Capítulo 27

Con los guardias suizos

Como hormigas eficientes, los guardias helvéticos, sin que mediara orden alguna, ocuparon las sillas dispuestas ante los ordenadores. Dos grandes antenas parabólicas fueron instaladas orientadas hacia el exterior.

Centelleantes lucecitas de colores hicieron su mágica aparición en las pantallas que se llenaron de líneas y gráficos diversos, entre pitidos y expresiones concentradas de sus operadores. Enseguida comprendí el significado de las palabras que el cardenal Scarelli nos había dedicado. Su amenaza conllevaba un evidente trasfondo. Les resultaba imprescindible concentrar el cien por cien de su atención en aquellos sofisticados programas con los que barrían el desierto, tanto por su superficie como por su misterioso subsuelo, en busca de la mítica ciudad-templo de Amón-Ra. Aquella obstinada búsqueda nos beneficiaba. Sus conocimientos nos iban a ayudar. Más tarde, ya veríamos cómo escabullimos a su férreo control.

Estaba situado en el centro de uno de los sectores en que habían dividido el interior, atado a una estaca y alejado de mis dos compañeros que, a su vez, también se encontraban lejos uno de otro.

Klug seguía casi tan pálido como un cadáver sin maquillar, y es que por la expresión aterrada de su cara daba la impresión de que ya conocía bien de antes a Scarelli, por lo que no esperaba gran cosa de él. Krastiva, con su cabeza baja y su larga melena cubriéndole la cara, parecía abatida, y eso era algo que yo no podía ver en una mujer tan valerosa, tan adorable, como ella.

En la estrambótica «sala» sahariana nadie se apercibió de que movía mis tobillos como un péndulo. Estaba tratando de llamar la atención de mis camaradas de aventura. La fotógrafa rusa percibió el movimiento, pienso que por el ruido seco, sordo, que hacían mis pies al golpear la mullida alfombra de lana rojo oscuro.

En un gesto brusco, pero no por ello menos femenino, ella se echó hacia atrás el pelo a fin de poder ver con claridad. Tras comprobar con mirada de gacela que no estaba vigilada, clavó sus ojos verde esmeralda en mí. Intuía que tramaba algo.

Y así era.

Abrí y cerré los ojos una, dos, tres veces. Krastiva me observó realmente perpleja. Fueron unos segundos que se me hicieron interminables, hasta que una luz iluminó sus maravillosos ojos.

Ella asintió y ladeó la cabeza. Había comprendido mi secreta intención.

Me comunicaba en morse.

Isengard nos miraba atónito, pasando sus asustados ojos de ella a mí y viceversa. Tardó algo más que la eslava en captar las señales, pero también lo hizo. Como no podía ser menos, era más lento de reflejos. Se sentía pesado y torpe.

Les pedí que estuviesen tranquilos y que tratasen de aflojar las cuerdas que oprimían sus muñecas y tobillos, para estar preparados en caso de que fuese necesario huir precipitadamente.

En el ínterin, una intensa actividad mantenía a los guardias suizos, el mejor cuerpo de seguridad del mundo, absortos en su importantísima tarea de localización.

Recordé que los guardias suizos eran seleccionados entre los cuatro cantones católicos de Suiza, con un contrato de dos años de duración. Los aspirantes debían tener entre diecinueve y treinta años, y ser varones solteros. Tenían que medir un mínimo de 1,75 metros de estatura, y ser por supuesto católicos. Además, les era imprescindible el haber realizado el servicio militar en el Ejército de Suiza.

En resumen, los 110 miembros del denominado Corpo della Guardia Svizzera Pontificia —cuya historia se remonta a finales del siglo XIV— eran como la guardia imperial de un, valga la redundancia, emperador venido a menos con el devenir de los tiempos, de un personaje mediático que aún influía poderosamente en cerca de ochocientos millones de personas en todo el mundo.

La devoción de los legendarios guardias suizos por el Papa de Roma y sus cardenales era algo evidente y, además, a toda prueba.

