Trampa mortal
Tras varias horas de arduo trabajo, los guardias suizos del capitán Olaza se apoyaron sobre las asas de sus palas y se secaron el sudor que corría por sus desnudos torsos, así como por sus rostros. A pesar de los relevos mantenidos cada media hora, éstos evidenciaban ya la fatiga sufrida bajo aquel tórrido sol del desierto.
—Nada, monseñor, nada. O nos han engañado, o hay un error de localización —señaló el oficial mientras se acercaba al cardenal con sus facciones desencajadas y el pelo chorreando sobre su frente. Había ayudado, como uno más, en ahondar aquellos cinco agujeros que ahora se mostraban inservibles, inútiles, y que el viento se encargaría de hacer desaparecer en cuestión de horas.
—Pero éste es el punto señalado por el ordenador, por el satélite… ¿Está seguro de que es así? —le respondió preocupado el enjuto cardenal, haciendo de paso gestos histriónicos.
El capitán de la Guardia Suiza se encogió de hombros.
—El satélite señalaba este punto exacto, monseñor. No lo entiendo. De verdad que no lo puedo entender —insistió, desalentado. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de camuflaje—. Deberíamos estar ya dentro —susurró. Después bajó la cabeza, avergonzado como estaba por el fracaso sufrido.
—¡Deberíamos! ¡Deberíamos! —Scarelli giró sobre sí mismo, furioso, apretando los puños hasta que emblanquecieron sus nudillos—. Lo único cierto es que aún estamos como al principio. La muerte de la Iglesia depende de esto… ¿Comprende eso, capitán? —Se enfrentó al oficial con ojos desorbitados, a unos escasos cinco centímetros de su cara sudada.
Olaza vaciló, y tuvo que respirar hondo para conservar la serenidad que el caso requería. Tragó saliva con mucha dificultad. Agotado, y sin embargo, aún con la mente muy abierta, ofreció la única alternativa posible.
—Hay que cambiar de sitio, monseñor. Debemos buscar alguna pista nueva. De nada nos ha servido hasta ahora la sofisticada tecnología de la que hemos dispuesto.
—No me diga… —contestó el cardenal exasperado—. ¿Es acaso usted arqueólogo? Si es así, adelante. —Abrió los brazos ante el castrense con teatral sarcasmo—. Yo no sé nada, absolutamente nada, de excavaciones… ¿Y usted, capitán? Dígame… ¿Sabe algo usted…? ¡Dígalo de una vez, hombre!
—Algo sé, eminencia. —Olaza le sorprendió con su respuesta—. Si me permite seguir… —El cardenal sonrió indulgente—. La empatía es imprescindible cuando se busca algo que otro, siglos antes, ocultó bien. ¿Puedo seguir con mi idea?
Scarelli afirmó con cierta vehemencia al bajar dos veces su cabeza.
—¡Roytrand, Jean Pierre, Delan! —El oficial llamó a tres de sus hombres gesticulando además con su mano derecha, para indicarles que se acercaran—. Cada uno de vosotros se encargará de explorar en una dirección, pero sin alejarse mucho, y sólo lo haréis si en el horizonte se vislumbra algún montículo, roca o duna sospechosa de albergar algo. ¡Vamos! ¡Ya! ¡Quiero rapidez!
Los tres hombres, obedientes, se introdujeron cada uno en un jeep y se pusieron en marcha con diligencia. Como los brazos de una estrella marina, partieron del punto en el que habían cavado infructuosamente. Lo hicieron a marcha lenta, escrutando en el horizonte cercano con sus potentes prismáticos.
Dos de los jeeps retornaron al punto de partida al poco, pero el tercero se fue alejando paulatinamente hasta que sólo fue un punto negro en la distancia. Entonces frenó, y el capitán Olaza pudo ver cómo Roytrand bajaba presuroso de su vehículo y se dirigía con paso firme hacia un amontonamiento de arena y piedras sueltas que se alzaban a unos dos metros del suelo, ante él.
