Capítulo 43

En la memoria de los vivos

Abrí los ojos y entonces me di cuenta de que había estado andando, llevado por Pietro, sin notarlo en absoluto, hasta llegar a una cueva húmeda cuya bóveda natural goteaba abundantemente.

—Ya lo sabes… ¿Verdad? —preguntó, seguro, el italiano.

—Sí, ahora lo comprendo todo, pero sigo sin saber qué hallaremos ahí.

—Si te lo dijese, no me creerías —reconoció levantando las palmas de las manos—. Es mejor que lo veas por ti mismo.

Me acerqué con seguridad a un punto de la gruta que parecía ser el fondo. Allí justo acababa la colosal oquedad.

—¿Tenéis algo duro con que golpear? —pregunté ensimismado.

—¿Te vale una piedra? —me dijo Klug.

—Sí es dura y grande, sí. —Hacía tiempo que no hablaba; casi me sorprendió.

Cogí la piedra que me ofrecía el ciudadano de la República de Austria, la calibré entre mis manos con calma y aprobé su peso moviendo afirmativamente la testa.

—Sí, valdrá —musité, lacónico.

Me puse a golpear con rabia, como un loco de atar con camisa de fuerza, la pared rocosa hasta que mis energías comenzaron a ceder. Entonces, como yeso reseco y agrietado, trozos de piedra cayeron uno tras otro amontonándose frente a mi persona.

Ante nosotros apareció un muro liso, pulido en extremo, sin símbolos, fabricado con un mineral moteado, totalmente desconocido para mí. Seguidamente calculé el punto que mi padre había denominado «el centro de mi dolor» y repetí lo que hice cuando era niño, cuando soñaba…

Allí donde estaba ubicado, en un cuerpo humano, el estómago que tanto me dolía a veces, apreté como si hubiese un botón imaginario. Lo hice con la llave que me diera Klug. Encajó a la perfección.

El muro pareció volverse transparente, disolverse en el aire. Y entonces vimos… vimos algo hermoso, terrorífico, imponente. No sabía cómo describirlo en realidad con meras palabras, aunque viviese tres milenios.

Era una cámara cuadrada de grandes proporciones. Medía unos treinta metros de lado. Lo más sorprendente con todo era su altura, de idéntica longitud. Era un habitáculo en forma cúbica.

Pero eso no era todo…

Allí se encontraban las raíces de un árbol, sin duda milenario, que ocupaba toda la estancia. Tenía un grosor que en algunos tramos doblaba el del tronco de un hombre robusto y ocupaba la estancia. Era una intrincada «selva» formada por las raíces de tan solo un árbol…

—¡Es fantástico! —exclamó Pietro, entusiasmado.

Krastiva, que miraba el árbol cada vez más intrigada, se volvió y le preguntó a Isengard:

—¿Pero qué es esto en realidad?

—Es el Árbol de la Vida, amiga mía —afirmó el austríaco pomposo—. Es la inmortalidad al alcance del hombre que coma de su fruto…

—Yo no lo haría —nos advirtió Pietro—. Quien lo haga, será castigado con una muerte horrible.

Grandes frutos oblongos, pesados, de un color anaranjado, colgaban de algunas ramas que incluso se confundían con las raíces en su parte más alta.

—Mirad, allí arriba hay algo blanco —observó la eslava—. ¿Qué puede ser? —preguntó mirándome de reojo.

—Sí, allí hay algo… —confirme, como en un cuchicheo, al mirar el lugar indicado por ella.

—Es el hijo de Amón, el servidor del Árbol sagrado —adujo Casetti con total serenidad.

Finalmente nos acercamos sorteando las gruesas raíces, ascendiendo por entre ellas, viendo cómo los frutos se balanceaban como una oferta demasiado tentadora.

A medio camino lo vimos. Era un cuerpo humano desnudo, de un varón. Su piel aparecía como el mármol, blanca, como corresponde a la de un cadáver en toda regla. Su pelo, negro y rizado, le confería un noble aspecto.

El desconocido estaba tumbado boca arriba, con los brazos cruzados, sin adorno alguno, sólo sujeto por un lecho de raíces que le servían de diván.