Las cuerdas mordían la carne de mis muñecas y me mortificaban. Notaba cómo penetraban blandamente en ella, haciendo brotar sangre. Esta resbalaba, cálida y tibia, por entre mis dedos, al intentar forzar las ligaduras. No obstante, comenzaban a ceder…

El rictus que se formaba en la cara de Klug y de Krastiva me avisaba que con ellos estaba pasando lo mismo. Al menos, esto nos mantenía en tensión, y nos era del todo necesario en aquel momento.

Afuera, el viento seguía rugiendo, cada vez con más fuerza. Parecía que la furia de la diosa se hubiera desatado sobre sus enemigos para barrerlos sin piedad. Lo peor era que allí también estábamos nosotros.

La arena penetraba por los resquicios en forma de pequeños remolinos; y el aire empezaba a estar cargado y seco. Pero esto no parecía molestar a los muy disciplinados guardias suizos. Ni tan siguiera alteraron su frenético ritmo de trabajo.

Comenzaba a tener dificultades para respirar con normalidad cuando el viento comenzó al fin a amainar. Dos guardias suizos abrieron por un extremo la carpa que nos mantenía a salvo de las furiosas embestidas de las arenas y comprobaron el estado del improvisado campamento. Informaron al capitán Olaza, quien de inmediato se puso a dar instrucciones, en forma de órdenes secas, tajantes, que sus hombres ejecutaron con eficiente precisión.

Grandes cantidades de arena se acumulaban ya sobre la carpa que cumplía la función de techo, y también se amontonaban contra los jeeps que aparecían virtualmente enterrados bajo aquélla. Así las cosas, una docena y media de hombres, todos armados de palas, fueron liberando a los todoterrenos y alisando, en lo humanamente posible, el suelo para poder levantar el campamento.

Monseñor Scarelli se acercó con una sonrisa de satisfacción impostada en su cara de rana, manos a la espalda, arrogante.

—No hemos localizado la entrada, pero… —Dudó un solo instante— sí sabemos que nos encontramos sobre un complicado dédalo de túneles de gran altura, así como de anchura. Estamos a punto de entrar en la ciudad-templo de Amón-Ra dijo dirigiéndose directamente a mí.

—Si no ha localizado la entrada, no le servirá de nada el resto —incidí agresivo, con un deje de ironía—. Lo sabe de sobra. Está vendiendo la piel del oso sin haberlo cazado. —Le desanimé.

Sonrió y se encogió de hombros.

—Es sólo cuestión de tiempo. No sufra por ello —replicó, sarcástico, antes de regresar con su equipo.

Desde tiempos inmemoriales, los túneles de los egipcios tenían complejos sistemas de acceso. Se hallaban, a su vez, plagados de trampas, y si forzaban sus sistemas de sellado, éstos se activarían automáticamente. Ni con todos sus medios técnicos e informáticos podrían profanar los «halcones» del Vaticano aquel lugar, si no conocían muy bien el medio de acceder a su interior.

Por esta razón, entre otras, estaba convencido de que nos mantenían con vida. Nos necesitaban para poder entrar.

Entretanto, las ligaduras de mis muñecas habían cedido lo suyo y, con gran esfuerzo, había desatado el nudo de cuerda aflojando la presión y recuperando, poco a poco, el ritmo habitual de la circulación sanguínea. Un escozor insoportable me torturaba, pero lo más importante era liberarnos.

Los guardias suizos tardaron dos largas y tediosas horas en tener todo listo y libre de arena. Ahora, provistos con detectores de metales, rastreaban tres sectores en triángulo. ¿Quizás esperaban encontrar metales? No era habitual hallarlos fuera de las tumbas. Lo lógico era que estuviesen hechos de piedra y tierra, sin bisagras ni goznes de ningún tipo. Entonces… ¿qué diantre buscaban aquellos «gorilas» de la Iglesia Católica?

