Por cuenta del Santo Padre
El automóvil circulaba a una buena velocidad, cruzando el desierto en paralelo al Nilo como un animal metálico que huyera de un temible depredador.
Las ventanillas permanecían abiertas y el aire golpeaba nuestros rostros a la vez que llevaba a nuestros oídos el único sonido existente. Era el producido por el roce de los neumáticos contra el pétreo y arenoso suelo del Sahara, haciendo saltar las piedras más pequeñas como diminutos insectos arrollados por el poder humano.
En el aire flotaba, a medida que reducíamos distancias con el gran río, el delicado aroma que desprendía la tierra limosa y húmeda de sus orillas y, a lo lejos, comenzaban a aparecer los cuadrados de tierra labrada donde la brisa ondulaba los campos de índigo entre sicómoros y bananos de lujuriante follaje.
Era la orilla oriental, donde la verde esmeralda vegetación desafiaba la sequedad y la muerte amparándose en su poderoso aliado acuático. El trecho del Nilo, junto al que rodábamos en ese momento, era más estrecho que el resto. Permitía observar mucho mejor la otra orilla, la occidental, que aparecía como una parcela de vida.
Hice una mueca furtiva.
Miré a Krastiva y luego a Klug. Parecían dos niños que hubieran hecho algo malo y esperasen su correspondiente castigo. Ambos permanecían mudos, muy ensimismados en la profundidad de sus propios pensamientos.
—¿Estáis bien? —pregunté retóricamente para romper aquel ansioso silencio—. Debemos reponernos y proseguir. Ahora, lo más importante es sobrevivir. —Después me pasé el revés de la mano izquierda por la barbilla, a contrapelo.
Krastiva esbozó una forzada sonrisa. Después suspiró elevando y bajando el pecho, y dejó que unas lágrimas resbalaran dócilmente por sus mejillas.
El austríaco asintió de mala gana. Observé que parpadeaba nerviosamente y sus manos luchaban una con otra, intentando entrelazarse y desentrelazarse.
—¿Nos volverán a localizar? —me preguntó, temeroso y mirando hacia el fondo de la pista.
—Sí, seguro que sí —repuse con voz queda, volviendo la cabeza de nuevo—. Y habremos de estar mejor preparados. Si podemos… —insistí al ver su huidiza mirada—. Ahora tenemos armas. —Krastiva bajó los ojos y meneó la cabeza—. Bueno, las pistolas —arguyó con un tono de voz que dejaba traslucir su renacida ira.
—O ellos o nosotros —dije. Y luego—: Esto parece que va en serio —pronuncié con expresión adusta—. ¿No lo veis así? —Reconozco que la pregunta era desganada, mecánica.
—Por supuesto que sí —repuso la periodista asintiendo enérgicamente.
La monotonía del árido y hostil paisaje nos permitió, sin embargo, reponer la estabilidad mental que habíamos perdido y así recuperarnos del shock sufrido tras la intensa tensión producida por aquella tenaz persecución.
—Estamos llegando —anunció el taxista con tono neutro. Yo creo que lamentaba el cercano fin de la aventura que, sin lugar a dudas, le había aportado fuertes sensaciones nunca vividas con anterioridad. Por suerte, su taxi sólo presentaba un par de agujeros de bala en la parte trasera de la carrocería.
—Es verdad… —comentó satisfecho—. El río se ha ensanchado considerablemente. ¡Mirad! Hay un par de cruceros de lujo que se acercan —confirmé.
—Eso nos complicará las cosas —dijo con resabio la rusa—. ¿No lo crees? —inquirió frunciendo el entrecejo.
Esbocé una sonrisa irónica que ella captó al instante.
—Todo lo contrario —la contradije, cruzando mi mirada con la suya tras girar la cabeza más de noventa grados—. Ése será precisamente nuestro mejor camuflaje.
Los ojos de la eslava y del germano se abrieron como platos.
