Capítulo 32

Los hombres de «la cara quemada»

El suelo de la sabana trepidaba bajo el galope de las grandes manadas de animales salvajes que se desplazaban en grupos, atravesándola. Levantaban polvaredas tan altas que resultaban visibles a casi dos iterus de distancia. Además, el poderoso rugido de los leones y las escenas de caza de éstos tras hermosos ejemplares de cebras rayadas blancas y negras, captaban toda la atención de los egipcios, poco o nada acostumbrados a este tipo de espectaculares visiones de la naturaleza en estado puro, totalmente libre de intromisiones humanas.

La heterogénea caravana avanzaba despacio, retando el poder de un sol que, poderoso, se alzaba en su punto más álgido.

Los expedicionarios deseaban disfrutar de aquel verdor de las copas de los árboles, los cuales extendían sus ramas como brazos protectores, ofreciendo su sombra, a modo de refugio, a los pobladores de las llanuras africanas. Estas aparecían salpicadas de grandes charcas de agua de lluvia donde los animales saciaban su sed, y que ahora se presentaban entre ellos como oasis en medio de la desolación natural de tan bello paisaje.

Aquel día, al caer las tinieblas de la noche —cuando el Ka de los muertos sale de las tumbas para vagar por entre los vivos y lleva la sustancia espiritual de las ofrendas—, entre risas y estentóreas voces que anunciaban cosas nuevas, pero también entre bufidos de cansancio y quejidos de brazos fatigados, los viajeros levantaron un campamento en dos grandes círculos concéntricos. Así, intercalaron las fogatas que, como luces fatuas, desprendían chispas de sus crujientes maderas, las que los antiguos creían que eran las almas de amigos muertos que se acercaban a los vivos para protegerlos de las bestias en medio de la noche.

Corrió generosamente el vino para calmar el dolor de sus agarrotadas piernas. No tardó en estimular la imaginación de los contadores de fantasías que transportaban a los demás a otros mundos. Al tiempo, las notas musicales de diversos instrumentos de viento y cuerda flotaban en el aire, llenando con sus melodías los oídos de quien quisiera escucharlas.

Las danzas de «los caras quemadas» —tal como los antiguos griegos llamaban a los etíopes— amenizaron las horas frías de la oscuridad nocturna y elevaron al aire sus privilegiadas voces. Ellos y ellas bailaron desinhibidos alrededor de las altas fogatas, conjurando a los cielos abiertos que eran suavemente bañados por el resplandor de la luna.

Nebej cerró los ojos, tendido sobre su esterilla cubierta de piel de cebra y viajó hasta su amada ciudad-templo de Amón-Ra para rememorar con nostalgia otros tiempos y otros lugares. En el ínterin, el ruido del campamento se fue atenuando, como alejándose, hasta hacerse imperceptible.

Se encontraba en el templo de Amón-Ra, junto a su amado mentor, Imhab, que cada día pensaba en él y en si su misión habría tenido el éxito deseado. Podía sobrevolar con los ojos cerrados, con el «cuerpo» de su mente, las altas azoteas del palacio-templo donde Imhab ejercía su sacerdocio con excepcional maestría, donde se despidió de él con la misma ternura que un padre. También veía el ir y venir de los numerosos sacerdotes que lo habitaban, así como el fluir de los canales artificiales que llevan el agua desde las entrañas mismas de la tierra hasta cada vivienda.

Esa noche añoraba como nunca el calor de sus hermanos, la luz que reverberaba en las paredes de piedra pulida de la caverna natural en la que habitaban, su ciudad-templo de Amón-Ra.

Imhab decía que en tiempos remotos, cuyo recuerdo se pierde en el devenir del ayer, una masa de agua inimaginable cubrió el mundo para castigar a unas civilizaciones impías que adoraban a demonios. Y creía que la, ahora, caverna en la que se hallaba ubicada la ciudad-templo, estuvo llena de aquellas aguas de amarga procedencia; y también que, como un desagüe de proporciones colosales, sirvió para vaciar el mundo del líquido elemento que, al llegar al núcleo ardiente del planeta, se evaporó retornando a su lugar de origen, para quedar allí, encerrado tras divinas compuertas, en espera de ser usadas de nuevo en caso necesario. Aquella teoría de Imhab siempre le había impresionado. Además, las preguntas sin respuesta seguían ahí.

¿Por qué castigaron los dioses al mundo?

¿Qué dios hizo aquello tan impresionante?

