Capítulo 23

Un delgado haz de luz

–¿Nos permitirá llegar a Philae? —le pregunté a la rusa con tono apremiante, señalándola con el índice derecho, tras ver cómo el depósito del jeep engullía el contenido de la única lata de cinco litros que había disponible.

—Sí, claro que sí; no estamos lejos de la presa de Assuan. Luego creo que será mejor abandonarlo y alquilar otro medio de transporte —repuso ella con firmeza.

Me pareció muy coherente. Krastiva se manejaba bien y parecía haberse integrado en el grupo a la perfección. Comenzaba a pensar que la curiosidad había hecho mella en su corazón de reportera.

—¿Por qué a Philae? —inquirió de pronto ella, extrañada, tras subir de nuevo al vehículo.

—Allí hallaremos la primera clave para descubrir la entrada, si es que la hay —le respondió Klug—. Es el lugar donde concluyó la persecución de los legionarios del emperador Justiniano. Nebej estuvo presente y huyó, pero dejó una señal. Si la seguimos, daremos al fin con la ciudad-templo de Amón-Ra —afirmó, impaciente.

Dubitativo, me rasqué la nuca distraídamente.

—¿Por qué desearía Nebej que se conociera la ubicación de ese fabuloso complejo religioso? —le pregunté en voz baja, como si temiese que alguien pudiera oírnos. Estaba cada vez más intrigado por la aparatosa trama en la que nos veíamos envueltos.

Mi interlocutor esbozó una enigmática sonrisa.

—Su temor era que la ciudad quedase enterrada, olvidada, y su recuerdo se perdiera para siempre en el devenir de los tiempos —prosiguió Isengard, que parecía haberse recobrado de un momento de debilidad—. Lo hizo de una manera discreta, con la estrecha colaboración de la gran sacerdotisa de Isis que gobernaba el templo de Philae, así como el de Tintyris.[15] —¿Una conspiración, quizás?— sugerí ansiosamente.

—Es posible —respondió Klug con calma—. Pero siempre que hablaba del gran sumo sacerdote Imhab se referiría a él en términos elogiosos.

—Podría haber deseado su cargo…

—Sí, todo es posible, pero no lo creo —insistió en su opinión.

El jeep había vuelto a rodar hacía un rato a buena marcha y la conversación seguía un curso fluido, a pesar del molesto traqueteo al que nos veíamos sometidos a causa del pésimo estado del terreno. Sobrepasamos la gran presa construida en la renombrada época de Nasser por técnicos soviéticos, aún vigilada las veinticuatro horas del día por efectivos del Ejército egipcio, y aparcamos el vehículo en un lugar bastante discreto.

—Cargad vuestras bolsas y salid despacio. Simularemos ser turistas estándar —les aconsejé a mis compañeros de búsqueda, deseando pasar desapercibidos.

Vestidos con nuestras túnicas y sandalias, recorrimos la parte superior de la colosal presa despacio, mirando la forma en que el agua resbalaba en suaves cascadas sobre el terreno rocoso y húmedo, para continuar después controlada por el lecho del Nilo. Se habían acabado las fuertes crecidas del río más largo de África con aquella impresionante obra de ingeniería.

Fingimos admiración por lo que veíamos, parloteando de forma trivial sobre sitios harto conocidos por todas las agencias de viajes, e incluso nos quejamos de la comida del supuesto hotel en el que nos hospedábamos en la región. Lentamente, sin prisas, nos acercamos hasta un embarcadero y, sin más rodeos, ni historias inventadas, contratamos los servicios de un barquero.

En un inglés muy chapucero, él intentó explicarnos que para llegar al templo habíamos de ir a otro lugar. Un billete de diez dólares americanos le convenció de forma instantánea, y los tres nos acomodamos en el interior de la falúa con el joven egipcio al timón. Esta embarcación tenía un toldo que cubría los bancos ubicados a ambas bordas, donde habitualmente se acomodaban los turistas con sus cámaras fotográficas y de vídeo dispuestas a captar las mejores imágenes del Nilo y sus orillas.

Disfrutamos del recorrido en silencio, sólo roto por el rasgar de la proa sobre las aguas tranquilas y el ruido de las velas al ser golpeadas por un viento que las hacía vibrar. Habíamos encontrado un remanso de paz en medio de tanta tensión vivida.