—Es Alejando… el gran Alejandro Magno —anunció, solemne, Pietro Casetti.

—¡Claro! —Me sorprendí a mí mismo con aquella espontánea exclamación que, incontenible, brotó de mi reseca garganta—. ¡El es Amón…! Recuerdo las palabras y las recito ahora: Di Anj Remi Dejet Hem Jet Djser. O sea: «Que se le dote de vida eternamente como a Re al servidor del Árbol sagrado». —Me oí traducir correctamente—. Entonces Alejandro es el servidor del Árbol de la Vida y éste le proporciona «vida eterna»; por eso no se corrompe.

—Lo depositaron aquí cuando murió —nos informó el italiano en tono mesurado—. Llegaron tarde para devolverle la vida, así que lo dejaron al cuidado del dios que creó el Árbol de la Vida. Ése era precisamente el secreto del papiro negro. … —Hizo una breve pausa, para tragar saliva, y continuó—: Nebej descubrió partes de él y las tradujo cuando estaba a punto de morir. Lamentablemente, falleció y su hijo, que había viajado con él desde Meroe, lo dejó aquí antes de abandonar esta ciudad-templo de Amón-Ra. Este hijo de Nebej tuvo luego seis descendientes, y cada uno viajó a un país diferente. Klug Isengard desciende de Amer… ¿No es así? —le preguntó, mirándolo luego a los ojos con extraordinaria fijeza.

El anticuario vienés asintió dos veces con la cabeza.

—Sí, soy el descendiente directo de Amer, nieto de Nebej —afirmó con tono altisonante.

—Yo, por mi parte —continuó Casetti—, desciendo de otro de sus nietos, Amr, quien vino a vivir a Egipto.

Resoplé ante aquella inesperada relación de sus ancestros egipcios. Pero había algo que no terminaba de encajar.

—¿Y qué tiene que ver en todo esto ese Scarelli que nos persigue? —inquirí con voz apremiante.

Fue Pietro Casetti quien me informó al instante.

—Sabemos que él desciende de Imosis, un tercer nieto de Nebej. Los otros tres fueron asesinados antes de tener descendencia… ¿Algo más?

—Sólo una cuestión… —repliqué con la boca cada vez más seca—. Así que sois tres pretendientes al sacerdocio de Amón-Ra y el que triunfe sobre los otros dos será el dueño de todo esto… ¿Es así? —añadí, arqueando bastante las cejas.

El italiano sonrió levemente.

—En realidad no es como dices… Yo ya soy el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en esta ciudad-templo. Pero debe haber otro gran sumo sacerdote en la superficie, y ése, claro, será Klug.

Una potente voz sonó a nuestras espaldas.

—¡Creo que no! —tronó alguien a quien no añorábamos nada.

Todos volvimos la cabeza y, entre las raíces, atisbamos el rostro enrojecido de monseñor Scarelli, a quien seguían unos acólitos que hacían las veces de vieja guardia pretoriana.

—¿En qué se basa, cardenal? —quiso saber Klug.

—En que yo seré el único que posea el poder eterno, el del gran sumo sacerdote de Amón-Ra, pero de ambos mundos —dijo enfáticamente. Después extendió la mano para coger un fruto.

—Yo no lo haría… —pronunció con toda frialdad Pietro Casetti.

Scarelli hizo una fea mueca con la boca. Después cerró los dedos de su mano en el aire y retiró ésta a tiempo.

—Pues yo sí lo haré, eminencia. —Roytrand se adelantó a todos arrancando uno de los frutos con un gran tirón.

Aquello fue algo instantáneo, sencillamente aterrador.

Una bola de fuego se formó en el aire y vino a estrellarse contra la cabeza de Roytrand. Como si fuese inflamable, el fuego lo envolvió igual que una tea.

Un temor mórbido se apoderó entonces de Scarelli y de los restantes guardias suizos. A ello debo añadir que Krastiva y yo temblábamos de miedo también; con decir que las piernas apenas nos sostenían ya…

Sólo Pietro permanecía impertérrito, junto a Klug, manteniendo en todo momento la gravedad de su figura.

