Capítulo 34

La clave del caso

El comisario Mojtar se hallaba reunido, tras cruzar Egipto —siguiendo el curso del Nilo— en la fallida persecución de unos fugitivos, con sus dos mejores amigos, Mohkajá y Assai. Pero esta vez el cenáculo era en su despacho de la comisaría del quinto distrito policial de El Cairo, no en el pequeño cuchitril de Hassan y menos aún ante un plato de sabroso kebab.

Su rostro reflejaba frustración y preocupación a partes iguales. Su superior había aprovechado su nada ortodoxa persecución, falta de toda lógica en un proceso policíaco al uso, para ponerlo en la picota.

Estaba consternado. Había sido una larga y sonora bronca telefónica, seguida de las consabidas amenazas de perder el empleo, de ser expulsado del Cuerpo de la Policía; todo ello entre otras cosas poco agradables, a cuenta de los duros adjetivos oídos, tragándose, como una bilis, su orgullo, su dignidad…

—Ahora más que nunca, necesito vuestra ayuda… —suplicó con ojos tristes—. Puedo aportaros más información… ¿Lo haríais por mí? —sugirió, desesperado. Esperó anhelante una respuesta que se le antojaba casi imposible.

Mohkajá miró a su compañero. Este lo observó a él. Poco después una sonrisa de complicidad apareció en unas caras que parecían cobrar nuevas energías, reconstituirse, borrando así las arrugas de la inactividad como el viento aliado del desierto cuando erosiona una vieja roca devolviéndole una perfecta juventud.

Asintieron vehementemente al unísono.

—Sí, lo haremos, querido amigo… —anunció Mohkajá con cierta solemnidad—. Además, cazaremos a los cazadores. Ya lo verás —apostilló con firmeza.

Assai sonrió divertido.

—Y lo haremos desde aquí, sin movernos —matizó dando una sonora palmada.

Mojtar El Kadem los miró asombrado, todavía sin comprender absolutamente nada.

—¿Desde aquí? ¿Y sin movernos? ¡Ay, madre! —dijo entre excitado e histérico—. Estoy perdido con vosotros si…

—¡Eh! ¡Eh! —le atajó bruscamente Assai—. Por favor, que aún no te hemos dicho cómo lo haremos. Confía en nosotros —dijo, tajante—. ¡Vamos, hombre! Y eleva esa decaída moral… ¿Vale?

El comisario, cada vez más preocupado, asustado ante la dudosa oferta realizada por sus viejos camaradas, se quedó boquiabierto. Meditabundo, guardó silencio, lo que aprovechó Assai para continuar hablando:

—Primero, antes de nada, hemos de organizar los datos que poseemos. Nos llevará horas hacerlos y conseguir una conclusión positiva. ¿Estás de acuerdo?

Mojtar abrió los brazos en señal de resignación y movió la cabeza. Les dejaba actuar. ¿Acaso le quedaba ya otra alternativa?

Mohkajá puso manos a la obra.

—Veamos, amigos. En primer lugar, ¿quiénes están implicados en este caso? —Sacó un bolígrafo de su chaqueta y en un post-it que tomó de un taco del escritorio ante el que estaban sentados, comenzó a apuntarlos mientras lo comentaba en voz alta—. Tenemos al rabino Rijah, que envía un paquete. En segundo está Mustafá El Zarwi, que lo recibe y luego lo entrega a X… Lo tercero es que X se lo lleva. Cuarto… cuarto punto; éste es muy importante por el contenido de ese misterioso paquete. Son libros antiguos. —Miró al policía, que se hallaba cómodamente repantingado en su sillón observando todo el proceso de deducción de sus amigos al otro lado de la mesa de trabajo—. En quinto lugar aparecen unos mercenarios que raptan a X…

—Aquí se pierde la pista —anunció Assai con voz queda.

Mojtar levantó las manos en señal de rechazo.

—¡Eso ya lo sé! —casi gritó, impaciente.

