La trinidad egipcia
La sangre salió a borbotones de los lacerados cuerpos de aquellos guardias suizos, resbalando hasta el suelo, colándose lentamente en las rendijas por las que salían las hojas de metal afilado y mortal.
Los miramos horrorizados, paralizados por el miedo, con los ojos abiertos como platos. Sentí que el vello de la nuca se me erizaba admonitoriamente.
Sólo el cardenal dijo algo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, angustiado.
Nunca olvidaré aquellas caras de facciones contraídas por el intensísimo dolor que sufrían. Era aquél un sufrimiento atroz que, por momentos, les robaba la vida. Sus cuerpos, descuartizados como si fueran muñecos de cera, inertes y en posiciones imposibles, quedaron tendidos sobre el ensangrentado suelo.
Nada podíamos hacer ya por esos pobres diablos (Y que el Vaticano disculpe la expresión al uso).
Monseñor Scarelli, que tenía el rostro desencajado, tuvo un «detalle» cristiano, y eso que no estaba de servicio, sino atento a sus propias ambiciones. Se persignó con mano temblorosa y los bendijo trazando una cruz en el aire. Los cuatro guardias suizos que quedaban en aquel pasadizo de la muerte le imitaron y luego se quedaron en silencio.
Quizás se preguntaban quién sería el próximo…
Fue Klug Isengard quien luego rompió el impresionante mutismo en que nos hallábamos.
—El túnel continúa, pero hemos de seguir aún sobre las barras si no queremos correr el riesgo de acabar como ellos —aseguró con voz hueca.
Miré hacia delante y «barrí» la penumbra con mi linterna. Efectivamente, las barras habían salido de una pared, ensamblándose en la opuesta a lo largo de muchos metros.
Calculé que las alas de Isis «nos llevaban en el aire» para salvarnos de Geb, el cruel dios de la tierra.
Igual que chimpancés, a dos patas, pero doblados al máximo, encorvados de espalda y temerosos, avanzamos torpemente con cuidado de no caer. Menos mal que cada barra se distanciaba de la siguiente sólo unos quince centímetros. Si teníamos cuidado, no caeríamos para resbalar en el líquido rojo viscoso de los dos desgraciados que nunca más volverían a ver la luz solar.
Krastiva me seguía a mi derecha. Podía oír el ritmo de su agitada respiración. Su corazón latía acelerado y su aliento brotaba como una nube de vapor lleno de vida, junto a mí.
No se quejaba.
Por delante, Klug, igual que una rana gigante y pesada, pegaba las plantas de sus pies y sus manos a las barras de bronce, atento a cada detalle. No lo reconocía. Era una persona completamente distinta. Su cerebro parecía haberse agudizado, y sus procesos mentales se producían a una velocidad y con una seguridad nada habituales en él, un ser torpe e inseguro que temblaba de miedo mientras el sudor lo empapaba de un modo increíble, como nunca lo había visto con anterioridad en una persona. Monseñor Scarelli y el capitán Olaza, lo mismo que los otros tres guardias suizos supervivientes, relegados a un segundo plano, iban detrás como la sombra que, inmisericorde, anuncia la parca.
La penumbra tan solo era penetrada por la luz ocasional de las linternas, creando una atmósfera de misterio que llenaba de temor nuestros corazones, encogiéndolos sin remedio; sobre todo tras ver morir a los dos hombres de Olaza de aquella espantosa manera. Los férreos cuchillos habían estado esperando pacientemente durante cientos de años, quizás miles, para cumplir con su macabro cometido.
Para cazar a dos hombres.
Para robarles la vida en cuestión de unos dramáticos segundos.
—Más adelante, las barras acabarán pero habrá otras pruebas… —anunció el anticuario con voz lúgubre pero firme—. Estamos violando la santidad del recinto… —Scarelli rezumaba sarcasmo en su penetrante mirada al escuchar esa expresión religiosa—. Por eso la diosa nos atacará de diversas formas —añadió, convencido de cuanto decía.
—Vamos, Klug… ¿No te lo estás tomando demasiado en serio? Sólo son trampas hechas por el ingenio humano, con el fin de impedir que penetremos en su secreto mundo —expliqué escéptico.