Como un buitre paciente en busca de una presa codiciada, Roytrand rodeó los montículos de arena y piedras, y luego procedió a excavar enérgicamente con sus manos enguantadas entre ellas. Apartó primero la arena, la cual formaba una gruesa y protectora capa, y dejó al aire el montón de piedras que, colocadas unas sobre otras, capa tras capa, formaban una desmochada pirámide. Al secarse, el mortero debía de haberse disuelto con el tiempo y convertirse en polvo que, mezclado con la arena, desaparecía ahora. Un símbolo egipcio del tamaño de una mano apareció ante él. Sus ojos brillaron codiciosos al reconocer el que sin género de dudas era representativo por excelencia de la diosa Isis: ¡el Ank! Era igual que si con un hierro al rojo hubiese penetrado sobre la piedra, dejando impresa para siempre la milenaria marca. Con manos temblorosas y sus nervios a flor de piel, el guardia suizo liberó de arena y polvo un área mayor.
—¡Por fin! —exclamó, aliviado, sin poder contener su júbilo—. Aquí está la entrada, seguro. —Pletórico de moral, alzó sus brazos y los cruzó varias veces sobre su cabeza, para llamar la atención de sus compañeros.
Olaza, que con su acerada mirada parecía un ave de presa dispuesta a asaltar cualquier despojo, captó enseguida la señal de su eficaz subalterno desde la visión que le proporcionaban sus excelentes prismáticos de campaña.
—Roytrand nos hace señales. Creo que ha encontrado algo. ¡Vamos ya! No hay tiempo que perder. Vosotros. —Indicó a cuatro de sus hombres—, ocupaos de nuestros «invitados».
Una actividad inusitada y frenética se apoderó del campamento vaticano. Krastiva, Klug y yo fuimos introducidos en la parte posterior de uno de los vehículos todoterrenos, que ocupó la cabeza del convoy, en espera de que todo fuese desmontado y metido en los maleteros y vacas de los vehículos. La eficacia de aquella tropa era sorprendente, ya que en media hora sólo los cráteres indicaban el lugar en que antes había habido una sofisticada instalación provisional cuyo suelo había desaparecido debajo de unas alfombras recubiertas por doquier de cables.
La caravana de jeeps discurrió en línea recta avanzando sobre las rodadas del vehículo de Roytrand, quien esperaba pacientemente. Había inspeccionado cada piedra sin hallar hasta el momento ninguna otra cosa. El lugar se encontraba a casi tres kilómetros de donde habían cavado, razón por la cual apenas divisaban desde allí un ligero relieve. Era una referencia geográfica más, pero que en nada indicaba que pudiera ser el lugar de acceso que tan afanosamente buscaban.
Echando cubos de hielo sobre la euforia de sus hombres, que habían soltado tensiones con sus vítores por lo que suponían todo un hallazgo, el capitán Olaza habló mientras hacía un expresivo gesto con las manos señalando los cuatro puntos cardinales.
—No alteréis demasiado el estado de cosas. No quiero que nadie venga tras nosotros.
—¿Cree que nos siguen? —Se alarmó Scarelli.
—No, pero siempre me gusta ser previsor, monseñor. Nunca se sabe. —Con su habitual sangre fría, Olaza se acercó al lugar en el que la piedra grabada brillaba al ser herida por el sol, y la presionó con fuerza.
No se oyó nada. No parecía que cosa alguna hubiese cambiado. La piedra quedó hundida.
Fue Klug quien, sin decir nada, pegado a mí y a la rusa, giró la cabeza en otra dirección y lo vio. Era el foso cuadrangular, negro, profundo, oscuro como boca de chacal del desierto.
Con el codo, el anticuario me golpeó y al girar yo la cabeza, lo descubrí. Krastiva lo vio también, pero se mordió los labios.
Al volverse, el cardenal agrandó los ojos como platos. Se acercó al borde con paso deliberadamente lento y, ceñudo, miró hacia abajo. Un profundo suspiro de alivio se escapó de sus antes apretados labios.
