Capítulo 44

Una nueva religión

Me habían observado descender por el tortuoso camino de tierra y piedras hasta llegar a la gruta inundada, de cuyos techos se filtraba el agua en gruesos goterones; de tal manera que al andar nuestros pies chapoteaban en los dos centímetros de agua que cubrían el suelo; pero todos ignoraban qué escenas se iban sucediendo en mi mente mientras procuraban que no cayese al tropezar con algo.

Después pasé a relatarles aquel juego inocente que mi padre me propuso hasta llegar a aquel viejo y desportillado muro situado a las afueras de la ciudad:

—Entonces estaba de pie, ante él. Lo rodeé un par de veces y comprobé su grosor, de unos treinta centímetros. Saqué el arrugado papel de mi bolsillo delantero y releí: «Golpea con furia allí donde no hay nada y calcula el centro de tu dolor. Aprieta fuerte y verás el resplandor». Miré alrededor y descubrí que cerca, apenas cubierta por una tela sucia, asomaba un mango. Levanté los harapos y una hermosa porra apareció. Golpear con aquel objeto tan pesado, más que furia, me supuso un esfuerzo titánico. Finalmente el empedrado cayó a trozos, dejando al descubierto el enladrillado.

»Pensé en el punto que más me solía doler, el estómago. Calculé dónde se hallaría, poniéndome de espaldas al muro y marcando el lugar con un trozo de yeso tras de mí. Resultó ser un ladrillo cuyos bordes sólo tenían la apariencia de estar unidos a los otros. Presioné y lo extraje fácilmente. En el interior, un cofrecillo de madera oscura, ahora cubierto de polvo y residuos del yeso, se mostró a mi alcance.

»Cuando lo tuve entre mis manos, corrí a ocultarme mirando a todos los lados. En un rincón de la obra abandonada lo abrí ansioso. Tres monedas de plata de 1898, dos topacios amarillos, tres amatistas y un hermoso topacio azul brillaron ante mis ojos con el resplandor de un auténtico tesoro. La satisfacción que sentí al poseerlo fue algo inconmensurable.

Ninguno de aquellos nueve hombres, aparte de la mujer, pudo sustraerse a la fascinación de aquel vivido recuerdo que me había proporcionado la clave para hallar la cámara del mítico Árbol de la Vida. Ni una sola de aquellas personas se podía explicar cómo conectaban mi experiencia infantil y la ingeniosa obra de enmascaramiento que algún hábil arquitecto fabricó para ocultarlo.

Pasados los primeros minutos de estupor, la atención fue dirigiéndose a Ameneb, pues él no había aclarado todavía cuál era su papel en aquella prodigiosa historia. Creo que fue cuando todos se apercibieron de que vestía a la usanza del antiguo Egipto.

¿Quién era aquel hombre, ahora poderoso?

—Me toca, supongo —se defendió él, capitulando por fin ante las inquisitivas miradas del resto de los componentes del heterogéneo grupo que formábamos allí—. Ya os dije que desciendo de Nebej y que, como tal, siempre he conocido lugares enterrados en el olvido del desierto que me han proporcionado pingües beneficios. —Me miró acusador—. Gracias a esto, he sido uno de los mejores anticuarios de Italia. Mi fortuna, nada exagerada por otra parte, me ha permitido indagar hasta hallar a los compañeros de viaje tras, eso sí, descubrir el lugar donde se ubicaba esta ciudad-templo de Amón-Ra.

Lo observé de hito en hito antes de intervenir otra vez.

—Dejaste aquella copia de yeso para que yo la viese en tu apartamento —le dije en tono firme.

—Bueno, tenía que llamar tu atención. Cada persona que viste había sido comprada previamente. Todo aquello resultó caro, pero eficaz. Debo decir que no era una copia, pues la fabriqué yo mismo.

—Pero las palabras escritas eran… —protesté, dejando la frase incompleta.

—Verás… —Esbozó una sonrisa cómplice—. Me ocurrió algo extraño. Soñé con este lugar y las palabras vinieron a mi mente como si alguien las estuviese escribiendo.

—Hay algo que no comprendo aún… ¿Por qué me dejaste esa fortuna en una cuenta a mi nombre? A menos que…

—Lo has adivinado —me interrumpió impulsivo—. Aquí el dinero no sirve para nada y yo me voy a quedar aquí para siempre. —Abrió los brazos, intentando abarcar la gigantesca cueva.

—¿Solo? ¿Aquí? —Krastiva se estremeció. Las mujeres siempre odian la soledad.

