Capítulo 39

Hilos de luz natural

El suelo era de granito rojo. Sólo tenía una débil altura que lo atravesaba de lado a lado. Era el «raíl» por el que se había deslizado el sarcófago hasta encajar en un hueco hecho ex profeso para él en la pared opuesta.

La voz de Klug Isengard sonó más poderosa que nunca.

—Son los Peraás preferidos de Ra, los más grandes.

—¿Los conoces? ¿Quiénes son? —inquirí interesado.

El anticuario me miró sólo un instante, pero como si se sintiese ofendido por la duda.

—Por supuesto que sí. Ese es Menes. —Señaló al que ocupaba un ángulo—. Aquél es Sebmenjet, el grande —dijo en tono de reconocimiento, y también con cierta solemnidad—. Este… éste es Ptolomeo II. El quinto, por la derecha, es Ahmosis, vencedor de los hicsos. El que está a tu espalda —le dijo ahora a Krastiva—, ése es Akenatón, y el que está tras de ti —me explicó con sequedad— es Jufu o Keops, como se le conoce más.

—Y ¿todos éstos por qué han sido seleccionados o reconocidos con un honor tan especial? Hubo muchos más de los que hay aquí —señalé incisivo.

—Pero sólo éstos pasaron las pruebas de Amón-Ra. De entre todos ellos, uno solo, que estará en una sala más adelante, es el preferido —respondió alzando la vista y a continuación añadió—: Es Tutmosis III.

—Y los que no las pasaban… —dejé inconclusa la frase a propósito.

Me dirigió una mirada escrutadora.

—Morían sin más… —susurró Klug. Después se encogió levemente de hombros—. En su lugar, eran coronados sus hermanos, que los esperaban al final. Eran los Peraás menores. No tenían el favor de Amón-Ra para su reinado. Duraban poco… —añadió con evidente desprecio.

Krastiva se acercó a una de las estatuas, que eran un poco más grandes que el tamaño natural de un hombre alto —yo, por ejemplo— y pasó las yemas de sus finos dedos por el rostro de oro puro de Keops, el que descansara tras mandar edificar la gran pirámide.

—Es tan perfecta… —musitó con profunda admiración—. El escultor le dio casi vida. Talló incluso las pestañas… —Desde abajo, acercó la cara a los ojos cuanto pudo—. Es seria, pero no produce rechazo. Es como si deseara que se acercaran a ella.

No pudimos menos que aproximarnos y contemplar el objeto de su devoción.

La estatua era realmente hermosa, realista.

Sin mirar al vienés, hice otra pregunta.

—¿Qué… qué sucedía con los que superaban las pruebas?

—Se celebraba una gran fiesta en su honor. El faraón llegaba a caballo hasta el barco sagrado que lo transportaba por el Nilo hasta el templo de Amón, y allí realizaba una demostración guerrera. La hacía disparando con arco, lanzando jabalinas, conduciendo su carro de guerra por las llanuras circundantes, para luego ser coronado con la doble corona roja y blanca ante el nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra.

—No encuentro la diferencia con la coronación que se realizaba con los otros —señalé desconcertado.

—Sólo el faraón percibía la diferencia —replicó con manifiesta frialdad—. Vamos a ver… —Se pasó la lengua por la boca—. Sólo el faraón que superaba las pruebas del inframundo podría sentir el poder de Amón-Ra penetrando en su cuerpo. Cuando nosotros concluyamos el periplo, también comprenderemos la trascendencia de estas pruebas —concluyó con voz misteriosa. Después guardó silencio y yo me quedé sin reaccionar.

Un escalofrío recorrió mi espinazo. Pensé en aquella posesión que se me antojó demoníaca. Sabía, por propia experiencia, que ni los más humildes chamanes, brujos o magos eran mantenidos en su puesto sin razón. Poseían verdadero poder. No todo está en los libros de ciencia. Aún existen enigmas inexplicables. Y era eso mismo lo que me incitaba a creer que la explicación de Klug era auténtica en todo.