Cabe resaltar que aquel extraordinario fuego cambiaba de color a cada instante, como si una irisada energía lo alimentara. Bañaba todo el cuerpo del desdichado Roytrand, quien emitía aterradores aullidos, capaces de poner los pelos de punta a cualquier mortal.

La espantosa imagen que contemplábamos con el alma en vilo era, a todas luces, muy extraña, tanto por su naturaleza como por el «comportamiento» de unas llamas que presentaban tener una forma casi de cuerpo humano. Era como si esas lenguas de fuego lo envolvieran y no le permitieran escapar de su ígneo abrazo mortal.

La carne comenzó a despedir un fuerte olor a quemado a medida que se carbonizaba. Pero lo más sorprendente estaba aún por llegar…

Las hambrientas llamas que conformaban aquel «cuerpo» consumieron el de Roytrand hasta que no quedó nada de él, ni tan siquiera las cenizas. Tras consumar su despiadado trabajo, el fuego desapareció tan repentinamente como se había formado.

Tan solo nos quedó de su aterrador poder aquel insoportable olor a carne quemada y la evidente ausencia del finado…

Un silencio pesado se adueñó del lugar. Como hipnotizadas, todas las miradas confluían en un mismo punto, hacia el lugar donde, hasta hacía unos pocos momentos, se encontraba Roytrand ardiendo como una antorcha.

Nada. No quedaba ni rastro de su presencia. Se había volatizado por completo en miles de billones de moléculas.

Creo que todos sentimos en aquel momento algo del dolor que había torturado de un modo espantoso el cuerpo del pobre Roytrand. Parecía que podíamos sentir el efecto de aquel fuego destructor abrasándonos la piel y, sin embargo, un frío gélido nos invadía por dentro hasta lo más profundo de las entrañas. Por unos minutos, habíamos olvidado lo importante que era nuestro hallazgo.

Allí estaba la tumba de Alejandro.

Lentamente fuimos volviendo a la realidad y enfocamos nuestra atención hacia el cuerpo yacente de aquel gran hombre, del inigualable caudillo victorioso que descansaba en los brazos de la auténtica inmortalidad.

—¡El Árbol de la Vida! —exclamó Scarelli—. Así pues no era una fábula bíblica… Es real… y si es real… quiere decir que… —interrumpió su razonamiento.

—¿Qué está elucubrando su mente, cardenal? —inquirí, ceñudo, con un tono muy reprobatorio.

Pero fue Pietro Casetti quien respondió por el ambicioso príncipe de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

—Según la escritura del libro del Génesis, dos querubines con espadas de fuego guardaban el camino del Árbol para que no comieran Adán y Eva y sus descendientes, y así lograran la inmortalidad. Monseñor Scarelli —remarcó con sarcasmo su título religioso— ha deducido, acertadamente por cierto, que esas bolas de fuego son los ángeles que guardan los restos del Árbol de la Vida. Mientras éste exista, ellos cumplirán con su letal misión protectora.

Krastiva, cada vez más alucinada, aportó un lacónico comentario.

—Esos son… —Dejó la frase sin terminar.

—Sí, amiga mía, dígame… ¿Qué cree que son? Yo se lo diré. —El italiano sonrió tras torcer el gesto—. Son los «jardineros» de este Árbol… Fíjese bien. —Señaló una gruesa raíz que tenía el diámetro de un árbol centenario—. Sus extremos han sido limpiamente seccionados y cauterizados. ¿Podría una fuerza carente de inteligencia realizar esto? Por otra parte, observe la cámara, sus paredes, su suelo… ¿No hay nada que les llame la atención? —Nos miró a todos, uno por uno, incluidos los del Vaticano.

Mi dama fijó su vista en todos lados y en la techumbre, bajo la cual, a pocos metros, permanecía inmóvil, como flotando, el cuerpo marmóreo del legendario guerrero macedonio.

—No hay musgos, ni vegetación, nada. Las paredes y el techo, todo está limpio… —Nerviosa, se volvió luego hacia Pietro mientras movía más de la cuenta sus preciosos ojos.