—Claro, claro que sí —replicó Assai con media sonrisa—. Pero ahora es cuando cobran importancia capital los sitios, las ciudades, los templos… En estos casos hay que buscar siempre un denominador común. Ésa es la clave de todo este lío en que estás metido.

El comisario lo miró con sorpresa. Después se incorporó muy rápido de su butaca, como impulsado por un invisible resorte.

—¡Eso es! —exclamó, aliviado—. El denominador común no está en los nombres, ni tan siquiera en los personajes tan dispares… ¡Está en los lugares que visitan! —exclamó con voz triunfante.

—¿Ves, hombre de poca fe? Ya tenemos una conclusión positiva —anunció con tono alegre Mohkajá—. Algo sacaremos de ella. —Encogió brevemente los hombros.

El policía sonrió débilmente. Luego desplegó un gran mapa de Egipto sobre su mesa y se inclinó interesado en la nueva situación que, como una puerta de acceso, les brindaba la posibilidad de penetrar en aquel oscuro secreto.

—Tenemos libros antiguos, el templo de Philae, el templo de Dendera… —Arqueando mucho las cejas, miró a los dos amigos que lo ayudaban desinteresadamente—. ¿Y…? —preguntó, incisivo, Mojtar.

—Son templos donde adoraban a Isis —murmuró Mohkajá con reverencia inconsciente—. Por lo tanto, nuestros misteriosos «amigos» buscan algo que tiene que ver con esa antigua diosa —concluyó.

Assai movió dubitativamente la cabeza a ambos lados.

—No, no lo veo claro. ¿Qué puede haber en unos recintos religiosos tras tantos siglos de saqueo? No. Esto es otra cosa —aseguró frunciendo mucho el ceño.

—Quizás… quizás algo… No, es una tontería —dijo Mojtar como si hablara solo.

—¿Qué? Dilo de una vez… Puede ser eso, lo que sea —le apremió Assai, que veía cómo el comisario se integraba en aquel «juego» que ya había costado al menos una vida.

Mojtar encendió un pitillo, dio una gran bocanada y expuso su teoría envuelto en una nube de nicotina. Así pensaba mucho mejor. Ahora necesitaba calmar sus alterados nervios.

—Es posible que en esos templos haya pistas para encontrar algo. ¿Quizá una tumba? —propuso, pero lo hizo componiendo un rictus de inseguridad.

Assai lo señaló con el índice izquierdo. Sonrió satisfecho. Le brillaban los ojos.

—Sí, eso es, buscan algo que es una incógnita aún. Por eso mismo no debemos apresurarnos a dar por hecho qué es; pero van tras algo… Es algo que no está en esos lugares profanos. —Miró el escritorio con detenimiento, pero sin encontrar lo que necesitaba—. Dame unos rotuladores rojos, por favor… Hemos de reproducir ahora la ruta que han seguido.

Mojtar sacó de un cajón varios rotuladores de colores y le tendió uno a Assai.

—De El Cairo… a Philae. Sí, sin duda el primer objetivo de esta búsqueda es el templo de Isis, que precisamente fue el último en ser cerrado al culto por el emperador Justiniano. Algo debe de tener que ver. —Miró a Mohkajá y luego a Mojtar, interrogando a ambos con la mirada. Uno tenía el semblante impasible y el otro alterado—. Continúo… De ahí van seguidos por ti. —Miró de nuevo al policía, que apuraba con ansia su pitillo— a Tintyris, donde «casualmente» también hay un templo de Isis. Me pregunto por qué no lo hicieron a la inversa… A fin de cuentas Dendera está antes en el camino… —Se quedó pensativo, mordiendo inconscientemente el capuchón del rotulador.

El comisario y Mohkajá guardaron silencio tratando de respetar el proceso mental que estaba desarrollando su amigo.

—Es correlativo… cronológico… No, no es eso —dudó Assai—. ¡Ya! ¡Ya lo tengo! Es su orden… Las pistas tienen un orden. —Observó a ambos con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.