El pabellón de Trajano, altivo como siempre, apareció en la lejanía anunciando la proximidad del templo que pronto pudimos divisar. La isla en que se había convertido el complejo aparecía espléndida bajo el fuerte sol de Egipto, con grandes trozos de hierba verde esmeralda salpicándola en casi todo su contorno.

—Ahí está. —Klug, reverente e inclinado, se puso en pie como quien retorna al hogar.

—¿Habías estado antes? —le preguntó Krastiva, interesada.

Antes de contestar, el orondo anticuario afirmó tres o cuatro veces con la cabeza. Se le veía nervioso y feliz a un tiempo; incluso había dejado de sudar.

—Unas quince veces. Es mi segundo hogar… ¡Qué digo! Es el primero. —Se emocionó como no lo habíamos visto con anterioridad.

En sus ojos surgió una luz especial, un brillo distinto, y casi pude percibir su temblor. Por eso temí, al menos por un instante, que sus piernas flaquearan y cayese al agua; pero nada de eso sucedió, afortunadamente.

El patrón de la falúa la amarró a un pequeño embarcadero, sobre el que algo muy previsible, una tienda de souvenirs, se alzaba dispuesta a saquear los bolsillos de turistas europeos, norteamericanos y japoneses.

Le pedimos que nos esperase y él sonrió satisfecho.

Una vez en tierra firme, recorrimos con estudiada calma la avenida que conducía al templo, bordeada de sendas columnatas en la que cada una de ellas era distinta, con un capitel diferente. Allí se encontraban representados todos los estilos arquitectónicos de Egipto, y al fondo, como un pináculo, estaba la escalinata que llevaba directa hasta el templo.

Sus dos grandes pilonos habían sido dañados, tiempo ha, por los soldados cristianos de Justiniano, que habían desfigurado los rostros de todos los faraones y de los dioses, dejando impresas obscenas cruces del nuevo rito. La bisoña secta reinante en el mundo oriental había ocupado el recinto para celebrar sus rituales cristianos. Pero Isengard nos aseguraba que aquello eran cosas olvidadas; lo importante de verdad es que ya estaba a salvo de vándalos, saqueadores o fanáticos de cualquier pelaje.

Penetramos sin prisas en el templo. Una especial atmósfera de paz y poder impregnó nuestros sentidos. Dejamos tras nosotros el atrio y el santo, para adentrarnos en el corazón mismo del edificio. Siempre en la misma dirección, el espacio se fue empequeñeciendo y oscureciendo a un tiempo, como para aumentar su santidad y misticismo.

El austríaco, como nuestro «cicerone» particular, hacía de guía, y yo, que le dejaba hacer, miraba a Krastiva con atención, la cual parecía pensar lo mismo que el que esto relata. Nuestro amigo parecía más bien un gran sacerdote de otro tiempo, de una época muerta que luchaba por resurgir de las cenizas con todas sus fuerzas en un postrero intento.

—Nunca había estado en un lugar como éste —susurró la rusa a mi oído, vencida por la inmensidad del templo y creyendo así respetar el lugar sagrado, tal como si de una iglesia se tratara—. Creo que de un momento a otro un hombre con cabeza de animal va a salir por una esquina con su voz estentórea, a modo de dios pagano.

—Tú has visto mucha películas, cariño —le sonreí con ternura, admirado por su ingenuidad.

Era la primera vez en que, además de forma totalmente involuntaria, como por inercia, le colocaba esa afectiva palabra. No soy de los que la dicen continuamente a las mujeres, así como así.

Ella dio media vuelta y rió con ganas, soltando de ese modo parte de las tensiones acumuladas en las horas anteriores.

—Es verdad, qué tonta soy… —Hizo un mohín muy simpático con su preciosa nariz de hada—. Me he dejado imbuir por esta atmósfera tan sugerente, tan especial.

Sonreí de oreja a oreja.

—No creas que sólo te pasa a ti —admití con voz queda—. Esto impresiona a cualquiera porque mantiene el aire sacro.

