Las alas de Isis
El largo periplo que habían iniciado para huir de los ejércitos de la Roma de Oriente concluía ahora ante la imposibilidad de salir a mar abierto sin estar fuera del alcance de la flota sabea. Se imponía, pues, un cambio drástico en la ruta definitiva a seguir. Persia quedaba ahora lejos, perdida más allá de las brumas que apenas se acertaba a presentir.
El antiguo Imperio Axumita, dividido ahora en pequeños reinos tribales, se había retirado hacía más de centuria y media de la antaño rica y próspera Meroe. Era un imperio venido a menos tras sufrir una larga decadencia. En otros tiempos, los reyes de Meroe habían llegado a dominar Egipto. De hecho, la XXV dinastía de faraones, de los faraones negros, había salido de Meroe para reinar sobre Egipto, Meroe y Etiopía. Fue el imperio más poderoso y extenso del continente africano. Faraones como Tanutamón o Taharqá habían dejado su impronta en la Historia, para mayor gloria del Imperio Meroíta.
Ahora se abría ante los exiliados egipcios como una puerta a la libertad. Sus restos se alzarían, una vez más, para cobijar a sus parientes más cercanos, caídos en desgracia, debilitados por el tiempo que corroe sin remedio a los imperios más potentes.
El telón final caía sobre la altanera nación egipcia, cerrando así un capítulo dorado de la historia de la humanidad.
—Si nos persiguen… —dijo Amhai con voz queda.
Nebej enarcó mucho las cejas.
—Lo sé —musitó, pensativo—. Soy consciente de que hemos tenido mucha suerte en este enfrentamiento.
—No será siempre así. —El visir lo miró entristecido—. Si nos atacan de nuevo, no podremos salir ilesos —dijo con amargura—. Me preocupa toda la gente que confía en nosotros y que viaja confiada en el vientre de estas naves.
—Se lo pensarán antes de intentar darnos caza —afirmó Nebej apretando los dientes—. En dos días habremos llegado al punto de la costa que buscamos.
Amhai sacudió la cabeza perplejo.
—¿Conoces el lugar al que nos dirigimos? —le preguntó, Amhai, asombrado—. ¿Lo has visto? ¿Has estado allí? —repitió, incrédulo.
Nebej tragó saliva.
—No, claro que no. Nunca he estado antes. —Hizo un expresivo gesto—. Pero algunos sacerdotes de Amón se refugiaron en la ciudad-templo de Amón-Ra cuando los axumitas invadieron el Reino de la Candace.[16] Ellos nos describieron, con todo lujo de detalles, los pormenores de su vida, su arquitectura y gobierno. —Arrugó la frente—. Fue un imperio poderoso que incluso sobrevivió al poder omnímodo de Roma. También venció en un par de escaramuzas. Sólo por eso se ganó su respeto para siempre.
—¿Qué tienes pensado que podemos hacer? —le preguntó preocupado—. Porque presumo que has medido cada detalle. —Sonrió Amhai.
—Dejaremos los navíos en una caverna natural de grandes proporciones que se abre al mar. Es una especie de canal marino que ha horadado la roca, adentrándose en tierra. Siempre podremos disponer de ellos, si los necesitamos… —Por un instante, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra pareció indeciso—. Después compraremos dromedarios para transportar absolutamente todo lo que llevamos a bordo. Será una larga y pesada travesía tierra adentro. Te lo puedo asegurar.
—¿Qué crees que encontraremos al llegar allí?
Nebej suspiró levemente.
—Buenooo… —arrastró esas vocales con cierta tolerancia—, posiblemente ciudades abandonadas, ruinas y algún templo abandonado. Nada que no se pueda reconstruir.
Paternalmente, Amhai pasó su brazo por el cuello de Nebej, y luego le habló como lo haría a un hijo.
—Tú eres el futuro de Egipto y me alegro de que así sea. Hace falta savia nueva… Sólo con hombres como tú, seguros de sí mismos, con visión de futuro y ansiosos, se podrá devolver la independencia y el respeto a la nación egipcia.
—Agradezco tu confianza en mí, noble Amhai —contestó rápidamente—. Y confío en ser merecedor de ella.