—Sí, claro —musitó ella. Luego suspiró—. Pasaremos desapercibidos. —Su exquisita nariz se arrugó.
Miré a una y después al otro.
Se miraron entre sí y afirmaron levemente con la cabeza.
Puse en la mano derecha del taxista egipcio 1.500 dólares americanos a cuenta de las «molestias» y lo despedí con un fraternal abrazo, todo ello sin salir aún del vehículo. Mi gesto lo conmovió. Deseaba que se sintiese emocionalmente agradecido y comprometido con todos nosotros. Lo último que necesitábamos era que nos vendiese a nuestros perseguidores.
Tintyris se alzaba imponente con sus capiteles antropomorfos, coronando sus doradas columnas de piedra arenisca. Aparecía desierto, abandonado brevemente, esperando que la nueva clase de «adoradores», que eran los turistas, llenase sus patios y profanara sus cámaras sagradas con su presencia disparando sacrílegos flashes para atrapar los únicos tesoros a la vista, que eran sus pinturas.
Penetramos decididos en su interior, en silencio, observando cada signo, cada relieve. Admiramos los pigmentos de sus paredes y columnas que, con más de tres mil años de antigüedad, se resistían a desaparecer.
Estábamos sobrecogidos. Un aire pesado ocupaba los recovecos, las cámaras y hornacinas recubiertas de secretos. Allí se mostraban los más oscuros arcanos de los sacerdotes de Isis cuyo significado, aún hoy en día, se ignora por completo.
Reflexioné en silencio.
—Hemos de darnos prisa. Lo que nos interesa está en la cámara más interna del templo. No os entretengáis —les dije, apresurándoles. Me pasé la reseca lengua entre los dientes.
Recorrimos la distancia que nos separaba del pabellón principal a grandes zancadas y, una vez en la cámara que antaño fuera el santuario de Isis —conteniendo un ídolo de oro con las alas extendidas—, Klug repitió la operación realizada en Philae con idéntico resultado; sólo que esta vez el lugar señalado no era ningún complejo ritual ni funerario.
—Ahí —señaló el orondo anticuario con la cabeza— no hay nada. —Carraspeó—. Sólo arena y arena —añadió arrastrando las palabras.
—Tiene que haber algo —insistí con terquedad. No soy de los que se rinden precisamente ante la primera dificultad.
Me acerqué agachándome, para ver mejor.
—No tiene sentido. Quizás hemos hecho algo mal… No lo entiendo. ¿Me lo podéis explicar? —quiso saber aquella belleza de las nieves rusas, reprimiendo luego un bostezo.
Isengard la miró con dureza. Después soltó un perspicaz gruñido.
—Los trazos no mienten —afirmó agriamente—. ¡No hay nada! —casi gritó.
Ella asintió a regañadientes.
—Vale, vale. No nos pongamos nerviosos —intercedí con decisión—. Algo habrá. —Incómodo, me encogí de hombros—. Claro que sí. Iremos de todos modos.
Un silencio sepulcral se instaló entre nosotros. Después se dejó oír un rumor de alegres voces y risas, acompañado de fuertes pisadas.
Llegaban los grupos de inevitables turistas, la nueva «plaga de la langosta» que, no obstante, tantas divisas proporciona a Egipto.
—¡Vámonos! —exclamé hastiado—. Borra eso, Klug… ¿Puedes? —le pregunté con una alta dosis de sorna.
El semblante del vienés se volvió hosco.
—Claro. ¿Cómo no? —farfulló, malhumorado.
Krastiva forzó una sonrisa de circunstancias.
Ataviados con aquellas túnicas podíamos pasar por turistas que las hubiesen adquirido en algún mercadillo anexo al recinto, o incluso en el mismo barco de pasaje que había traído a los turistas que lo invadían todo.