—Pensarás que soy una niña… ¿A que estoy en lo cierto? —preguntó ella, desafiante.

—¿Ya eras tan guapa entonces? —Noté al momento, en su risueña expresión, que mi piropo había hecho blanco en la diana de su sensibilidad—. Francamente, una mujer capaz de realizar reportajes tan arriesgados como los que tú haces y que, además, logra burlar a perseguidores tan tenaces, no me parece nada infantil; en todo caso, sincera —le aclaré mientras movía la cabeza de un lado a otro, interesándome falsamente en las inscripciones de la pared.

Krastiva se encogió de hombros. Después me miró un instante; ¡qué instante! Era una mirada agradecida. Sus hermosos ojos verdes estaban clavados en mí con extraordinaria intensidad, como nunca lo habían hecho desde que la conocía.

Klug, que permanecía al margen de nuestra íntima conversación, quebró el hechizo al devolvernos a la inquietante realidad con sus aclaraciones en plan guía turístico.

—Nebej. —Volvió la cabeza hacia nosotros, y entonces esbozó una estúpida sonrisa—, con la complicidad de la gran sacerdotisa de Isis, Assara, que estaba en el secreto, borró una escena del santuario e hizo grabar, en su lugar, otra que se suponía guiaba hasta la entrada de la ciudad-templo de Amón-Ra… ¡Eh! —exclamó con marcada sorna—. ¿Hay alguien ahí? —preguntó, siempre pesado—. ¿Os estáis enterando de algo, tortolitos míos?

—Tranquilo, que yo puedo con todo a la vez… —repliqué rápido, algo azorado—. Creo que Nebej debió de tener mucha confianza en la susodicha Assara para hacer precisamente eso, y ella debía apreciarlo mucho para colaborar de ese modo con él.

La señorita Iganov, que se había ruborizado, me miraba con gesto admirativo.

—Era su hermana… —musitó el anticuario.

La sencilla revelación de Klug, por ignorarla, resonó entre las gruesas paredes de piedra como una evidencia aclaratoria.

—Eso lo simplifica todo —reconocí, bajando algo la cabeza.

Entramos en la cámara más íntima del templo, llenándola casi con nuestra presencia. Nos situamos alrededor del pedestal sobre el que descansaba la barca de Isis. Por supuesto que no era la original, ya que ésta, labrada, estaba recubierta de oro, y contenía el ídolo de la diosa, del mismo metal precioso.

Isengard se agachó como buscando algo. Enfocó con una pequeña linterna que sacó de su bolsa y así recorrió, con el discreto haz, cada relieve, cada símbolo.

—No, aquí no está —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Lo he buscado, sin encontrarlo, tantas y tantas veces…

—Me pregunto si la reconstrucción del templo respetó el diseño original —razoné en voz alta, pero como si en realidad hablara conmigo mismo.

—¡Eso es! —exclamó, alborozado, el vienés, sin saber yo por qué—. ¡Eso es! —insistió, nervioso—. ¡Cómo no me di cuenta antes! —Se golpeó en la frente con un puño.

Casualidades de la vida, pues pensé que él acababa de dar con la clave gracias a mi convencional comentario.

Klug, muy concentrado, miró al techo, calculó algo, y luego dirigió su inquieta mirada a ambas paredes, situándose rápidamente en la entrada de la cámara.

—Necesitaría lana roja, pero creo que no tenemos… ¿Verdad? —preguntó con un leve deje irónico.

—¿Lana roja? —repetí, incrédulo, creyendo a pies juntillas que mi cliente había enloquecido.

El arqueó mucho las cejas, como recriminándome por no caer en la cuenta de aquello tan extraño.

—Sí, hombre —comentó en tono didáctico, pero para mi parecer demasiado paternalista—. Es para simular la luz solar al incidir en las paredes.

—Sigo sin entender… —repliqué, incrédulo. Continuaba aturdido por algo que en modo alguno podía esperar de él.

—Veréis… ¡Prestad un poco de atención! —exclamó Isengard con actitud desdeñosa—. Antiguamente, por el techo, ahora cubierto, se filtraba un delgado haz de luz que incidía en el ídolo de Isis, haciéndolo relumbrar. Servía de prisma y reflejaba la luz sobre ambas paredes… —Hizo una pausa para tragar saliva e, imperturbable, siguió con su perorata—: En una de esas zonas iluminadas hallaremos la escena que mandó grabar la sacerdotisa.