Mojtar, que, sin embargo, no veía emerger ningún dato significativo hasta entonces, comentó interesado:

—Así pues, primero han de conseguir el indicador de Philae, después el de Dendera… ¿Y luego…? ¿Qué viene a continuación, amigos? —los apremió torciendo el gesto.

—Hay que saber qué decían estos indicadores —casi sentenció Mohkajá.

—Llamaré a la policía de Assuan. Sí, claro que sí. —Se autoafirmó con renovada pero fugaz moral de lucha—. Les pediré que vayan al templo y miren hasta dar con algo que no se ajuste a su apariencia habitual. Otro tanto haré con la policía de Luxor. Tengo allí a un buen amigo que lo hará de buen grado.

Ensimismado, Assai sacudió la cabeza.

—En cuanto sepamos ese dato, sabremos dónde están —afirmó con rotundidad.

El policía, muy consciente de lo delicado de su situación, dejó escapar un largo suspiro de alivio.

—No sé cómo pagaré vuestra ayuda. Esto es crucial para mí —musitó con voz apagada—. Sabéis que ahora mismo estoy entre la espada y la pared —apostilló en tono bastante pesimista.

—Venga, Mojtar, somos amigos y con eso basta —replicó Mohkajá, tratando de animarlo—. Tú nos has dado la oportunidad de resolver un caso. Además, aún no lo hemos logrado. Espera a darnos las gracias cuando lo hayamos hecho.

Durante la siguiente hora el comisario no dejó de usar el teléfono de su despacho, tratando de convencer a los policías locales de Assuan y Luxor. Lo hizo empleando la jerga propia de la profesión y sin dar nunca detalles de relevancia sobre el caso, de la necesidad de averiguar lo que deseaba en sendos templos. A los compañeros del Cuerpo les pareció sumamente extraño que de un dato tan simple pudiera depender la resolución de un caso de asesinato.

No obstante, en el segundo caso, al jefe de policía de Luxor le entusiasmó poder participar en tan misteriosa persecución de sospechosos. Pistas en el templo…, identidad secreta de los presuntos criminales, así como de sus perseguidores, ¿mercenarios tal vez implicados en el asunto? Esto sí que rompía la cotidiana monotonía de aquel lugar perdido en medio del desierto egipcio.

Mojtar El Kadern pidió unos tés con pastas a uno de sus ayudantes y luego se relajó mientras aguardaban las respuestas. Para que fuera distendida la espera, se dedicó a interrogar a los dos amigos acerca de sus conocimientos sobre la historia del Árbol de la Vida. Ese dato bailaba solo, en medio de toda aquella enmarañada situación; y con él, surgía la persona, digna y aparente, del rabino Rijah.

El jefe del quinto distrito policial de El Cairo contuvo la respiración ante el aluvión de información que, como un torrente desbordado, dejaban salir de sus privilegiadas mentes Mohkajá y Assai. Cada dato era comparado, analizado y encajado en su respectivo lugar por ambos. Eran geniales en sus deducciones. Así, un complejo puzzle se formaba ante él como a cámara rápida.

Ahora lo veía todo con nitidez pasmosa. Comprendía el por qué de las grandes lagunas de los egiptólogos más afamados que, no por esforzados, nunca daban con las claves. Sin embargo, todo encajaba a la perfección. Veía ante sí cómo el velo, opaco y oscuro, que le impedía escrutar más allá de su nariz se iba volviendo transparente, poco a poco, dato a dato, irremediablemente.

Un poco más de esfuerzo, tiempo e información, y podría asomar la cabeza para ver… más allá. Todos miraban sus relojes con disimulo y luego fijaban su mirada en el teléfono de mesa que, silencioso, se había convertido en el objetivo de los tres pares de ojos que, ansiosos, pugnaban por salir de sus órbitas. Cada minuto, que pesaba como una losa sobre su ánimo, se les hacía insoportable a pesar de la distendida cháchara, de su intercambio de opiniones sobre épocas faraónicas, ptolemaicas o no, sobre sus posibilidades reales de llegar hasta el final en aquel embrollo, decenas de veces contempladas sin haber obtenido nada a cambio.