El anticuario se encontraba muy absorto, perdido en sus profundas meditaciones. A veces lograba aventurarme con su línea de razonamiento. Desde que nos internáramos en el submundo egipcio parecía que hubiera cobrado nuevos bríos, como si una energía, poderosa y dinamizante, lo hubiera invadido, concediéndole una nueva personalidad.

Lo miré con mucha fijeza, recorriendo su figura de arriba abajo, como si en realidad fuera una persona distinta. Había adelgazado; claro que ya no recordaba la última vez que habíamos ingerido alimentos en condiciones. Me concentré en este último pensamiento. El tiempo se detuvo en aquel lugar; yo mismo había perdido la noción de él. Mi estómago ya no reclamaba comida. Cavilé sobre si realmente la energía de aquel lugar tan antiguo era capaz de eliminar las necesidades básicas…

Los mismos ojos de Isengard desprendían unos destellos acerados como el azul de un acero limpio. De hecho anunciaban ya su decisión irrevocable, firme, de llegar hasta el final en aquel dédalo de intrincados nudos de cámaras y pasadizos para llegar… ¿hasta dónde?

Tras una larga pausa entre nosotros tres, el anticuario de Viena habló con voz seca, dura.

—Alguien nos precede.

—¿Qué…? —repliqué despistado.

—Que alguien va delante… ¿Quién si no prendió las antorchas? ¿Quién ha ido dejando las cámaras iluminadas? —señaló cortante, molesto por mi aparente indiferencia, aunque ésta más bien era aturdimiento mental ante lo que estaba viviendo.

Me observó con sonrisa sarcástica. Así que le dije sin circunloquios:

—Supongo que perseguirá lo mismo que tú y que ese ambicioso cardenal Scarelli.

—Sí, pero solo uno lo conseguirá. Y ése seré yo. Ya lo verás —sentenció en un tono prepotente que no me agradó nada.

Medité mi opinión unos instantes y le pregunté en plan retador:

—¿Y si no es así?

Klug volvió bruscamente su cabeza hacia mí y en ese momento me perforó con su mirada. Parecía decir: «¿Cómo te atreves a dudar de mi poder, de mi triunfo sobre mis enemigos?».

Pero la verdad es que sí estaba en lo cierto, dado que alguien nos llevaba la delantera. Bueno, para ser exactos se la llevaba a él.

Debió de darse cuenta de lo agresivo de su actitud y por eso relajó la expresión, dulcificándola al máximo para sonreír en un intento de pedir disculpas, pero sin pronunciar palabra. Después, con voz engolada, nos anunció su suprema ambición.

—Yo seré el próximo gran sumo sacerdote de Amón-Ra. El sucesor de Nebej triunfará sobre el resto de los candidatos para su gloria… El mismo, su espíritu eterno, me ayudará en mi magna empresa.

A pesar de sus alucinantes sueños de grandeza, la seguridad con que hablaba resultaba aplastante. Aunque era contagiosa en grado sumo, me hacía sentir, paradójicamente, más pequeño, débil ante él.

Krastiva, ceño fruncido, rompió el hechizo con su pregunta.

—¿Por dónde continuamos?

Yo me encogí de hombros, pero Isengard vaticinó entre susurros.

—Los Peraás hablarán…

No comprendí a qué se refería, pero pronto pude entender la literalidad de sus palabras.

El austríaco fue presionando las bocas de cada una de las estatuas de oro. De ese modo, al concluir su peculiar labor un sonido profundo, penetrante, sonó en la cámara de los legendarios Peraás, pasando por nuestros tímpanos como un silbido duro, hecho de acero, que en verdad nos hería.

Tras taparnos instintivamente las orejas, nos pegamos a la pared. Una sección rectangular del techo comenzó a descender y Klug, de forma protectora, nos cubrió con sus brazos, impidiéndonos despegarnos del muro. Estábamos situados entre dos de los Peraás.

Cuando la gran placa de mármol rojo, de más de treinta centímetros de grosor, hubo quedado a ras de suelo, él nos indicó que subiéramos a ella, cosa que no dudamos en hacer. Poco después, igual que un misterioso ascensor, aquello volvió a ascender hasta encajar en el techo de nuevo.

