Capítulo 42

Una maravillosa locura

La losa se cerró sobre mi cabeza y la oscuridad más densa que se pudiera imaginar me envolvió con un frío abrazo. Aquello era algo capaz de estremecer a cualquier mortal. Sin embargo, aquella viscosa y desagradable sensación no duró mucho; apenas unos segundos que, al menos a mí, lograron aterrorizarme.

Otra baldosa se abrió bajo el último escalón de piedra mohosa y entonces un haz de luz penetró instantáneo para guiarme, conduciéndome a una estrecha y lóbrega cámara donde me aguardaban impacientes Krastiva y Klug. Las paredes aparecían desnudas, sin adornos ni pinturas de ninguna clase. Sólo una luz reverberaba de sus piedras. Eso era lo que yo había visto antes en el conducto por el que descendieron.

Pero era una luz verdosa y fría, desacogedora.

Comprobé de facto hasta qué punto la rusa añoraba mi presencia en carne y hueso, sano y salvo.

—¡Por fin estás aquí! —exclamó, abrazándome. Literalmente se colgó de mi cuello. Pensé de inmediato que ese gesto compensaba con creces cualquier penalidad pasada y las venideras—. Esto es tan estrecho, parece que estemos emparedados en vida. —Las lágrimas afloraban incontrolables por sus ojos rasgados de eslava pura—. Sólo deseo salir cuanto antes de aquí. —El encierro, ya tan prolongado y sin saber por dónde escapar de él, comenzaba a hacer mella en su ánimo; esta vez más que nunca.

Con mayor grado de confianza en la química que había nacido entre nosotros, metí los dedos de mi mano entre los mechones de pelo que le caían por la cara. Eso sí, los coloqué con mucha delicadeza, tras sus orejas. Después, le alcé con dos dedos la barbilla e instintivamente no me pudo frenar por más tiempo, pues la besé con ternura. Fue un ósculo breve, pero cargado de maravillosa intimidad. Sus ojos parecieron agrandarse, iluminando el óvalo de su bellísimo rostro.

—Tranquila, disfruta de esta «estancia» en el mundo de los muertos —le susurré al oído izquierdo con un deje de alegre ironía—. Cuando regreses al mundo de los vivos, valorarás más sus placeres y los saborearás con intensidad para sentirte más viva que nunca.

Mis palabras parecieron reconfortarla, aunque se apartó como si estuviese avergonzada.

Una vez más, la voz del austríaco que teníamos al lado mismo rompió aquel hechizo que surgía entre la exquisita profesional de la información y yo.

—Oídme bien, si es que podéis dejar las carantoñas para El Cairo… —Lo dijo en un tono entre divertido e irritado—. Esta es una antecámara —aseguró poniendo cara de pocos amigos—. Ahí detrás se encuentra la última prueba para el difunto. —Señaló un rectángulo de piedra que, al menos por su tamaño, semejaba la forma de una puerta—. No voy a recordaros —remachó más mordaz que nunca— que el «difunto» somos nosotros tres.

Apenas cabíamos entre aquellas paredes y mirando al frente el umbral, nos hacía sentir como genuinas cobayas en un laberinto de laboratorio.

Klug seguía muy metido en su papel de guía del inframundo egipcio.

—Eso ha de ser la sala de los cuarenta y tres dioses —observó frunciendo mucho el ceño—. Atentos. Yo iré primero y luego…

—Luego irá Krastiva, como antes —afirmé rotundo, interrumpiendo sin ningún miramiento su frase.

Me miró de hito en hito, limitándose a afirmar con la cabeza mientras me decía:

—Claro, luego irá ella y después tú. —Bajó el tono de la voz.

—¿Y cómo penetramos en ella?

—Empujando —soltó, lacónico, sin ambages, e inmediatamente presionó la pétrea puerta con sus gordezuelas manos hasta que ésta cedió.

La losa de piedra, que hacía las veces de puerta, se hundió un poco y se desplazó sin dificultad a la derecha. Isengard se paró unos segundos en el umbral y oteó ansioso a su alrededor, tras lo cual entró y se situó en un punto. No habló, sólo esperó algo. No mucho.

Y algo sucedió.

La puerta se cerró ante nosotros bruscamente y entonces se oyó un extraño crujir. Era como si mil lenguas lamieran las paredes, el techo, el suelo, todo.

Luego, nada. La puerta se abrió sola, y comprobamos que en la estancia ya no estaba el anticuario. Había desaparecido de nuestra vista. Nos miramos con aprensión y nos dispusimos a sufrir el destino que nos esperaba.

Ella arrastró sus piernas como si fuesen de madera y, mirando a todos lados con un perceptible temblor y la piel de gallina, se situó en el círculo que ocupaba el ojo de Horus en el suelo. En ese instante recordé el sueño. El ojo… Fuego…

La puerta de piedra volvió a cerrarse, tragándose a mi chica. De nuevo escuché aquel sonido, inquieto, misterioso, como absolutamente todo lo que estábamos viviendo.

La arcana puerta se abrió otra vez y noté enseguida un olor característico a carne quemada. Todo mi cuerpo temblaba como un flan. La soledad me pesaba y sentí un miedo atroz. Pensé que ya era tarde para todo…

Desde la retaguardia, iba tras mis compañeros de asombrosa aventura egipcia.

De pie, ante el Osiris de piedra que se alzaba ante mí, mirándome con aquellos ojos rojos y tras él —me di cuenta ahora— estaban los numerosos sarcófagos, cada uno con el rostro de un dios. Supuse que serían los otros cuarenta y dos a los que adujera Klug, pero me parecía pequeño a mis ojos diminutos, como una mota de polvo en el universo infinito.

La puerta se cerró con un chasquido quejumbroso y siniestro. De repente, los ojos de Osiris brillaron con un color escarlata, como rayos láser incidiendo en mi pecho. De los demás sarcófagos también escaparon otras tantas líneas rojas y mil lenguas de fuego brotaron de paredes, suelo, techo, inundando la cámara de un modo inexplicable.

Ese era el sonido que yo había percibido estando tras la puerta. Afortunadamente, el fuego no penetró en el círculo en que me hallaba. Lo rodeó, lo acarició, y luego cesó por completo.

El sarcófago de Osiris se movió y noté que mi corazón se paraba de la tremenda impresión. Tras él había una abertura que me dejó ver una tenue luz anaranjada. Salté como impelido por un invisible muelle y así me encontré por fin al otro lado.

Dos pares de brazos me sujetaron con fuerza. El sarcófago volvió a encajarse en la abertura y ésta quedó oculta de nuevo. Era lisa, como pulida por un marmolista.

Klug dejó salir un largo suspiro de alivio y satisfacción.

—Ya está… Ha acabado —anunció alzando los brazos, clara señal de triunfo—. Ya no nos ocurrirá nada.

Boquiabierto, miré su cara, en la que se desplegaba una amplia sonrisa, y después la mucho más agradable de la rusa. Mi pulso se aceleró.

