La candace Amanikende
El jefe militar de Axum calculó que, al menos por ahora, sería mejor conducirlos a su ciudad. No eran demasiados y allí los controlarían mucho mejor, aunque si llegaban a luchar… Los egipcios que veía parecían hombres de armas dispuestos a todo.
—Está bien, os conduciré a Axum. La Candace dirá qué hacer con vosotros. Seguidme —indicó con energía, señalando en dirección a la ciudad.
Los jinetes se dividieron en dos y mientras unos marchaban en cabeza, guiando a Nebej y a su unidad de infantería, otros ocupaban la retaguardia. Los egipcios no abandonaron su formación en cuadro en previsión de una posible traición por parte de aquellos hombres de aspecto fiero, poderosos músculos y piel negra, tan brillante como si estuviera aceitada.
—No me has dicho adonde os dirigís, señor —le intentó sonsacar Kushai desde su corcel.
Nebej suspiró hondo.
—Ni tan siquiera yo lo sé —respondió ensimismado—. Es el faraón Kemoh quien, lógicamente, lo decide todo, y todavía no ha comunicado a nadie su objetivo. —Se evadió como pudo de la incisiva pregunta.
Kushai asintió lentamente.
—Si os enfrentáis a los romanos, perderéis. Tienen la protección de dioses más fuertes y su número es diez veces superior. —Frunció amenazadoramente el entrecejo—. Nosotros hemos logrado evitarlos comerciando con ellos, y pagando un tributo cuando se han acercado demasiado a nuestras tierras. Son tiempos difíciles. El mundo les pertenece. —Resopló sonoramente.
Las manos del gran sumo sacerdote de Amón-Ra dibujaron en el aire un gesto de rechazo.
—No pretendemos irritar al emperador de Constantinopla… —Hizo una breve pausa—. Sólo deseamos instalarnos en algún lugar; no sabemos aún en cuál —musitó con sus ojos fijos en la silueta de las altas torres que se alzaban todo en derredor de la ciudad, protegiéndola de incursiones enemigas.
—Quizás podamos ser amigos, incluso aliados, ya que la candace Amanikende es una gran gobernante —repuso Kushai en tono tranquilizador. Esbozó luego su poco habitual sonrisa.
—Claro, por qué no —replicó para quedar bien.
«Así que es la Candace, sin duda una descendiente de las dinastías meroítas, quien reina sobre ellos. ¿Gobernará aún sobre Meroe?», pensó con calma.
El pequeño ejército conjunto que formaban se fue aproximando a las murallas que defendían Axum. Sus llamativas torres, con forma de pilonos, se alzaban poderosas como orgullosos titanes con sus pies hundidos profundamente en la tierra.
Oscuros lienzos flotaban sobre los tejados planos de las casas que se arracimaban prácticamente pegadas a los muros interiores. Las arenas iban dejando paso a un suelo terroso en el que crecían los arbustos; y sobre la superficie, aquí y allá, aparecían árboles de gruesos troncos, sin duda centenarios, que extendían sus ramas como las alas protectoras de unas grandes aves.
No sonaron instrumentos de viento, ni tampoco de percusión, en honor de los recién llegados y de su escolta. Axum dormía confiada en sus defensas. Sólo se escuchó el chirrido de los viejos goznes de bronce al abrirse las puertas de madera, que estaban reforzadas con cabezas de carnero del mismo metal; algunas de las cuales ya no se encontraban en su lugar, mostrando la marca dejada. Varias sombras se deslizaron sobre los muros, agitaron sus brazos, y después desaparecieron como espectros en la oscuridad nocturna. El repiqueteo de los cascos de los caballos contra la ahora tierra endurecida, por el frío de la noche, era el único sonido que se escuchaba, lento, regular, enervante.
Fueron traspasando el umbral bajo el alto arco de piedra.
Una ciudad egipcia se presentó ante sus atónitos ojos, como si se hubiese levantado emergiendo de las arenas del olvido, de otros tiempos, sin duda mucho más gloriosos. Era igual que regresar al añorado hogar. Una intensa emoción se apoderó de los exiliados egipcios mientras sujetaban con decisión sus armas.
Pero los rostros negros, de piel que parecía quemada por Ra, con sus cabellos cortos y ensortijados, enseguida les devolvieron a la cruda la realidad. Estaban en Axum, la conquistadora de Meroe. ¿O eran los meroítas los que habían acabado por dominar en Axum? Todos los egipcios de aquella exploración se hacían la misma pregunta.