—¡Bravo, bravísimo, ragazza! —exclamó él con el típico histrionismo de su país—. Sólo está el Árbol de la Vida perfectamente cuidado.

En ese intervalo, Scarelli escrutaba en lo profundo de su mente, escarbando en sus amplios recursos teológicos. Buscaba una solución que le permitiera comer del fruto del Árbol. Ahora lamentaba no haberle dedicado más tiempo al estudio de la Biblia. Se daba cuenta de que sus conocimientos eran pobres al respecto. Se había dedicado tanto a los Evangelios que el resto había quedado relegado como algo aleatorio.

Igual que insectos desperdigados por entre las raíces arbóreas a las que nos aferrábamos para no trastabillar y caer, no logramos ver que alguien más se acercaba…

Un hombre fornido, de piel broncínea y pelo negro, que denotaba su origen árabe, seguido de otros dos similares a él, se había plantado en el lugar por el que habíamos penetrado.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con voz potente, autoritario, apuntándonos con su pistola.

—Soy policía —aclaró con cara de pocos amigos.

Como en un acto reflejo conjunto, todos giramos nuestras atónitas cabezas y no pude contenerme. Fue algo instintivo, pues comencé a reírme a carcajadas, tan estentóreas que, por un momento, hicieron creer a todos que había enloquecido con el tiempo que llevaba bajo el nivel del suelo. Pensé: «La policía ha bajado al infierno a detenernos», y ya no pude controlar más tiempo las risotadas. Yo mismo llegué a pensar que se me iba a desencajar la mandíbula. Mis incontrolables explosiones de gran hilaridad resonaban como agudos sonidos, estrellándose contra las paredes de aquella caja acústica que era el gran cubo del Árbol de la Vida. Y es que me pareció tan estrambótico que la propia policía nos viniera a detener precisamente allí, en el inframundo egipcio… en el infierno de los antiguos.

Cuando por fin logré controlarme, con el rostro compungido, enrojecido por el esfuerzo, y con largos lagrimones resbalando por mis mejillas, me di cuenta de que la situación era lo bastante apurada como para tomar en cuenta cada uno de los factores.

El comisario no pudo menos que echar una ojeada al cuerpo que flotaba abrazado por las raíces, como si de sogas se tratara, manteniéndolo en alto. Sus vivarachos ojos se movían inquietos, a gran velocidad, controlando cada movimiento nuestro.

—¡El Árbol de Rijah! —exclamó Assai—. Entonces existe de verdad y…

—¿El árbol de quién? —lo interrumpió Delan, saliendo de un mutismo causado por la trágica muerte de su compañero.

—De nadie, de nadie —se apresuró a decir el especialista en arqueología egipcia—. Sólo que al que creyó en su existencia no lo creí hasta ahora… ¡Lástima que no pueda verlo! —lamentó sinceramente.

Miré a Klug arqueando las cejas, y él comprendió enseguida mi mudo mensaje.

Rijah era el rabino que le había enviado al vienés aquellos valiosos volúmenes que llevábamos con nosotros a todos lados. Pero ahora la cuestión era otra… ¿Por qué estaban allí aquellos policías? No me lo había preguntado hasta entonces.

—¿Qué buscan o a quién? —me atreví a preguntar al policía que llevaba la voz cantante entre los tres árabes.

—Antes de nada, identifíquense todos los aquí presentes —replicó Mojtar raudo, eludiendo mi pregunta y dando muestras de su oficio.

Igual que en una rueda de sospechosos tras un cristal opaco, al modo de una película norteamericana de clase B, se nos pedía que, figuradamente, diésemos un paso al frente y dijéramos sin más nuestro nombre.

Pietro Casetti se ofreció como impagable maestro de ceremonias.

—Si me lo permiten ustedes, yo haré los honores. —Nos miró a todos con sonrisa cortés. Después habló dirigiéndose al comisario—: Lo haré si, por supuesto, es de su entera satisfacción.

—¡Adelante! —ordenó el ciudadano egipcio con voz seca que evidenciaba una total desconfianza.