—Yo sentí lo mismo —me consoló ella—. Casi me desmayo cuando el sarcófago me miró. Fue como en el sueño que tuve…

Hice una muy nerviosa mueca con el labio inferior antes de pronunciar una sola palabra.

—Estamos… —balbucí mirando alucinado alrededor—. ¿Ya no hay más trampas?

Klug me observó divertido.

—No, ya no hay más pruebas —afirmó él con voz solemne—. Como «difuntos» que somos, hemos llegado al Duat, al paraíso egipcio.

Algo más calmado, contemplé el espectáculo que se ofrecía ante mí, y me asombré como nunca en mi vida. Tenía delante de mis narices algo impensable. Era un mundo nuevo y antiguo al mismo tiempo.

Descubrí un lago y en él, anclado, un hermoso navío, de aspecto ligero, llevando en medio de él un gran carnero sobre su testa, con un disco solar entre dos plumas. El buque se mecía en unas aguas oscuras y tranquilas, atracado en un muelle. Estaba allá abajo, cerca de la más hermosa ciudad que se pudiera contemplar, justo al otro lado. Parecía el Shangri—La soñado por tanta gente, el paraíso perdido donde dicen que habitan los seres humanos perfectos.

El anticuario se hinchó como un pavo real cuando, con desmedido orgullo, ofreció su explicación.

—Es la ciudad-templo de Amón-Ra… Yo seré su gran sumo sacerdote si logro, con la ayuda de Amón-Ra, derrotar a la serpiente Apofis.

Lo observé preocupado, pues por un momento creí que había enloquecido. Había olvidado que todo lo que allí sucedía era ya una maravillosa locura. Íbamos de sorpresa en sorpresa. Y como un niño intrigado, me oí preguntar con tono ingenuo:

—¿Y dónde está Apofis?

—Ahí. —El vienés señaló el gran lago, situado como unos cincuenta metros más debajo de nuestra privilegiada posición—. Cuando yo llegue hasta la ciudad-templo de Amón-Ra, ella huirá a su cubil, del que ha salido tan solo para luchar conmigo.

Asentí vacilante, pero, obviamente, lo miré atónito. De refilón me di cuenta que a Krastiva le sucedía otro tanto.

—¿Qué quieres que hagamos? —inquirí inquieto, por decir algo coherente.

—Nada —contestó él con cierta rudeza. Me dio la impresión de que tenía la mente en otra parte—. Esperadme aquí. Cuando todo concluya, yo os llamaré… —Carraspeó dos veces antes de continuar hablando—: Entonces podréis bajar sin que nada os ocurra.

Y sin mirarnos, comenzó a descender por un tortuoso camino apenas trabajado, a trompicones, hasta que al fin llegó abajo físicamente entero. El barco comenzó a separarse suavemente del mulle y los dos dedujimos que Klug lo gobernaba. En ese inefable ínterin, un silencio poderoso amordazaba nuestras bocas.

Nada pareció ocurrir hasta que la embarcación se halló justo en medio del lago. Pero las aguas parecieron hervir, pues miles de burbujas subieron imparables a la superficie. Se agitaron como un mar cuando se embravece y un oleaje cada vez más fuerte balanceó el navío.

De pronto y sin previo aviso, un monstruo inimaginable asomó su cabezota, emergiendo luego del agua entre ruidosas crestas de espumas blancas.

Aquello sí que era una horrible pesadilla hecha realidad ante nuestros desorbitados ojos.

Pudimos ver una serpiente de tamaño descomunal, con sus fauces abiertas y sus gruesos y muy desarrollados colmillos destilando letal veneno. Una larga lengua, bífida y vibrátil, salió de su bocaza. Después, con ojos amarillos y brillantes, se irguió en el agua, acercándose peligrosamente al barco en el que se apoyaba Klug. Este, situado en el lado de babor, se alzaba orgulloso, retándola.

Krastiva gritó su desesperación con todas sus fuerzas, pero su voz resonó contra las paredes rocosas inútilmente.

La serpiente se paró ante el vienés y situó su hedionda boca bien abierta ante él, pero nuestro compañero de viaje no se inmutó lo más mínimo. Por el contrario, con un valor nunca visto en él, gritó con fuerza:

—¡Isen-Ank-Amón…! ¡Thot Amón Ra, Thot, Di, Anj, Remi, Djet Hem…!

Su impresionante chorro de voz, seguro y grave, pareció inundar con sus ondas sonoras las distantes paredes de aquella colosal caverna de tiempos pretéritos.

Isengard repitió la invocación varias veces, sin resultado aparente, pero al término de la última y de quedar en silencio, tras recitar incansable la misteriosa letanía, algo se agitó por fin. Fue como si aquellas palabras de poder perturbasen el descanso de un poderoso ser que yaciese en las frías profundidades acuosas del lago.

A Klug se le veía diferente, seguro, conocedor de los antiguos arcanos del viejo Egipto. Esperó paciente el resultado de su conjuro al dios de la magia, al dios de la vida, y también al dios creador, para, junto a ellos, vencer a Apofis.

No sé muy bien de dónde vino, pues un haz de luz llegó hasta la testa del carnero de oro y brilló. Lo hizo con tanta intensidad como si fuese incandescente. La gran serpiente acusó el ataque de su luz en los ojos, no acostumbrados a ella, y chilló aterradoramente, sumergiéndose al instante en las turbulentas aguas.

Un gran remolino ocupó su lugar y al poco, éstas se calmaron por completo.

Nada parecía haber sucedido. El navío concluyó su corto recorrido y atracó sin problemas al otro lado, en una orilla del lago donde la luz era más intensa. El anticuario descendió y nos hizo una victoriosa señal alzando los pulgares. Ya podíamos bajar, ir adonde él se encontraba. ¿Pero cómo hacerlo?

Krastiva y yo descendimos agarrados de la mano, igual que dos niños a quienes su padre espera al otro lado del río y, bajo su atenta y protectora mirada, confiando plenamente en él, se disponen a seguir sus instrucciones.

El camino, estrecho y tortuoso, apenas había sido ligeramente alisado para poder bajar por él. Algunas piedrecillas saltaron al vacío y preferimos no mirar la considerable altura que caía junto a nosotros.

Llevábamos con nosotros las bolsas con todos los aparatos y objetos que consideramos imprescindibles antes de iniciar aquella alocada exploración aventura, o lo que se le quiera llamar, y que habían resultado, al menos hasta entonces, del todo inservibles. Nos pegábamos a la pared de roca, que cada vez era más alta, a nuestra diestra, la cual nos proporcionaba así cierta sensación de seguridad.

Según se fue apareciendo ante nuestros ojos el suelo, pudimos observar que estaba compuesto por una playa de arena de un sospechoso color negruzco. Había allí una especie de espolón de piedra desgastado, donde estuviera amarrado el navío, y una franja estrecha y pedregosa que soportaba la suave caricia de aquellas aguas negras cuyo «aroma» llegaba imparable hasta nuestras narices.