—Ya, y con un hilo pretendes reproducir los haces de luz —le ayudó Krastiva con su lógico razonamiento.

Isengard sonrió.

—¡Bingo! Así es, preciosa… —dijo mirándola de reojo. Se le veía exultante por momentos. Estaba en su terreno favorito—. ¿Tenéis algo que podamos usar?

Decidí colaborar al instante.

—Yo tengo un hilo, pero es dental —maticé con voz neutra—. Si sirve…

El anticuario parecía otra persona. Todo él era ahora desbordante vitalidad.

—Servirá, dámelo —se limitó a decir estirando el brazo.

Le entregué la cajita de plástico azul que tenía en mi neceser tras revolver el contenido de mi bolsa, e inmediatamente se puso a trabajar en ello.

—El sol llegaba… de ahí. —Señaló un punto imaginario en el techo que daba en la cabeza de la imagen; luego puso su mano a la altura que creía podía encontrarse y extrajo un metro de hilo.

—Sujétame aquí este extremo —me pidió.

Repetimos la operación dieciséis veces, las conté una a una, señalando otros tantos puntos, ocho en cada pared.

Con un lápiz de ojos, Krastiva fue haciendo marcas en los puntos deseados.

—Nada —se descorazonó Klug, ladeando negativamente la cabeza—. No veo nada especial.

—Espera, espera… Aquí puede que sí haya algo. Mira con atención —le indiqué con una mano.

El austríaco se encogió de hombros y resopló con ganas.

—No veo nada diferente…

—¡Míralo otra vez! —exclamé, excitado—. Esos puntos forman una constelación, o al menos a mí me lo parece.

Él se concentró en la figura que dibujaban sobre la pared los ocho puntos, y al fin reconoció la constelación de Orión.

—Sí, eso tiene que ser, claro que sí —farfulló, obstinado—. Pero la señal… No sé…

—Si se molestaron en grabarlo, tiene que haber una indicación… ¿No? —intervino ella con criterio.

La miré fijamente.

—Déjame el lápiz, por favor —le pedí en voz baja.

—¿Estás seguro de lo que haces? —me rebatió, adusto el semblante, en un tono fúnebre que no me molestó lo más mínimo.

Pasé del comentario de la eslava olímpicamente mientras Klug parecía incómodo por momentos. Uní los puntos trazando unas líneas paralelas, siempre teniendo muy en cuenta la supuesta ubicación de la Vía Láctea. Una pirámide en tres dimensiones apareció entonces en la pared. Ni corto ni perezoso, recorté aquel singular «piramidión», llenándolo.

—Es como una flecha. Indica… este punto… No sé… —se lamentó el anticuario con voz queda.

—Ahí tiene que estar. A ver, a ver —repetí, pensativo—. Tintyris, sí… ¡Ja! —exclamé satisfecho—. Sin duda es la actual Dendera.

Krastiva asintió.

—Vayamos allá —sugirió, emocionada, apoyándome sin reservas.

Finalmente Isengard emitió un gruñido de aprobación.

—Antes, por si acaso, borraremos esto —previne a mis compañeros de andanzas egipcias.

Lo emborroné como pude, y salimos a toda prisa en dirección a la falúa que habíamos alquilado, cuyo patrón nos esperaba pacientemente. Él nos llevó a la orilla y, tras premiarlo con doscientos dólares «del Tío Sam» contantes y sonantes, nos apresuramos a tomar un taxi. El rostro del conductor de éste se iluminó cuando le dijimos que necesitaríamos de sus servicios durante un mínimo de varios días y que, además, le pagaríamos sin rechistar lo que nos pidiese.

El viejo vehículo salió disparado, haciendo saltar bajo sus neumáticos la gravilla de la pista. En el maletero viajaban las tres bolsas que llevábamos y otra de la que nos habíamos apropiado, a modo de compensación por las «molestias». Era un petate de los mercenarios cuyo contenido todavía desconocíamos.