Al darse cuenta, Olaza y sus hombres se agolparon en tropel alrededor del agujero. Este era un cuadrado de dos metros de lado. Presentaba bordes lisos, trabajados con esmero. Y en el fondo de él no se veía nada, absolutamente nada. Sólo negrura.
—Hay asideros —señaló Delan—. Se puede bajar, capitán.
—Entonces vamos ya. Hay que descender —ordenó Olaza—. En primer lugar, lo haré yo, después monseñor Scarelli y Roytrand tras él. Después irán ellos tres. —Nos señaló con su dura mirada—, y cerrando las filas, vosotros cuatro —asignó a otros hombres de su equipo.
—¿Cómo cerraremos esto? —preguntó Jean Pierre, dubitativo.
El oficial negó con la cabeza.
—No lo cerraremos —afirmó en tono neutro—. Es posible que necesitemos salir por donde entramos. No podemos arriesgarnos. Esto puede ser como una tumba…
El rostro de Delan se demudó.
Uno tras otro, los expedicionarios del Vaticano y nosotros fuimos bajando con sumo cuidado. Pisábamos tanteando en la oscuridad, hasta dar con el siguiente asidero. Aquello era un inquietante descenso a las entrañas de una tierra extraña que aún permanecía dormida, en un eterno letargo, desde hacía muchos siglos.
Sumergidos en la densa oscuridad, bajamos todos en hilera como una columna de disciplinadas hormigas, en perfecto orden jerárquico. El tiempo parecía perder su dimensión allá adentro, y el trozo de límpido cielo azul egipcio, que cada vez resultaba más lejano, nos hacía sentir que descendíamos al inframundo en el que ignorados demonios tenían fijada su morada.
Cuando al fin tocamos tierra, pisamos sobre una superficie de piedra alisada por el hombre. Y entonces vimos la luz que salía, como un increíble chorro ígneo, de una abertura cercana que resultó ser una amplia caverna. Habíamos bajado sin advertir su presencia. Tan fijos teníamos la mirada en el cielo, del que nos alejábamos lentamente, que bajamos al fondo del pozo ignorando la cueva; yo creo que más por temor que por otra cosa.
Cada uno extrajimos la linterna que llevábamos colgada del cinto. La enfocamos en dirección a la entrada del espacioso túnel del que provenía la amarillenta y tenue luz. Con paso lento, asegurándonos de dónde poníamos el pie que iba por delante, avanzamos cautelosos. Todos íbamos tensos, con la mirada atenta a la gran boca de piedra.
Un silencio, pesado y profundo, llenaba aquella especie de hall natural que precedía a la boca del túnel. Era agradable, cuando menos, que la absoluta oscuridad que nos había envuelto al descender quedase atrás, y una luz suave y confortadora ocupase su lugar.
Según fuimos penetrando, apagamos las linternas. Las paredes de piedra reverberaban una luz suficiente como para avanzar sin necesidad de llevarlas encendidas. Las paredes, también lisas como el suelo, estaban hechas de grandes bloques de piedra arenisca labrada. Y sobre ellos, vimos unas exquisitas pinturas de los antiguos dioses de Egipto, bajo las cuales había extensas y largas hileras verticales de signos jeroglíficos indicando encantamientos funerarios que hablaban del lugar al que nos dirigíamos.
Sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral.
Tuve la tétrica sensación de que abandonábamos el mundo de los vivos, para adentrarnos en el reino de la muerte, donde la serpiente Apofis extendía su dominio sin rival posible. Me pareció que los otros pasaban del significado de los dos signos grabados en la piedra de la boca del túnel. Allí estaba la serpiente Apofis sobre un hombre, a modo de aviso, y también vi el símbolo de Amón-Ra, un carnero con el disco solar entre sus enroscados cuernos, la bendición de Amón-Ra.
Eran los mismos signos que había tenido ocasión de ver grabados en la pieza que me entregase el difunto Lerön Wall en Londres. Había cumplido con mi misión, que no era otra que encontrar el inframundo de los antiguos egipcios. Para eso me habían pagado generosamente, y allí estaba yo, pero atrapado en compañía de un ambicioso cardenal sin escrúpulos y de sus secuaces uniformados.