—La señorita. —Señaló con su brazo derecho extendido versallescamente— es Krastiva Iganov, reportera de una revista austríaca, aunque ella es rusa… ¿Verdad, querida…? —Ella asintió con la cabeza—. El caballero. —Fijó un brazo en dirección a mi persona con la cabeza— es Alex Craxell, aventurero-traficante de objetos de arte y antigüedades, un reputado experto en su profesión si se me permite decirlo… —Lógicamente, asentí complacido—. En cuanto al otro que me queda, es Klug, Klug Isengard, de profesión anticuario y residente en Viena; quizás el mejor en su ramo. —El aludido enrojeció vivamente, agradecido como estaba ante el elogio del italiano.

—Ya… ¿y esos? —Mojtar apuntó al cardenal y sus tres «gorilas» con un significativo movimiento de la pistola que empuñaba con decisión.

—¡Ah! —exclamó Casetti, displicente—. Esos cuatro que quedan son los malos… ¿Sabe? No hay película en la que fallen y en ésta tenía que haber alguno, claro está… Ellos son nuestros malos, los perseguidores. Ese elemento de ahí —apuntó con el dedo índice acusatoriamente, con desdén— es un tal Scarelli, importante cardenal de la Curia Romana. Ha dejado sus obligaciones en el Vaticano para dedicarse a la búsqueda de la inmortalidad a cualquier precio… Él es el siguiente Papa de Roma, si alguien no lo remedia a tiempo… Sí, hablo en serio —insistió al ver la cara de sorpresa que puso el policía—. El que está a su lado es el capitán, ¿o es comandante?, Olaza, un hombre sin escrúpulos, dispuesto a todo por una causa fanática, un perro guardián obediente a su amo… —El oficial de la Guardia Suiza lo «fusiló» con una descarga de sus ojos de acero—. En cuanto al que está temblando más allá, ése es un guardia suizo que cree que su destino será el de sus diferentes compañeros ya muertos aquí entre horribles padecimientos… Se llama Delan. El otro es Jean Pierre, otro de ellos.

Mojtar reconoció la capacidad de su interlocutor.

—Veo que está usted bien informado —ironizó sin bajar la guardia.

—Verá, yo les he traído aquí… Y ya entenderá que cualquiera no es capaz de llegar hasta esta ciudad-templo de Amón-Ra.

—Como puede observar. —El comisario señaló a sus dos acompañantes—, nosotros hemos conseguido hacerlo.

Casetti abrió las manos de forma exagerada.

—Ya lo veo… ¿Tendrá la amabilidad de presentarse? —le requirió con extremada cortesía.

—Soy el comisario Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. Ellos son mis amigos, Assai y Mohkajá, eruditos —exageró— en temas de índole egipcia.

—Señores —se inclinó el italiano, ceremonioso—, sean bienvenidos a esta ciudad. Yo, su gran sumo sacerdote Ameneb, les ruego acepten la hospitalidad que les ofrezco en nombre de mi dios, Amón-Ra.

Por la cabeza de Mojtar pasaron, como flashes, numerosas ideas, aturdido como estaba por hallarse en el ojo del huracán de tan aparatosa situación, algo para lo que no estaba entrenado ningún policía del mundo. Tras un titubeo, tomó el mando de la situación.

—Para empezar, salgan ya de esa maraña de ramas —ordenó con energía.

Monseñor Scarelli torció el gesto.

—No son ramas, comisario, son las raíces del árbol más maravilloso jamás concebido por mente divina alguna, un Dios único, capaz de ofertar la vida eterna —respondió altivo.

—Me da igual, usted baje de ahí si quiere seguir vivo. —Lo amenazó con el cañón de su arma corta reglamentaria—. No creo que sea inmune al plomo a pesar de su cargo.

—No sea estúpido, Scarelli —le recriminó abiertamente Pietro, ahora metido en el papel de Ameneb—. El Árbol de la Vida no le puede dar lo que desea… ¿No ha visto lo que sucede cuando se toma uno de sus frutos?

Una cínica sonrisa cruzó el semblante del cardenal.

