Capítulo 30

El dios león

La muy arrugada cara de Amanikende se iluminó con la alegría del que ha triunfado tras largos años de trabajo. Levantó ceremoniosamente la cabeza, apoyó sus huesudas manos sobre los brazos del pequeño trono que ocupaba y se enderezó con dificultad, concentrándose en el rostro del joven gran sumo sacerdote que tenía delante.

—Has devuelto la vida de Axum. Pide lo que desees, y te lo proporcionaré con gusto.

Nebej alzó la vista sorprendido.

—No, mi reina, no abusaré de mi posición, ni tampoco de mi rango. Tan solo he cumplido con mi deber de sacerdote que se encargará de mantener viva la eterna llama de Amón-Ra. Pagaré cuanto adquiera para mi señor, el faraón Kemoh.

—¿Qué es lo que tu amo necesita de mí y de mi pueblo, hijo de Amón?

—Necesitamos tres centenares de caballos, y también otros tantos dromedarios para transportar el utillaje y al pueblo de Egipto hasta Meroe. —Descubrió su verdadera intención.

—Puedo facilitarte doscientos caballos y cien dromedarios —le corrigió ella—. No poseo más para entregarte… —confesó, turbada—. Lamento que así sea, pero… —Movió la cabeza bajándola apesadumbrada, sin concluir la frase.

—Será suficiente, señora —convino Nebej, encogiéndose de hombros—. Pon el precio y se te dará sin dilación ni objeciones.

—Oh, no, hijo de Amón, de ninguna manera. Tú has de decidir cuánto valen. Sería por mi parte ofensivo exigir nada de ti. Sólo te pido que tu pueblo nunca se vuelva contra el mío —musitó nostálgica—. Debemos coexistir en estos tiempos tan críticos… ¿Estás de acuerdo?

—Por su puesto que sí, señora. Entonces te daré seiscientas monedas de oro por los caballos y trescientas por los dromedarios. Añadiré también una docena de rubíes para el templo y sus gastos… ¿Es de tu entera satisfacción? —preguntó con anhelo.

Amanikende pensó que en verdad aquello que le ofrecía Nebej compensaba con creces no sólo el precio de los animales que vendía, sino que recompensaba a la vez su extraordinaria hospitalidad.

—Lo tendrás todo esta misma tarde —repuso la soberana con una sonrisa—. Además, añadiré un presente de mi parte y de mi pueblo para tu faraón Kemoh.

La candace Amanikende tosió para aclarar su voz, quebrada por el tiempo, al tiempo que sus ojos se tornaban vidriosos. Las atentas cuidadoras indicaron con las manos a Nebej, en un muy expresivo ademán, que la entrevista acababa de concluir. El esfuerzo había fatigado ostensiblemente a la anciana soberana, que veía cómo el número de sus días se reducía para iniciar su viaje por el inframundo, siempre bajo la protección de Ra.

La reina axumita se recostó contra el respaldo del trono que ocupaba y cerró los ojos, bien perfilados con kohl negro, intentando controlar su agitada respiración. Debía regular el pulso de aquel cuerpo raquítico, pero aún era poseedor de una mente privilegiada, realmente excepcional, que se resistía a dejar de existir. Sin embargo, en puntuales ocasiones, dos o tres veces antes de cada puesta de sol, hablaba distraída y se comportaba de una manera extraña.

Una de las solícitas muchachas, con un paño de lino humedecido en relajante perfume, le dio suaves toques en la frente y las mejillas para refrescarla. Fue entonces cuando un halo de aroma se espació por el aire, invadiendo los pulmones de Nebej. Este se dejó embriagar con su olor a reina antigua, a señora de un mundo llamado ayer…

Ensimismado como estaba, tardó unos instantes en captar que la otra acompañante le indicaba con la mano que se marchara. Se inclinó levemente y se retiró de espaldas, aún cuando la Candace no veía su gesto de cortesía.

Con paso ligero cruzó el gran jardín, saliendo afuera, al ruido de la ciudad. En aquella especie de plaza que se abría ante el palacio-templo, un nutrido grupo de tiendas de campaña se agrupaban en un círculo perfecto. Eran de los hombres de armas que le confiara Kemoh para escoltarle en su misión. Hieráticos guerreros, provistos de largos escudos triangulares y lanzas, se repartían entre ellos haciendo sus turnos de guardia, como era pertinente en la rígida disciplina militar.