El gran sumo sacerdote Imhab no pronunciaba nunca el nombre del que él llamaba, «el Dios mayor». Quizás era por temor a ofenderlo…

El caso es que Nebej, en su melancólica memoria, se sentía como si aún viviese en el hogar de su vida, en el mundo seguro que él amaba y extrañaba cada día. Lo sentía allí también, en aquel rincón olvidado, donde las tierras húmedas y verdes de la sabana van perdiendo la eterna batalla contra las arenas calcinadas del desierto; donde grandes lenguas de arenas anaranjadas y rojizas cubren toda señal posible de vida. Allí precisamente comenzaba la verdadera aventura para los axumitas, los jóvenes de ambos sexos que los acompañaban, quienes soñaban despiertos con ver el mar en primer lugar. Ansiaban la contemplación de un desierto de aguas poderosas que no de arena, donde los hombres flotaban en naves que, como colosales cisnes, las surcaban en busca de otras tierras, de otros tesoros inimaginables que hallar.

El viento transportaba granos de arena seca que se pegaban a las mucosas de las narices, anchas y negras, de los descendientes de los Noba que llegaron del centro de África para instalarse en Kush, la Nubia Alta.

Inquietos sobre sus sillas, los jóvenes que habían dejado atrás la ciudad de Axum se removían girando sus cráneos redondos llenos de curiosidad. Todo llamaba su atención.

Un mundo nuevo se abría ante ellos. Allí morían sus sueños, pero era para dar a luz una realidad superior.

El suelo se secó por completo y la arena, como si el polvo del tiempo fuera, se alzó entre los cascos de los caballos, de los dromedarios, que apresuraron su marcha, molestos por la alta temperatura que debían soportar.

Pequeños amontonamientos de arena iban dejando paso a auténticas dunas que hubieron de sortear como el muro infranqueable de un gran laberinto ardiente; hasta que al fin una ancha franja azul oscuro se delineó en el lejano horizonte, contra el cual se recortaban las frágiles siluetas de cien tiendas de campaña instaladas en dos círculos concéntricos.

La visión del campamento egipcio se fue ensanchando a medida que se acercaban a él, y al fin, a pocos codos reales, aquellos hombres de «la cara quemada», los jóvenes de la candace Amanikende, última representante de una dinastía que competía con la Historia por vencer al tiempo, pudieron contemplar atónitos la inmensidad del Mar Rojo.

Aquello fue algo que realmente superó sus sueños más audaces.

A la entrada del campamento de los egipcios, una figura de oro que arrancaba llamativos destellos al sol mismo y que se encontraba rodeada de una numerosa guardia armada, alzó su mano. Nebej levantó su diestra con la palma dirigida hacia el cielo, como hacía el faraón Kemoh, a modo de saludo de bienvenida, y entonces un estentóreo grito de alegría fue coreado por sus hombres y los del campamento base.

—Sé bienvenido, hijo de Amón —le saludó hierático Kemoh, cada día más metido en su papel de conductor supremo—. Veo que los dioses te han prestado atención y has llevado a cabo con éxito la misión que te encomendé.

Kemoh deseaba abrazarlo, pues únicamente en él, y en su visir Amhai, podía confiar ciegamente. Se contuvo a tiempo, porque sólo ante ellos, en privado, le era posible mostrarse como el hombre mortal que era, casi de igual a igual.

Ahora, en público, ante cientos de pares de ojos, era el hijo de Ra. El era el protegido de Horus.

La fiesta fue grande en el campamento, pues los nubios se mezclaban con los egipcios con absoluta espontaneidad, para interrogarse, primero con la mirada y luego con interminables diálogos, para unirse pronto en una comunión que les convertiría en un solo pueblo.

—Infórmame, por favor, hijo de Amón —solicitó de él Amhai—. ¿Es la candace Amanikende favorable, como creo, a que nos instalemos en las antiguas ciudades meroítas? —inquirió con una sonrisa.

Estaban reunidos en la tienda del faraón, sólo en presencia de éste.

—Lo es, señor. Es más, ella agradece vivamente que seamos nosotros y no los innobles romanos, quienes lo hagan. Pero también nos advierte de que sobre ellos se cierne la amenaza de una maldición mortal que ha sido implacable con quien lo ha intentado antes.

Los rostros del visir y del soberano aún no coronado reflejaron un temor mórbido. Conocían de sobra el poder de algunas maldiciones capaces de aniquilar a naciones enteras en el transcurso de dos o tres lunas nuevas. Tras el grueso maquillaje que casi convertía en una máscara la cara de Kemoh, la piel de éste perdió su color. Y los ojos del curtido Amhai se desorbitaron sin remedio, amenazando salirse de sus cuencas.

—No temáis, mis señores —les tranquilizó Nebej—, porque he solicitado la protección de Amón y la de Ra. Os aseguro que nada malo ha de ocurrimos, ni a nosotros, ni a nuestro amado pueblo.