—¿A mí me lo dice? Entonces explíqueme ahora por qué lo buscaba su secta con tanto tesón, a lo largo de los siglos, si no era por eso precisamente.

—Era un misterio. Sólo eso. Sabíamos que pertenece a un dios enemigo de Amón-Ra y mucho más poderoso. Nunca, ¿me oye bien?, nunca osaríamos tocar sus frutos. Créame si le aseguro que no nos pertenece a los mortales que…

El Kadem sintió que su paciencia había sido rebasada con creces.

—¡Basta ya de estúpidas discusiones filosóficas! —rugió cortante—. ¡Bajen todos inmediatamente de ahí y ahora mismo! —ordenó colérico, acompañando sus duras palabras con un significativo arco que su pistola trazó en el aire.

Obedientemente, uno tras otro, descendimos sorteando cada raíz enroscada; algunas parecían serpientes milenarias que se hubiesen abrazado, unas con otras, en anillos imposibles para hibernar. Eran como guardianas leales y mudas de un hombre que tuvo el mundo a sus pies una vez. Pero antes de salir de la gran cámara volvimos nuestra mirada al cuerpo del macedonio más universal de todos los tiempos, al hijo de Amón, al servidor del Árbol de la Vida.

Los segundos transcurrieron lentos, como el goteo de la miel, y luego desfilamos delante del comisario y sus acompañantes, retornando al camino que nos llevara hasta allí. Sin embargo, en la cabeza de todos bullían preguntas cuya respuesta solo tenía ya Ameneb.

Monseñor Scarelli avanzaba cabizbajo, abatido. Era la viva imagen de la derrota. Tenía el rostro descompuesto. A él poco le importaba Alejandro el Grande ni el Árbol en sí, ni tan siquiera las vidas de los tres guardias suizos que lo habían protegido con las suyas propias. Tan solo le interesaba conseguir la inmortalidad. Su suprema ambición era ser el Papa eterno. «Solo» eso… Nada menos que eso.

Pero no había contado con la opinión de Dios.

Junto a la gran piscina rectangular, ubicada a un lado del templo de Amón-Ra, en el interior del recinto sagrado donde se purifican los sacerdotes, los tres grupos, sentados en círculo, tensos, pero intrigados por la serie de enigmas que flotaban a su alrededor, como un mundo fantástico que los envolviese, se miraron con fijeza unos a otros.

Con sus maneras corteses y sus nervios bien templados, Ameneb había conseguido convencer a los recién llegados de que ninguno, absolutamente ninguno de ellos, estaba allí por las razones que creía, sino por haber sido atraído al corazón mismo del Egipto faraónico. Un sabio de la Antigüedad dijo en su día que «una palabra amable aparta la furia» y esto es lo que había servido para sentar, uno frente a otro, a personas con intereses en verdad muy encontrados.

—Antes de que formuléis vuestras preguntas —habló Ameneb en relajante tono—, permitidme contar el relato de los hechos tal y como sucedieron cuando Ra aún derramaba su poder protector sobre la nación del Nilo… —Con evidente nostalgia, entornó los ojos por aquellos tiempos pretéritos tan gloriosos—. Comenzaré por explicar cómo ha permanecido en la memoria de los vivos la situación exacta de la ciudad-templo de Amón-Ra…

Durante una larga hora y media, y ante los extrañados componentes de aquel forzado auditorio, el ínclito «anfitrión» narró el periplo del gran sumo sacerdote Nebej. Lo hizo a grandes rasgos, aunque sin olvidarse de esclarecer la extraordinaria personalidad de Imhab, su maestro, hasta llegar aquél a la abandonada ciudad de Meroe.

—Allí, cuando Nebej hubo envejecido y sintiendo acercarse su muerte, haciendo acopio de todas sus fuerzas y tras pedir permiso a su faraón Kemoh, inició su viaje de regreso. Lo emprendió con su preciado tesoro, el papiro negro, siempre protegido entre las dos planchas de oro y en el interior de su vieja bolsa de dromedario. Por la entrada por la que hemos penetrado en este submundo y de la que le había dado detallada información su maestro, se introdujo en las entrañas de Egipto y retornó a su amada ciudad-templo de Amón-Ra.