Una vez más, el sol ascendía implacable en su carrera celeste, derramando sus favores regeneradores sobre Axum, el último de sus hijos. Un manto azul turquesa, como pintado por la mano de un niño con un color primario, vivo y sencillo, cubría ya la sabana sobre la que se alzaba la última ciudad meroíta.

Nebej se mezcló con sus hombres y les dio instrucciones precisas, confortando con ellas sus almas, heridas por el cruel desierto sahariano. Se interesó por sus rozaduras, por su ánimo y les arengó como lo haría un amigo.

De palacio salieron varios hombres que marcharon en distintas direcciones. Hasta tres lo hicieron a caballo. El gran sacerdote de Amón-Ra supuso enseguida que iban en busca de lo que él le había solicitado, a modo de ruego, a la candace Amanikende.

Respiró hondo y se sintió profundamente aliviado. No parecía, en modo alguno, que la soberana y su pueblo fueran a presentar objeciones a su anhelo por instalarse en las abandonadas ciudades de Meroe y Napata; incluso creyó que sería una buena aliada, que les proporcionaría mayor seguridad si cabe. La poderosa Roma de Constantinopla, con el megalómano Justiniano al frente, no andaría lejos de allí, con sus legionarios siempre sedientos de riquezas y sangre. Dos pueblos juntos podrían oponérseles mejor que uno solo.

Algunas cabezas asomaban por las pequeñas ventanas de las casas aledañas, curiosas, deseosas de conocer más de los misteriosos visitantes llegados de Egipto, el fabuloso país de las más impresionantes pirámides. Muchos habían visto en Nebej y sus soldados el regreso de un faraón de su misma tumba para reclamar el trono conjunto de Meroe y de Egipto. Había quien creía que era el mismísimo Tanutamón, el último monarca etíope que gobernó Egipto y Etiopía como miembro final de la XXV dinastía, la de los faraones negros.

Antes de morir, el hijo de Taharqá había prometido retornar con su ejército cuando la extinción amenazara al legendario imperio de las dos tierras. La leyenda había pervivido durante tantas miles y miles de lunas nuevas que casi se le consideraba historia, a base de repetirla, incansable, generación tras generación.

El porte altivo y solemne de Nebej, su túnica blanca impoluta, ceñida por el ancho cinturón de oro, y sobre todo su mirada penetrante, igual que una refulgente espada, habían infundido en los corazones de los habitantes de Axum una mezcla de esperanza, orgullo y temor que les emborrachaba, ansiando servirle.

Los jóvenes y los niños, siempre más atrevidos que sus mayores, se habían acercado a la plaza donde se ubicaba el campamento egipcio para investigar y ver si sus preguntas eran satisfechas. Habían «sobornado» a los militares del faraón no coronado con dulces, frutas y vino, como mejor forma de soltar sus lenguas.

Los soldados más propensos a los relatos épicos les refirieron su salida desde el país del Nilo; cómo después, en el mar, amparados por las alas de Isis, Jonsu había luchado junto a Amón para elevarlos sobre los infames sábeos, cuya codicia los había empujado a atacar al hijo de Ra y al hijo de Amón. También detallaron a los axumitas la forma en que, entre rayos, truenos y olas gigantescas, habían conseguido derrotar a los navíos del Reino de Saba, que huyeron a pesar de ser diez veces superiores en número.

Los ojos desorbitados de los niños y los constantes «¡oh!» de los adolescentes evidenciaban la profunda fascinación que en ellos producían tan fantásticas historias guerreras. Uno de los soldados egipcios, más hábil con la palabra que el resto, les relató, igual que un histrión en la comedia clásica griega, la forma en que se adentraron en una colosal caverna, cuyas paredes irradiaban luz, para hallar un templo de Amón, olvidado en el tiempo. Allí se esperaba a su hijo predilecto, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra, para recobrar su perdido esplendor.

Aquel fabuloso relato, que lo mismo encandilaba a niños que a adolescentes, seguía con el viaje terrestre donde, tras caminar bajo el castigador fuego de Ra, habían divisado al fin Axum. El faraón Kemoh, un temible guerrero, iba a ser coronado señor del Alto y del Bajo Egipto. El esperaba el regreso de su avanzadilla armada para instalarse definitivamente en Meroe, y entonces resucitarían los más poderosos y fieles guerreros de Tanutamón.