—¿Demasiado en serio dices? ¿Y tú qué sabes de todo esto, del inframundo egipcio? —me preguntó, a media voz pero enojado. Después sacudió la cabeza—. Esto sólo es el principio, para que te vayas enterando. —Incómodo, me encogí de hombros—. Y sí, todo esto son trampas creadas por los sacerdotes de Isis; pero lo peor vendrá cuando el ataque sea proveniente de la diosa. —Soltó un gruñido—. Ya lo verás… —apostilló cortante.
Isengard hablaba como poseído por una emoción tan intensa como profunda. Sin embargo, su voz sonaba segura; parecía dotada de un poder especial que me hacía dudar.
—Sabe algo. Es algo que no ha dicho hasta ahora… Y temo más saber qué es que ignorarlo —me susurró al oído la rusa, bañando mi oreja con su tibio aliento.
Algo vibró dentro de mí ante su proximidad. Estaba virtualmente pegada a mi brazo izquierdo. Su enloquecedor pecho derecho se aplastaba contra él. En aquel momento lamenté no estar a solas con ella en la habitación 917 de uno de los más lujosos hoteles de El Cairo, por ejemplo, el nuestro, el Ankisira. Allí me quedaría sin aliento nada más contemplar su espléndida desnudez. Después mis manos podrían acariciar con lascivia sus caderas y senos. Ella dejaría escapar entonces un tenue suspiro de placer…
—¿Has oído lo que te acabo de decir? ¡Alex! —exclamó Krastiva, enfadada.
—Sí, claro que sí. Me doy cuenta de todo —le respondí ensimismado en mi repentina ilusión erótica, pero lo hice mal, sin controlar que hablaba demasiado alto.
—¿Qué pasa ahí delante? —inquirió Scarelli, impaciente, que se arrastraba penosamente tras ella.
—Hay que parar. Se han acabado las barras —anunció Klug. Lo hizo circunspecto, sin levantar la voz.
—¡Alto! ¡Alto! —Alcé las manos hacia el techo del túnel—. Es cierto. Se terminaron las barras.
Lo que teníamos ante los ojos era sencillamente asombroso. Un espacio amplio, iluminado por numerosos pebeteros y antorchas de forma circular, a modo de vestíbulo, se abría ante nosotros.
—¿Qué hacemos? ¿Saltamos? Puede ser otra trampa —pregunté dubitativo.
—No se repetirán las trampas. Créeme —comentó Klug con tono agrio—. Pero podría abrirse el suelo y tragarnos.
—¡Ah! Bonita perspectiva tenemos —ironicé, dejando escapar un silbido a continuación.
Isengard, cada vez más puesto en funciones de insólito guía turístico y pseudorreligioso, aclaró la situación que debíamos afrontar.
—Nos hallamos en una sala de aceptación. Para poder continuar, hemos de cumplir los requisitos de un sacerdote de Isis.
—Y eso… —alegué, tratando de razonar con él—. ¿Cómo se hace?
Una arruga de preocupación surcaba el entrecejo del sorprendente austríaco.
—No sé… Yo era… —farfulló, dejando inconclusas ambas frases—. Bueno, que no sé… Miraré lo que indican los signos.
Había estado a punto de decir algo, de confesar su auténtica identidad; estaba seguro de ello. Pero en el último momento se había dado cuenta, cortando cualquier confidencia. Después, meditabundo, se sentó en las dos últimas barras, con sus gruesas piernas colgando. Tras una pausa, miró de derecha a izquierda, como quien lee un libro nuevo cuyo idioma conoce muy bien.
Resopló y, ceñudo, comentó abiertamente:
—Esto va a ser realmente difícil. —Suspiró hondo—. No pasaremos muchos…
—¿Quieres decir que no cabemos? —preguntó Krastiva, nerviosa ante semejante perspectiva.
—No, no es eso. Me refiero a que sólo pueden entrar seis personas y quedamos ocho… Ni una más podrá pasar —afirmó con voz displicente.
—Eso ya lo veremos —señaló el cardenal en tono apremiante. En un abrir y cerrar de ojos esgrimió una pistola automática fabricada en Italia, acción que imitó enseguida el capitán Olaza—. Por los clavos de Cristo, si hemos llegado hasta aquí todos los que quedamos con vida, seguiremos juntos pase lo que pase.