Esperamos a que llegasen los primeros extranjeros de visita y les sonreímos fingiendo hacer fotos. Pero un guía nativo nos recriminó con un elocuente gesto de enfado, y luego nos advirtió en un buen inglés, pero en tono ciertamente áspero, que no usásemos el maldito flash para obtener mejores instantáneas.
Asentimos sumisamente, balbuciendo antes una disculpa de compromiso, y sin más historias intrascendentes nos mezclamos con el grupo. El rostro del guía se iluminó al instante con una sonrisa jovial. Salimos con ellos al exterior, y entonces los vimos… Nos estaban esperando. ¿A quién si no?
Eran tres hombres, tres tipos duros, lo más parecido a guardaespaldas. Altos y corpulentos, esos «armarios» vestían shorts y camisetas de tirantes. De sus cuellos de toro colgaban sendas cámaras fotográficas digitales. A simple vista parecían tres turistas más, o quién sabe si gays de gimnasio en viaje cultural; para alguien despistado y que no espere sorpresas. Sólo su porte marcial y arrogante, y lo demasiado parecido de sus ropas, añadido a un excesivo interés en observar a las personas más que a las piedras, nos alertó lo suficiente.
—¡Están aquí! —señaló Krastiva, nerviosa.
Me mordí el labio inferior.
—Esos cabrones han debido reinterpretar el mensaje de haces de luz de Philae —comenté, ceñudo.
—Estamos perdidos —dijo el anticuario con el temor saltándole de los acuosos ojos azules—. No permitirán que escapemos.
Los «gorilas» se unieron a uno de los grupos cuando varios de éstos se juntaron sin querer a la entrada del recinto; así que les perdimos de vista, al menos momentáneamente.
—Ya veremos —repliqué con recobrada energía tras una pausa—. Aún no nos han cazado. Vamos a mezclarnos con los turistas. Regresan a su barco.
Mientras tanto, los «gorilas» registraban el milenario recinto.
—Vamos al embarcadero —dijo el que parecía ser el jefe al caer en su error—. ¡Rápido! —exclamó, furioso.
En ese intervalo, nosotros subíamos a la motonave atravesando la pasarela que permitía el acceso. Íbamos mezclados con los dos grupos de turistas en que se habían dividido sus pasajeros. Entre el tumultuoso y nutrido gentío que formaban pasamos totalmente desapercibidos.
No tardó mucho tiempo en ponerse en marcha el pesado navío de recreo. Haciéndonos los despistados nos situamos junto a una de las tiendas que vimos en el amplio y lujoso hall, cuando sentimos a la vez que todo se oscurecía en torno nuestro.
No supimos qué ocurría hasta que despertamos. Nos habían sorprendido por la espalda, narcotizándonos con una simple aplicación de triclorometano en un abrir y cerrar de ojos.
Ignoro cómo nos sacaron del barco, pero supongo que ya tenían planificado el modo de hacerlo. Meternos en una lancha neumática con motor fuera borda era muy fácil si tenemos en cuenta que a popa, donde descansa la tripulación en esos grandes buques turísticos que, incansables, surcan todos los días del año el Nilo, no suele haber turistas curiosos. Miré medio aturdido, con la vista aún borrosa, intentando adivinar dónde me hallaba.
El aire olía a humedad, a tierra mojada, mezclada con especias. ¡Recordaba aquel olor penetrante que relajaba mis fosas nasales! Era una choza de adobe, pero ¿dónde se encontraba? Junto a mí estaban, tendidos, Krastiva y Klug. Ambos comenzaban a rebullirse. Despertaban a la dura realidad que de nuevo nos tocaba afrontar.
Nos habían atado las manos a la espalda y teníamos los pies atados como morcillas. Un frío húmedo y mórbido me recorrió el espinazo. Nos habían cazado como a ratones. Empezaba a creer que ellos nos dirigieron hasta el barco deliberadamente.
Largos lienzos de sombras negras, heridas por la escasa luz que penetraba por la puerta, estrecha como la boca de un lejano túnel, nos mantenían en una inquietante penumbra, al fondo de aquella miserable choza.