«Es un olor putrefacto, con el que nada tiene que ver aquella serpiente antediluviana», pensé preocupado.

Krastiva y yo nos quedamos parados, dudando si poner o no el pie sobre aquellas arenas negras y húmedas que podían ser perfectamente movedizas y tragarnos sin remedio.

Miramos al otro lado, solicitando la ayuda de Klug, pero he aquí que su redondeada silueta había desaparecido de nuestra vista. Apreté fuerte la mano de la periodista y con suma cautela pisé la arena, que resultó ser firme.

Algo silbó a mi lado y un sonido sordo, como el taponazo de una botella de champán al abrirse, se escuchó cerca. Noté una sensación de calor en mi oreja izquierda y cómo un líquido, cálido y espeso, resbalaba por ella. Una bala la había rozado y sangraba copiosamente.

En esa tremenda tesitura, nuestros agitados pulmones nos obligaban a respirar a mayor velocidad, y de ese modo cada uno podíamos ver cómo el otro exhalaba vapor al hacerlo. Krastiva me miró con los ojos centelleantes a causa de la sensación que sentía, mezcla de miedo y curiosidad a partes iguales, y me sonrió débilmente. En aquel momento me pareció la mujer más hermosa del mundo a pesar de su desaliñado aspecto, causado por la falta de sueño, la suciedad, que como yo mismo, llevaba adherida a cada centímetro de su delicada piel blanca. Su precioso pelo, lacio y brillante por el sudor, se entremezclaba con el polvo que se pegaba a él y le formaba mechones desordenados sobre sus hombros y su frente.

No nos entretuvimos más que lo justo. Echamos a correr porque nos iba el pellejo en ello. Dos, tres balas más, llegaron estrellándose contra el grupo de rocas sobre el que pisábamos antes.

Era una carrera alocada, sin destino. Nos habíamos metido en una huida hacia ninguna parte. No sabíamos qué dirección tomar para escapar de aquel mundo subterráneo.

Pero, una vez más, la suerte nos sonrió.

De repente, el suelo se abrió bajo nuestros pies con un estallido de maderas que crujieron con el peso de los dos al quebrarse. Caímos sin remedio entre polvo, maderas rotas y algunas piedras que rodaron sobre nosotros. Instintivamente abracé contra mi pecho a la rusa y me cubrí con los brazos sobre mi cabeza, con la secreta esperanza de que nada demasiado pesado cayera sobre nuestros cuerpos. Ella hizo lo propio. Algunos restos de maderas podridas y pequeñas piedras fue todo lo que nos «llovió» encima, dejándonos literalmente cubiertos de polvo al cabo de cinco o seis interminables segundos.

Nos separamos al comprobar que ya no había peligro. Después tosimos con fuerza al sentir el maldito polvillo muy metido en nuestras fosas nasales. También escupimos, en este caso para expulsar los granos de fina arena que se nos introducían desagradablemente en lengua y dientes, aunque con escaso resultado.

Calculé que el tiroteo había cesado porque nuestros enemigos bajaban tras nuestros pasos.

Krastiva me miró compungida al descubrir la sangre de mi oreja.

—Te han herido… —musitó con cariño, volviendo mi cabeza hacia un lado para ver mejor la herida—. ¡Cómo tienes la oreja, Alex! —Era una delicia la forma en que pronunciaba mi nombre.

—No es nada; sólo es un rasguño… Curará solo. —Había soltado la tan manida frase de los héroes en las películas de acción; pero no exageraba lo más mínimo—. Además, el polvo se ha pegado a ella y frenará la hemorragia. —Reconozco que me agradó mucho su preocupación por mí. Huelga decir que en ese momento me sentí como un colegial recién enamorado. Siempre había dicho a mis amigos que el amor le hace a uno más vulnerable. Pero… ¿cómo evitarlo cuando éste aparece sin avisar? Tras esa exposición mental volví a la trágica realidad que vivíamos, pero con una propuesta de lo más razonable—. Debemos seguir adelante. Esos hijos de puta están demasiado cerca aún.

Ella apretó su sensual boca y asintió en silencio, con férrea determinación.

Ante nosotros únicamente había una dirección y oré a los dioses para que fuese en dirección a la otra orilla del lago, bajo él. Era como una galería de una vieja mina y, desde luego, igual de oscura y fría.

Espesas telarañas cerraban el paso en algunos tramos y el aire, cada vez más viciado, se podía cortar. Costaba respirar y la luz iba despareciendo a medida que avanzábamos, pues la única existente provenía del agujero por el que habíamos caído.

Sin embargo, aquella nueva ruta a seguir parecía una recta trazada con gran precisión. No torcía a derecha ni a izquierda; tan solo descendía unos metros. Calculé que serían unos quince o veinte, para continuar luego sin alteraciones hasta que de nuevo volvimos a ascender; por lo que deduje que estábamos llegando al otro extremo.

Menos mal que no erraba en mis cálculos, pues una luz blanca se filtraba desde la superficie en el pasadizo, pugnando por llegar hasta nosotros. No quise asustar más a Krastiva, pero se oían pasos precipitados tras nosotros. Ya nos estaban persiguiendo otra vez. ¿No iba a terminar nunca aquella pesadilla?

Al llegar a la superficie, repentinamente deslumbrados, nos tapamos los ojos. La luz era intensa y en contra de lo que sucedía al otro lado, aparecía blanca y no anaranjada.

Las paredes daban la impresión de estar hechas de un blanco amarillento y la luz provenía de ellas. Nunca vi antes nada como aquello.

Klug se encontraba a una docena de metros y nos indicaba, haciendo gestos exagerados con los brazos, de que cerrásemos la abertura del pasadizo. Miré en torno a mí y descubrí una tapa de bronce de forma cuadrada, bastante pesada por cierto. Por medio de muy elocuentes gestos con las manos, le indiqué a Krastiva que empujase a la vez que yo. A pesar de nuestro combinado esfuerzo, hubimos de emplearnos a fondo para conseguir encajarla. Pero al fin un sonido metálico nos recompensó de tanto trabajo.

La tapa estaba echada. Calculé que eso les retendría un tiempo a los que venían detrás con letales intenciones, el suficiente para permitirnos alejarnos de allí un buen trecho. Jadeantes y cubiertos de polvo, nos reunimos sin más con el austríaco que presuntamente iba para «gran sumo sacerdote».

Lo taladré con la mirada mientras nos quitábamos, a manotazos, algunos restos de telarañas.

—Podías habernos ayudado —le reproché con particular aspereza.

Se rió quedamente y me replicó altanero:

—Vosotros os habéis bastado solitos… ¿No? Estás aquí… ¿De qué os quejáis?

Antes de que estallara una agria disputa verbal entre nosotros, Krastiva tuvo reflejos para cortar por lo sano.

—Mejor será que dejéis de discutir y nos vayamos de aquí cuanto antes. —Miró hacia la tapa de bronce, que ahora resonaba al ser golpeada desde dentro.