—No sea estúpido, Scarelli —le respondió agresivo el anticuario—. Hay seis losas, con una especie de ascensores, y ni siquiera estoy seguro de que funcionen correctamente tras tantos siglos de abandono.
El cardenal alzó una ceja inquisitoriamente. Se lo estaba pensando. Tras un incómodo silencio, comentó con voz queda:
—Entonces bajamos seis, y después los otros que se queden aquí, esperando…
—No sea iluso —dijo Isengard con desdén—. Los que se queden no podrán subir volviendo sobre sus pasos. Además, es posible que las paredes de los conductos por los que intenten deslizarse se ericen de hojas metálicas como las que han matado a dos de sus hombres.
Hubo un silencio de cementerio tras escuchar al anticuario. El miedo se apoderó de los guardias suizos, que se miraron entre sí, temerosos de quedarse a solas allí y tener que retroceder para afrontar nuevos y letales peligros.
A pesar de las dos pistolas, Klug siguió tomando la iniciativa.
—Bajemos. No hay peligro. —El anticuario de Viena se dejó caer desde el metro y medio que distaba del suelo.
—Tenga cuidado, señor Isengard —replicó Scarelli, en actitud no muy amistosa—. No es tan valioso como para no prescindir de usted si hace algún movimiento extraño. —Le amenazó con tono áspero.
El aludido obvió el aviso apretando los labios. Tras vacilar sólo un momento, nos indicó a todos:
—Vengan, sitúense tras de mí y vayan pasando adelante cuando yo se lo indique.
Todos obedecimos sin rechistar, conscientes como éramos de estar nuestras vidas en sus manos, por mucho que se esforzara en demostrar lo contrario el astuto cardenal. Así, Klug impartió las instrucciones que consideró oportunas.
—Craxell, sitúate sobre la losa que tiene pintada sobre ella al dios Amset. —La señaló estirando el brazo derecho—. Krastiva, tú lo haces sobre el dios Hapi. Bien, usted, Scarelli, va sobre Duamutef, y usted, Olaza, sobre Kebehsenuf. Y faltan dos. Dígame… —Miró fijamente al capitán de los guardias suizos—. ¿Quiénes serán los elegidos? —preguntó con mordaz satisfacción.
—¡Roytrand, acércate! —rugió Olaza. Era un hombre de granito.
—Bien, usted sitúese sobre Horas. —Le indicó quién era—. ¿Y el otro? —inquirió el grueso ciudadano de Austria—. ¿Quién será el último, capitán? —Comprendí que quería atormentarlo con la duda.
Se veía que estaba disfrutando con la situación.
—¡Delan! —exclamó Olaza, lacónico.
—Usted va sobre Osiris, muchacho —comentó Klug en plan paternalista.
Sobre el suelo aparecieron los cuatro hijos de Horus con su representación típica. Allí vimos el hombre, el mono, el chacal y el halcón, así como su padre, en el centro, y en el punto opuesto al círculo, Osiris, padre de Horus.
El cardenal torció el gesto.
—¿No dijo que sólo podían ir seis? ¿Y usted qué hará? —preguntó extrañado.
—Cuando hayan bajado, todo volverá arriba, entonces solo podrá bajar uno y se quedará abajo la losa —observó Isengard mientras arrugaba la nariz.
El guardia helvético que no había sido seleccionado por su jefe se removía indeciso y nervioso.
Cuando todos estuvimos en nuestros puestos, Isengard giró la cabeza de Osiris, y apartó el pie con rapidez. Un leve movimiento y el rascar de piedra contra piedra, anunció que algo sucedía allí abajo.
Como prodigiosos ascensores precisos, las losas circulares sobre las que nos encontrábamos de pie descendieron con suavidad, sumergiéndonos en las entrañas del inaudito inframundo egipcio. Mi corazón latía acelerado a medida que la losa que me había sido asignada bajaba y bajaba, sin que pareciese haber un fondo firme.
Pero lo había.