Mojtar, en un nuevo y esforzado ejercicio mental, intentó visualizar a los policías registrando los muros de los templos, sus capiteles, sus atrios… Pero indefectiblemente su cerebro regresaba, una y otra vez, a la cruda realidad de su despacho, a la paciente observación del teléfono fijo que por fin comenzó a sonar estridentemente.

El «viejo león» había transportado al comisario y a sus dos íntimos amigos hasta las cercanías del campamento de monseñor Scarelli y sus guardias suizos. Mejor dicho, donde estuviera anteriormente dicha instalación provisional, porque en este momento tan solo quedaban allí cinco grandes cráteres abiertos a pico, en un amplio sector.

—Una vez más, se nos han adelantado… —se lamentó Mojtar, arrojando luego su colilla sobre la arena con rabia mal contenida.

Mientras, Assai «barría» con sus prismáticos el área cercana en busca de un rastro, de una simple señal… A su alrededor, pequeños remolinos de aire levantaban nubes de arena que se desplazaban a capricho. El suelo rocoso aparecía ante ellos quebrado, desgajado por la fuerza de poderosos brazos que habían dejado allí su impronta a modo de grandes socavones.

Mascullando algo ininteligible entre dientes, El Kadern quiso consolarse.

—De todas formas, creo que sí estamos sobre la pista correcta. Los indicadores que mis compañeros encontraron a medio borrar en Philae y Dendera han resultado de utilidad —comentó, ensimismado.

—Lo que sea que buscan está bajo nuestros pies; de eso no me cabe duda alguna —aseguró Assai, golpeando después con su pie derecho el duro y rocoso suelo sobre el que había saltado la fina arena como polvo acumulado—. Si no hubieran cavado con tanto empeño…

—Pero debieron de darse cuenta de su error, pues se fueron —dedujo Mohkajá.

El comisario abrió mucho los ojos.

—Continúa, por favor —lo animó—. ¿Qué crees que ha sucedido? —Se acercó a su amigo, quien luchaba por mantener sus ojos libres de la fina arena del desierto.

—Han podido entrar por alguno de esos agujeros. —Mohkajá señaló con firmeza estirando mucho el brazo—. Registrémoslos —casi ordenó por el autoritario tono de voz.

Pero un meticuloso examen de cada uno de los cinco grandes agujeros cerró pronto aquella posibilidad. Todo parecía que, de nuevo, se les escapaba entre sus dedos. ¿Dónde estaba la clave del caso? Mojtar se preguntaba no qué buscaban ya, sino quién o quiénes eran los desconocidos que buscaban y, no menos importante, quién o quiénes los perseguían con tanta tenacidad.

—Nada, en el quinto agujero tampoco hay pista alguna —indicó Assai, un tanto desanimado ya por lo infructuoso de la búsqueda.

—Pues han de estar muy cerca —adujo el policía frunciendo más el ceño—. No pueden haberse equivocado tanto.

—Eso quiere decir que hay peligro. Son hombres armados y bien entrenados en el acto de la guerra. Además —se dirigió a Mojtar—, tú eres aquí el único capaz de hacer frente a una amenaza armada. Nosotros no sabemos nada de armas… ¿Verdad, Mohkajá?

Su colega asintió en silencio.

—Es cierto —admitió el comisario torciendo el gesto—. No debí involucraros en este peligroso asunto. Ha sido un error… Llamaré a comisaría y contactaré con las tropas que el Ejército tiene acantonadas cerca de Luxor. Necesitamos refuerzos profesionales, con vehículos blindados.

—Entre tanto, mientras llega la «caballería», busquemos con cautela —propuso Assai—. Hemos de localizar sin pérdida de tiempo su situación. Y lo haremos —profetizó risueño.

Llegados a este extremo, Mojtar concedió a sus amigos la posibilidad de abandonar. Les tenía demasiado afecto para poner en serio peligro su integridad física.