En contra de toda norma castrense de seguridad, los soldados del último faraón se vieron obligados a romper su cerrada formación de combate. Ahora debían caminar por las estrechas calles de Axum en fila de a dos.
Las casas, de diferentes alturas, se amontonaban unas contra otras, dejando apenas una estrecha callejuela a su alrededor, o a su fachada. Probablemente este tipo de construcción les protegía del calor abrasador, del sol en suma, y les permitía vivir a la luz del día más cómodamente.
Serpenteando entre las barriadas, siempre a paso lento, llegaron hasta una gran plaza. Era un espacio cuadrangular, en medio del cual se alzaba un pequeño palacio de concepción egipcia. Su arquitectura recordaba a la de un templo clásico de la nación del Alto y Bajo Nilo.
Dos grandes estatuas, sentadas en tronos de piedra de unos veintiséis codos reales de altura, se apostaban una sobre cada pilono. Éstos mostraban sobre su pulida superficie, pintada en colores vivos, una escena de la Candace con su mano en alto, sosteniendo un kepehs, lista para ejecutar al enemigo vencido, a quien sujetaba firmemente con su mano izquierda, cogido de sus cabellos.
Allí había una candace sentada sobre cada trono de piedra; una candace pintada sobre cada pilono. Y entre ambos pilonos, los egipcios descubrieron una puerta, sobre la cual se hallaba, tallado en la piedra, el símbolo del dios Amón-Ra. Era una efigie de un carnero con el disco solar entre sus enroscados cuernos, frente a otro idéntico ante él.
Nebej dejó escapar un prolongado suspiro de alivio.
Miró de nuevo a lo alto y sonrió muy complacido. Si los axumitas adoraban al dios Amón-Ra, probablemente respetarían su autoridad como gran sumo sacerdote. Eso facilitaría mucho las cosas.
Del interior de la construcción más importante de la ciudad escapaban las copas de numerosas palmeras que, como heraldos de la madre naturaleza, anunciaban sin duda lo más parecido a un pequeño paraíso natural en su interior.
Kushai extendió su recio brazo derecho para indicar a los egipcios.
—Es el palacio de la candace Amanikende. Ahora desmontaremos e iremos a pie hasta sus puertas. Una vez allí, ella os recibirá —anunció en tono hosco.
Como obedeciendo a una orden no dada, los fornidos guerreros negros descabalgaron y formaron en dos líneas, una a cada lado del pequeño contingente egipcio, a modo de escolta aún más próxima que con las cabalgaduras.
Nebej, sin perder en ningún momento su digna compostura, indicó a sus soldados que esperaran fuera del recinto, siempre atentos a sus órdenes. Sin embargo, se hizo acompañar por tres de los oficiales que, junto con él, cumplían la función de embajadores extraordinarios del faraón Kemoh.
Al atravesar el umbral del pequeño palacio, cuyas estancias estaban perfumadas con especias e incienso, Nebej y sus tres oficiales se encontraron en medio de un candoroso parque rodeado de altas palmeras, y en cuyo centro, un estanque rectangular, sobre cuya superficie flotaban nenúfares en abundancia, ocupaba el lugar principal. El suelo era una suave alfombra de césped verde esmeralda, fresco, sin duda recién regado.
Al fondo, en una pared recubierta de hiedra verde y espesa, salpicada de hermosas flores grandes, todas de color malva, se abría una puerta sobre cuyo dintel aparecía de nuevo Amón-Ra. De ella salió pronto una figura encorvada ataviada con una túnica de color vino, festoneada en adornos de oro, luciendo un antiguo tocado.
Era como la diosa buitre Nejbet, con alas de oro cayendo sobre sus orejas, y cuya cola cubría la nuca de la anciana. Esta caminaba penosamente, ayudada por dos jóvenes vestidas con túnicas y tocadas por sofisticadas pelucas de estilo egipcio. Sus facciones, negras y bellas, eran iluminadas por sendas sonrisas, y contrastaban con el níveo color de sus vestiduras. Se fueron acercando sin prisa. Allí el tiempo parecía no contar. Y Nebej lamentó que fuera aún de noche. Aquel lugar debía de brillar con esplendor propio a la luz del sol. Aun así, la luna prestaba una claridad plateada a aquel conjunto arquitectónico, confiriéndole vida propia.