La losa que representaba al dios Amset tocó suelo con un chasquido. Seguidamente vi ante mí una piedra que debía pesar por lo menos una tonelada, y que se alzó permitiéndome el paso sin ninguna dificultad. No lo dudé ni un instante. Bajé del «ascensor» y atravesé el velo de densa oscuridad que se ofrecía ante mí.
La pesada losa se cerró a mis espaldas, pues sentí cómo ascendía de nuevo. Con mano temblorosa saqué de mi bolsa la linterna y vi alrededor a los otros cinco expedicionarios en aquel fantástico mundo subterráneo.
Me alegré de no estar solo, sobre todo al contemplar a la rusa. Ellos me miraron y suspiraron aliviados. Oímos un ruido más fuerte y de nuevo una puerta pétrea se abrió tras nosotros para dar paso a Klug y al guardia suizo que debía quedarse solo.
—Este imbécil se abalanzó sobre mí en el último momento. Casi logra que nos matemos los dos —se quejó el anticuario, fulminando a continuación con la mirada al inesperado «polizón» de las profundidades.
Era Jean Pierre. Decidido a jugársela antes que esperar allí una eternidad, había esperado a que Klug comenzase a descender para dejarse caer de un salto sobre él. Se produjo entonces un forcejeo y Klug temió que se parase el transportador con aquel joven pegado a él como una garrapata; pero no sucedió nada anormal a pesar del exceso de peso registrado.
Las caras de Scarelli y Olaza se iluminaron por la sorpresa. Era evidente que aquello no había entrado jamás en sus cálculos.
—Vamos a lo práctico, al grano. Ya hablaremos tú y yo, Jean Pierre… —Olaza lo miró con extraordinaria dureza—. Y ahora… ¿qué? ¿Por dónde vamos, señor Isengard? —preguntó, siempre apremiante.
—No se impaciente, capitán, que esto no es precisamente la Ciudad del Vaticano. ¿O es que tiene una cita que no puede postergar? —añadió irónico—. Esto es un mundo más antiguo y muchísimo más complejo de lo que pueda imaginar siquiera. Por eso mismo hay que ir con mucho tiento, despacio, sin prisas —explicó mirando alrededor. Nos enseñaba a todos su aire de fatua suficiencia.
Enfoqué mi linterna hacia la oscuridad y las formas pétreas que, estáticas, se fueron recortando al ser heridas por la luz, mostrando sus formas tiesas y brillantes. Distinguí una trinidad egipcia conformada por Osiris en el centro, flanqueado por Isis a su diestra y Horus a su siniestra, trabajada en granito rojo. Instantes después quedó a la vista, toda ella bañada por las luces de las ocho linternas.
Aquello era una auténtica maravilla. Deformación profesional de uno, me puse a calcular cuánto valdrían esas figuras en una subasta de Christie's con la sala llena de caprichosos millonarios o sus intermediarios.
—¡Son extraordinarias! —exclamé fascinado por su exquisita perfección en los detalles—. Deben medir, por lo menos, unos cuatro metros y medio…
Al margen del arte puro y con un sentido más práctico de las cosas quizás, intervino uno de los guardias suizos.
—No consigo ver dónde están las paredes… Mmm, me imagino que esto tendrá una salida… Pero ahora sólo detecto el muro a nuestras espaldas y la estatuas; pero… ¿dónde…? —Se extrañó Delan.
—Esta es una antesala. Su tamaño puede ser enorme —aseguró Klug con voz queda—. Podemos movernos ahora con entera libertad porque aquí no hay trampas. Simplemente no podremos avanzar hasta cumplimentar lo que la trinidad exige.
—¿Y qué es? —preguntó Scarelli—. ¿Nos lo puede explicar, señor Isengard, y sin tanto misterio? —prosiguió, furibundo—. Aquí no veo jeroglíficos, ni escritura alguna. —Después rodeó las esculturas que iba alumbrando con su linterna, recorriéndolas con el haz de luz de arriba abajo.
El vienés se encogió de hombros.
—Por fuerza que ha de haber alguna indicación —contestó como si en realidad hablara consigo mismo—. Tenemos que saber buscarla…
Decidido a ser más protagonista, me situé enfrente de las tres imágenes y les miré a la cara, como si de personas vivas se tratara. Entonces observé con todo detenimiento la sonrisa de Osiris. Me pareció un tanto exagerada, como si se riese de nuestra supina ignorancia. Parecía decir: «Es tan sencillo y no obstante, no lo veis todavía».