Como si realmente leyera mi pensamiento, el cardenal Scarelli se acercó por mi espalda y me dijo en voz baja:

—Buscan el Ank de Isis, señor Craxell. Es la boca de entrada —me explicó como si acabara de conocer todo lo que se traían entre manos—. Naturalmente, está sellada. Se encuentra incrustada en ella, sin sobresalir ni una sola décima de milímetro, la llave de la vida de la diosa, en oro puro.

Torcí el gesto en una sonrisilla burlona.

—¿Cómo es que saben tantos detalles? —quise saber, incrédulo—. Veo que conocen bien los grabados indicadores que dejaron los antiguos egipcios.

Él estaba en pie, tras de mí, y yo rogaba porque no advirtiese que me había liberado las manos.

Afortunadamente no miró hacia abajo.

—La Orden de Amón. —La nombró por vez primera, reconociendo de facto su existencia— dejó bien documentada su obra y su vida diaria.

—¿La Orden de Amón o la Iglesia llamada «Católica»? —ironicé.

—Lo mismo da —musitó él, sombrío. Así confirmó mis sospechas—. Doy por seguro que el señor Isengard ya le ha puesto al corriente respecto a la historia de la Iglesia Católica y de cómo ha ido transformándose a lo largo de los siglos hasta llegar a lo que ahora es.

—Es usted un buen diplomático, monseñor Scarelli. Pero eso se llama corromperse —le corregí.

Alzó el mentón, indignado.

—No conseguirá irritarme con sus puyas, si eso es lo que pretende. Usted no es nadie… —Lanzó un bufido desdeñoso—. Cuando ese trabajo haya concluido, desaparecerá para siempre… —Se interrumpió bruscamente—. Hasta entonces, el capitán Olaza se hará cargo de su persona, y eso es para mí, al menos de momento, más que suficiente. —Torció la boca, irónico.

El tiempo transcurría lentamente y los detectores, como si se hubieran averiado, permanecían silenciosos. No captaban la menor señal de metales en la amplia zona por la que se iban desplazando, cubriéndola en círculos concéntricos.

—Y dígame, señor Craxell —se dirigió ahora a mí el capitán Olaza—. ¿Dónde cree que se halla el acceso al túnel que comunica con esa maldita ciudad-templo?

—Carezco de información para poder ubicarlo con cierta seguridad.

El corpulento guardia suizo me tomó por las axilas y me puso bruscamente en pie. Tras lo cual, ordenó a un par de sus «muchachos» que me liberasen de las cuerdas de los pies. Andar de nuevo, tras estirar las piernas a placer, supuso un gran alivio físico. Pero, eso sí, al tener la circulación de la sangre un tanto atascada, hube de apoyarme en su duro brazo, a pesar del profundo desprecio que dicho sujeto me inspiraba, hasta poder llegar a una de las sillas para sentarme ante la pantalla de un ordenador.

—¿Creyó que no había visto sus manos libres de ataduras? —Olaza sonrió con cinismo.

El cardenal me puso al día.

—Le informaremos de los progresos que hemos obtenido —aseguró ufano—. Se lo dirá el capitán.

Olaza, como una temible sombra añadida a la mía propia, permanecía en todo momento tras de mí.

—El satélite que utilizamos barre el suelo y nos envía, en tiempo real, toda la información obtenida. Nos encontramos sobre una confluencia en forma de cruz. Los túneles parecen más largos de lo que en principio creíamos. Realmente se pierden descendiendo docenas de metros hacia las entrañas de la tierra —me informó el granítico oficial de los guardias suizos.

—Y quieren saber dónde concluye ese laberinto —adiviné.

—¿Puede detectar la entrada, señor Craxell? —me preguntó con sequedad.

—Sí —contesté, lacónico.

Se paró a pensar un instante que a mí me pareció eterno.

—Adelante entonces. ¿Cuál es su opinión?

En la pantalla del ordenador, como túneles excavados por lombrices anilladas, aparecían galerías perfectamente cuadradas y lisas que, sin escalones, sólo con rampas, ascendían y descendían, comunicándose entre sí.