Una figura masculina de rostro avinagrado se recortó en el umbral de la choza, apoyando sus manos en las jambas torcidas.
—Vaya, vaya, así que ya habéis recobrado el conocimiento —murmuró, sarcástico, el «gorila»—. ¡Eh! ¡Venid! ¡Ya están conscientes! —gritó, volviendo la cabeza hacia afuera.
Dos hombres se acercaron a grandes zancadas. Asomaron la cabeza para comprobar la veracidad de aquellas palabras.
—Hay que avisar a monseñor Scarelli —dijo uno de ellos, el que sin lugar a dudas era el jefe—. Querrá interrogarlos. —Nos dirigió a los tres una severa mirada—. Avísale, Alman —ordenó, tajante.
No tardó en hacer su aparición un nuevo personaje que sin duda tenía mucha ascendencia sobre aquellos hombres rudos, acostumbrados a recibir severas instrucciones.
Todos penetraron en el reducido espacio de la choza, inundando de luz la pieza con las potentes linternas que portaban en sus manos. Pude comprobar que, a excepción de nosotros tres, no había absolutamente nada allí dentro. La vivienda se encontraba vacía de mobiliario. Sólo vi paredes de adobe, desportilladas y resecas, y el ondulante suelo de tierra húmeda sobre el que descansábamos como podíamos.
—Me presentaré. —Sonrió el recién llegado, desplegando toda la amabilidad de la que era capaz de hacer gala en tales circunstancias, anómalas cuando menos para un hombre de Dios—. Soy monseñor Scarelli y estoy al cargo de esta investigación por cuenta del Santo Padre. —Hablaba un inglés muy fluido, pero con fuerte acento italiano.
Llevaba el pelo muy corto. Su cabeza, redonda y con ojos saltones, resaltaba desagradablemente. Sus labios, gordezuelos y alargados, aparecían excesivamente húmedos. Por lo demás, su figura, extremadamente delgada, obligaba a centrar la vista en su peculiar testa.
El cardenal Scarelli vestía un traje gris marengo de excelente corte y una camisa negra, sin alzacuellos. En su muñeca derecha brillaba un Rolex Cellini Classic, de refinada simplicidad y con correa de cuero; sin duda era un capricho para calmar su vanidad.
Se fijó inquisitivamente en la rusa y en mí.
—Sé que ambos buscan algo para el señor Isengard. —Miró con desprecio al aludido, clavando en él su fría mirada—. Ahora trabajarán para mí. No tienen otra alternativa.
Apreté los dientes antes de levantar la vista.
—No comprendo qué interés puede tener el Vaticano en este asunto —intenté sonsacarle al monseñor de marras, haciéndome el despistado.
Aquel alto cargo de la Iglesia Católica Apostólica Romana sabía usar sus labios peligrosamente. Esta vez me sonreía, pero fue con un cinismo harto significativo.
—No me tome por imbécil, señor Craxell —replicó con sequedad—. Soy consciente de que el señor Isengard le habrá puesto al corriente sobre qué es lo que buscan él y sus cómplices. —Monseñor Scarelli cruzó los brazos y ladeó la cabeza—. Le aseguro, señor Craxell, que somos los «buenos» de la película. —Me lanzó una mirada elocuente.
—Por no decir que son la Iglesia Católica, los que siempre están en poder de la verdad absoluta —ironicé para provocar a mi interlocutor.
—Por favor, señor Craxell… —Abrió teatralmente los brazos en cruz—. Si no fuese así, ¿cree que no hubiéramos castigado su acción en el desierto? Lamentablemente, perdimos con el helicóptero al padre Pierre y a un guardia suizo, Jean.
Resoplé con desdén.
—¡Cuánto cura! —exclamé indignado. Después, para sacarle de sus casillas, le dirigí una sonrisa burlona.