Desvié mi mirada al rostro de Isis, tan inexpresivo como idealizado. Sin embargo, algo no concordaba con su atuendo. Pero… ¿qué diablos era? Recorrí su esbelta figura palmo a palmo, aunque sin acertar a verlo; así que pasé sin más a escrutar la faz de Horas. En éste resultaba de lo más chocante el escarabeo en su cuello de halcón. Estaba fuera de lugar. Volví a mirar a Isis, y ahora vi otro escarabeo en el cinturón de su vestido. Tampoco lo había visto antes en ninguna de sus imágenes, así que busqué hasta encontrar un tercero en Osiris. En él era normal que lo hubiese; estaba sobre su corazón. Tracé mentalmente una línea que uniese los tres, pero la invisible prueba no resultó satisfactoria. Quizás si…, pero no, eso no podía ser.
A mi alrededor, como ratones enjaulados, los tres guardias suizos, con Olaza y Scarelli, se dispersaron en un tenaz intento de definir los límites del lugar en el que nos hallábamos.
Pronto desistieron. Entre sombras, vi reflejado en sus rostros la profunda frustración que sentían.
—Creo que sé cómo continuar —anuncié triunfante.
En pocos segundos tuve a todos los del Vaticano alrededor, igual que los alumnos aplicados que desean escuchar con atención las palabras de su experimentado maestro.
—Hay que extraer de cada estatua el escarabeo correspondiente. Luego veremos qué pasa.
—¿Está seguro de eso, señor Craxell? —preguntó respetuosamente Olaza, algo inusual en él hasta entonces cuando me dirigía la palabra; incluso lo noté realmente inquieto por primera vez—. ¿Por qué cree que es esa la clave? —Ver para creer, el tipo duro había atemperado la voz, dejando el tono autoritario.
—¿Qué quiere que le diga ahora? —respondí yo perdido—. Es lo único que tenemos a mano para salir de aquí.
Abarqué las tres figuras con los brazos extendidos en un ángulo aproximado de ciento veinte grados.
—Por pura lógica, capitán. Los escarabeos son lo único que desentona en las estatuas… Tiene que ser eso —insistí tozudo—. Además, lo haremos de manera simultánea.
Siguiendo mis indicaciones, el oficial de la Guardia Suiza pasó la linterna por los escarabeos. El cardenal repitió la operación y asintió en silencio, antes de dar las instrucciones que eran de rigor:
—Usted, Rotyrand, ayude al señor Craxell a llegar hasta el escarabeo de Osiris. Olaza me ayudará a mi a llegar al de Isis —dijo con voz fuerte y sonora—. La señorita Iganov extraerá el escarabeo de Horus bajo la atenta mirada de Delan y con su colaboración.
Los cinco hombres y la rusa nos aprestamos al trabajo para sacar de sus encajaduras los tres escarabeos. Cuando Scarelli y Krastiva estuvieron a la altura conveniente, abarcaron con una mano el escarabeo de piedra y me miraron esperando órdenes. Yo, que había sido el primero en dar ejemplo, levanté la cabeza en señal de máxima concentración.
En aquel extraño lugar, situados a tantos metros de profundidad, pudo sentirse una gélida tensión.
—Bien, ha llegado el momento cumbre —les advertí—. Cuando yo diga ahora, tiraremos hacia afuera… ¿De acuerdo? Así que todos atentos a mi voz de mando…
Los otros dos asintieron mostrando la gravedad de sus rostros.
Roytrand, Olaza y Delan sostenían las linternas desde abajo. Estas «miraban» a unos escarabeos que parecían formar parte de la estructura de las imágenes. Mientras tanto, Isengard y el «osado» Jean Pierre, sin nada que hacer en esos momentos, eran como auténticos convidados de piedra.
—¡Ahora! —grité dispuesto a todo.
Krastiva, Scarelli y yo tiramos con fuerza, y los escarabeos se desprendieron sin dificultad, dejando un negro agujero donde habían estado antes. Nada pareció cambiar, pero pasados unos instantes las estatuas emitieron por fin un característico sonido de piedra al deslizarse sobre otra piedra, y de esta forma comenzaron a girar.