Pero he aquí que algunos tramos no aparecían. Algo impedía que el satélite los localizase. Se interrumpía su longitud, para continuar más adelante. Aquello resultaba del todo inquietante.

—¿Cree que son simas, trampas, fosos? —me preguntó Olaza.

—Es posible. —Mis ojos se habían estrechado—. Pero también pueden ser algún tipo de cámaras selladas de forma que impidan que nada las sondee.

El capitán del Corpo della Guardia Svizzera Pontificia asintió con gesto inexpresivo.

Dos guardias suizos traían a Krastiva y a Klug en ese momento, y luego los sentaron uno a cada lado de mi persona.

—Sus compañeros le ayudarán en todo, especialmente el señor Isengard —aseguró monseñor Scarelli con tono de amenaza, clavando seguidamente sus pupilas en Klug como puñales. Comenzaba a preguntarme si había algo personal entre aquel alto representante de la Iglesia Católica y el grasiento anticuario. Su modo de mirarlo, cada vez que se dirigía a él, reflejaba el odio intenso que sentía el cardenal.

Las manos ágiles de un joven guardia suizo volaron sobre el teclado del ordenador que teníamos frente a nosotros, posándose décimas de segundo sobre cada letra. Iba introduciendo nuevas instrucciones que el sofisticado aparato asimilaba portentosamente.

—Necesito una visión completa a escala del conglomerado de galerías —indicó Scarelli. Cerró un segundo los ojos—. Han de tener una forma concreta. —Hizo un gesto impaciente.

El guardia helvético, con los ojos reflejando un brillo azulado, como el de un letrero de neón, introdujo los datos necesarios y entonces la imagen fue disminuyendo de tamaño, a la vez que iba conformando una silueta hermosa, femenina y detallada de la diosa Isis.

Por un momento, todos nos quedamos paralizados. Aquello que veíamos con nuestros propios ojos resultaba algo incomparable, único.

Confuso, sacudí la cabeza.

Cuando todos nos recuperamos de la sorpresa inicial, intentamos relacionarlo con algún símbolo, o grupo de ellos, para así descifrar lo que sin duda era un código cifrado en toda regla.

Me masajeé el cuello. Torcí el gesto en señal del intenso dolor que sentía. Además, mis muñecas se quejaban como animales heridos en una cacería.

Monseñor Scarelli, atento a cualquier detalle de sus víctimas, como un buitre del desierto, se dio cuenta. Levantó el mentón y dijo:

—Capitán Olaza, ordene que les hagan una cura a los prisioneros.

El militar asintió con gravedad y después se cuadró juntando los tacones de sus botas con un sonido típicamente marcial, que ni en las SS de Himmler.

—Carland, Kirtz. —Los señaló con un dedo—, encargaos de traer el botiquín de primeros auxilios del V-5 —ordenó, tajante.

Los guardias aludidos se retiraron a cumplir con su obligación, obedientes como autómatas de uniforme.

Isis se mostró ante todos nosotros con sus brazos extendidos y sujetos a ellos, como si de un miembro más se tratara, desplegados, aparecían sus dos alas, horizontales, en posición que indicaba que protegía a sus observadores.

Sobre su cabeza había dos plumas largas y esbeltas, y contra éstas, observamos el disco solar de Ra. Nos miraba como una nueva concepción de la diosa tierra que abrazaba a quien deambulaba por ella, buscando…

—Los bordes del dibujo son las galerías —señaló el operador con frialdad profesional—. Las líneas que concretaban el dibujo en su interior son túneles muertos… trampas o algo así, diría yo. —Se frotó la frente.

El cardenal Scarelli alzó los hombros desalentado.

—Seguramente sí —murmuró, sonriendo con malicia.

Klug, permanecía callado, atento, muy interesado. Krastiva se mordía un labio en un mohín distraído e inconsciente, como una niña pillada en falta en clase.