Isengard asintió con gravedad.

—Seguidme, que conozco este lugar —afirmó con rotundidad—. He estudiado sus planos durante años. Es ya como mi segunda casa. —Había bajado mucho peso y se le veía más ligero, más ágil.

El suelo que ahora pisábamos con prisa era una espesa y mullida alfombra de tierra bien regada —me pregunté por quién—, sembrada de surcos. En éstos se veían brotes verdes, recientes. Ofrecían un marrón oscuro que realmente contrastaba con el verde claro de las hortalizas que crecían en él. Un camino de rampas que se sucedían, cada una más alta que la anterior, nos condujo hasta las inmediaciones de la ciudad.

Contemplamos embelesados la ciudad-templo de Amón-Ra.

Vimos en aquel lugar bellísimos colores primarios. Rojos escarlatas, azules turquesas, verdes esmeraldas, blancos níveos, se entremezclaban ofreciendo un espectáculo que competía en magnificencia con el arco iris. Conformaban escenas de sacerdotes realizando libaciones, de faraones ofreciendo incienso, de reinas que presentaban a sus hijos a su esposo y a Osiris.

Y en líneas verticales, en los pilonos que, como auténticos titanes de otro tiempo, se alzaban orgullosos, flanqueando la gran puerta de madera y bronce dorado, distinguimos complicados jeroglíficos que contaban la historia egipcia a los versados.

Sin embargo, noté que Klug no estaba satisfecho. Aquella luz que iluminaba su faz había desaparecido por completo y en su lugar presentaba un rictus de frustración que entonces no comprendí.

Krastiva, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, recorría cada centímetro de pilonos, de pintura, de dibujos, como si no acabara de asimilar que pudiéramos haber retrocedido cuatro mil años en la historia de la humanidad. Klug pronunció unas palabras en egipcio que yo, por supuesto, no entendí e, impaciente, esperé las siguientes novedades.

No ocurrió nada.

Repitió la operación, pero nada obtuvo. La gran puerta no se abría. Resultaba bastante evidente que algo no funcionaba. Por vez primera, nuestro ínclito «cicerone» no acertaba en sus previsiones.

Resopló con rabia, mirando luego hastiado lo que tenía enfrente.

—Tendremos que entrar empujándola —dijo volviéndose hacia nosotros. Su cara era el vivo retrato de la frustración.

Lo miré decepcionado, de arriba a bajo y viceversa.

—Entonces vamos a ello por la brava —le dije con sequedad—. No perdamos más tiempo.

A grandes zancadas la rusa y yo nos aproximamos a las hojas de madera. Una vez situados, los tres a una, apoyando una pierna contra el suelo, empujamos con todas nuestras fuerzas a base de una fuerte patada.

Pensé en aquello que dijera Arquímedes en su día: «Dadme una palanca y moveré el mundo». Allí me hubiera gustado verlo a él.

Tras realizar ímprobos esfuerzos, las pesadas puertas comenzaron a ceder. Cuando sus hojas se hubieron separado lo suficiente para pasar un hombre entre ellas, uno tras otro entramos y las cerramos tras nosotros.

En contra de todas mis expectativas, no nos hallábamos en el interior de un templo, con su sala hipóstila techada, como correspondería. Nos encontrábamos ante una ciudad en toda regla. Aquello era un conjunto de edificios geométricamente ubicados, eso sí, por orden de importancia, según su estamento social. Dejé escapar un suave silbido de admiración.

El tamaño de la polis egipcia nos hizo sentir diminutos. Éramos como tres hormigas en un colosal monasterio. Enormes áreas cuadradas, meticulosamente aradas y sembradas, y en cuyos muros comenzaban a emerger brotes tiernos, circundaban el núcleo arquitectónico de la maravillosa ciudad-templo de Amón-Ra.

Avanzamos hacia él fascinados, en completo silencio, con la reverencia que produce el más profundo embeleso que uno pueda imaginar. Así, subiendo y bajando por una larga hilera de rampas discontinuas, llegamos por fin ante el primer edifico; o mejor debería decir grupo de edificaciones, pues se trataba de una estructura compleja. Estaba conformada ésta por una casa de frente adornado con una docena de columnas gruesas y bajas, sobre las que se desplegaba una amplia terraza. A su alrededor, dos pequeñas edificaciones, que dedujimos eran templos, le flanqueaban como fieles soldados que estuvieran de guardia por miles de años. Y alrededor había un aljibe de agua potable de forma cuadrangular que simulaba un foso, en cuyas orillas crecían juncos en haces espesos de un verde oscuro. Sobre sus aguas flotaban nenúfares marchitos que se entremezclaban con otros que, ostentosos, lucían sus pétalos rosáceos y frescos, desafiantes. Resultaba evidente que hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de arreglar aquellas viviendas como era normal hacerlo. No obstante, al inspeccionar con la mirada más a fondo pude observar que una mano misericordiosa lo había intentado al menos.

Algunas columnas aparecían abrazadas por hiedras resecas que el tiempo había desecado; en cambio, otras se hallaban limpias de ellas, como si alguien las hubiese liberado de esa fea presencia. Un tramo del «foso» se encontraba libre de juncos y hierbajos. Sus aguas eran transparentes y, agradecidas, bañaban las orillas pétreas.

Me acerqué al estanque y aparté algunos restos vegetales que flotaban obstruyendo la visión. Sonreí ante la atenta mirada de unos compañeros que se preguntaban qué diablos hacía allí husmeando.

Krastiva me miró sorprendida.

—¿Qué haces? —inquirió interesada.

—Es tal como pensé… —cavilé a media voz—. El foso está dividido en secciones. Por eso ese lado. —Señalé el cuadrante siguiente— está limpio y sus aguas transparentes, mientras el resto hiede.

El rostro de Klug se contrajo en un gesto de clara contrariedad. En ese preciso momento comprendí que no había sido nada prudente exteriorizar mis elucubraciones al respecto.

Con el semblante muy serio, el anticuario afirmó en tono pesaroso:

—Y ahí está la respuesta de cuanto viene sucediendo, de ése que va por delante…

Lo miramos fijamente sin comprender absolutamente nada.

—Ese «alguien» es ahora el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en esta ciudad. Él nos precedió dejando encendidas las antorchas… —Dejó el resto de su aclaración flotando en el aire de las conjeturas, igual que una amenaza cifrada que deberíamos desentrañar por nosotros mismos.

Asustados e intrigados, miramos en torno a nosotros, pero sólo vimos allí una ciudad hermosa, orgullosa, que se resistía a morir a manos del tiempo. Pero era ya una ciudad fantasma cuya única vida, hasta el momento presente, había sido vegetal… ¿O no?

Igual que un intruso, un espeso silencio se coló entre nosotros.

—Será mejor que entremos en la casa y decidamos qué habremos de hacer ahora —sugerí para abandonar aquella inmovilidad.

La rusa asintió vacilante, pero Klug rechazó la propuesta.