La expectación iba in crescendo en el corazón de la ciudad donde reinaba la candace Amanikende. Ningún axumita tenía prisa por acabar la reunión mientras el día avanzaba hacia su inexorable fin.

Las llamas desgarraban, ya en jirones, las tinieblas de la noche, creando sombras y siluetas fantásticas al mover manos y brazos el incansable soldado egipcio que hacía de presunto cronista histórico. Tenía cautivados a cientos de niños y jóvenes axumitas que, presos de su poderoso verbo, de aquella voz grave y muy bien timbrada, permanecían tan atónitos como si fueran zombis hipnotizados por su poder.

Así fueron transcurriendo las últimas horas de aquella singular vigilia, confundiéndose con los colores anaranjados del alba que anunciaba el regreso de Ra y el de Nebej. Ahora, la fama del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y de sus guerreros, «venidos de más allá de este mundo», se había hecho tan real que nadie de entre los axumitas dudaba de su poder; incluso acaba de entrar en la leyenda para posteriores generaciones.

El campamento egipcio fue desmontado con suma meticulosidad. Los soldados formaron en ordenados cuadros, como hicieron para llegar ante las murallas de Axum, y esperaron las órdenes de sus superiores con total estoicidad.

El gigantesco jefe de la guardia palaciega de la Candace llegó seguido de un numeroso contingente montado a caballo, el cual desmontó en perfecto orden y en silencio, para ceder a los hombres de armas de Nebej sus monturas. Allí estaban los doscientos caballos y cien dromedarios prometidos, todos perfectamente ensillados y listos para partir en cuanto lo ordenase el hijo de Amón.

—¡Soldados del Peraál! —gritó Nebej con el corazón henchido de orgullo—. ¡Tomad posesión de vuestras monturas en nombre de Kemoh y de Amón y de Ra! —añadió alzando más su voz, y ahora también sus brazos.

El repiqueteo de las armas y los arneses llenó el aire de un inconfundible sonido castrense. Una poderosa unidad montada del resucitado Ejército egipcio quedó definitivamente conformada. Nebej hizo un elocuente gesto afirmativo con la cabeza y entonces cuatro hombres portando un arca de madera, el precio por la adquisición de los animales, se adelantaron depositándolo ante el mando militar del palacio de la soberana.

—Esto es lo convenido con tu Candace. —Con el brazo extendido señaló la artística caja.

Los cuatro hombres abrieron la tapa y el resplandor de mil monedas de oro, entremezcladas con una docena de grandes rubíes, cegó la visión del poderoso guerrero negro al ser heridas por los rayos del sol. Sus codiciosos ojos brillaban como fuego incandescente en el interior de su formidable prisión de ébano.

Nebej hizo una importante aclaración.

—He añadido cien monedas de oro de más para los hombres de la Candace, en agradecimiento a su protección, y seis rubíes más como regalo para vuestra soberana. Espero que con su fuego sin igual iluminen su hermosa faz.

—En representación de mi candace Amanikende, te agradezco, hijo de Amón, tu gracia y te entrego, en su nombre, un regalo para tu Peraá Kemoh.

El hercúleo guerrero miró hacia atrás y dos de sus hombres se abrieron paso hasta el gran sumo sacerdote de Amón-Ra. Llevaban de los brazos a dos dromedarios que avanzaron con su típico balanceo. Cada uno de los animales tenía en sus costados, en sendos haces, dieciocho colmillos de elefante.

—Éste es el tesoro que más abunda en Axum —aclaró con una abierta sonrisa que enseñó una dentadura perfecta—. Es tuyo para adornar a tu rey, a su reina, a sus hijos y a tu reino, mi señor. —Se inclinó ceremonioso desde su colosal estatura, cruzando sus brazos sobre el pecho.

El gran sumo sacerdote de Amón-Ra se quedó mirándola boquiabierto. En modo alguno esperaba tan especial obsequio.

—Te doy las gracias, poderoso guerrero, en nombre de Kemoh, el hijo de Ra.

Los últimos dromedarios cambiaron de manos y dos egipcios, desde sus corceles, tomaron sus bridas para hacerse cargo de ellos.

Nebej metió el pie en un estribo y se alzó hasta quedar a horcajadas sobre su caballo, suntuosamente enjaezado, que relinchó suavemente, expulsando vapor por los ollares. El animal, que tenía un pelaje negro resplandeciente, se movió nervioso, relinchando y caracoleando. No reconocía a su nuevo jinete. Extrañaba su olor.