—La cuestión ahora. —Olaza nos devolvió a la realidad, no sin denotar en el tono de su voz cierta impaciencia— es por dónde se entra ahí. ¿Qué opina al respecto, señor Craxell? —preguntó incisivo.

—Tranquilícese, capitán —dije entre dientes—. En estos casos conviene tener la mente fría. —Solté a propósito tan tópica frase—. Si no acertamos, moriremos todos juntos, igual que hermanos cristianos —sentencié en plan fúnebre.

—Entonces será mejor que esté seguro. Usted irá delante —gruñó el oficial con voz queda—. Será nuestro «héroe».

Rechacé la idea con la mano derecha. Sin embargo, calculé que, en un instante, dado el consiguiente terror, podría perder el control de mi vejiga.

—Busque el Ank —le pedí al guardia suizo que se encargaba de controlar lo que aparecía en la pantalla.

El aparato de chips y plástico ensamblado que era el teclado del ordenador crujió de nuevo bajo la presión de sus dedos presurosos.

—No hay nada de eso. —Estiró sus largas piernas debajo de la mesa—. No… —dudó un momento.

—Por fuerza ha de estar. El Ank es un símbolo identificativo por excelencia.

—Aquí… aquí hay un escarabeo en lo que es un brazo. —Agrandó la imagen—. Y también aquí… No. No es —insistió.

Pensativo, me rasqué la cabeza.

—¿Tienen unas hoja de papel y un lápiz? —solicité apretando los puños.

Mi petición dejó estupefactos a los presentes. ¿Un lápiz? ¿Un papel? ¿Allí? ¿A quién se le podía ocurrir pedir cosas tan elementales en aquel universo tecnológico?

Scarelli parpadeó confuso. Después se encogió de hombros con impaciencia.

—¿Le servirá un bolígrafo? Dudo que haya lápices aquí.

Asentí con la cabeza.

Él extrajo un Mont-Blanc de plata del bolsillo interior de su americana. Sin duda era otro gesto de vanidad a sumar al Rolex.

—Servirá —repuse, lacónico—. ¿Y un folio? ¿Es posible? ¿O es mucho pedir? —inquirí, irónico. De reojo, descubrí que Krastiva me miraba con profunda admiración.

Monseñor Scarelli torció el gesto con sarcasmo.

Puse el DIN A4 blanco sobre la pantalla del ordenador y fui dibujando sobre él, recorriendo líneas concretas camufladas entre las que formaban el dibujo de Isis. Ante los ojos atónitos del cardenal, de los operadores de ordenadores y del resto de los guardias helvéticos, además de mis compañeros de aventura egipcia, fue apareciendo una llave de la vida, un Ank. Allí estaba al fin, nítida. Solté un suave silbido.

—Estaba oculta por el propio cuerpo de Isis —dijo Scarelli como si hablara consigo mismo—. La misma cabeza es la parte superior. —Señaló triunfal—. Le felicito, señor Craxell.

Un atisbo de cortés sonrisa asomó a mis resecos labios.

—Era fácil —respondí sin sentirme halagado—; al menos para mí. —Resoplé con desdén.

En mi mente se fue haciendo la luz. Si estábamos en la llave de Isis, eso quería decir que… ¡nos hallábamos cerca de El Cairo! Me puse alerta de pronto. Una débil esperanza comenzó a crecer en mi interior. Yo tenía amigos poderosos en la capital egipcia; quizás pudiera contactar con ellos y huir. Más tarde, claro está, ya regresaría para internarme en aquella asombrosa ciudad-templo de Amón-Ra, que para mí era ya como un poderoso imán.

Pero sonó una voz ronca que me hizo temblar.

—Dígame cómo entrar.

—No lo sé —dije vencido por el reto—. No he estado nunca ahí, capitán Olaza… ¿Cómo diablos quiere que lo sepa? —Estiré el cuello y contesté asustado y enfadado a un tiempo—. Seamos coherentes. Yo ignoro qué obstáculos podemos encontrar a nuestro paso. Esto es nuevo para mí. No se parece a nada que haya visto anteriormente. Probablemente habrá trampas, y muchas serán mortales. Ya lo verán —sentencié con gesto adusto.