Grande fue nuestra sorpresa al contemplar el lugar en el que nos hallábamos, porque sólo en viejos papiros, o en tallas y pinturas en las paredes de dormidos templos, habíamos visto un pálido reflejo de aquel fascinante lugar.

La sala de la balanza de Osiris era una cámara, toda ella de porfirio rojo. Había allí dos grandes sitiales de basalto negro enfrentados, uno en cada extremo del gran rectángulo que formaba la gran cámara. Y en medio… en medio vimos dos losas circulares sobre las cuales descansaban dos grandes platos que, sin lugar a dudas, eran de oro puro. Entre ambos platos se alzaba un fiel también del mismo metal precioso.

Avanzamos con miedo, pero absolutamente fascinados. Nos sentíamos tan pequeños… tan acusados.

Krastiva, como mujer al fin y al cabo, más curiosa, se acercó decidida a los platos, concretamente al que quedaba a nuestra izquierda, y señaló entusiasta:

—Mirad, no os lo vais a creer, está aquí, existe.

Klug y yo nos miramos sin entender nada. El, enarcando las cejas en un gesto de sorpresa, mientras el que esto relata parpadeó desconcertado. Nos aproximamos a ella.

Y entonces la vimos.

Había una pesada pluma de oro que reposaba sobre el plato. Estaba tallada con tal realismo que hacía pensar que habían bañado en el metal de color amarillo brillante una pluma auténtica. Nos acercamos aún más, como si quisiéramos aspirar un aroma, literalmente fascinados ante aquel objeto que creíamos mítico hasta entonces. Lo hicimos como niños al escaparate de una tienda de golosinas. No nos dimos cuenta de que alrededor de nosotros seguían sucediendo cosas que aún iban a agrandar más y más las órbitas de nuestros asombrados ojos.

El suelo se retiraba traidora y silenciosamente, sin que lo advirtiéramos de ninguna manera. Y con el sigilo propio de su especie, un gran cocodrilo del Nilo, de tamaño estándar, como de seis metros de longitud, se deslizó proveniente de un oscuro y oculto cubil. Tan solo el brillo del metal dorado producía alguna luz. Del techo, por unos invisibles agujeros, penetraban delgados hilos de luz natural que confluían en ambos platos.

Nuestros ojos, pasado el tiempo, fueron acostumbrándose a ver en aquellas tinieblas que cubrían gran parte de la cámara. Fue entonces cuando vimos los terribles ojos, vidriosos y amarillos, del saurio, que permanecía sigiloso, flotando camuflado entre dos aguas, avanzando apenas unos centímetros. Su enorme y alargada cabezota estaba poblada de peligrosas hileras de afilados dientes, cortantes como cuchillos, siempre dispuesto a devorar presas descuidadas.

—Mirad eso… —avisé con auténtico temor, señalando al cocodrilo—. Como nos equivoquemos en algo, os garantizo que ya no tendremos una segunda oportunidad.

Krastiva, que había soltado un gritito histérico, igual que la chica en las películas de aventuras, se abrazó a mí sujetándose a mi brazo. Me clavaba las uñas de sus dedos, de ambas manos, como si fuera acero mismo, hasta hacerme daño, pero lo aguanté sin poner mala cara. En su cara, cada vez más pálida, veía ahora reflejado un miedo atroz a aquel leviatán de tiempos remotos.

Klug, por su parte, ignoró por completo a la bestia y dándole la espalda se centró en la inmensa balanza, con cuyo peso en oro se hubiera podido hacer millonario cualquier hombre, valor histórico aparte, claro, en una subasta que se precie de Nueva York o Londres.

Mientras se mordía la lengua, el ansioso anticuario medía con sus manos los platos, el fiel e incluso escrutaba su hechura con paciencia, recorriendo cada milímetro de aquel misterioso objeto.

Resoplé con fuerza, por ser ella, mientras, impertérrito, seguía soportando la presión de los dedos de la eslava.