El obvió comentar mi mordaz sarcasmo, pero se puso visiblemente rígido.
—Iremos juntos a partir de ahora. Créame si le digo que no le perderemos de vista. Tengo en mi poder la «famosa» llave —la hizo saltar sobre la palma de su mano—, y sé exactamente cuál es el punto señalado en el santuario del templo de Tintyris. Iremos al desierto a encontrar la salida de la ciudad-templo de Amón-Ra.
—¿Qué buscan? —le espeté con rabia—. ¿Más tesoros? —dije interrogativamente—. Tienen el Vaticano lleno de objetos de arte, esculturas, joyas, cuadros.
Krastiva alzó su mano diestra en señal de rechazo.
—¿Para qué quieren más riquezas? —preguntó sin preámbulos—. ¿O tal vez piensan ampliar el Vaticano? —Casi le escupió.
Monseñor Scarelli torció el gesto antes de hablar.
—Señorita Iganov —se dirigió a ella por su apellido, en un alarde de fina educación—, como usted sabrá, el Vaticano pasa por momentos delicados a nivel de imagen internacional, así como económicos. —Chasqueó la lengua, impaciente—. No le voy a ocultar que no podemos permitirnos el lujo de ver cómo se azuza contra nosotros a más enemigos de la Iglesia.
—Y esto les pone nerviosos —comentó Krastiva con guasa.
—Así es —contestó él, malhumorado y despreciativo.
—Y «cristianamente» nos van a eliminar, a mayor gloria de Dios, claro. —Y añadí sonriendo—: ¿No es así? —A continuación hice una mueca burlona.
El pasó por alto mi apreciación.
—Aún no —sonrió cínicamente— porque les necesitamos. Sus conocimientos nos resultan imprescindibles para hallar la ciudad-templo y destruirla por completo. Luego ya veremos cómo nos deshacemos de ustedes tres. —Arrugó peligrosamente la frente—. En especial de usted, señor Isengard. —Lo miró con profundo odio. Sus ojos, inyectados en sangre, y su expresión de dureza le hizo tragar saliva al anticuario. De hecho, su nuez subió y bajó bruscamente a lo largo de su garganta como un anuncio de muerte.
—Han ejecutado a otros dos hombres. Y a saber a cuántos más —le solté con rabia mal contenida—. ¿Y en pro de qué? Déjeme que se lo diga… —musité con descarado desdén—. ¿Es quizá de una causa que ya no le importa a nadie? ¿O bien para mantener la máscara resquebrajada y vieja sobre el rostro de una institución tan corrompida y manipuladora que sólo busca su propio beneficio? No han evolucionado con el paso del tiempo. Siguen anclados en la Edad Media, y ya les gustaría resucitar a la Santa Inquisición, pero no pueden porque no les dejan.
—Es usted muy valiente, muy quijotesco, como dicen los españoles. —Rió quedamente para sí—. Pero ya veremos cuánto tiempo es capaz de mantener su arrogancia, esa pose de caballero andante, señor Craxell… —Se me hizo un nudo en el estómago—. ¡Llevadlos al jeep y vigiladlos de cerca! —vociferó, encolerizado—. Pero hacerlo por separado, uno en cada jeep. No me fío de que no vuelvan a fugarse.
Un nutrido contingente de guardias suizos, en uniforme de combate, se aprestaba a salir en dirección al desierto, al punto marcado por los sacerdotes de Isis en Tintyris. En perfecto orden, seis jeeps y un helicóptero —al parecer, disponían de dos— tomaron rumbo a la llave de la diosa Isis, donde indicaba el dibujo que mostraba las líneas que unían las estrellas de la constelación de Orión. Algo dentro de mí me decía que nuestros captores tenían mucha más información que nosotros, y que tan solo habíamos sido hasta entonces la liebre de la «cacería».