El visir asintió despacio, y luego lo miró en silencio.
La flota sabea, dañada considerablemente por la tenaz defensa de los barcos egipcios, los había seguido durante horas para retornar a su base con las manos vacías. El tesoro que creían tener ya cerca, se alejaba de ellos. Pero el ambicioso monarca no se rindió tan fácil.
Dos días más tarde, ocho navíos sábeos se lanzaban tras las birremes egipcias, conocedores como eran de que no encontrarían un lugar donde esconderse en todo el litoral africano. Abiertos en abanico peinaron iteru tras iteru el Mar Rojo, desembarcando en los puntos de la costa que creían podían haberles servido para huir de ellos, quizás hundiendo sus propios barcos; pero nada encontraron.
No había huellas en forma de restos navales. No había rastro. Nada de nada.
Parecía que el mar se hubiese tragado a la flotilla egipcia. Así, tras patrullar durante otros dos días las aguas que bañaban la costa africana, los sábeos, muy desmotivados, decidieron abandonar la tenaz búsqueda y regresar a puerto.
Soram V montó en cólera al saber que no podía llenar sus arcas con el oro del joven faraón Kemoh. Sus sueños de conseguir un ejército poderoso para hacer frente a sus propias ambiciones, invadiendo a sus vecinos, se fundía igual que un bloque de hielo a la luz solar del mediodía.
Y, lógicamente, alguien debía pagar por ello. Ijmeí fue el elegido a pesar de ocupar el cargo de jefe de la Guardia Real Su despiadado monarca decidió que ese sacrificio era necesario para calmar su ira. Y ordenó decapitarlo, en un acto público al que asistió todo Balkis.
Un paisaje rocoso, de color gris, se recortaba en el horizonte contrastando con el azul turquesa de un cielo límpido. Las olas golpeaban con suavidad los arrecifes cercanos al acantilado, elevando en el aire pequeñas crestas de espumas blancas.
—Nuestro objetivo está a la vista —anunció el nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra en voz baja.
El rostro de Amhai reflejaba cansancio y dolor, un dolor por su pueblo, por su incierto destino, que no ya por él.
—Espero que al fin podamos descansar en un trozo de tierra, en paz. —Indicó vagamente la zona.
Nebej lo observó con los párpados entrecerrados.
—Lo conseguiremos. Amón-Ra nos llevará en su aliento y las alas de Isis nos protegerán siempre. Allí. —Señaló al punto más alto y escarpado del acantilado, oculto a la vista desde el mar al interior por un canal por el que cabrían juntos hasta siete navíos— vi, en un papiro antiguo que dibujó un sacerdote de Amón-Ra que vivió en la necrópolis meroíta, un perfil y cómo es su interior. Entraremos en él por el lado norte, el único que es en realidad accesible a la navegación.
—Habrá arrecifes. Desde aquí se ven muchos. Podrían rasgar la quilla. —Se preocupó el visir—. ¿Cómo lo haremos? —quiso saber.
El sacerdote esbozó una ancha sonrisa.
—En el lado norte no hay arrecifes. Pararemos en fila uno tras otro. Lo haremos igual que una hilera de patos que siguieran obedientemente a su madre.
Amhai asintió con lentitud.
Las birremes de diseño romano fueron internándose de ese modo en el estrecho canal, el cual permitía un acceso libre de rocas sumergidas que pudieran dañar sus cascos. Así, bordeando la costa, pegados virtualmente a ella, con las velas plegadas y a golpe de remo, los barcos egipcios lograron deslizarse sobre las aguas verdeazuladas, cuya transparencia les permitió a todos los exiliados ver a través de ellas.
Un enorme farallón de piedra se alzaba imponente ante la boca de la caverna, ocultándola a la vista de quien navegara frente a la proximidad de la costa. Tan solo una abertura de aproximadamente 0,60 khets separaba el colosal monolito natural de la caverna que, como la boca de un monstruo de leyenda, se abría oscura y negra, ofreciendo la protección de su profundidad a los fugitivos.
El primer navío fue tragado sin problemas por la negrura de la húmeda boca rocosa, y tras él, penetró el segundo, y tras éste, el tercero. El cuarto buque de guerra se deslizó silenciosamente, y atravesó como los demás el velo opaco que ocultaba el gran canal.