La única novedad alentadora de aquella peligrosa aventura en Egipto era la presencia de la extraordinaria eslava que había entrado en mi vida profesional y tal vez personal…
Los signos se encontraban frente a nosotros. ¿Qué podía sucedemos? Por eso mismo no me hacía ninguna gracia penetrar en aquel lugar olvidado por largo tiempo. Íbamos a profanar su descanso eterno… Nunca se sabe qué se puede encontrar en un sitio así.
Era un túnel de unos tres metros de ancho por dos de alto y descendía en una suave pendiente. Sus paredes me parecieron recubiertas de una pintura, o mejor dicho, de una especie de barniz transparente que producía aquella asombrosa luz amarillenta, como de antorchas. Leí algunos signos. Asimismo, impresioné en mi atento cerebro algunas de las imágenes allí representadas. También procuré prestar la máxima atención a los símbolos que al menos me resultaban familiares.
Miré atrás, y comprobé que Krastiva y Klug venían a pocos pasos de mí. Ella se dejaba fascinar por el indudable encanto del lugar, ajena a todo lo que no fuera su subyugante belleza. Me pareció que él leía con fluidez aquel marasmo de signos y figuras que conservaban sus colores originales. Pensé en si incluso los colores indicaban algo a quien osaba internarse en aquel laberinto subterráneo bajo las ardientes arenas del Sahara.
Hubo un instante en que la mirada del orondo austríaco y la mía se encontraron. En sus ojos brillaba una luz especial que denotaba conocimiento y alegría a partes iguales. Él leía con suma facilidad, como en su propio idioma alemán, aquellos signos milenarios. ¿O acaso era su lengua? Además, estaba llamativamente tranquilo. Ya no sudaba, ni temblaba, como le sucedía por costumbre cuando tenía miedo, cuando sentía pavor. Daba la sensación de que se encontraba en su elemento, en su hogar…
El capitán Olaza sacó de un bolsillo de la pernera derecha de su pantalón una sofisticada brújula. No pareció satisfecho con lo que veía que le indicaba.
La removió en su mano.
Pero no se movió nada su delicada flecha de titanio. Parecía que se hubiera pegado, soldada al eje que la sostenía.
Ni una sola vibración.
Resopló contrariado. Después la guardó resignado, frunciendo mucho el ceño. Era evidente que le preocupaba algo.
—¿Qué sucede, capitán? —le preguntó Scarelli, que lo había percibido como yo—. ¿Algo va mal?
—No lo sé exactamente, eminencia. Es algo realmente inusual… —Ladeó la cabeza a ambos lados—. En este lugar no funcionan las brújulas. Además, un par de ellas, de mis hombres, están paralizadas. Y ahora también la mía. Lo acabo de comprobar, monseñor.
El aludido lo miró sin comprender.
—Quizás se hayan estropeado.
—Eso no es posible; a menos que una fuente magnética muy potente las mantenga fijas. —Miró las piedras areniscas que pisábamos—. Esa fuente magnética ha de estar por fuerza en el suelo, o tal vez en algún lugar de estas piedras labradas. Todo es muy extraño, monseñor.
—¿Qué podría ser una fuente de magnetismo?
—Lo ignoro, eminencia… ¿Qué quiere que le diga? —razonó preocupado—. No conozco nada capaz de anular nuestras sofisticadas brújulas. Esto es asombroso…
—Recuerde, capitán, que el satélite ya se equivocó al fijar el punto por donde acceder a este lugar tan sorprendente.
Los ordenadores tampoco observaron error alguno y, luego nos señalaron un punto equivocado.
El oficial de la guardia pretoriana papal asintió en silencio. Arrugó un poco la nariz y a continuación expuso su teoría en voz queda pero enérgica.
—Es posible que la misma fuente, al irradiar ese magnetismo tan fuerte, causase ese efecto —respondió, pero lo hizo un tanto dubitativo. Ni él mismo se creía lo que acababa de decir.
El cardenal sacudió la cabeza. Luego apretó los labios.