Yo iba junto al conductor, y Krastiva y Klug lo hacían en la parte de atrás, que resultaba espaciosa y ciertamente cómoda. Con las ventanillas bajadas para aliviar el intenso calor, las ráfagas de aire cálido chocaban contra nuestras caras. A pesar de ello, creaban una sensación relajante.

El taxista no resultó ser muy hablador al principio, pero se fue integrando cuando vio que no cortábamos sus posteriores intentos de iniciar una fluida conversación. Así, al poco de comenzar el recorrido previsto, casi parecíamos cuatro compañeros de facultad en viaje de fin de carrera porque él dominaba bastante bien el inglés. Ingenuamente, creíamos que de esta manera nos alejábamos del peligro. Lo nuestro era una entelequia porque estábamos muy lejos de conseguirlo…

Cuando apenas llevábamos recorridos cinco o seis kilómetros, el sonido inconfundible de las palas de un rotor batiendo el sofocante aire nos devolvió a la más cruda realidad. Un helicóptero de dos plazas sobrevolaba la zona, y no era precisamente para realizar un documental sobre la flora y fauna del lugar. Iba de cacería humana, y la presa éramos nosotros.

—¡Nos darán caza! —chilló, histérica, Krastiva. Yo creo que se alarmó tanto con sobrados motivos, ante las negras perspectivas que de nuevo se nos ofrecían.

Me volví, para mirar por la parte de atrás del vehículo, y vi que el carnoso rostro de Klug estaba congestionado por una horrible mueca de miedo.

—No podemos caer en sus manos otra vez —les aseguré a mis compañeros en tono firme, ceñudo, mientras cavilaba una salida a la problemática situación que se nos planteaba.

—¿Qué haremos? —preguntó la rusa, cada vez más nerviosa, mordiéndose a continuación el labio inferior hasta hacerse daño—. Seguro que van armados y nosotros no.

—¿Es abatible el asiento trasero? —Le disparé la pregunta, a bocajarro, al conductor del vehículo público—. Acabo de tener una idea que tal vez podría salvarnos la vida.

Me miró extrañado, con los negros ojos muy abiertos.

—Sí… Sí… Lo es —tartamudeó aquel servicial egipcio.

Acto seguido me volví hacia el asiento trasero y le indiqué a Isengard:

—Echa hacia delante el respaldo de tu asiento y saca el petate del maletero… ¡Date prisa! —le grité airado, sobre todo al comprobar su exasperante falta de reflejos. Él me oía sacudiendo la cabeza con el rostro desencajado—. Y tú no te quedes ahí, mirando como embobada. —Me dirigí con voz agria a Krastiva porque no había tiempo para muchas delicadezas dialécticas, insistiendo a continuación con una recia orden—: ¡Ayúdalo, mujer!

Me obedecieron al instante quitando los seguros. Los dos se aplicaron con toda su fuerza a la tarea, y el respaldo, que era común a ambos, cayó al fin hacia delante, dejando ver el interior del maletero ocupado por cuatro bultos, los nuestros y el que había allí de los canallas que nos perseguían con tanta saña.

—Alcanzadme el petate —les pedí con suavidad, ya más calmado.

Krastiva me miraba con una extraña mezcla de sorpresa y fastidio, pero en unas décimas de segundos dio paso al admirativo reconocimiento de que Alex Craxell sabía muy bien lo que hacía.

—Ya entiendo… —dijo con una sonrisa forzada, mientras tiraba del petate mercenario para sacarlo de debajo de nuestras bolsas—. Puede que haya armas con las que espantar a ese «pajarraco» que nos sigue.

—¡Exacto! —exclamé, exultante—. ¡Abridlo de una vez! —indiqué sin pausa.

Ante nuestros ojos apareció un pequeño arsenal. Allí había seis bombas de mano que repartí equitativamente entre nosotros, por si los mercenarios descendían, y un par de pistolas italianas con cuatro cargadores, así como una cazadora desgastada de viejo cuero marrón.

El taxista nos miraba como alucinado ante lo que acababa de descubrir. Quité los seguros a las dos armas cortas Beretta de 9 mm.

—¿Has disparado alguna vez en tu vida? —pregunté a la eslava, ansioso.