—¿Y ellos? —señaló con la cabeza Kemoh, alzando mucho el mentón, más allá de la tela de la tienda, en la dirección donde habían ubicado a los jóvenes axumitas—. ¿Vienen como espías?

—¡Oh! No, mi señor. Ellos son un regalo para el pueblo —dijo con paciencia—. Sus vidas, como las de todos nosotros, te pertenecen. —Se inclinó respetuosamente.

—¿Qué pretende la candace Amanikende? ¿Cómo es? Dime… ¿Es bella como Nefertiti? —Kemoh se entusiasmó ante la sola idea de poder tener a su lado, como reina, a una mujer capaz de rivalizar en sabiduría y hermosura con la antigua esposa del faraón Amenofis IV.

Pero el gran sumo sacerdote de Amón-Ra acabó con sus repentinos proyectos matrimoniales igual que el viento ardiente hace con una diminuta duna cuando sopla con fuerza.

Nebej se apresuró a bajar la vista.

—Lo siento, mi señor… —Suspiró mirándolo fijamente a los ojos—. Ella es una sabia y poderosa anciana a punto de morir. Sin embargo, te puedo asegurar que su sabiduría y su inteligencia son incomparables. Es más, yo diría que parece ver a través de la propia muerte… Me ha entregado para ti, mi señor, los colmillos de marfil de treinta y seis elefantes.

El faraón lo miró un tanto sorprendido.

—¿Acaso tú le informaste de qué era lo que más deseaba yo poseer?

—Ignoro si lo supo, o si, por el contrario, tan solo lo intuyó, señor… Pero ella fue generosa y decidí aceptarlo, sin más. Creí que era lo que debía hacer en tu nombre, al tratarse en sí de un presente de reina a rey, algo digno de ser considerado como una magnífica prenda de amistad y alianza. Perdóname si no he hecho lo que consideras correcto —añadió con tono de súplica.

Kemoh movió lentamente la cabeza.

—Hiciste bien, hijo de Amón —replicó comprensivo—. Te diré que ya confío en tu discernimiento como en el mío propio, así como en el de mi fiel servidor Amhai. —Miró a éste con ojos de reconocimiento, sabiendo repartir sus favores sin herir la sensibilidad de ninguno de sus dos pilares—. Cuantos más seamos, más fuertes resultaremos ante nuestros enemigos naturales, empezando por los legionarios de Justiniano que puedan alcanzar estos territorios…

Rodeados de los ídolos de sus legendarios dioses, sentados sobre sillas doradas con incrustaciones de turquesas y lapislázuli —traído éste de las lejanísimas tierras del Indo—, los tres líderes del pueblo egipcio exiliado trazaban la ruta final hacia un nuevo hogar, en lugar de la calculada Persia, como eran las ahora muertas ciudades de Meroe y Napata. Era allí donde los espíritus de los reyes y candaces de otrora esperaban su llegada para infundirles ánimo, para investirlos de su antiguo poder.

Gruesos trazos, igual que venas hinchadas, unieron el Mar Rojo con esas dos poblaciones hoy olvidadas por los vivos. Eran la etapa final a cubrir.

De una mesilla auxiliar de caoba —con cuatro Isis de estilizadas siluetas como patas—. Kemoh tomó una artística figurilla de lapislázuli que representaba a un faraón ataviado como Osiris, con su tocado imperial y con forma de momia, y la situó sobre Meroe. Luego hizo otro tanto con una estatuilla de turquesa y la asentó sobre Napata. Las definitivas residencias del pueblo egipcio acababan de ser decididas por el hijo de Ra con esos simbólicos movimientos.

El calor reinante apenas podía ser mitigado por los cuatro servidores que balanceaban los grandes abanicos de plumas blancas, que estaban sostenidos por espléndidas varas de oro. El suelo, cubierto de pieles de leopardo, absorbía el calor y lo devolvía al aire seco, muerto.

La guardia rodeaba la tienda, casi ocultándola en la práctica con sus propios cuerpos. Un estandarte metálico, con los dioses de sus antepasados, uno sobre el otro, según su importancia y coronados por el propio Amón-Ra, se alzaba, enhiesto como una lanza, sobre la superficie cuadrangular de la tienda. Estaba clavado en la arena misma, sujeto por la abrasadora tierra que los acogía a todos.

Mientras tanto, los poderosos y afables nubios y nubias se habían ido entremezclando con sus anfitriones egipcios, y pronto bebieron y cantaron juntos, fundiéndose en una sola voluntad.

Los colores de las túnicas nubias, como los de un vibrante arco iris, se movieron por entre los varones egipcios. Las muchachas de Axum revoloteaban con sus vestidos de vaporosas sedas, linos y aderezos, en un alarde de sensual feminidad que los envolvía a aquellos, lavando de sus aturdidas mentes los recuerdos de las privaciones pasadas, de los seres queridos que atrás quedaron.