Después todo quedó en silencio. Como si nada hubiera sucedido, el dios Geb ocultaba en sus entrañas a sus hijos.
Las paredes de la caverna se alzaban a 2,60 khets sobre la superficie del agua, creando una sensación de grandiosidad que abrumaba a los empequeñecidos egipcios que profanaban su quietud tras siglos de húmeda y quieta soledad.
Los cuatro barcos se situaron uno junto a otro, abarloados en paralelo, y avanzaron lentamente, sin prisas. La superficie arenosa, como un espejo brillante y frío, devolvía reflejada la luz de los pebeteros y de las antorchas, creando una aureola de luz anaranjada.
Por las paredes húmedas corría el agua que no lograba evaporarse en el interior de la gran caverna, y el sonido de las gotas al chocar con la masa de agua resonaba multiplicándose por mil. Como la poderosa garganta de un dragón sobre cuya lengua viscosa flotaran, la gruta les iba tragando hacia la oscuridad que les iba a servir de escudo protector.
—Encontraremos al fondo una playa de piedras —anunció Nebej con voz inexpresiva—. Tengo grabado en mi mente aquel papiro que con tanto cariño guardaba el viejo sacerdote. Había pertenecido a la familia desde que Softis huyera de Meroe para refugiarse en la ciudad-templo de Amón-Ra. —Torció el gesto en una melancólica sonrisa—. Había sido el gran sumo sacerdote de Amón en Napata…
Siguió hablando de su antepasado, de la maravillosa ciudad en la que éste ejerció como sacerdote. Como cualquier niño, Nebej se dejaba fascinar por sus relatos.
—Parece que no era el delirio de un viejo. Hasta ahora todo ha sido como has dicho —reconoció Amhai.
—Lo que no sé es cómo se sale de aquí —reconoció, encogiéndose de hombros a continuación—, aparte de la entrada por la que hemos penetrado, claro. —Alzó una mano, con la palma hacia arriba, en señal de ignorancia.
—Por fuerza habrá alguna. —Su interlocutor lo miró con fijeza—. Si Softis conocía el lugar, sería por alguna razón importante. Incluso es posible que tuviera uso práctico. Aquí podía esconderse una flotilla de naves de guerra. ¿Encontraremos la salida? —quiso saber el visir, perspicaz.
—Eso creo —siseó Nebej.
Ambos intercambiaron una mirada incómoda.
El aire frío y húmedo de la colosal gruta olía a moho, y también a algo más que era difícil identificar. La superficie del agua reflejaba el color oscuro de las paredes rocosas, haciéndolas parecer negras. En los bordes de los navíos, sus forzados pasajeros se apelotonaban ansiosos por poder pisar al fin tierra firme.
Aquel exilio parecía maldito antes de iniciarlo. Persia quedaba olvidada como una tierra prometida que nunca podrían alcanzar. En su lugar, tenían los restos de un imperio que se extinguió mucho tiempo atrás, y que se presentaba como la tierra de descanso para el atribulado resto del pueblo egipcio.
Grandes reyes como la candace Amanitore habían elevado el Imperio Meroíta a la cima del poder. Eran tiempos gloriosos en los que Amón y el dios león Apedemak correinaban juntos. Ahora, convertidos en apenas unas ruinas, sus ciudades y templos permanecían abandonados incluso por sus conquistadores axumitas.
Quizás en espera de un dueño mejor…
El visir se puso tieso como una vela de junco.
—Allá se ve la playa de la que hablabas —anunció Amhai extendiendo su brazo diestro. Su sonrisa inicial se hizo más amplia.
—Todo es tal y como me lo imaginaba —susurró el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Era una larga playa de piedrecillas y en forma de media luna, de aproximadamente 18 khets de largo. Parecía ser el final de aquella increíble caverna.
Los capitanes de las cuatro birremes ordenaron echar las anclas y todos escucharon a bordo un sonido de hierro al chocar contra las rocas del fondo. En realidad, aquello no debía ser otra cosa que una gigantesca oquedad natural, una masa rocosa de descomunales proporciones.