Lo acarició con mimo en el cuello, y luego le susurró unas palabras en la oreja que parecieron tranquilizarlo; al menos de momento.

Los egipcios sentían que esperaban algo, o más bien a alguien. Se lo decían los ojos del jefe de la guardia palaciega, que se volvían para atrás. No tardaron en obtener la respuesta. Por las puertas del palacio-templo acababa de aparecer la candace Amanikende ataviada como solo Nefertiti pudo hacerlo en su esplendoroso tiempo.

Un complicado tocado cubría la cabeza de la soberana de Axum, sobre la larga peluca negra que llegaba hasta sus hombros, voluminosa, magnífica. Dos plumas de oro se alzaban de la parte posterior de la corona de oro que la ceñía. Delgadas líneas oblicuas, hechas enteramente de turquesas y lapislázuli, y que se alternaban, le conferían un aire de realismo especial. Sobre su frente aparecía el disco solar de Ra, su protector, y saliendo de éste se encontraba la cabeza de la diosa buitre Nejbet. Un gran collar pectoral ostentaba sobre su pecho la cabeza de Apedemak, el dios león.

La túnica blanca de lino de la candace Amanikende, ceñida por un cinturón de seda azul celeste, revoloteaba a medida que sus porteadores —cuatro musculosos y hercúleos nubios— la llevaban en su palanquín. Iba cubierto éste por un baldaquín rectangular, de lino blanco y ribeteado en oro, sostenido por cuatro delgadas columnas de caoba bañadas en oro puro.

Los huesudos brazos de aquella marchita mujer, que más bien parecía de otra época muy lejana, descansaban sobre los reposabrazos de la silla palanquín. Allí ella, erguida, digna, orgullosa incluso, se esforzaba por dar una imagen de poder que estaba muy lejos de ser real, pero que infundía nuevos ánimos a su sufrido pueblo. Sobre su piel negra, como madera de ébano ajada, habían dejado un maquillaje preparado con polvo de oro.

Dicen las leyendas del Imperio de las Dos Tierras que la carne de los dioses es de oro bajo su piel, razón por la cual lodos los cuerpos de los faraones eran maquillados con polvo de oro para simularlo. Y la candace Amanakinde, como hija de Ka, era la diosa encarnada en Axum.

Cuando la gran señora de la ciudad estuvo a la altura de Nebej, abrió los ojos y le sonrió, aunque fue en una mueca patética. Sin embargo, ésta demostraba afecto y gratitud a su ilustre huésped y también a sus acompañantes.

—Espero que al faraón Kemoh le agrade mi regalo —pronunció con toda solemnidad, con patética lentitud, arrastrando las palabras—. También he preparado un presente para tu pueblo, hijo de Amón. Por eso te he hecho esperar… —Entrecerró los ojos y elevó su cabeza al cielo. Fue entonces cuando un numeroso grupo de jinetes apareció de pronto como surgido de la nada, igual que si hubiese estado esperando el momento de hacer su aparición en una gran escena teatral en la plaza principal de Axum—. Son cincuenta hermosas muchachas y cincuenta muchachos sanos, con buena salud, que serán ahora tus servidores. Nuestros pueblos morarán así juntos para la eternidad… —Su voz amenazaba con quebrarse de un momento a otro—. Tengo la seguridad de que no habrá violencia ni desprecio de uno para con otro, pues nuestra sangre será vuestra sangre, y la vuestra, la nuestra… —Finalmente la anciana suspiró y dijo—: Que sea para siempre.

Nebej esbozó una ancha sonrisa.

—En verdad que la sabiduría mana de tu boca, candace Amanikende. Acepto muy gustoso tu presente. Esos jóvenes serán parte del pueblo egipcio, en igualdad total —contestó él con naturalidad y añadió sin ningún tipo de recelo—: Nunca serán servidores ni esclavos, sino aliados, dignos representantes de tu pueblo. Por Amón que serán honrados como tales. Mi agradecimiento es infinito.

Un murmullo general de sorpresa y admiración por ambos circuló espontáneo ante la fachada principal del palacio-templo, invadiendo el aire de honda satisfacción. Además, una emotiva atmósfera de hermandad, entre los dos poderes del Antiguo Egipto, flotaba ahora como el aroma del loto en primavera a las orillas del Nilo.