Larga era la lengua del vino y corta la memoria del hombre alegre que, con la diversión, juega para hallar el amor. Una copa, dos copas y a la tercera ya se derrama la bebida sobre la arena, regando la tierra yerma. Son momentos en que los dedos recorren ansiosos el ébano, la piel de quien afecto reclama para sí. Y una sonrisa blanca concede la anuencia de una reina. Nada parecía que pudiera perturbar el descanso de un pueblo, el suspiro de una ráfaga de viento que se niega a disolverse.

Así era el nuevo Egipto que ansiaba renacer de sus cenizas.

De las épocas de glorias pasadas quedaban el orgullo y el tesón, y quizás… el talento y un poco de poder, pero sólo un poco de esto último…

Nebej recordó otra noche como aquella cuando, en secreto y bajo la atenta mirada de Jonsu, levantaron su campamento. En aquella ocasión lo hicieron para huir de la Roma de Oriente, la del emperador Justiniano.

Ahora, la esperanza, como espuela de oro en caballo noble, picaba en el costado de los hombres y las mujeres que se levantaban de sus lechos de esterilla para dirigirse, aprovechando las horas de la seca y mística nocturnidad, rumbo a Meroe, la tierra prometida entregada por la candace Amanikende, señora de la sabiduría y reina de África.

Un risueño murmullo recorría las bocas de todos y cada uno de los expedicionarios. El entusiasmo los embriagaba, escapando por cada poro de su piel. Era la sana alegría que siempre proporciona la esperanza de una vida nueva.

Desde hacía dos horas, el faraón Kemoh permanecía erguido sobre la silla de su negra y brillante montura, engalanado con plumas rojas sobre sus crines y cubiertos sus lomos con telas azules y rojas, de las que pendían deslumbrantes pompones de oro. Ostentaba sobre su cabeza el tocado Nemes, con la cobra y la cabeza de buitre sobre su frente. Mientras, sus brazos, doloridos a causa de la rigidez de su postura, permanecían cruzados sosteniendo los símbolos del ancestral poder real.

Era en sí la imagen viva del último dios de Egipto.

Tras él se encontraba el hijo de Amón, Nebej, vestido con su túnica ceremonial, blanca, de lino, casi transparente, ceñida con faja de oro, y sobre su pecho exhibía un llamativo pectoral con los símbolos del zodíaco. Permanecía en pie, sosteniendo por las bridas a su vigoroso corcel, negro como la muerte.

Amhai, con su larga túnica negra, libre de ser ceñida, y adornado con un gran collar de oro en el que aparecían, exquisitamente labrados, seis carneros alternándose con otros tantos discos solares, circulaba por la larga caravana dando ánimos, llevado por su caballo de un sitio a otro, impartiendo las últimas instrucciones. Todo debía estar en su sitio y en un orden preestablecido. Él era el auténtico maestro de ceremonias.

A un enérgico gesto del fiel visir, veinticinco hombres y diez mujeres, en pie sobre dos de los carros, comenzaron a hacer sonar los instrumentos de viento y percusión lanzando sus vibrantes notas al aire. Era la señal convenida.

Como un reconocido leitmotiv, cada cual ocupó su lugar y la larga comitiva se puso al fin en marcha. La arena revuelta se quejaba bajo las sandalias de los hombres y mujeres, al ser pateada por los cascos de los nobles caballos y también por los orgullosos dromedarios, por ser abandonada por el señor del Alto y Bajo Egipto.

Kemoh, más hierático que nunca, como una escultura de oro de delicadas pero firmes líneas, encabezó la comitiva real, sintiéndose por primera vez como un digno sucesor de sus antepasados.

Altas brillaron las lanzas, y los bruñidos escudos reflejaron el poder de la luna que, redonda y llena, reinaba en aquel oscuro manto de la noche tachonado de estrellas. Como una lumbrera de plata, engarzada entre diamantes de pura luz, pareció seguirles allá donde iban.

Una vez más, los henchidos corazones de los egipcios y de los jóvenes nubios creyeron en un Peraá que los guiaba con pulso firme hacia su destino.

La gran morada los aguardaba.

Con ellos, viajaban los Ba de sus familias enteras, los de los amigos muertos, y también los de tantos que los precedieron en el tiempo y el espacio, en aquellos tiempos pretéritos que todos añoraban.

No tardó en sonar la voz de un hombre y luego la de otro, a la que se unió un tercero, y un cuarto, y un quinto…

Viejas y nuevas canciones se mezclaron en la noche, llenando la atmósfera de una vibrante emoción compartida. Egipto seguía vivo…