—No podemos perder tiempo —apremió, malhumorado—. Hemos de llegar cuanto antes al camarín del gran sumo sacerdote.

Krastiva frunció el ceño en un gracioso mohín y entonces comprendí que no le gustaban los enigmas del austríaco. Pero no había más remedio que seguirlo. El sabía dónde se encontraba en todo momento y lugar.

Dejamos a un lado la hacienda y proseguimos internándonos por el dédalo de amplias avenidas que circundaban el núcleo principal de aquella asombrosa ciudad subterránea.

Si tanta prisa tenía el austríaco, me pregunté por qué no íbamos directos por la avenida central, tan claramente trazada; pero me abstuve de pronunciarme al respecto.

Nuestros ojos amenazaban con salírsenos de las cuencas; tal era el estupor que sentíamos. A nuestro alrededor había un conjunto monumental de edificaciones en perfecto estado, casas que debían contar al menos con cerca de cuatro mil años de antigüedad. Eran edificios que aún se alzaban orgullosos como un complejo arquitectónico del más puro Egipto clásico. Parecía que estábamos metidos de lleno en el túnel del tiempo… Además, daba la impresión de que, de un momento a otro, un escriba, un artesano o cualquier otro humano típico de aquella cultura iba a salir de uno de sus portales camino de sus obligaciones diarias.

Miré al «cielo» y pude ver una techumbre amarronada y brillante que, a modo de faraónica cúpula pétrea, cubría cuanto mis ojos podían abarcar. Sin duda la realidad superaba con mucho a la ficción de las leyendas. ¿Quién hubiera podido imaginar un mundo como aquel, paralelo al de la superficie, donde el tiempo reposaba dormido en espera de que alguien fuera capaz de resucitarlo a la vida?

—¿Cómo va tu herida? —Mientras me preguntaba, ella tocó suavemente con sus dedos mi oreja izquierda dañada—. Parece que la hemorragia ha cesado. Habrá que limpiarla en cuanto podamos.

—Creo que el polvo ha taponado el arañazo de la bala. No me moriré por ello —respondí displicente.

Por toda respuesta, Krastiva sacó de su bolsa un pañuelo de papel, lo mojó en su propia saliva y con el mismo cuidado de quien mima a un bebé limpió concienzudamente la zona herida.

—Mmm, estate quieto… Así, sé chico bueno y no te muevas que ya acabo —me sugirió con su aterciopelada voz.

Sentí de nuevo su aliento cálido sobre mi cuello y una sensación de ardor interno se apoderó de mí. Aquella mujer me hacía perder el control. Es más, dentro de mi cuerpo una vibración placentera me hizo estremecer y temblé como un niño deseando que se acercase más y más.

Casi podía sentir cómo su saliva penetraba en el cartílago y se unía a mi ADN para quedarse allí, como un recuerdo perfumado del que ya no podría prescindir jamás. La miré temeroso, de reojo. Creo que ella lo percibió y sonrió cohibida. No sé la razón, pero siempre somos los hombres los que temblamos ante el placer, frente a ese deseo vehemente que nos resistimos en llamar «amor».

—¿Te duele? —preguntó con dulzura mi dama.

—No, qué va… Ya me había olvidado. —Levanté los hombros como prueba de indiferencia ante el dolor físico si ella me miraba con aquellos ojos.

Lo cierto es que en aquel momento la herida me escocía como si mil demonios me mordieran el lóbulo. Resistí a pesar de que más que la herida en sí, lo que más me dolía era el hecho de no poder abrazarla allí como un náufrago a un mástil en pleno océano. Soñaba despierto en recorrer sus curvas de vértigo con mis dedos, explorar su cuerpo prieto y joven para poseerla allí mismo, con desbordada pasión. Ella podría experimentar una sensación de placer tan aguda que lanzaría entrecortados gritos hasta alcanzar su mejor orgasmo.

Reconozco que entonces mi cabeza desvariaba en una confusión de sensaciones sexuales y sentimientos de infinita ternura que nunca había tenido anteriormente juntos frente a una mujer. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, decidí cambiar el inquietante rumbo de mis pensamientos antes de que lanzara a sobarla como un poseso, y de ese modo pude retornar con educación a la delicada realidad. Lo contrario, pues eso habría supuesto quedarme luego descompuesto por la vergüenza. Era un caballero residente en Londres y había que comportarse como tal.

Escuché una risa cavernosa y queda que fulminó mis cavilaciones. Una vez más, era Isengard rompiendo el encanto de la proximidad física de la increíble hija de Rusia.

—¿Ya estáis otra vez con tonterías de jóvenes? Prestad más atención a lo que tenemos delante… Estamos llegando —informó hosco.

—¿Adónde? —inquirí un tanto turbado.

—Pues al palacete anexo al templo de Amón-Ra, que no te enteras, Alex. Desde hace un rato parece que no estás en este mundo… Es allí donde residía el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.

Pasé por alto su mordaz comentario. Me encontraba tan bien con mi chica al lado…

—Por eso hemos dado este rodeo —dedujo ella tras sacudir la cabeza.

—Así es, querida. No se puede entrar por otro sitio…

¡Ved!

Nos señaló un gran pilono, algo más alto que los que conformaban el conjunto del templo y en medio del cual se abría un umbral sin puertas.

—No hay puerta —dije al fin. Comprendí que debía poner interés por todo aquello.

—No es necesaria —repuso Klug—. El poder del gran sumo sacerdote es aquí tan potente que quien intentase penetrar sin autorización moriría.

Me pareció que se trataba de una leyenda más, tal como las maldiciones de los faraones muertos.

Desde fuera el templo parecía mucho más pequeño. Traspasamos el umbral en pos del vienés y nos encontramos en una sala hipóstila cuyas gruesas columnas, coloreadas, sujetaban un techo de arquitrabe de vigas de piedra y madera, bajo el cual, ocupando prácticamente la totalidad del suelo, se hallaba un estanque de aguas cristalinas. En medio de éste vimos la cabeza de un gran carnero con las dos plumas de Amón y el disco solar sobre su testa. Expulsaba un poderoso chorro de agua que turbaba la quietud del lugar con su gorjeo, así como la tranquilidad del estanque.

—Estamos en el jardín del palacio del gran sumo sacerdote —anunció Isengard en tono grandilocuente—. Esa rampa conduce a sus aposentos privados, a su cámara de meditación. —Señaló ante él, con la cabeza.

Krastiva y yo, al contrario que el anticuario, que daba la impresión de regresar a su casa por el modo en que se movía en aquel laberinto, teníamos la sensación de estar profanando el secreto sagrado de un dios… ¿muerto?

Una sucesión de rampas, escoltadas por paredes pulidas, pintadas con escenas religiosas del dios que se suponía moraba allí, nos fue conduciendo a lo alto del edificio. El ambiente estaba limpio, se respiraba bien; pero según íbamos ascendiendo comenzamos a percibir, cada vez más, el olor del incienso quemándose mezclado con especias olorosas que dispensaban un aroma embriagante.