—Muy grande y potente debería ser para conseguirlo… ¿No lo cree así, capitán?
Incómodo, Olaza se encogió de hombros. Al final optó por no continuar la conversación antes de perderse en inútiles discusiones científicas. El era un militar eficiente y ahora se encontraba a las órdenes directas de monseñor Scarelli. Estaba plenamente convencido de que de nada le serviría hacerle partícipe de sus temores. Por otra parte, no iba a permitir que se pusiese en duda su profesionalidad, ni tampoco la de sus hombres. Pero lo cierto es que algo había allí que irradiaba una fuerza irresistible, y mucho me temía que más pronto que tarde íbamos todos a saber de qué se trataba…
Aprovechando hábilmente aquel parón mental, Krastiva, con suma cautela, se fue acercando hasta que logró situarse bien pegada a mí, tras mi costado izquierdo. Disimuladamente llamó mi atención.
—Klug dice que, antes de continuar, deberíamos prestar atención a las advertencias que hay escritas sobre las paredes y el techo. Dice que corremos un gran peligro si seguimos. —Me susurraba en la oreja, de manera que yo podía sentir su tibio aliento en mi cuello, además del muy insinuante roce de su busto.
—¿Qué cree que deberíamos hacer?
—Advertir a Scarelli… Dice que vamos a una trampa segura.
Miré alarmado a la bella eslava. Paré en seco.
—¿Qué…? —Nervioso, había elevado demasiado la voz.
—¿Qué pasa ahí detrás? —inquirió Olaza al mejor estilo de un sargento chusquero, siempre en funciones de perro de presa—. No os paréis.
Me armé de valor, y decidí hacer de portavoz de los «invitados».
—¡Debemos parar! —voceé autoritario—. ¡Corremos hacia una trampa, capitán! Hay que leer los jeroglíficos… ¡Ellos tienen las claves!
—¡Bah! —resopló el oficial con desdén—. Paparruchas supersticiosas. Han leído demasiadas novelas —observó mordaz.
Medité la respuesta que debía dar y contesté en voz alta:
—¡Yo no me arriesgo! —Mi exclamación empezaba a sentar las bases de una rebelión en toda regla.
Miré los rostros de los cinco guardias suizos restantes, que evidenciaban honda preocupación. Estaba claro que ellos tampoco deseaban morir allí abajo, en el averno mismo de los antiguos egipcios.
—De acuerdo. —Olaza miró alrededor pensativo. Acto seguido se acercó seguido del cardenal, que guardaba silencio al respecto—. ¿Qué hemos de hacer según usted, «doctor» Craxell? —respondió con marcado sarcasmo.
Isengard me miró y entonces esgrimió una leve sonrisa de complicidad que monseñor Scarelli no advirtió.
—Anubis, Thot, Isis… —Fui nombrando en alto a los dioses que aparecían sobre la escritura, en pie, mirando al lugar por el que habíamos penetrado——. Digamos que todos miran hacia la entrada.
Klug me apoyó con tono grave.
—Eso indica claramente que es una salida —afirmó arrugando mucho la frente—, por lo que estará plagada de trampas para quien realice el recorrido inverso.
Observé entonces que el príncipe de la Iglesia Católica Apostólica Romana tenía desorbitados los ojos por el terror que empezaba a sentir.
—¿Podemos evitarlas? —preguntó ansioso. Parecía que había envejecido de golpe por lo menos diez años.
Retomé el control de la conversación tras hacer una mueca con el labio inferior.
—Sí, pero llevará su tiempo —repliqué con sequedad.
Scarelli asintió abatido.
Pasé la mano con suavidad sobre la escritura, que había sido grabada en líneas verticales y en jeroglíficos. Después leí a media voz:
—«Llevar el dolor…». —Dudé, pero sólo un tenso instante, mientras traducía aquello ante la fascinada mirada de la rusa. Elevé la voz y continué—: «Sentir el dolor… en los pilares de tu alma». —Carraspeé dos veces, leyendo temor en muchos ojos—. «Sí, sentirás el dolor en la base de tu cuerpo». Todos, sin excepción posible, miraron al suelo a la vez, y de ese modo nos quedamos clavados en él, igual que estatuas de granito.
