticano iban a elegir sucesor para el rey de Roma, pero no le habíamos prestado demasiada atención. Nos daba igual. Lo que nos importaba era estar siempre juntos, perdernos por las calles cogidos siempre de la mano.

Era la última profecía vaticinada por Ameneb, ya que en ese intervalo Klug Isengard había refundado la orden el Temple bajo la etiqueta de «Los Nuevos Templarios», que, por cierto, de «nuevos» tenían más bien poco pues iban a ser la prevista tapadera de la Orden de Amón-Ra.

Mojtar El Kadem había sido ascendido al solucionar el caso del asesinato del copto Mustafá El Zarwi, razón por la cual se solicitó amablemente a monseñor Scarelli y a su «séquito» de guardias suizos —lo que quedaba de él— que abandonaran el país del Nilo por ser personas non gratas.

—Sí, afortunadamente —respiré mucho más tranquilo—. Si Scarelli hubiera comido de aquella singular fruta, consiguiendo así la inmortalidad, hubiera resultado un terrible nuevo dictador, y muy difícil de eliminar… Pienso que no merece la pena tanto esfuerzo… ¿Para qué tanta ambición?

La rusa me observó extrañada, con el ceño algo fruncido.

—Dime, Alex… ¿No te tienta la fama y el dinero? —inquirió ella abriendo más sus preciosos ojos.

Torcí el gesto. La pregunta me incomodaba y mi nueva pareja lo captó al instante.

—Mira lo que te digo. La fama siempre ha sido mi peor enemigo —confesé algo turbado—. En mi profesión supone un aumento innecesario del riesgo. En cuanto a lo que se refiere al dinero, creo que Ameneb nos dejó el suficiente como para vivir el resto de nuestras vidas con muchísima holgura; si es que lo administramos bien, claro.

Con la pequeña fortuna que gentilmente nos había legado Pietro Casetti, alias «Ameneb», viajamos por Europa con la misma soltura que los nuevos ricos. Fue una experiencia única antes de instalarnos definitivamente los dos en la vieja y cosmopolita ciudad de Londres.

Krastiva no tardaría en sentir la llamada de la aventura. Cámara en mano marchó con rumbo ignoto a alguna guerra perdida. Y yo, claro que no, no estaba dispuesto a separarme de ella ni un solo minuto.

FIN