Sentado de espaldas a la cabina, en el remolque del todoterreno de fabricación nipona, rodeado de petates y pertrechos para excavar, vi que la choza semiderruida que nos había servido de celda temporal se iba empequeñeciendo como indicándome las escasas posibilidades que nos quedaban de sobrevivir.
Krastiva y Klug, por su parte, viajaban en sendos jeeps con remolque y sólo podía ver un brazo de cada uno de ellos, igualmente atado a su espalda, como a la mía. El helicóptero sobrevolaba con su característico ronroneo al convoy a medida que los vehículos iban ocupando su lugar en el pedregoso arenal por el que rodábamos; volaba en círculos concéntricos, ascendiendo y descendiendo regularmente.
En mi mente, iban encajando las piezas de aquel rompecabezas. Cada personaje ocupaba ya su puesto en escena. El segundo acto de aquella inaudita obra de teatro comenzaba ya. ¿Seríamos simples actores secundarios o los principales?
Las líneas que dejaban los neumáticos tras nosotros creaban una singular perspectiva. Era como una autopista multicarril por la que los servidores de las parcas iban dejando su estela mortal. El traqueteo me adormecía y mis piernas se dormían. Luché por permanecer despierto, pero el cansancio empezaba a hacer mella en mi cuerpo y, además, el agotamiento hacía que fuesen decreciendo mis fuerzas, todo en una especie de duermevela, hasta que finalmente me quedé profundamente dormido.
Un frenazo brusco y el ruido del metal rozando contra el metal me despertaron sobresaltado. Al parecer, habíamos llegado al final de nuestro impensable periplo. El cardenal Scarelli bajó de la cabina y se dirigió al jeep en el que viajaba Klug. Le habló algo casi a gritos. No pude oírlo, ya que un viento proveniente del oeste arrancaba del suelo nubes de arena que rozaban las carrocerías, produciendo un sonido sibilante y estridente que impedía que me llegasen sus palabras. Luego caminó con decisión hacia mí, tapándose la cara con la mano de manera penosa mientras clavaba sus pies torpemente en la arena, empujado por el cada vez más fuerte viento.
—Señor Craxell, vamos a instalarnos en este punto, que es el área indicada en Tintyris como la salida de la ciudad-templo de Amón-Ra. Le confiaré su custodia al capitán Olaza —dijo con una leve sonrisa—. Le puedo asegurar que no será paciente con usted, ni tampoco le concederá respiro. No le enfade. —Calló un instante y luego añadió desenfadadamente—: Le dirá que no es nada personal. Ya sabe… —Rió sarcástico.
Me encogí de hombros, impasible.
Él hizo una mueca irónica, y después me lanzó una mirada penetrante.
Los seis jeeps y sus correspondientes remolques fueron formando una especie de círculo amurallado. Dentro de éste, se alzaron rápidamente varios iglús que fueron inmovilizados en la arena por largas estacas, a las que le sujetaron cuerdas de resistente nailon. Los guardias suizos echaron sobre éstas un enorme toldo que enseguida trabaron en las cabinas de sus vehículos, y bajo aquél se desplegaron para levantar el campamento como si de la jaima de un antiguo patriarca beduino se tratara.
Grandes alfombras fueron desenrolladas, tras allanar el suelo y librarlo en lo posible de la mayor cantidad de arena. Numerosos cojines se «sembraron» sobre ellas. Además, varias sillas plegables se situaron en círculos en uno de los flancos.
Todo parecía estar previsto con aquellos «rambos» de la Iglesia Católica. Diversos materiales informáticos y electrónicos salieron de los petates y fueron instalados dejando, en un verdadero lío, numerosos cables en el suelo. Casi en un abrir y cerrar de ojos, vimos instalado un completo centro de operaciones de última tecnología.
«La Iglesia vive anclada en el pasado, pero, cuando le interesa, hay que ver cómo se moderniza», pensé mordaz. Al poco, noté un extraño tic en mi mejilla izquierda.