—Sé bienvenido a mi ciudad, hijo de Amón. —Sonó débil y quebradiza la voz de quien, sin lugar a dudas, era la candace Amanikende.
Nebej asintió satisfecho.
—En nombre propio y el de mi pueblo, agradezco tu hospitalidad, candace Amanikende. —Se inclinó reverente, acompañado en su gesto, al unísono, como en una ensaya coreografía, por sus tres oficiales—. Tu ciudad es un oasis en medio de la inmensidad de la nada, ahora bajo la luz de Jonsu. —Alzó el mentón.
—Trabajamos duro para mantener viva nuestra ciudad —le confesó abiertamente—. Es cuanto tenemos. Corren malos tiempos, hijo de Amón.
Sus consumidos labios pronunciaron aquellas palabras con un tono amargo. Después sus ojos centellearon al recorrer la familiar figura de un gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Nebej sonrió para sus adentros.
—Es posible que no hayas oído sobre nosotros, que…
—Te equivocas, hijo de Amón —le interrumpió Amanikende en un murmullo, levantando después su mano diestra—. Sé de vuestra huida de Egipto, y también de la persecución a la que os ha sometido el rey sabeo. La codicia le ciega —trató de explicar—. Es la codicia y el ansia desmesurada de poder que tiene —insistió con terquedad.
—Mi señora, nosotros sólo buscamos comprar algunos de tus dromedarios y caballos, para continuar nuestro viaje en busca de un lugar de descanso donde instalarnos para vivir en paz.
—Y presumo que ese lugar es la antigua Meroe. —Ella dejó caer las palabras, no sin cierta ironía.
Nebej sintió que un frío intenso se apoderaba de todo su ser. Aquella mujer, tan vieja como el tiempo, cuyo cuerpo más se asemejaba ya a una momia reseca que a un ser vivo, parecía conocer sus pensamientos, el objeto de su viaje. Y ello podría resultar un obstáculo insalvable para una expedición cansada, vencida por la fatiga y el desánimo.
—Es mi rey, el faraón Kemoh, quien decide nuestro destino final, candace Amanikende —respondió suavemente, haciendo uso de toda la diplomacia de la que era capaz.
—No temas, no me interpondré. Nosotros éramos sus habitantes, bueno, mi generación. Formábamos un núcleo escaso, diezmado por una maldición que en forma de enfermedad nos plagó. Hace más de seiscientas lunas nuevas que abandonamos las ciudades de Meroe y Napata. Los romanos enviaron una guarnición para ocuparlas, pero todos sus miembros murieron… Ratas y otras alimañas habían caído en los pozos que aún tenían agua. Fue una época terrible, con falta de lluvias… Desde entonces, nos instalamos aquí, en Axum. —Tomó aire antes de continuar con su deprimente historia—. Esta ciudad era apenas un páramo en medio de la sabana, salpicado de poblados de adobe, con pequeños reyezuelos tribales. Levantamos las murallas con las piedras que transportamos desde Meroe y también este palacio-templo que ahora ves. Permitimos que vinieran a vivir aquí quienes lo desearan. Pero sólo con una condición. Todos debían someterse a nuestras leyes. Durante un corto espacio de tiempo, nos hicimos fuertes y no fuimos molestados. Pero desde hace más de cien lunas nuevas escasean los recursos; por eso hemos de salir a cazar elefantes y otros animales salvajes. Es arriesgado. Además, nuestros soldados son atacados por guerreros de las tribus vecinas. —Sacudió levemente la cabeza entre suspiros y musitó—: Ya no nos temen, hijo de Amón.
Desalentado, Nebej se encogió de hombros. Pero al cabo de un breve silencio hizo el ofrecimiento que, desde el inicio de aquella expedición, tenía en mente.
—Quizás nosotros podamos prestaros ayuda. Juntos recuperaríamos el esplendor y la fuerza perdida…
La soberana sonrió comprensiva, pero una repelente mueca afeó aún más su avejentado rostro.
—Eres aún muy joven para entenderlo… Cuando una época se va, no se la puede rescatar de las garras del tiempo —dijo ella con voz inquietantemente baja—. Nuestro espacio en la historia ha pasado. Y quizás el vuestro también. Créeme. Sólo nos queda sobrevivir con la mayor dignidad posible. No os aconsejo que os instaléis en Meroe —censuró, pero después sonrió—; pero si decidís hacerlo, os ayudaremos de buena fe. Únicamente os pedimos que colaboréis en algunas tareas de reconstrucción y que, además, nos enseñéis vuestros conocimientos, que son sin duda muy superiores a los nuestros.