»Imhab aún vivía. Su antaño porte sobrio y altivo había degenerado en un cuerpo enflaquecido y rugoso que se ayudaba de un largo bastón de cedro, adornado con una artística cabeza de plata, para caminar. Los ojos del anciano brillaron de emoción al ver de nuevo al que consideraba más un hijo que su discípulo aventajado. En sus largas conversaciones tuvieron tiempo de escrutar los misteriosos símbolos del papiro negro y entonces descubrieron algunos de sus contenidos al lograr descifrarlos al fin.

»Pero la muerte les sobrevino a ambos antes de trasmitir su recién adquirido conocimiento y su último estudio.

Así, su Ka abandonó su carcasa y tan solo su Ba sobrevivió, a la espera de conseguir atraer a los elegidos para desempeñar sus funciones y las de su maestro.

Mojtar, que había escuchado el relato ceñudo al principio y luego boquiabierto, hizo una pregunta como si fuera un niño hacia su profesor.

—¿Quieres decir que fuimos atraídos por una fuerza irresistible o algo así? —preguntó literalmente fascinado.

—Sí, algo así debió ser… —Ameneb contestó con agudeza. Después se encogió de hombros y sonrió levemente—. Así, por ejemplo, Klug y yo, como descendientes de Nebej, debíamos venir a relevarlos en sus funciones de grandes sumos sacerdotes. Yo lo hice primero, por lo que asumí el poder para ejercerlo en esta ciudad subterránea. Confiaba en que así fuera, por lo que dejé todos mis bienes a Alex. —Me llamó por mi nombre por vez primera— y fingí mi muerte para evitar ser eliminado como Lerön Wall, al que Klug asesinó y robó… —Su rostro se endureció extraordinariamente—. ¿O tal vez fue usted, Scarelli? —inquirió, mordaz—. Para el caso, ahora da igual.

Krastiva y yo dimos un respingo, ya que ambos miramos al austríaco de forma recriminatoria. ¡Cómo había fingido miedo en el hotel Ankisira de El Cairo! Hubo un tenso silencio entre nosotros.

—Klug Isengard será —continuó Ameneb— el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en la superficie. No ha habido uno desde que fue quemado en la hoguera Jacques de Molay, el gran maestre de la Orden del Temple.

Una sorpresa sucedía a otra. Abrí los ojos de par en par, desconcertado, y le pregunté con voz queda:

—¿Él era también…?

—Sí, él era descendiente de Nebej, pero profanó el templo de Salomón y entonces le alcanzó su maldición.

—Pero entonces… ¿quién asesinó a Mustafá El Zarwi? —inquirió Mojtar, deseoso como estaba de resolver aquel caso que tan difícil estaba resultando para él; al fin y al cabo había sucedido en territorio egipcio y, por ende, en su propia jurisdicción.

—Scarelli y los suyos —repuso Ameneb con frialdad, luego los miró inexpresivo—. Él busca ser el siguiente Papa de Roma a cualquier precio. Pero no es suficiente aún para «su eminencia», pues desea ser el Papa eterno, el último, hasta que llegue el Apocalipsis… Ahora ya sabe que es imposible —apostilló, irónico.

Moví la cabeza a ambos lados antes de intervenir de nuevo.

—¿Y yo? ¿Qué narices pinto yo en esta increíble historia? Me veo fuera de lugar —aduje un tanto aturdido.

—Oh, no, Alex… Eres la pieza clave… Créeme. Sin ti no hubiera descubierto la cámara del Árbol de la Vida… —Hizo una breve pausa para carraspear—. Cómo fuiste elegido, es un misterio incluso para mí. Lo que sé es que «ellos» me dijeron que tú sabrías hallarlo porque habías tenido una experiencia similar en tu niñez.

—El tesoro que papá escondió en el muro… —casi murmuré.

Todos me miraron esperando una explicación; y todo sea dicho, yo deseaba ofrecerla. Incluso Ameneb se preguntaba cómo lo hice…