Un silencio sepulcral, tremendo, angustioso, se coló subrepticiamente entre nosotros. Lo rompió el cardenal.
—No os mováis hasta que sepamos de qué se trata —ordenó con voz firme.
Pero la advertencia llegaba tarde. Un sudor frío había congelado la sangre en las venas a los seis guardias suizos, a unos hombres disciplinados y de mente lúcida. Ninguno de ellos se movió. Tan solo miraron a Klug y luego a mí. Con la respiración contenida, esperaban que sólo fuera una falsa amenaza.
Seguí leyendo aquel maldito jeroglífico.
—«Geb segará… cortará…». —Resoplé, siendo consciente de que no podía seguir—. Tengo que mejorar mis conocimientos sobre el idioma egipcio —reconocí avergonzado.
Tras esbozar una sonrisa comprensiva, Isengard leyó con facilidad, sin dudar ni una sola sílaba.
—«Geb cortará tu vida segando tus pies, si persistes en continuar». Todos nos volvimos asombrados hacia él. Parecía que leyese en su propia lengua. En ese momento me pregunté si realmente no era así… Continuó leyendo con voz emocionada.
—«Confía en Nut y pide a Isis sus alas para que sobre ellas puedas pasar». Miré a las dos paredes recubiertas de escritura, y ahora me fijé en un punto en el que unos agujeros cuadrados, a lo largo de ambas, en hilera, desentonaban lo suyo con el resto. Allí no había ninguna figura, ningún jeroglífico. Aquello era muy extraño…
Me acerqué con mucha cautela y presioné suavemente la pintura que representaba a Isis. Más confiado, apreté, pero no sucedió nada. Noté hasta qué punto tenía sudor en las axilas.
Klug, por su parte, extendió los brazos y las puntas de sus dedos quedaron a escaso centímetros de ambas paredes. Lo observamos sin entender nada.
—Hay que presionar sobre Isis y sobre Geb, dios de la tierra —explicó con actitud enigmática—. Sólo así aparecerían las alas de Isis. Pero yo no llego…
Sin pedir permiso al cardenal y menos al jefe de sus «gorilas», extendí mis brazos y ahora sí, las yemas de todos los dedos tocaron holgadamente ambas figuras. Presioné con fuerza.
De cada agujero salió una barra de bronce, hasta encajar con asombrosa precisión en el de la pared opuesta. Llevaban labradas las alas de Isis. Hubo entre nosotros un silencio glacial, repentinamente roto por el austríaco.
—¡Subid sobre ellas! ¡Rápido! —gritó fuera de sí. Presentaba los mismos ojos que un demente que tiene mal día.
Por si las moscas, Krastiva y yo no le hicimos repetir el angustioso aviso. Tiramos hacia arriba de la pesada humanidad de nuestro histérico compañero. Nosotros subimos con cierta agilidad, y así nos quedamos los tres sobre las gruesas barras talladas, en cuclillas. Esperando acontecimientos…
Olaza y tres de sus hombres ayudaron a subir al instante a monseñor Scarelli. Ellos lo hicieron en un abrir de ojos. Eran atletas en envidiable forma física.
Pero algo angustioso sucedió enseguida, sin dar más margen de tiempo a los que todavía permanecían indecisos, como agarrotados.
Fue una aterradora escena, de esas que se quedan grabadas para siempre en tu memoria.
Afiladas cuchillas salieron del suelo mismo de piedra arenisca, encontrando primero los tobillos, luego las pantorrillas y enseguida los muslos de los dos últimos guardias suizos que quedaban por ponerse a salvo de aquella prístina trampa.
Sus tremendos gritos de dolor resonaron desgarradores en los túneles, al sentir el metal entrando en su piel, cortando venas, tendones y huesos. Un chorro rojo brotaba incontenible de sus arterias cortadas. En pocos segundos la enrarecida atmósfera de aquel maldito túnel quedó impregnada de olor a sangre y sudor.