—Se hará como dices, mi señora —dijo cortés.
La anciana Candace maniobró con sus huesudas piernas y su bastón, y luego dio media vuelta trabajosamente. Sus dos acompañantes, con gestos, les indicaron que estaba cansada y que debía reposar hasta que el sol se hallara en su cénit.
No debían decirlo de otra forma, con palabras, sólo con las manos. Una Candace no podía estar nunca fatigada. Ella era el poder de Axum, la energía que manaba de su corazón. Era la elegida, la hija de Ra.
El campanilleo producido por los adornos de oro del vestido de la soberana se fue haciendo más lejano, hasta que por fin dejó de oírse por completo.
Tras la inusual audiencia, por el lugar y lo intempestivo de la hora, Kushai comenzó a dar órdenes precisas para instalar a los hombres de armas de Nebej. Tras inclinarse reverente ante él, le indicó con su brazo derecho que pasara adelante, que caminase junto a él.
En sus ojos se leía aún la desconfianza. Nebej creyó ver incluso un brillo que denotaba celos. Había que ponerse en su lugar. Ellos representaban un ejército invasor; una latente amenaza a conjurar… Aún con todo, el poder que se atribuía al gran sumo sacerdote de Amón-Ra intimidaba al jefe militar axumita.
Con forzada naturalidad, Kushai avanzó internándose en el palacio-templo de Amanikende. Cruzaron bajo las estrellas que rodeaban el círculo lunar, escuchando tan solo el gorjeo del agua, el hermoso y cuidado jardín de la Candace.
Ya en el interior, flanqueados por altas y gruesas columnas coronadas con capiteles de flor de loto, entre las cuales daban su luz las llamas de los pebeteros, se adentraron en su corazón mismo, con paso lento, como para disfrutar de su quietud, de la especial atmósfera nocturna que reinaba en medio de aquel silencio. Sólo se podía escuchar el continuo crepitar del fuego que ardía en los cuencos de forja negra.
Nebej recorrió con la mirada los dioses que adornaban la ciudad Amón, los que conociera desde tanto tiempo atrás y al dios león Apedemak que, junto a Amón, se disputaba la adoración de los meroítas.
Pero no se sentía como en casa. Ya no. Notaba una extraña opresión en el pecho, un molesto nudo en la garganta… Era como si todo aquello no fuera acaso más que un decorado.
Llegaron a la sala hipóstila, donde había dos docenas de columnas, aún más altas que las primeras, con capiteles antropomorfos salpicando la cámara que precedía a lo que era en sí el templo. A lo largo del ancho pasillo que dividía en dos el «bosque» de pilares, anduvieron la distancia que les separaba de los dos templos. Éstos, también más altos que los de la entrada, eran la puerta de entrada al santuario de Amón.
Kushai lo indicó con un movimiento de su mandíbula.
—Es el templo de Amón-Ra. En él puedes instalarte con tus oficiales, si lo deseas. Es tu privilegio.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra asintió dos veces con la cabeza.
—Agradezco tus atenciones y las de tu Candace. —Le dirigió un cumplido—. Seréis recompensados largamente. Puedes estar seguro de ello.
El corpulento guerrero reprimió una respuesta mordaz. Lo leyó en sus desconfiados ojos.
Nebej lo miró fijamente sin decir nada.
Después observó cómo el jefe militar de Axum se alejaba. El rumor de sus pies contra el suelo, embaldosado con granito rojo, le pareció el suave deslizamiento de una serpiente de metal.
Giró ciento ochenta grados y penetró lentamente en el santuario, seguido por los tres oficiales.
Estaba bien iluminado. Había casi tres docenas de hachones encendidos que alumbraban hasta el último rincón a la vista. Los fuegos arrojaban inquietas sombras sobre sus rostros.
Se acercó al santuario, ante el cual ardían dos grandes cuencos de metal en los que se elevaban finas llamas azules. Era un truco que él conocía bien. Con un poco del polvo azul que ellos, los sacerdotes de Amón-Ra mezclaban con sustancias secretas, conseguían que, al arder, lo hiciera con aquel bello y misterioso color. Éste indicaba la terminante prohibición de estar en aquel lugar santo si no era el gran sumo sacerdote.