El rostro de mi cliente se iba ensombreciendo por momentos, y yo creía saber ya la razón.

Ésta nos esperaba al final de la escalera.

Una puerta de madera, sobre la que caía una raída cortina de un color indefinido, ya comida por el moho, apareció al final de la escalera, anunciándonos el fin de nuestra ruta.

Klug respiró hondo, como para armarse de valor, y tras mirarnos un instante, dio un paso adelante. De un enérgico tirón arrancó los restos del cortinaje, que soltaron una nube de polvo que nos hizo toser, para después, con sus manos de dedos gordezuelos, empujar las hojas de madera. Contra todo pronóstico, éstas se abrieron en silencio como si sus goznes se hallaran recién engrasados, sin emitir ningún chirrido.

Una imagen realmente fantasmal, como la puesta en escena de una tragedia de un tiempo muerto en el ayer muy lejano, se ofreció a nuestros ojos. Un ramalazo de tensión recorrió mi espinazo al recordar el sueño que había tenido cuando nos hallábamos presos del cardenal Scarelli y de sus «gorilas», el cual ya había olvidado por completo. Ahora se encontraba relegado al ostracismo en algún oscuro lugar de mi mente.

Las paredes de la cámara, ni grande ni pequeña, estaban forradas de oro puro, con hermosos relieves que fuimos recorriendo con la mirada puesta tras los haces de nuestras correspondientes linternas. La fastuosa estancia relumbraba como si de pura energía estuviera hecha. En el centro se adivinaban, por sus siluetas, las figuras de dos personas sentadas, una frente a la otra, como si conversaran. Estaban inmóviles, hieráticas.

Klug cogió entonces algo de encima de los muebles, que más se adivinaba que se veía, y lo frotó hasta conseguir un fuego con el que prendió los hachones que flanqueaban la puerta que acabábamos de franquear.

Una oleada de luz anaranjada invadió la cámara y nuestros ojos pugnaron por salirse de las órbitas ante la gran sorpresa que nos aguardaba. Dos hombres, sin duda de la antigua raza egipcia, de piel ligeramente aceitunada, como si el tiempo los hubiera cubierto con una pátina protectora, perfectamente conservados y vestidos con las túnicas, ambas idénticas —de lino blanco, impolutas, ceñidos sus lomos con cinturones hechos de hilos de oro y cubiertos su pelados cráneos con sendos capacetes de igual metal precioso de color amarillo brillante—, como si de dos gemelos se tratara, de gran sumo sacerdote de Amón-Ra, se mostraron ante nosotros sentados uno ante el otro, frente a frente. Sus ojos abiertos brillaban con un color miel claro. Parecían vivos… Me pregunté ipso facto si en aquella cámara se habría creado un microclima que los había permitido resistir a la descomposición.

Se miraban…

Krastiva, que había permanecido todo el rato agarrada a mi brazo izquierdo, igual que una lapa, señaló a los dos ocupantes con una inclinación de cabeza. Luego, con voz trémula por la intensa emoción que sentía, nos indicó:

—Mirad sus manos… ¿Qué sujetan?

Cautelosos, nos acercamos a los misteriosos personajes, temiendo que un simple soplo convirtiese aquellos cuerpos en polvo. Así, con gran cuidado, usando las palmas de las manos casi sobre el aire, removimos la fina capa de polvo que cubría lo que las cuatro palmas de sus manos sujetaban celosamente.

El de Viena cerró los ojos un instante y yo lo imité, al comprender su gesto, y ambos a la vez, soplamos después suavemente. Nuestros alientos barrieron los restos de polvo y una superficie dorada, sin signo alguno, se dejó ver al fin.

—Parece… —interrumpí la frase.

—Una carpeta de oro —añadió la rusa.

—Lo es —dijo Klug en tono impersonal, pero sonriendo a continuación satisfecho. Lo miramos con la sorpresa pintada en nuestras caras.

—¿Lo es? —repetí, aún incrédulo.

—Ahí dentro, entre las dos planchas de oro que la componen, está el papiro negro… —Lo señaló con la penetrante mirada—. Es el que Nebej trajo de nuevo a la ciudad-templo de Amón-Ra. Es el que nadie ha logrado descifrar…

Acto seguido puso las yemas de sus dedos en dos puntos equidistantes de la placa superior y me pidió con voz queda:

—Empuja suavemente las placas y se deslizarán hacia mí. Atento a mi señal.

Todavía no sé por qué le obedecí. Sentí una gran sensación al ver cómo la carpeta de oro resbalaba bajo las manos extendidas, puestas boca abajo de los milenarios sacerdotes, para ir a las de Klug. Éste la tomó como si en realidad fuese algo sagrado; y es que todos empezábamos a creer que así era.

A la luz de los hachones vimos el rostro del anticuario; parecía transfigurado por la intensidad de sus elevados pensamientos. Miró con reverencia a uno de los antiguos egipcios.

—Al fin, padre, al fin lo tengo —musitó emocionado—. Y traigo conmigo a quien lo comprenderá.

En un momento, como si los dos sacerdotes le hubiesen oído, dejaron caer sus manos, que quedaron sobre la superficie de la mesa a la que se sentaban. Supongo que fue a causa de la gravedad… o quizás no.

Krastiva y yo observamos perplejos la escena, como ajenos a lo que allí se estaba desarrollando. Isengard se acercó a nosotros y desplegó las dos planchas.

Comprobamos que una superficie de textura suave, negra como el carbón y salpicada de símbolos de oro en relieve, apareció en su interior.

Nervioso, me mordí la lengua antes de hablar.

—Veo símbolos egipcios… ¿O no? —pregunté con cierto escepticismo.

Isengard negó con la cabeza.

—Sólo algunos, y muy antiguos por cierto. Otros no sabemos a qué pueblo pertenecen —aclaró Klug con voz grave.

—Yo diría que es hebreo —afirmé, arrugando enseguida la nariz como un sabueso al uso—, hebreo de un tiempo que quizás es incluso anterior al éxodo de Egipto.

Al anticuario se le iluminó la cara.

—¿Lo conoces? —me preguntó de inmediato.

Vi que sus ojos brillaron codiciosos, como si tuviesen entre sus dedos el mapa criptográfico de un tesoro de incalculable valor. No sabía entonces cuán cerca estaba de la verdad.

Sonaron unas manos que no eran las nuestras. Aplaudían…

—¡Bravo! ¡Bravísimo, amigos! —Se escuchó el meloso acento italiano de alguien.

Volvimos al unísono las cabezas y el austríaco palideció como si le hubiesen sacado hasta la última gota de sangre. Yo, por mi parte, me llevé una de las mayores sorpresas de mi vida.

—¡Pietro Casetti! —exclamé asombrado—. Si está muerto… —añadí, ahora a media voz, completamente anonadado por la novedad. Era la persona que menos esperaba encontrar allí.

El aludido sonrió débilmente.