—¿Es el lugar donde se pesa el corazón del difunto contra la pluma, que simboliza la pureza a la diosa de la justicia, a Maat? —afirmé más que pregunté, pero sin perder de vista al peligrosísimo reptil.

Isengard dejó escapar una risa corta y desdeñosa, nada apropiada en sí para aquella tensa situación.

—Vaya —ironizó sin mirarme—, veo que sabes algo del Libro de los Muertos. Sí, así es, y él… —Giró la cabeza y señaló al crocodylus niloticus con la mandíbula— simboliza a Ammit, el devorador de almas. Si fallamos, caeremos en sus mandíbulas y ¡plaf! Se acabó todo… —Escenificó con sus manos, y lo hizo chocando su puño derecho contra la palma abierta de su mano izquierda.

Krastiva carraspeó nerviosa.

—¿Difunto…? Hablar de muertos no me gusta nada —dijo Krastiva, afectada y con un hilo de voz.

—En nuestro caso nosotros somos «el difunto» —aclaró el vienés con sorprendente frialdad.

Me quedé de una pieza. Hubo un pesado silencio en el que me acordé de cómo estaría en esos momentos el cardenal Scarelli, seguramente aún lívido de cólera al haberlo burlado tan limpiamente.

—Pero faltan personajes… ¿Verdad? —inquirí, inquieto.

—No. Si miráis con más atención, los veréis —afirmó Klug serio. Luego señaló a los extremos opuestos de la cámara, allá donde la oscuridad se hacía más densa.

Confundida en aquella lobreguez, distinguimos una estatua de basalto negro del dios Osiris, ataviada como una momia embalsamada. Y en el otro extremo había una momia que creímos era auténtica, la cual representaba «al difunto». Hubimos de esforzarnos al máximo por taladrar aquel oscuro velo que los ocultaba, pues sólo en el centro de la cámara disponíamos de aquella débil luz que penetraba por los orificios del techo.

—Tendremos que pasar de uno en uno —nos informó Klug.

Al ver su rostro confundido, intenté sonsacarlo.

—¿Cuál es el problema? Porque hay un problema… ¿No es así? —insistí con perspicacia.

El veterano anticuario carraspeó nervioso.

—Bueno, es que… Veréis… —tartamudeaba, temeroso—. Cada uno debe pronunciar un conjuro para pasar… Y ojo, que nunca puede ser el mismo. Si no se recita correctamente, no servirá.

Krastiva levantó la cabeza, desconcertada.

—¿Y cómo sabemos cuál hemos de recitar? —preguntó, cada vez más asustada.

—Ese es el problema al que ahora nos enfrentamos, querida. —Isengard esbozó una triste sonrisa—. Hemos de conocer al menos tres… —añadió, exhibiendo enseguida tres dedos de su diestra en alto—. Esta cámara tiene un mecanismo hipersensible al sonido… Por establecer un cierto paralelismo, os diré que es como una caja fuerte que sólo se abre con la combinación de sonidos correctos. Afortunadamente, hay muchas combinaciones —concluyó, dejando escapar un suave suspiro.

Meditabundo, me mordí los labios, primero el superior y luego el inferior.

—Tú eres el experto, creo —le recordé, oportuno.

—Sí, claro que sí… —Klug asintió con insistencia—. Además, por eso te digo que tú serás el último en pasar. Así te asegurarás de que los tres conseguimos superar esta prueba, que es de las más importantes que debemos afrontar hoy. —Captamos que lo dijo con cierta insolencia de mando, pues parecía crecerse por momentos en su papel de guía por el mítico inframundo egipcio. No supe cómo reaccionar a sus palabras debido a que allí, en aquel laberinto de túneles, cámaras y trampas, estaba en sus manos.

De la teoría a la práctica, pues acto seguido extrajo una pequeña libreta y un bolígrafo color plateado, y fue garabateando palabras con una excelente caligrafía por cierto. Cuando hubo concluido, nos dio una hoja a cada uno arrancándola de la espiral metálica con decisión. Sin titubear lo más mínimo, nos miró con rostro muy serio y comenzó a darnos las instrucciones que eran de rigor.