Un ruido le sacó de sus pensamientos. Por el pasillo oyó el golpear de pies poderosos contra el suelo. Llegaban sus tres oficiales. Esperó a que se hallaran en el umbral del templo y se dirigió a ellos con tono solemne.
—Podéis entrar. Esta noche dormiréis bajo la protección de Amón-Ra, en su casa. Entrad sin miedo.
Los tres militares, bien curtidos en las artes de la guerra, avanzaron sin embargo con el temor de un niño que profana el lugar prohibido por sus padres.
—No temáis, no os sucederá nada. Estáis conmigo. Seguid ese pasillo que tuerce a la derecha y hallaréis estancias cómodas donde alojaros.
Nebej conocía bien la estructura del sagrado lugar. En sí, era idéntica a la de todos los templos de Amón. Además, tenía plena seguridad de que allí estaban solos. Resultaba harto evidente que el jefe de las tropas axumitas nunca había visto a un gran sumo sacerdote de Amón-Ra, pues no lo reconoció por sus ropajes sacerdotales y, no obstante, lo reverenció, con temor incluso, al conocer su alto rango.
El templo, pues, se encontraba deshabitado. Probablemente hacía años que no se adoraba allí a Amón. Lo cual quería decir que Apedemak le había ganado la partida a aquél. ¿Dónde estaría ubicado su templo?
Entró en el santuario empujando con cada mano una de las hojas de madera, forradas de planchas de oro, que se deslizaron franqueándole el paso. Ante él, y en todo su esplendor, apareció el carnero de oro puro sobre el barco de Ra, encima del altar de piedra.
La cuadrada cámara, de ocho codos reales de lado, se hallaba completamente forrada de finas planchas también de oro; techo, paredes y suelo, toda ella era áurea.
Nebej se arrodilló ante el ídolo. Después recitó la larga letanía de encantamientos y plegarias en una lengua tan antigua como el hombre egipcio. Tras éstos, se puso en pie, levantó los brazos, con las palmas hacia el techo, y alzando la cabeza pronunció tres palabras que resonaron en la pequeña cámara como de poder.
Más tarde, extrajo de entre su cinturón una lanceta, afilada y negra, de hierro forjado en las fraguas de la ciudad-templo de Amón-Ra, y se hirió en la piel de sus antebrazos, para permitir que su sangre goteara sobre la divina cabeza de Amón.
Un sonido como el del viento cuando barre la tierra en una tormenta se oyó en la estancia; y un aire frío recorrió el pequeño espacio, imprimiendo a la barca de Ra, sobre la que descansaba Amón, un suave movimiento pendular igual que si el ídolo aceptase la ofrenda de su vida que se derramaba sobre su testuz en forma de líquido rojo y cálido, como era su sangre.
Aquella noche, Nebej la pasó realizando místicos rituales aprendidos desde su adolescencia, para llenar de vida y de poder el recinto sagrado de Amón-Ra.
En el ínterin, en sus habitáculos, los tres oficiales egipcios viajaban por un mundo hecho de sueños y fantasías, agotados por la larga jornada vivida a través de áridas tierras.
Y entretanto, Ra conquistaba a la serpiente Apofis y emergía orgulloso de su victoria, investido de su dignidad de dios, entre rayos de luz. Lo hacía por un horizonte contra el cual se recortaban las siluetas de los poderosos paquidermos que habitan la inmensidad de la sabana.
La vida despertaba en Axum, y sus pobladores reanudaban las labores cotidianas. Viejos caballos, cargados de mercaderías y soltando espumarajos de esfuerzo, recorrían los estrechos vericuetos que dibujaban las callejuelas de esa ciudad, proveyendo a los comerciantes que abrían sus tiendas dispuestos a recolectar el mayor número posible de monedas. Los apéndices nasales recibían el hedor producido por las boñigas de los distintos animales de manta y tiro, a lo que se sumaba el olor a excrementos humanos y a orina. Algunos encantadores de serpientes se instalaban entre el dédalo de calles con sus cuencos de esparto, donde escondían a las cobras negras de letal mordedura.
Los tres oficiales egipcios comprobaron in situ el sorprendente estado anímico de Nebej. Una energía nueva lo inundaba. El joven gran sumo sacerdote de Amón-Ra rezumaba vitalidad por todos los poros de su piel; ello a pesar de haber pasado la noche entera cumpliendo con los rituales prescritos para la dedicación del templo. Su faz radiante mostraba un aspecto renovado, y sus ojos brillaban de un modo extraño, retador.