—¿Y qué podemos hacer? —me preguntó inquieto el oficial de los guardias suizos al comprender las tremendas dificultades físicas y los riegos letales que entrañaba la misión que tenía encomendada por el Vaticano. Dos a uno a que aquello excedía en mucho a su deber, a la letra pequeña de su contrato profesional con la Ciudad del Vaticano.

Guardé silencio, y en el fondo de mí me alegré del temor que vi reflejado en sus acerados ojos.

Por más que miraba aquella impensable obra de ingeniería, que conjugaba lo práctico con una seguridad meticulosamente calculada, diseñada de forma tan delicada que su belleza impresionaba a cualquiera, no veía por dónde podía accederse a su interior.

Dentro de nuestra precaria situación, se imponía una reflexión tranquila. Así que me puse a cavilar.

«Una hermosa e inaccesible mujer, a fin de cuentas, no es cualquier mujer, es una diosa, Isis. ¿Por dónde puede entrar un mortal en el seno de Isis?». Trataba de pensar como lo haría un auténtico egipcio de tiempos pretéritos, de adaptar mis procesos mentales para equipararlos a los de ellos y a su extraordinaria ciencia, y así poder deducir correctamente.

Y aquello me dio resultado.

—Las mujeres engendran vida con su vientre, por así decirlo ¿no? —pregunté, afirmando—. Entonces… —Miré atentamente el atuendo, con forma de ave de Isis, que se cerraba ceñido a su cintura— éste puede ser el punto que buscamos. —Señalé sin vacilar un instante el cierre de su cinturón.

Oí alrededor unos cuantos suspiros de alivio, más o menos prolongados.

—¡Por fin! —pronunció el cardenal Scarelli. Su sombrío rostro se iluminó de repente—. Proceda con lo previsto, capitán.

—Sí, monseñor… Bien, ¡recogemos! —exclamó con voz potente el capitán Olaza—. Quiero a todo el mundo en sus puestos, y localícenme ese punto. —Sacudió la cabeza con energía—. Lo quiero para ayer.

La eficacia de aquella exigua tropa vaticana no dejaba de sorprenderme. Daba la impresión de que se tratara de una troupe de teatro acostumbrada a cambiar los decorados de cada acto con inusitada precisión.

Cuando nos hallábamos sobre lo que se suponía era el acceso al legendario inframundo egipcio, pensé que quizás después de todo me había equivocado. Pero no había tiempo para rectificaciones. «De perdidos al río», calculé mentalmente con lúgubre ironía.

Sólo una superficie lisa, recubierta de arena y piedrecillas, ocupaba aquella área desértica de grandes proporciones.

—¿Es aquí, señor Craxell? —inquirió Scarelli con voz apagada—. ¿Está seguro de ello? —insistió mientras me observaba de arriba abajo, dubitativo aún.

—¿Es exactamente éste el punto que el satélite indicaba? —pregunté tras un breve titubeo, temiendo la respuesta, y zafándome hábilmente de su sospecha. Tenso, aguanté la respiración en espera de su réplica.

—Puedo asegurarlo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Esté tan seguro como que todos vamos a morir algún día —apostilló en plan sepulturero—. Estamos justo sobre él.

Repuse sin pestañear:

—Entonces…, habrá que excavar. —Me encogí de hombros con indiferencia—. Digo yo… Puede hallarse a alguna profundidad. ¿No le parece? —Le reté con la mirada. Me la jugaba a una sola carta si no estaba en lo cierto.

Monseñor Scarelli meneó la cabeza e hizo una seña para que se acercasen más los hombres del capitán Olaza, precisamente los que controlaban en todo momento a Krastiva y a Klug. Fueron los peones elegidos. Con palas y picos en su manos, comenzaron a picar en círculo, poniendo todo su empeño y el vigor necesario de sus recios músculos en la operación.