—Vendrán más —afirmó Ameneb en tono grave—. Klug. —Lo miró de soslayo— los enviará y esta mítica ciudad recobrará al fin la vida… A cambio, le diré cómo conseguir lo que desea, que es proclamarse gran sumo sacerdote de Amón-Ra en la superficie.

El rostro del austríaco se iluminó. La esperanza volvía a su atormentada mente y la ilusión lo tomó una vez más.

—¿Qué tengo que hacer? —se ofreció solícito.

—¿Veis? —preguntó Ameneb—. Todos conseguimos lo que deseamos —siseó con un poso de ironía.

—No, todos no —protestó Scarelli—. Ahora que nos ha descubierto, estamos en peligro; eso sin contar que nos vamos de vacío.

Olaza, Delan y Jean Pierre, que permanecían discretamente en un segundo plano, se rebulleron inquietos a la espera de conocer el próximo paso que deberían dar a favor de su señor.

Ameneb soltó una risa corta y desdeñosa.

—No ha entendido nada, monseñor —le recriminó apretando los labios—. Usted también fue atraído a esta ciudad. Como le dije, será el próximo Papa, el Pastor Supremo. Pero deberá cambiar algunos ritos, adaptándolos a los de Amón-Ra. Sabrá hacerlo sutilmente… —dijo en tono tajante—. No será inmortal, como era su deseo, porque el Árbol de la Vida, por sí mismo, no puede ofrecer ese preciado don, sino sólo su creador, pero verá colmadas todas sus ambiciones… —afirmó con evidente insolencia—. Se lo repito, cambiará algunos ritos. Además, favorecerá la creación, en riguroso secreto, eso sí, de una nueva religión con fondos provenientes de la propia Iglesia Católica Apostólica Romana. Se llamará la Iglesia de Amón-Ra —pronunció seco—. En principio será bajo el nombre de Nuevos Templarios.

Monseñor Scarelli lanzó un nervioso bufido antes de replicar en tono agrio:

—¿Cómo sabe que él. —Señaló despectivamente a Isengard— y yo cumpliremos lo aquí pactado?

—Ahí entra de lleno el poder de Amón-Ra… Todo el que penetra aquí estará el resto de sus días bajo su inmenso poder; salvo el elegido para hallar el Árbol de la Vida. —Me miró respetuoso. Era un hombre que parecía tener respuesta para todo. En el ínterin, sólo una cabeza permanecía cabizbaja, la de Mojtar El Kadern. Le tocaba el turno a continuación—. No me he olvidado de usted, comisario. Delatará a Scarelli y sus cómplices. —El aludido se envaró ante la amenaza—. Luego los expulsarán del país, pues él y los suyos tienen pasaporte diplomático… ¿Me equivoco? —Taladró a los del Vaticano con sus centelleantes ojos. Después exhibió una sonrisa presuntuosa y burlona—. Le ascenderán y su reputación se correrá como un reguero de pólvora por todo Egipto… En cuanto a usted. —Fijó toda su atención en la eslava—, señorita Iganov, no le vaticino nada. Deberá elegir su propio camino. Con Craxell, con su revista. —Abrió sus brazos, con las manos extendidas de forma un tanto teatral—, haga lo que haga, sé que elegirá bien.

Ella notó que se ruborizaba y le ofreció una pequeña sonrisa casi cohibida. Su mano aferró la mía, que estaba pegada al suelo, como una confirmación de lo que yo sospechaba.

Todo mi interior se convulsionó al sentir el contacto de sus dedos. Apreté su mano correspondiendo a su «mensaje» y miré con fijeza a Ameneb. Daba la impresión de que nos hallábamos ante el oráculo de Amón-Ra, inquiriendo de él pronósticos sobre el futuro. Algunas preguntas flotaban en mi mente, aunque sin esperanza de hallar una respuesta satisfactoria.

La luz nacarada que llevaba a aquel inimaginable submundo creaba una semipenumbra que le confería a Ameneb un aire de misterio, dibujando sombras con vida propia. Me dirigí de nuevo a él.

—Entonces… yo soy el elegido… Según creo, no estaré bajo el influjo de Amón-Ra —recité, dubitativo, a modo de pregunta.

—Comprendo su extrañeza, señor Craxell, y ni yo mismo alcanzo a entender algunos detalles relativos a usted, pero le contaré lo que sé y lo que deduzco de lo que yo conozco. —Había dejado el tuteo y su voz rezumaba gravedad—. Veamos… —Tosió con ganas un par de veces—. Cuando por casualidad o por la guía de Amón-Ra, como yo prefiero creer, se encontró este lugar, tan singular por su ubicación, tamaño y naturaleza, sus constructores no sospecharon, ni en sus más atrevidos sueños, que otro… llamémosle «santuario» ya había ocupado parte de su espacio… Todo comenzó al roturar tierras para cultivar. Uno de los bueyes metió sus patas delanteras en un hoyo. Allí encontraron, en una vasija de barro sellada, una bolsa de piel de dromedario, y en su interior había dos placas de oro conteniendo un papiro negro con símbolos en relieve de oro puro.