—Eso quería yo que creyeran mis enemigos. —Miró a Klug de forma inquisitoria—, pero aquí estáis. —Abrió los brazos.

Fue entonces cuando me percaté de que el «resucitado» vestía de igual forma que los dos grandes sumos sacerdotes muertos. Ya no tenía su larga melena prendida en una coleta. Ahora lucía otro capacete de oro y su túnica blanca de lino se removía a causa de la suave corriente de aire.

—Usted era quien nos precedía —dedujo en voz alta Krastiva, pero con un tono tranquilo y suave.

—Así es. —Esbozó una sonrisa mordaz—. Se lo dejé fácil a su amigo austríaco.

Aún aturdido por semejante novedad, le repliqué a mi otro cliente:

—Pero… pero ¿qué buscaba? ¿Y por qué todo esto? ¿Y la fortuna que me dejó? Supongo que es por esto. —Señalé el papiro negro con mi índice derecho.

—¡Cómo! —exclamó el italiano—. Pero ¿aún no lo ha supuesto? Usted, amigo mío, es la clave de todo… Sólo usted puede descifrar el enigma. Ni yo, como gran sumo sacerdote de Amón-Ra, con el poder añadido que este puesto me otorga, puedo desentrañarlo.

La sorpresa me hizo abrir mucho los ojos.

—¿Yo? Pero si sólo soy un profesional de…

Casetti hizo un enérgico ademán de rechazo con una mano.

—No me discuta —me cortó con aspereza—. Usted es el señalado para abrir la cámara oculta —añadió con un deje de misterio insoldable.

Me quedé patitieso, de piedra… ¿Yo era el señalado?

Sin tiempo para asimilar tanta novedad, el de Viena se acercó a Pietro y se arrodilló, entregándole con sorprendente sumisión las planchas de oro que contenían el papiro negro. Y el transalpino me tendió con elegancia la increíble «carpeta».

—Léalo, estúdielo y abra la cámara —me ordenó con sequedad.

Dubitativo como en pocas ocasiones, me limité a encoger los hombros.

—¿Y dónde diablos está esa cámara oculta? —pregunté ingenuamente al cabo de un tenso silencio, tomando luego el precioso documento en mis manos.

—También usted debe decírnoslo —dijo Casetti enarcando mucho las cejas.

Krastiva apretó aún más mi brazo y me recordó con sus uñas lo asustada que se hallaba.

—Pero Scarelli y los suyos llegarán en cualquier momento. … —argumentó ella con criterio.

—No tema, señorita, dormirán todavía varias horas. Luego no recordarán nada… Por cierto… No sé quién es usted. … Bueno, ahora da igual.

—Me llamo Krastiva Iganov y trabajo para una revista de Viena llamada Danger. Dígame… ¿Los ha…? —dejó inconclusa la letal frase.

Pietro Casetti presentó una sonrisa de oreja a oreja.

—No, no tema, por favor. No soy un criminal. Sólo duermen… Ya le digo que cuando se recobren no serán un peligro.

Una voz sonó en mi cerebro. Era una voz conocida.

«El juego enaltece el Ka, ayuda al hombre sagrado a ver con los ojos del Horus aquello que solo ve el Ba». Era una voz varonil, suave, casi susurrante, como si no deseara asustarme.

Pietro lo notó en mi pálido semblante. ¿O me leía el pensamiento? Debió de verme como en trance mental.

—Sigue sus instrucciones —me sugirió, tuteándome por primera vez, como si la hubiese oído él también.

—¿Quién es? —pregunté alucinado.

—Es Nebej, el último gran sumo sacerdote de Amón-Ra. —Señaló a uno de los sacerdotes que allí estaba, inmóvil.

Puse los ojos como platos.

—Pero entonces… Entonces… —repetí con incredulidad.

—Muertos, sí. Claro que sí… —musitó, apesadumbrado—. Pero su Ka, no. Es eterno… Escuchadlos con atención —añadió, ahora en plural, detalle harto significativo.

Una atmósfera que se me antojaba pesada y siniestra nos envolvía congelando la sangre en nuestras venas, tal que si los momificados grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra intentaran llevarnos a un mundo que era el suyo desde hacía tantos siglos…

De nuevo una voz resonó en lo más profundo de mi cabeza.

«Que se le otorgue vida eterna, como a Ra, al servidor del Árbol de la Vida».

Pero esta vez se trataba de un tono distinto, más grave, ronco. Enseguida deduje que era el otro quien me hablaba. Miré asustado a Pietro y, sin palabras, le inquirí. Pareció comprender y me respondió con una sonrisa a medias entre el sarcasmo y la ironía.

—Es Imhab, el predecesor de Nebej y maestro de éste. Él guardó el papiro negro y lo entregó a su discípulo cuando lo envió a la superficie.

Las ideas se agolpaban en mi cabeza como átomos atolondrados que chocaban entre sí violentamente. Un sudor frío impregnaba toda mi piel y sentía que tan solo funcionaba mi mente, que en ese momento parecía estar manipulada por algo o tal vez por alguien que me sugestionaba. ¿Era Pietro? La duda me puso más nervioso aún.

Él me tomó suavemente del brazo derecho y acercando su rostro a mí, tanto que podía percibir el roce de su aliento, me habló con un tono de voz aterciopelado y sugerente.

—Salgamos. Dejemos ahora que los grandes maestros de la sabiduría descansen una vez cumplida su misión.

Krastiva, que seguía agarrada a mí, se dejó arrastrar por mis torpes pasos, conducidos ambos por Pietro. Éste, por cierto, tras pasar Klug, cerró las puertas como lo haría el mayordomo real de un gran faraón, con ceremoniosa lentitud y reverencia.

Bajamos uno a uno los peldaños que nos habían llevado a la cámara sacerdotal. Una vez en «la calle», el aire volvió a inundar nuestros pulmones, barriendo las partículas de polvo y muerte que flotaban allá adentro, en la alucinante cámara.

Vimos a Scarelli, Olaza, Delan, Roytrand y Jean Pierre, todos tendidos en el suelo, como si se hubieran desplomado de improviso, sin heridas visibles.

—Dormirán aún unas cuantas horas —afirmó Casetti con voz neutra, sin matices—. Cuando despierten, estarán en la superficie. No recordarán absolutamente nada… Creerán no haber encontrado este lugar y abandonarán la búsqueda para siempre.

Pasamos rodeando sus cuerpos, con cuidado de no rozarlos, y Pietro encabezó, tras soltarme, la heterogénea fila que formábamos los tres tras su alta y orgullosa figura. La rusa se había soltado y caminaba detrás de mí, lo más cerca que le era posible. Klug cerraba la hilera. Iba ceñudo, silencioso, cabizbajo.

Salimos de la ciudad y descendimos por un tortuoso sendero de tierra y piedras sueltas, apenas pisado por planta humana.

Pietro Casetti habló de nuevo. Su voz infundía confianza y serenidad.