Ante nuestros asombrados ojos, el suelo se dividió en dos grandes placas de piedra que se separaron con lentitud, a la vez que el conjunto escultórico comenzaba a hundirse. Bajo aquéllas, una luz anaranjada brillaba siniestramente, como si las llamas del averno le esperasen a uno para atraparlo con su mortal abrazo.
Delan saltó hacia adelante y se quedó con la espalda pegada a las piernas de Osiris, junto a Rotyrand y a mí mismo. El improvisado montacargas se paró justo a mitad de camino, ante una rampa de suave pendiente que descendía hasta internarse en un túnel de boca negra, amenazante y tétrica.
—No hay otra opción a la vista. Por fuerza hemos de bajar por aquí. —Señalé la rampa con el índice derecho bien estirado.
Cautelosos como letales cobras negras en su aproximación a una presunta víctima, fuimos abandonando en fila de a uno la protección de los dioses «paganos» para avanzar luego por la pendiente. Una extraña niebla, espesa y blanquecina, como de película de terror de bajo presupuesto, flotaba en torno a nosotros, impidiéndonos ver nada que no fuese la rampa o la misma boca del túnel.
Observando los tensos rostros de mis acompañantes, intenté tranquilizarlos con una explicación coherente.
—Estamos a muchos metros bajo tierra, y por eso es posible que haya agua en evaporación —expliqué tranquilamente—. Ella causaría ese incordio de niebla, que no es sino el vapor de la condensación.
Por fortuna, la rampa era una ancha línea que atravesaba la espesa nube de vapor. De otra forma, hubiéramos podido caer con facilidad a un insoldable vacío. Así las cosas, de nuevo intentamos penetrar con los haces de nuestras linternas la entrada del túnel para introducirnos en él con mayor seguridad.
Me sorprendía sobremanera que bajo el árido desierto del Sahara hubiera espacios tan inmensos, abovedados de tal forma por la naturaleza que el formidable techo no se veía desde abajo.
Como con tanto esfuerzo físico y la tensión generada por aquel asombroso lugar comenzábamos a sentirnos cansados, monseñor Scarelli le indicó Olaza que era mejor hacer un alto, comer algo de lo que llevábamos y dormir unas horas por turnos. El camino iba a ser muy largo y difícil, por lo que necesitaríamos de toda nuestra capacidad mental, de todos los reflejos, para superar las pruebas que con seguridad aún nos esperaban…
Lo mismo que en un gran tablero de la oca, íbamos pasando de una casilla a otra; no sin arriesgarnos a no volver a empezar, sino a morir como los dos guardias suizos que ahora yacían, en medio de impresionantes charcos de sangre, sobre el frío suelo de piedra arenisca del primer túnel. Jamás olvidaríamos esa tragedia si lográbamos salir indemnes de aquella extraordinaria aventura.
En esta ocasión, las paredes de roca viva no presentaban pinturas, ni escritura que nos guiara; tan solo nuestra percepción personal nos iba a ayudar. Klug, que no demostraba ningún tipo de miedo, avanzaba ahora como líder natural del grupo, siempre en cabeza.
Percibí el detalle de que se movía como pez en el agua. Era como si todo aquello que descubríamos fuese su casa, a la que retornaba tras mucho tiempo. ¿Qué otra sorpresa nos tenía preparada?
Es más, al mirarlo con más atención noté que su pesada humanidad había disminuido. Su silueta, antes oronda, se perfilaba ahora más alargada. El ejercicio y la tensión habían «desinflado» un tanto a nuestro buda particular. El suelo, terroso y seco, impregnaba con su polvo nuestras botas. Caminábamos muy atentos por el centro del nuevo túnel, evitando las afiladas aristas de las paredes.
Al cabo de exactamente hora y media de caminata, llegamos a un espacio amplio, con abundantes piedras que separaban la salida de nuestro túnel de una altísima pared que se perdía en las alturas y que estaba agujereada como una esponja de mar. Semejaba haber sido horadada por un sinfín de hormigas que se hubieran instalado en sus paredes.