Dos barcas transportaron a Amhai, Nebej y una docena de soldados hasta la playa de piedras bañadas por las frías aguas.
Los remeros vararon las embarcaciones y esperaron instrucciones.
—Vosotros ocho. —Amhai se dirigió a los soldados que indicó, uno por uno, con su firme índice derecho— id por ese extremo. Estad atentos a cualquier indicio que indique una salida. Buscad una corriente de aire, algo de luz que provenga del exterior…, lo que sea que nos muestre la salida. Nosotros seis investigaremos por el lado opuesto.
Los dos grupos se alejaron de las barcas y, dándose la espalda uno a otro, iniciaron la búsqueda de un conducto que los llevase al exterior.
Cuando llegaron al final de la playa, los soldados encontraron que un montón de grandes rocas se apilaba formando una ladera rocosa de gran altura. Afortunadamente, la pendiente no era muy pronunciada y montones de pequeñas piedras llenaban los resquicios permitiéndoles subir con cierta comodidad.
Con antorchas en las manos, que aplicaban a cada grieta, para comprobar la existencia de corrientes de aire, fueron ascendiendo a buen paso.
En el extremo opuesto sucedía algo similar.
Nebej y Amhai, a la cabeza de un grupo de cuatro soldados y a buen paso, subían por la pared rocosa cuya inclinación facilitaba su ascensión.
—Hay demasiadas grietas —señaló Amhai.
—Y muchas rocas de gran tamaño que se han ido desprendiendo de la pared.
—Sí, eso es lo que me hace concebir la esperanza de que comunique con el exterior —dijo Amhai con mayor convicción.
Ante ellos, casi rozando el techo de la caverna, una roca muy alta y de gran tamaño parecía hacer las veces de columna maestra. Descubrieron que tras ella había una oscura hendidura abierta.
—¡Aquí hay algo! —gritó por fin un soldado algo más abajo.
Inmediatamente, resbalando entre las piedrecillas que se acumulaban en las rendijas de las rocas más grandes, Amhai y Nebej descendieron presurosos hasta el lugar en que se hallaba el hombre de armas.
—Esto es un símbolo parecido a los nuestros, pero no lo reconozco. —Indicó el soldado el signo grabado en la piedra.
Amhai se acercó y lo miró con gran interés.
—Es el símbolo del dios Apedemak, el dios león. Aquí cerca ha de estar la salida —conjeturó, nervioso.
Rodeó la piedra y un nuevo signo apareció. Era un ibis sobre el cual un ojo parecía flotar.
Impaciente, Nebej torció el gesto.
—¿El ojo de Horus? —preguntó desconcertado.
—En este caso debe señalar algo concreto —replicó con un asomo de sonrisa—. No creo que tenga un significado religioso. Aquí no.
—El ibis vuela alto y el ojo indica la dirección para ir a algún lugar… —precisó Nebej.
El visir frunció el ceño y asintió pensativo.
—¡Eso es! —exclamó levantando los brazos hacia el techo—. Para irse… ¡Sígueme! —le señaló, entusiasmado, trepando con casi la agilidad de un gamo.
Cuando Amhai estuvo de nuevo frente a la hendidura, tras la roca, que parecía sujetar el techo de la caverna, metió la antorcha en ella y comprobó que, aunque muy estrecha, permitía sin dificultad el paso de un hombre.
—Es por aquí. —Les miró con aire triunfal mientras mantenía la antorcha dentro del estrecho paso.
De uno en uno. Cuatro egipcios fueron introduciéndose en la hendidura para salir al exterior.
En los navíos, la tensa espera parecía alargar el tiempo. Desde ellos podían observar el bailoteo de las luces que, a modo de luciérnagas, parecían ejecutar una danza ritual. Eran las antorchas que portaban los exploradores y que de pronto desaparecieron. Ante los expectantes ojos de los egipcios las luces dejaron de brillar en uno de los lados de la gigantesca gruta.
Dos horas más tarde, Amhai, Nebej y dos soldados reaparecieron en el interior de la caverna.
—Haced señales con las antorchas al otro grupo para que desciendan hacia la playa —ordenó el visir a la pareja de militares que había aguardado pacientemente dentro de la caverna—. Hemos hallado la salida hacia la superficie. Ya no es necesario seguir buscando más.