—Todo lo que sé es que ha de hallarse por esta zona. —Alzó un brazo para indicarla—. Lo digo por los pocos signos que he logrado leer.

—Los egipcios, claro —apostillé, cada vez más metido en aquella aventura tras las penalidades superadas.

—Sí. El resto me es completamente desconocido —reconoció el italiano tras arrugar la frente.

Las impresionantes paredes de roca viva, que se perdían en las alturas, aplastaban nuestro escaso ánimo y nos hacían sentir diminutos puntos que se movían en un universo colosal, en el que muy bien podíamos desaparecer de un momento a otro. Esas paredes brillaban de un modo extraño, como si fuesen el hogar en el que habitaba la más poderosa fuerza del cosmos, dejando allí su impronta a modo de luz.

—¿Reconoces algo? —me preguntó Pietro.

—No sé qué decir todavía… —contesté con voz queda—. Esto es como un laberinto. No tengo ni idea de qué buscamos. No sé… no sé qué decir…

El rostro del italiano se congestionó de pronto.

—¡No, no! —exclamó fuera de sí—. ¡Es en tu mente! ¡Busca en tu mente! —Después de una incómoda pausa, mucho más calmado, añadió, casi en un susurro—: Busca en tus recuerdos, tus vivencias…

Consciente del insólito papelón que me tocaba desempeñar, cerré los ojos y entonces escruté como nunca en mi cerebro, en los más íntimos rincones, hasta que algo captó por fin mi atención, algo…

Vi a papá llegando a nuestra casa, con una bolsa en su mano. Leí el nombre de unos grandes almacenes en ella y presentí que me traía un regalo. Siempre que regresaba de un viaje lo hacía. La sonrisa provocadora aumentaba mi intriga y confirmaba así mis sospechas.

El me abrazó con la fuerza de un oso y me revolvió el pelo.

—¿Me has echado de menos, pillo? —preguntó risueño.

—Mucho, mucho —le respondí con énfasis frunciendo el ceño, fingiendo enfado.

—Esto es para ti. —Me entregó la bolsa.

Con muchos nervios y movimientos torpes, mis manos de niño de diez años desgarraron literalmente el envoltorio de papel rojo. Estaba adornado con cinta dorada que descansaba en el fondo de la bolsa.

Un cofre de madera envejecida, con herrajes de hierro fundido, con mi nombre impreso en letras de fuego en la tapa, apareció sobre mis manos. Lo abrí rápido, ansioso como me encontraba por tener cuanto antes su contenido, jadeando, con la respiración acelerada, ante la mirada satisfecha de mi padre, quien gozaba en estos casos tanto como yo. En su interior había un rollito de papel viejo atado con un trozo de cuerda. Era lo único que contenía.

—Ábrelo y te enterarás de qué es —me animó mi progenitor sin perder la sonrisa.

Lo hice con el cuidado de quien tiene en sus manos un pergamino milenario y en él pude ver, en letras griegas, un mensaje.

—No lo entiendo —me quejé, ceñudo.

—Un buen aventurero encuentra por sí mismo las pistas; no se las dan… ¡Ah! Y te aseguro que, si lo encuentras, tendrás un tesoro valioso de verdad —aseguró él.

Me prometí a mí mismo que el día siguiente lo pasaría en la biblioteca más grande que conocía.

Aquella noche fui incapaz de dormir. Creí que alguien había añadido horas extra al reloj. Mi mente fantaseó entonces libre con fabulosos cofres repletos de doblones de oro y piedras preciosas. Esmeraldas y rubíes prestaban su vistoso color al brillo del oro, suavizado por largas ristras de perlas que colgaban sobresaliendo por los bordes de los cofres. Me pregunté qué era lo que había de buscar y decidí ir a la biblioteca.

Necesitaba traducir mi «mapa».

Me repeiné y apliqué fijador a mi pelo, tras lo cual tomé prestado el frasco de perfume de mi padre y me rocié con una generosa ración, a base de vaporizador. Parecía que iba a una cita.

Y así era… Pero me dirigía a una cita con un tesoro escondido.

Un silencio sepulcral reinaba en la gran biblioteca cuyas paredes, bien recubiertas de libros, se alzaban orgullosas en su sabiduría como gigantes del conocimiento.

Todos estaban concentrados en sus lecturas, sus apuntes…

Me acerqué a un chico que me doblaría los años y le toqué suavemente el hombro.

Se volvió y me miró sorprendido. No sé si por mi edad o por mi atrevimiento.

—¿Qué quieres? —susurró, perplejo.

—¿Tú sabes griego? —le pregunté en voz muy baja.

—¡Claro! Algo sí que sé… ¿Por qué lo dices?

Alguien se molestó porque oímos una llamada al orden.

—¡Chiss! —Era un profesor de la universidad que se había llevado un dedo índice a la boca.

El chico y yo bajamos la cabeza asintiendo, pero había que seguir dialogando.

—Tengo que traducir unas frases y no sé cómo hacerlo —le informé. Se quedó pensativo y yo creí que se iba a negar, así que añadí el aspecto crematístico—: Te pagaré veinticinco pesetas por el trabajo… ¿Te parece bien?

El arqueó una ceja y asintió.

—Lo haré. Dame esas frases.

Saqué del bolsillo de mi pantalón corto el pequeño trocito de papel enrollado que ahora aparecía arrugado y se lo di. Lo abrió y al poco peguntó:

—¿Es un enigma?

—No lo sé. —Reconocí mi supina ignorancia.

Aquel joven carraspeó un poco.

—Sí, parece eso. Es un enigma —se autoafirmó.

—¿Y qué dice? —inquirí impulsivamente.

—Es fácil… Dice lo siguiente: «Golpea con furia allí donde no hay nada… y calcula el centro de tu dolor. Aprieta fuerte y verás el resplandor». —¿Nada más?— repliqué, desencantado.

—No, eso es todo, chaval.

Fiel a mi palabra, extraje la moneda de veinticinco pesetas y se la ofrecí. El la rechazó amablemente.

—No ha sido difícil. La necesitarás para encontrar lo que buscas… ¿No crees? —Sonrió con nobleza.

—Gracias, muchas gracias.

—Me llamo Ramón, Ramón Rey —añadió, y luego me dio la mano.

Aquel día fue el primero de mi vida de adulto. Comprendí lo que eran el respeto y la dignidad. Pero me marché igual que había llegado, sin entender absolutamente nada.

Al menos ahora lo tenía en castellano, eso sí. No me fue fácil, pero dando tantas vueltas a la frase por fin di con algo que resultó ser una pista fiable. A las afueras de mi ciudad, en una obra abandonada, había un muro apartado que aparentemente era inservible, ni guardaba nada, ni protegía nada… ¿O quizás sí?

Corrí por las calles como alma que lleva el diablo, torciendo sin pausa esquina tras esquina, llevándome a veces por delante alguna que otra persona adulta. Seguí así hasta que logré, sudando a chorros, llegar hasta el muro. Dejé de correr y, jadeante, permanecí frente a él.