—Prestad toda la atención que podáis… Esto es lo que cada uno de vosotros debe recitar. Debéis hacerlo en voz muy alta, porque esta cámara posee un delicado mecanismo que registra los sonidos y su engranaje se activa por medio de ellos… ¿Comprendéis ahora la importancia de lo que os digo? —Nos observó con severidad.

Afirmé en silencio, con la cabeza, pero la rusa aún tenía dudas razonables.

—Pero no sé lo que pone aquí —dijo con voz queda—. Está en… —Miró, aún indecisa, los signos que aparecían escritos en su pequeña hoja de papel.

Isengard hizo un gesto de paciencia abriendo las manos. Su tono de voz sonó al de un profesor que debe repetir la lección a los alumnos despistados.

—Supongo que a estas alturas no esperaréis que los sonidos correctos provengan de un alemán o un inglés actual… El mecanismo estaba diseñado para oír sonidos en el idioma oficial del antiguo Egipto —aclaró, desdeñoso, levantando mucho la barbilla en plan altivo—. Sólo espero pronunciar bien cada palabra… —Afirmó, algo dubitativo—. He usado nuestro abecedario para que podáis pronunciarlo. Creo que servirá… No vaciléis. Hablad alto, claro y con decisión. Ved ahora cómo me sitúo yo y el modo en que lo hago.

Ni corto ni perezoso, el de Viena nos sorprendió al subirse a un plato, el opuesto al que sostenía la pesada pluma de oro, y ya en pie, comenzó a recitar en alto un conjuro en toda regla.

—Soy el sacerdote Aklussis en Amón, el que exalta a aquel que está en el montículo. Soy el profeta de Amón el día en que la tierra se halla en culminación. Soy el que contempla los misterios en Ra-Stau; el que lee el ceremonial del carnero divino que está en Mendes. Soy el sacerdote Aklussis realizando sus funciones. Soy el sumo sacerdote el día en que se coloca a Henu sobre su soporte.

Su voz resonó en la cámara como un trueno en medio de una tormenta del desierto. Nos dejó anonadados ante su ancestral elocuencia. Y entonces sucedió lo increíble, que su plato, sobre el que estaba erguido, comenzó a elevarse hasta treinta centímetros y un panel se abrió sobre el suelo, justo debajo de él.

El inefable anticuario, mi cliente, descendió del plato y tanteó con su pie derecho en la oscura boca del cuadrado que se abría en el suelo. En aquél había escalones de piedra que descendían a lo más profundo y oscuro. Los miró y, no sin sentir una gran inquietud, empezó a bajar con lentitud, apoyando sus manos en las paredes, inseguro. Cuando se hubo perdido en el negro pozo, una gruesa losa de piedra se cerró sobre él y así, paralizados por la sorpresa, la rusa y yo contemplamos cómo de nuevo el plato retornaba a su lugar original.

Instintivamente, miré a Krastiva y, aunque yo estaba tan nervioso o más que ella, le sonreí por puro compromiso, en un vano intento de relajar la tensión que flotaba en el aire.

Ella se agarró aún con más fuerza a mi brazo izquierdo y, con una cara pálida como la misma muerte, casi me suplicó sin palabras que no la dejase allá sola por nada del mundo. Había llegado el momento de dar el siguiente y gran paso. Escogí las palabras con cuidado.

—Yo iré en último lugar; ya lo sabes. Tranquilízate —le dije con suavidad, como en un afectuoso susurro—. Todo irá bien si seguimos las instrucciones de Klug… Estoy seguro. Nos vemos al otro lado… —Ella asintió tres veces en silencio y continué hablando—: Ven, yo te ayudaré. —Tomándola por la cintura, mientras caminábamos al unísono, avanzamos juntos con suavidad—. Sube al plato. —Se apoyó en la mano que yo sostenía en alto—. Ahora mira tu hoja y lee en voz alta, con mucha energía. Imagina que eres Desdémona… no, claro que no. Mejor que eres la mismísima reina Cleopatra o, si lo prefieres, la más bella sacerdotisa de Isis… —Ella sonrió débilmente ante mi cumplido—. Y recita con serenidad y, repito, en voz alta. Vamos. Que tú puedes…

Krastiva reprimió un suspiro y asintió. Con el rostro ahora contraído y gris, aspiró aire y fue leyendo en voz alta el conjuro que le permitiría pasar la insólita prueba.

