Capítulo 40

Sensación de ahogo

En el submundo oscuro y tenebroso por el que deambulaban, manejados como simples marionetas, al capricho de unos hombres que murieron muchos siglos antes, quizás milenios, Mojtar seguía caminando; pero ya no sabía muy bien si hacia la salida o hacia la muerte, más probable sin duda esto último.

Miró atrás, volviendo la cabeza levemente para observar a sus excelentes amigos. «Si algo les ocurriera, no me lo perdonaría nunca», caviló en un momento de debilidad mental.

Ellos se esforzaban en descifrar los jeroglíficos que veían en los paneles, de crear paralelismo entre lo que conocían y lo que descubrían en aquel mundo surrealista en el que se veían obligados a estar por voluntad propia, empujados a continuar hacia delante en un avance que empezaba a ser desesperado.

Mojtar no se atrevía a imaginar que Mohkajá o Assai pudieran morir víctimas de una trampa letal, algo creado por una mente, de ingenio mortal, que yacía descompuesta desde hacía varios miles de años. Pero allá abajo, en el asombroso inframundo egipcio, el tiempo se disolvía; parecía dejar de existir… Ya no recordaba cuándo había comido o bebido la última vez; ni siquiera cuándo había sentido hambre o sed. Era…, era… ¡como estar todos muertos! Un escalofrío le recorrió entonces, de los pies a la cabeza, igual que una repentina descarga de electricidad, al curtido jefe del quinto distrito policial de El Cairo.

La oscuridad pesaba como un manto negro que apenas se resquebrajaba, únicamente herida por la luz de las antorchas que otros habían dejado tras su paso, encendidas, como un indicador. Se cernía sobre sus abatidas figuras, amenazando con aplastar un ánimo que comenzaba a notar el efecto nocivo de su prolongada permanencia allí, en el lúgubre mundo de los muertos.

Habían tenido suerte o habían gozado de la protección de los dioses, lo mismo daba a fin de cuentas. A veces, Mojtar sentía un frío que le llegaba hasta los huesos; entonces acampaban juntos, como uno solo y encendían un fuego con lo que iban encontrando en su ruta. Los tres querían pensar que disponían de un «día» y una «noche», mientras les mantenía la idea de que aún permanecían en el mundo de los vivos…

A la luz anaranjada y cálida de la lumbre, con sus manos cerca de las llamas, intercambiaban opiniones, conocimientos y, a veces, se perdían en rancios recuerdos que olían a moho y polvo al traerlos a la mente tras un largo tiempo olvidado. Para aliviar tensiones, reían fingiendo una alegría que estaban bastante lejos de sentir.

Una atmósfera especial, mezcla de terror, amistad y afecto, les envolvía como un velo suave y fragante. Cuando las llamas decrecían y la negrura se iba apoderando del lugar que ocupaban, dejaban que sus párpados cayeran pesadamente, transportándolos al objeto de su fantasía, un mundo donde el sol llegaba iluminando una tierra fértil, eternamente verde, cubierta por un cielo azul…

El comisario dejó que el curso de los sueños lo guiara por el mundo oscuro de los antiguos señores de Egipto, y por eso susurró entre dientes una palabra en su idioma materno:

—Insalah.

En su ensoñación, veía al fin los rostros de los implacables perseguidores, con sus facciones endurecidas por el afán del rastreo, y también otros, más dulces, atemorizados, huyendo delante de aquellos en una acalorada caverna del inframundo.

Y ellos tres, sus amigos y él, iban detrás, poderosos, implacables, dispuestos a cazar a todos, para demostrar a un mundo incrédulo que sólo poseía fe en las pruebas, lo que valía la intuición y la iniciativa de un buen policía.

Desmadejados, con sus músculos relajados, como si de muertos se tratara, los tres hombres se abandonaron al descanso tras tantas horas de tensa búsqueda, de intensa concentración. Se fundían con su entorno, que los abrazaba tiernamente.

Hasta ahora, el conocimiento del mundo egipcio de dos camaradas había conseguido sacarlos de apuros, evitando las trampas, pero ahora, cuando el laberíntico dédalo de cámaras que se sucedían amenazaba con tragarlos sin remedio, lo que más le preocupaba no era eso.