Para celebrar el clima de extraordinaria unión entre dos pueblos, del palacio comenzaron a salir músicos y bailarinas que portaban en sus manos extraños y bellos instrumentos musicales que lanzaron sus alegres notas al aire.

Nebej se inclinó sobre la silla y tiró de las riendas para obligar a su caballo a girar ciento ochenta grados. De este modo, tras saludar con el brazo al pueblo, enfiló él primero la boca de las estrechas callejuelas que desembocaban en las altas murallas de Axum. Sus hombres hicieron otro tanto y la larga comitiva se puso lentamente en marcha.

Las calles de la ciudad, oscuras y sombrías, se «tragaron» a los jinetes y los animales, dejando el espacio ante el templo-palacio desolado, vacío de su presencia. La candace Amanikende, situada con los porteadores de su primoroso palanquín al lado de Nebej, continuó su desfile seguida de los músicos y bailarines, y también de su imponente guardia personal.

El gran sumo sacerdote de Amón-Ra y sus soldados traspasaron el dintel de la puerta principal, que se abría en la gran muralla, y se fueron alejando. La figura de la Candace, dorada como si fuese la mismísima Isis, se fue empequeñeciendo hasta quedar sólo en un punto luminoso de la lejanía.

Como no podía ser de otro modo, Nebej se sentía muy satisfecho con lo conseguido, que realmente superaba todas sus previsiones más optimistas. Llevaba consigo doscientos caballos, ciento dos dromedarios y a cien jinetes más aparte de los egipcios. Los cincuenta muchachos y la igual cifra de muchachas, que viajaban sobre otros tantos corceles, constituían un gran valor añadido, el sello de la soñada alianza con un pueblo que, a diferencia del sabeo, los había acogido con los brazos abiertos.

Los rostros negros de los jóvenes axumitas que se marchaban de su ciudad con los soldados de Kemoh brillaban bajo el sol. Eran los descendientes de los hijos de faraones, sacerdotes, militares y artesanos, de perdidas dinastías que habían sobrevivido a los tiempos y sus amargas vicisitudes.

Los varones estaban ataviados con el uniforme de los hombres de armas de Axum. Formaban de hecho un escuadrón de lanceros, e iban protegidos por escudos redondos que brillaban como joyas a la intensa luz solar del mediodía. Las muchachas, que vestían vistosas túnicas de colores, semejaban ser las más bellas flores del jardín de la Candace.

Entre ambos grupos de jóvenes axumitas, una veintena de carros —cuya forma recordaba a las antiguas pirámides, con sus cúspides cortadas— avanzaban aplastando las hierbas de la sabana bajo sus pesadas ruedas, dejando una huella indeleble que permitía seguirlos sin dificultad. Cargados de especias, carne, frutas, hortalizas y grandes tinajas de agua y de vino, suponían la energía revitalizadora de su pueblo, un resto que se negaba a dejar de existir.

La sangre de viejas dinastías corría por las venas de aquellos axumitas representantes de la antigua Meroe. Sonrisas de satisfacción, ante la perspectiva de emprender una excitante aventura, se desplegaban en sus juveniles rostros con cuerpos de adultos, bien proporcionados en su desarrollo. Sus mentes creaban ya la imagen idealizada de un gran Peraá, señor de las Dos Coronas, guerrero invencible, capaz de conquistar el mundo conocido para entregarlo a su pueblo, del que ellos ahora formaban parte por derecho propio. Así presentaba la tradición oral a los faraones que habían hecho Historia con mayúsculas.

Las lanzas de los jóvenes de Axum brillaban al ser heridas por los implacables rayos del sol, que se pegaban a sus cuerpos hasta recalentarlos como una segunda piel. Los musculosos brazos de estos guerreros de la sabana lo soportaban todo con estoicismo. Sus recias figuras parecían de ébano aceitado mientras aferraban las astas de sus armas. Iban erguidos en sus sillas, orgullosos de servir al gran Peraá.

Las muchachas axumitas, hermosas y alegres, cabalgaban por contra con la esperanza de hallar a un gran guerrero que las cubriera de adornos de oro, turquesas y lapislázuli. Sabrían corresponder en el lecho, siendo ardientes como ascuas. Soñaban despiertas con alguien que las hiciese reinas de un gran palacio de mármoles blancos y columnas de mil colores, todas con capiteles de flores de loto.