—Comprendería que no quisierais continuar… —Les habló con suavidad, en marcado tono confidencial—. No os culparía por ello precisamente… ¿Qué me decís?

Ceñudo, Mohkajá caviló un instante y después movió negativamente su cabeza.

—¡Ah, no! —exclamó con voz estentórea—. De eso nada. Ahora que esto se pone interesante… Yo no me voy a ningún lado. Hasta aquí hemos llegado y juntos seguiremos. ¿Estás de acuerdo, Assai? —El aludido afirmó levantando el dedo pulgar derecho—. Además, el peligro no desaparecerá porque lo dejemos ahora… Pienso que esa gente querrá borrar rastros… —Se señaló a sí mismo y luego a sus amigos.

El tenaz policía esbozó una sonrisa radiante.

—Bien, no perdamos más tiempo —replicó alzando mucho el mentón—. ¿Por dónde empezamos?

—Por fuerza ha de haber por aquí algún roquedal, colina, montículo o similar, lo que sea… —Assai miró en torno suyo, en giro de trescientos sesenta grados, tratando de dar con algún lugar que, por su volumen, pudiera ocultar un acceso secreto.

—Lo más parecido a algo así está a algunas millas. —Mohkajá señaló a lo lejos, donde el horizonte no tocaba el suelo arenoso, sino que descansaba sobre la alargada silueta de una interminable cadena de amontonamientos de rocas y arena.

—Eso puede ser. Vayamos —sugirió Mojtar.

Assai se encogió de hombros y Mohkajá asintió en silencio.

El «viejo león» recorrió el pedregoso terreno con un fuerte traqueteo, bajo un cielo azul turquesa donde el sol brillaba con fuerza, calcinando la arena. Después el comisario aparcó su viejo automóvil junto a unas grandes rocas y apagó el contacto del motor.

Una vez fuera, los tres amigos se dispersaron en busca de alguna pista.

Dos grandes montones de piedras, medio desmoronados y cubiertos de arena, captaron enseguida la atención de Assai. Éste los bordeó despacio, cogió una de las piedras y la observó con suma atención.

Era una piedra gastada por la erosión de la arena y el viento, que habían hecho su trabajo durante siglos, tal vez milenios; pero aún se podía notar la mano del hombre en sus aristas, incluso en un resto de símbolo que prácticamente había desaparecido.

Muy concentrado en sus valoraciones, Assai miró de nuevo las pirámides deformadas por el derrumbe, que apenas levantaban dos metros del suelo, y alzó un brazo. Era la señal silenciosa convenida si alguno de los tres encontraba algo de interés.

Mojtar y Mohkajá se apresuraron a llegar hasta él y, ansiosos como estaban, le preguntaron con la mirada antes de alcanzar su altura. Por toda respuesta, su amigo movió la barbilla hacia delante y enarcó las pobladas cejas. No tardaron en concordar con él en que aquellos montones de piedras ocultaban algo más de lo que a simple vista parecía.

Assai los distribuyó a uno y otro lado. Lo hizo sin mediar palabra alguna. Con manos temblorosas, más por inquietud que por miedo, comenzaron su concienzudo trabajo de inspección levantando piedras y liberando de arena algunas zonas en las que ésta se acumulaba en exceso.

Un grupo de piedras se desgajó del resto y cayó a plomo al suelo, dejando ver un símbolo profundamente grabado en la roca arenisca, como a fuego.

Dubitativos, se miraron los tres, interrogándose con los abiertos ojos. Fue Assai quien afirmó con movimiento de cabeza. Una increíble sensación de alivio los invadió a todos.

—¡Aquí está! —casi susurró Assai, más emocionado de lo que su rostro aparentaba—. Por fin… —añadió dejando escapar un ligero silbido—. Esto ha de ser forzosamente la clave; quizás hasta la entrada… ¿Pero adónde conducirá? —Miró atentamente a sus dos amigos, esperando una ayuda, una respuesta óptima.