—Señor, estamos dispuestos para servirte. —Se presentaron los mandos castrenses, haciendo a continuación una respetuosa reverencia.
—Hoy hemos de ultimar los detalles de nuestra misión. Compraremos lo que necesitemos y partiremos lo antes posible —urgió Nebej en voz baja—. El faraón nos esperará impaciente.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra, con las manos a la espalda y el porte muy digno, se paseaba ante las puertas doradas del santuario. A pesar de todo, sus facciones serias no lograban nublar la luz que irradiaba su semblante, igual que si una fuente de luz sobrenatural hubiese impregnado todo su cuerpo.
Seguido por los tres oficiales, Nebej atravesó la sala hipóstila y llegó hasta la cámara que precedía al hermoso jardín de la soberana axumita.
Donde antes había penumbra y sombras inciertas que pululaban por entre sus recovecos, amparadas por la nocturnidad, ahora podían verse llamativos colores delimitados por las siluetas de anteriores candaces y reyes, y de su dios Apedemak, y también del carnero Amón, y de Ra, señor de la luz y protector de la candace Amanikende.
Ahora, a la luz del día que comenzaba a penetrar radiante por la techumbre y las pequeñas ventanas cercanas a ellos, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra y sus hombres podían ver los escasos muebles que adornaban la cámara. Allí sólo había dos grandes mesas —con patas de león talladas en madera de ébano—, algunas sillas de caoba dorada y un par de grandes sarcófagos puestos en vertical. Todos esos elementos salpicaban el amplio espacio, dando la impresión de haber sido olvidados entre los gruesos pilares.
Un impresionante guerrero de cuatro codos reales de altura, de piel negra y brillante, con su cabeza completamente rasurada y cubierta por un capacete rojo —pegado a la raíz de su cuero cabelludo como si se tratara de una segunda piel—, apareció bajo el dintel de la puerta. Tenía sus pulgares en el ancho cinto, del que colgaba una corta espada, e iba cubierto por tres discos metálicos, unidos por una cabeza de león sobre su torso. Un faldellín blanco y unas grebas de hierro negro completaban el atuendo militar de aquél hércules africano. Tras él, dos soldados, armados de escudos y lanzas, esperaban sus instrucciones.
—La Candace te espera, gran señor. Está en el estanque del jardín. Hoy, en tu honor, ha adelantado su hora de trabajo. Si te dignas seguirme. —Ceremonioso, el gigantesco guerrero se inclinó con los brazos cruzados sobre su pecho—, te llevaré hasta mi señora.
Los exiliados egipcios lo observaban con semblante impasible. Siguieron en silencio al colosal jefe de la guardia de palacio, quien les condujo hacia la reina.
La candace Amanikende esperaba paciente bajo un gran toldo blanco adornado con flecos dorados, descansando sobre una silla dorada. Dos jóvenes, las mismas que Nebej conociera la noche anterior, refrescaban con grandes abanicos de plumas a la anciana señora. Estaba situada en un rincón del jardín, junto a un diminuto estanque, en el que varias carpas doradas se movían creando caprichosas líneas, como en un juego, entre las pequeñas piedras del fondo.
—Acércate, hijo de Amón. —Sonó la débil voz de la dueña de Axum—. Me he estado preparando para este momento tantos años… —Se interrumpió. Las profundas arrugas que surcaban su rostro hacían difícil determinar con exactitud su edad, que por fuerza tenía que ser muy avanzada.
—Eres, sin embargo, mucho más de lo que yo esperaba encontrar, señora —reconoció, inclinándose respetuosamente, Nebej.
—Tu juventud y tu poder sin duda rivalizan con tu modestia y tu sabiduría. Tú eres Amón-Ra en Axum. Tu predecesor murió hace trescientas sesenta lunas nuevas —musitó entre suspiros—. Era el último hijo de Amón-Ra.
Nebej se mordió el labio superior y asintió. Fue poco a poco hacia la Candace.
—Por eso el templo está vacío y oscuro.
—Así es. Lo hemos iluminado y limpiado, pero la luz se ha ido de él. —La anciana soberana reflexionó y luego le pidió con suavidad—: ¿Podrías tú devolver el poder de Amón a su lugar?
—Amón ya está de nuevo en Axum —corrigió él apasionado.