Los soldados cruzaron tres veces las antorchas de un lado a otro, y luego comenzaron el descenso tras Amhai y Nebej. Las níveas túnicas de éstos aparecían sucias y parcialmente rasgadas. Pero sus caras evidenciaban alegría por haber encontrado el acceso a la superficie. Bajaban tan aprisa que en un par de ocasiones estuvieron a punto de caer rodando.
—Mi señor —se dirigió, respetuoso, Amhai a Kemoh en cuanto subió a la birreme almirante—, ya hemos encontrado la salida al exterior. Hay que organizar la salida y posterior marcha hacia las ciudades de Meroe.
El faraón asintió meditabundo.
—Tardaremos al menos una semana en salir todos —respondió tras un largo silencio—. Habrá que levantar un campamento allá afuera que reciba a los que vayan llegando de esta gruta.
El visir le dedicó una reconfortante sonrisa a su jovencísimo soberano, pero Nebej frunció el ceño, preocupado.
—Las mercancías que llevamos a bordo no podrán pasar por un paso tan estrecho, al menos no los cofres —admitió con franqueza.
—No te preocupes. Abriremos un acceso nuevo o agrandaremos el ya existente. Dejaré aquí —señaló a los barcos— un retén de guarnición —le tranquilizó Kemoh.
Los ojos de Nebej se iluminaron.
Ocho barcas fueron trasladando a los viajeros hasta la playa de pequeñas piedras y, una vez allí, fueron ascendiendo en fila de a uno por entre las rocas para ir desapareciendo en el interior de la hendidura.
Durante gran parte del día el proceso se fue repitiendo vez tras vez, de forma lenta pero muy ordenada.
Cada uno de los egipcios fue llevando consigo objetos de pequeño tamaño, de oro, de plata… Era todo cuanto podían pasar por aquella estrecha abertura que, serpenteando, ascendía suavemente. Al llegar al final, una gran boca de corte irregular se desplazó a un lado dejando franca la salida.
El aire ardiente del desierto, que estaba formando remolinos, silbó sobre sus cabezas como el espíritu de los que han sido olvidados y claman por su atención. A un khet de distancia fueron alzando el campamento provisional en el que iban a residir temporalmente.
Igual que industriosas abejas, centenares de egipcios fueron agrandando el campamento a medida que emergían de las profundidades rocosas, hasta que éste ocupó una amplia extensión de terreno.
Si se hubiera podido observar todo desde el aire, a vuelo de buitre carroñero, se hubiera visto el improvisado campamento como un enorme disco conformado por círculos concéntricos, cuyo punto central era la tienda más grande, la del faraón no coronado Kemoh y también la de su fiel visir, a los que acompañaba, dado su nuevo estatus, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Amhai reflexionó un instante.
—¿Qué hacemos con los tesoros que no hemos podido sacar a la superficie? —preguntó con escepticismo—. Quedan al menos una decena de grandes cofres que guardan cada uno, en su interior… —Se aclaró la garganta—, la imagen de un dios egipcio de oro puro.
—Si no podemos sacarlos, habremos de prescindir de ellos —razonó Kemoh. Después esbozó una suerte de sonrisa cohibida.
Nebej lo miró de arriba abajo con los ojos entrecerrados.
—Yo me encargaré de extraerlos —se ofreció Nebej, seguro de sí.
Amhai y Kemoh se miraron sorprendidos y con los ojos hablaron sin pronunciar palabra.
El joven faraón asintió sin demasiada convicción.
¿Era posible que Nebej pudiera abrir la roca misma? ¿Tal era el poder de Amón-Ra?
El visir hizo un gesto indefinido. Kemoh, por su parte, se encogió de hombros, risueño.
En la gran tienda del faraón no coronado, azotada por el aire ardiente del desierto que transportaba arena, erosionando cuanto hallaba a su paso, los tres hombres en cuyas manos estaba el destino final de su estirpe planificaban cómo ocultar su rastro, guardando a buen recaudo, para una posible huida en caso de necesidad, los cuatro navíos una vez sacados de éstos sus dioses de oro.