Mojtar lo observaba boquiabierto y meneó la cabeza sin saber realmente qué decir.

Mohkajá no lo dudó ni un instante.

—Es el Ank —afirmó categórico. Después acarició con mimo el legendario símbolo con la palma de su mano derecha—. Es la llave de la vida eterna —aclaró con toda solemnidad—. Limpió con sus dedos la arena de la marca.

Acto seguido apoyó con fuerza su mano en el signo y la piedra se hundió suavemente hasta tocar algo duro, quedando en el fondo del hueco.

—¿Ya está? ¿Y ahora qué? —dijo Assai, impaciente por momentos.

Mojtar se volvió como presintiendo que algo cambiaba en su entorno, y entonces pudo ver que una parte del suelo había descendido, dejando un foso negro que se hundía en la más absoluta oscuridad.

—Creo… creo… —tartamudeó sin poder controlar su voz—. Creo que hemos abierto eso. —Señaló con mano temblorosa el pozo que, como una sima oscura y profunda, se abría desafiante ante ellos. Parecía llegar hasta el mismísimo averno.

Los tres se quedaron estupefactos, aterrados, literalmente paralizados. Sabían que algo resultaría afectado al mover la piedra con el Ank grabado en ella, pero en modo alguno esperaban que fuese aquello.

Era tan oscuro, tan espeso, tan profundo…

Dubitativos, se miraron en silencio entre ellos, como intentando decidir quién bajaría primero; si es que se podía hacer. Con los ojos desmesuradamente abiertos, el comisario tomó por fin la iniciativa.

—Yo… yo soy el responsable, amigos —farfulló nervioso—. Si hay que descender, yo seré el que lo haga en primer lugar. —Un frío de muerte le recorrió el espinazo, poniendo de punta todo el vello de su cuerpo—. Pero me pregunto por dónde bajaremos…

Se acercaron a la boca perfectamente cuadrada del pozo y entonces vieron, como clavados en la roca viva, los primeros asideros de bronce.

Mojtar respiró muy hondo. Ya no podía volverse atrás. Se situó de espaldas y comenzó a descender con la aprensión y el miedo bien reflejados en su huidiza mirada, como acerados destellos en su rostro. La oscuridad se lo fue tragando a medida que sus pies palpaban y se asentaban sobre el siguiente asidero hasta desaparecer por completo de la vista de sus amigos.

Con los brazos en jarras, Assai fue el siguiente en reaccionar.

—Nos toca ahora —anunció con una extraña mueca—. Yo iré en segundo lugar… Si no lo hacemos, nos maldeciremos el resto de nuestras miserables vidas.

Con absoluta resignación, Assai primero y Mohkajá tras él, siempre solidarios entre ellos, se hundieron lentamente en el foso, con sus ojos fijos en el hermoso retazo de cielo azul que gradualmente iba disminuyendo de tamaño según penetraban en el foso escalón a escalón.

Un sudor frío se apoderó de los tres expedicionarios hacia lo desconocido y, como si hubieran traspasado un velo de aire denso igual que el agua, como una cortina que separara un espacio de otro, sintieron que cambiaban de mundo. Avanzaban a tientas, rumbo a un lugar sencillamente inimaginable.

En un momento de serena reflexión el policía pensó si no era demasiado imprudente la decisión que acababa de tomar. Sus manos se aferraban con fuerza al bronce y resbalaban al asirlo; sudaban a causa del miedo que le mantenía rígido.

Pero ya era tarde. Acababan de traspasar el umbral del inframundo.

Fueron bajando, pisando y palpando los asideros de bronce, sin rastro alguno de luz alguna. Confiaban que aquel camino vertical, que se abría como la boca de una gigantesca fiera abismal de leyenda, tuviera por fin un final.

Mojtar volvió la cabeza despacio, con medida lentitud y bajó la mirada. Fue entonces cuando vio que, desde abajo, llegaba una luz tenue que convertía en penumbra el denso velo de negrura, rasgándolo en jirones de niebla que se resistían a disiparse.