—Que sean dadas órdenes, en mi favor, al séquito de Ra durante el crepúsculo, porque el Osiris revive tras la muerte, como Ra cada día. Y si en verdad Ra renace de la víspera, el Osiris renace a su vez también.

Pronunció bien aquellas palabras, para ella guturales y de desconocido significado, que traducidas, decían lo anterior. Una vez más el plato se alzó y apareció debajo de sus pies la abertura al deslizarse la pesada losa. Bajó del plato y con gran temor tras mirarme, dedicándome un nervioso mohín con su preciosa nariz, fue bajando uno a uno, lentamente, todos los escalones hasta desaparecer por completo.

Y otra vez el increíble y antiquísimo artilugio funcionó a la perfección, dado que la losa se cerró.

Ahora yo estaba solo. Sentía la boca muy pastosa y un movimiento extraño en mis tripas. Si algo iba mal, aquello sería mi tumba; bueno, no, en realidad lo sería el estómago de «Ammit», quien rondaba en torno a mí como incansable cazador al acecho. Dispuesto a morir en el intento, me acerqué al plato de oro y creí que las piernas no me iban a responder para subir a él. Pero lo logré mejor de lo que pensaba.

Miré en torno a mí y vi de nuevo los ojos, codiciosos y amenazantes, del gran cocodrilo del Nilo que simbolizaba al dios devorador Ammit flotando sobre las turbias y frías aguas que rodeaban el lugar donde, como una isla, se asentaba la balanza de la justicia de aquel infernal inframundo.

El corazón se me aceleró con latidos que iban in crescendo. En mi fugaz neurastenia creí que iban a hacer estallar aquella cámara con su potente resonar, pero sólo los oía yo, claro. Me situé como hiciera Klug, miré mi hoja como un niño que se examina ante su estricto profesor y después recité el texto que me había entregado. Lo hice muy en mi papel, como en una obra de teatro, metiéndome en la piel de un personaje del antiguo Egipto.

—Te adueñas y tomas, por medio de la violencia, a las víctimas que ya están inertes. Nunca estaré inerte ante ti; nunca estaré desfallecido ante ti. Tu veneno no entrará jamás en mis miembros. Tú no quieres estar paralizado; yo tampoco quiero estar paralizado. Así tu entumecimiento no penetrará en mis miembros, que están aquí.

Las palabras brotaban de mi boca como sentimientos desgarradores, sin que por ello pudieran comprender lo que decía, escrito como estaba en el legendario idioma de los tiempos faraónicos.

Resoplé, profundamente aliviado, al comprobar que el proceso se repetía por tercera vez; con decir que casi sentí alivio al adentrarme en la oscura sima que se abría ahora para mí, bajo mis temblorosos pies.

Allí olía a humedad, a aire rancio muy viciado. Noté un escozor en la nariz e, instintivamente, me la cubrí con las manos.

Ningún erudito había seguido los rituales del submundo de los faraones, uno a uno, sala a sala. Allí estaba encerrada toda la sabiduría de los antiguos egipcios, incluso desde cuando aún eran un montón de tribus mal repartidas y que se mezclaban con las de los naturales hijos de Cus.

Mientras, vacilante, avanzaba paso a paso, recordé cuando Menes, con más pretensiones que poder y más decorados que lujos palaciegos, alzaba la cabeza al cielo, hacia su padre, Ra, para solicitar de él la fuerza para domeñar a su pueblo, confiar las tribus y gobernar los Nomos con mano firme para dominar el mundo conocido.