No, no era eso.

Mojtar se preguntaba quién iba delante de ellos. ¿Quiénes marchaban tras qué objetivo que aún ignoraba? Su experimentado instinto profesional le decía que un peligro mayor los aguardaba, un peligro que no venía de tiempos pretéritos, sino de depredadores humanos actuales, vivos y muy vivos.

Sólo sabía que un grupo perseguía a otro, pero le preocupaba el grupo perseguidor. ¿Por qué esa terca tenacidad? ¿Qué podía ser tan importante como para perseguir por medio Egipto, y matar incluso, a cuantos se oponían a su tenebroso propósito?

El era policía, un auténtico profesional; estaba dispuesto para aquellos avatares. No le temblaría el pulso si se veía obligado a apretar el gatillo; pero se preguntaba cómo reaccionarían sus dos amigos, carentes, como estaban, de cualquier preparación de su profesión.

Acariciaba la pared rocosa, cortada a pico y pulida por manos hábiles, como quien toma las medidas de una celda de piedra que pudiera convertirse en su tumba. Nunca había sentido claustrofobia, pero ahora una extraña sensación de ahogo le oprimía el pecho, mezcla de precaución y miedo.

Como niños que se han escapado de casa, sus amigos caminaban temerosos, volviendo la cabeza a cada paso. Mojtar, no. Él no temía a los muertos, ni a sus acartonados cuerpos; ni tan siquiera a sus dioses, tan antiguos como la propia historia del hombre al salir de las cuevas.

El únicamente temía la codicia, la furia desatada de los hombres, de los capaces de masacrar para conseguir sus objetivos. Debía tranquilizar a sus acompañantes.

—No temáis —aseguró en tono confidencial—. Estamos solos; al menos de momento.

—¿Qué quieres decir, Mojtar? —inquirió Assai con expresión preocupada—. ¿Qué vamos a encontrarnos…? —dejó la frase inconclusa.

—Aún no. Pero ante nosotros hay, que yo sepa. —El aludido señaló la oscuridad que se alternaba con la débil penumbra, delante de ellos—, dos grupos de gente. Ninguno de ellos es egipcio; de eso estoy seguro.

—¿Quiénes crees que son? Tú tienes información al respecto —afirmó más que preguntó Mohkajá.

Mojtar sacudió la cabeza antes de contestar.

—Por lo que sé hasta ahora, un grupo de paramilitares o mercenarios persigue a dos o tres aventureros o arqueólogos de poca monta. Creo que éstos últimos han dado con algo de mucho valor para los primeros o sus jefes, y están dispuestos a todo para evitar que lo alcancen antes que ellos.

Assai arrugó la nariz y luego se la rascó.

—Bueno, en realidad esto va a ser el descubrimiento más importante de todos los tiempos en lo que a la arqueología se refiere —aseguró enfático, abriendo luego sus brazos en un intento figurado de abarcar el lugar en el que se hallaban.

El policía esbozó una triste sonrisa.

—Eso si lo contamos, amigo. Para salir de aquí, tendremos que disputárselo a ellos. —Apuntó hacia delante con su dedo índice derecho.

—Yo creo que este lugar es sólo parte de lo que andan buscando… Si no, ya hubieran salido y dado a conocer su ubicación —dedujo Mohkajá con toda lógica.

Mojtar asintió con la cabeza antes de hablar:

—Yo también lo creo.

—¿Qué puede ser tan importante como para nublar la importancia de descubrir el inframundo egipcio y desplazarlo a un segundo lugar? —preguntó Assai, meditabundo.

—Algo grande —replicó el comisario con voz queda—. Muy, muy grande, tan grande que no lo podemos ni imaginar —añadió misterioso.

Los tres se miraron unos instantes, interrogándose unos a otros con los ojos. Ni sus privilegiadas mentes podían soñar, en sus más atrevidas fantasías, lo que iban a hallar al final de su búsqueda. Ni más ni menos que un poder capaz de anular el de Amón-Ra, dejando a un nuevo gran sumo sacerdote en un aprendiz del verdadero y único poder del mundo.