»Lamentablemente, su secreto no pudo ser descifrado por sabio alguno. Permaneció en el camarín del gran sumo sacerdote hasta que Imhab le prestó la debida atención y lo estudió más a fondo que nadie. Pero él sólo consiguió pobres progresos, únicamente algunos incoherentes símbolos salteados; egipcios, por supuesto. Fue Nebej quien, ya en la superficie, supo hallar otros escritos que le fueron guiando. Al retornar aquí, la idea principal fue abriéndose paso en su mente, pero la muerte lo sorprendió. Menos mal que antes de fallecer había copiado el papiro y se lo había entregado a su hijo. Este se llevó la copia, pero prefirió que el auténtico se quedara en manos de los grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra.

»Nebej había recopilado cuantos datos existían sobre esta ciudad y se encontró con un nombre extranjero que le sorprendió: Alejandro Magno, el macedonio conquistador del país del Nilo que fue recibido, sin embargo, como un libertador que acabó con el yugo persa. Cotejando los símbolos que ya conocía con la escritura griega y la hebrea, Nebej fue conociendo al fin el significado de partes del papiro negro.

»Más tarde supuso que el macedonio había sido enterrado en la ciudad-templo de Amón-Ra; pero su sorpresa fue grande al comprobar que el portentoso general griego había sido, a su vez, el libertador de los hebreos y que esto estaba predicho en sus libros sagrados. Ya en esta ciudad, fue Imhab quien le refirió la historia que oralmente se le había trasmitido como un gran secreto.

»Alejandro contrajo unas misteriosas fiebres que cortaron su gloria en la flor de la vida. Se le transportó a la ciudad-templo de Amón-Ra; pero no para ser curado por las artes de los sacerdotes, sino para obtener la vida eterna tomando del fruto del Árbol de la Vida.

Monseñor Scarelli negó con la cabeza.

—Pero es imposible… —observó con sequedad—. El que lo coge muere en el acto, abrasado… Ya lo hemos visto —susurró, abrumado por las imágenes que nunca olvidaría.

—Él creía que tenía su derecho por haber liberado al pueblo de Dios de la opresión extranjera; pero llegó muerto… —añadió con tristeza el italiano.

Mojtar El Kadern terció en la conversación.

—Y lo confiaron a las raíces del Árbol de la Vida… ¿Esperaban acaso que lo resucitara? —quiso saber el policía, intrigado a su pesar.

Ameneb se encogió de hombros.

—Es posible —repuso en voz baja—. Pero el Árbol de la Vida no concede ese don a nadie. De hecho, no concede vida alguna —aseguró en tono pesimista.

Así las cosas, el enigma, como si de un puzzle se tratara, se conformaba ya en una imagen cada vez más nítida, hasta definir una tan sorprendente, complicada y antigua como la misma existencia del ser humano.

Sentados junto al estanque sagrado, como niños que cuentan historias inventadas para matar el tiempo, nos dejamos sumergir en aquella barahúnda de datos, nombres y hechos que se habían perdido en el devenir de los tiempos pretéritos.

Al final, y de común acuerdo, tomamos la decisión de levantar de nuevo el muro que sellaba la cámara del Árbol de la Vida y lo ocultaba, para olvidarnos de él y de Alejandro Magno de una vez para siempre. Lo hicimos nosotros mismos, de forma que al concluir la obra, nada indicaba que se hallara allí el mayor tesoro arqueológico de todos los tiempos.

Ameneb, como se llamaba ahora el inefable Pietro Casetti, se instaló en una cámara anexa del templo y ordenó, según los ritos sagrados de Amón-Ra, a Klug Isengard gran sumo sacerdote de Amón-Ra para ejercer su poder en la superficie.

Ninguno pudimos acceder a la celebración privada de aquel antiquísimo rito sagrado.

Sólo ellos dos…

Un par de días después del solemne acto, igual que una hilera de sumisos esclavos que avanzaran con pena al abandonar su hogar, partimos rumbo al exterior para no regresar jamás.

La figura de Ameneb se fue empequeñeciendo a medida que nos alejábamos de él. Sus níveas vestiduras parecían ahora estar talladas en puro mármol blanco y pesado.

Otros vendrían a unirse a él, a fin de renovar, hasta la eternidad, la vida de aquel submundo tan antiguo y remoto.