Afirmó dos veces con la cabeza. Pensé que hasta cierto punto era lógico, dada su viajera profesión y los peligros que solía afrontar.

—Bien, pues asómate y abre fuego si ese maldito cacharro se acerca por tu lado. —Ella iba tras el conductor—. Yo lo haré desde mi ventanilla.

Contrariamente a lo que esperaba, y ya superado el efecto sorpresa, en la cara del taxista egipcio se leía la emoción de la aventura y apenas nada de miedo. Era nuestro hombre para esta situación, con nervios de acero. Además, conducía muy bien.

Krastiva tensó su sensual busto por la ventanilla al apoyarse sobre ésta y, luego de permanecer así unos cuatro o cinco segundos, volvió a entrar. Había que lograr que el enorme «pájaro» de metal, que nos incordiaba los tímpanos con su rotor, se confiase y decidiera bajar tanto que nuestras balas le hicieran mella. Me pregunté cómo habían conseguido localizarnos tan rápido. También pensé que realmente teníamos pocas posibilidades de salir de aquel lío. Sólo fue una ráfaga de desánimo, pues enseguida encaré la nueva situación con todas sus dramáticas consecuencias.

El helicóptero dio varias vueltas en círculo sobre nosotros, y después fue perdiendo altura progresivamente. Primero se acercó con bastante cautela, y ya confiado más tarde su piloto, con cierta rapidez. Supongo que éste creyó que no disponíamos de medios defensivos.

—¡Ahora o nunca! —exclamé con furia mal contenida cuando consideré que el aparato estaba bien a tiro, detrás de nuestro taxi, como a unos diez metros de altura y entre quince y veinte de distancia.

Fue entonces cuando la Iganov y yo nos asomamos a un tiempo, con medio cuerpo fuera del automóvil, y de esa forma disparamos a discreción sobre la acristalada cabina que más bien parecía una burbuja transparente. Vimos perfectamente el terror reflejado en los dilatados ojos del piloto y del copiloto.

Volvimos rápidamente al interior del recalentado automóvil.

Pudimos observar que varios disparos habían perforado el compartimiento, y creí ver que alcanzaban al copiloto en un brazo. Ello les obligó a ganar suficiente altura, hasta que se hallaron fuera de nuestro peligroso campo de tiro.

Klug, atemorizado, vociferó:

—¡Nos van a matar! ¡Por favor! —suplicó, perdido ya oí control.

—¡Cállate! —mascullé, asqueado, al tiempo que volvía la vista atrás para atravesar con mi acerada mirada al histórico anticuario.

Le pedí al taxista que avanzara en zigzag, para dificultarles el objetivo a los malditos mercenarios en caso de respuesta armada por su parte.

Cambiamos de cargador las Beretta al haber vaciado el primero casi sin darnos cuenta. Yo creo que le estábamos cogiendo algo de gusto a aquello de apretar el gatillo sin restricciones de ningún tipo.

La vez siguiente los desconocidos descendieron casi en picado y desde mucho más atrás, para dificultar nuestro ángulo de tiro. Pero nosotros ya habíamos sustituido el miedo por un salvaje instinto de supervivencia, y cuando notamos que el copiloto, a pesar de estar herido, comenzaba a disparar ráfagas de arma automática sobre la carrocería del taxi, Krastiva y yo nos miramos un único instante de increíble complicidad y sacamos de nuevo las pistolas al unísono por nuestras respectivas ventanillas, devolviéndoles el «saludo».

Un espectador neutral de nuestra acción hubiese comentado que casi parecíamos Warren Beatty y Faye Dunaway emulando a los legendarios Bonny & Clyde en el largometraje de Arthur Penn, claro que en aquella época «dorada» de los gangsters, que éste reflejaba tan bien, no había aún helicópteros.

Esta vez no les acertamos en el maldito aparato monomotor, pero yo diría que les mantuvimos a raya. Menos mal que se me ocurrió otra idea y la puse inmediatamente en marcha, poniendo ahora en juego a toda mi «tropa».

—Krastiva, Klug, sacad las granadas —ordené en tono glacial—. Somos ellos o nosotros. Sólo cuando os lo diga, tirar las dos cada uno hacia atrás. Será muy sencillo.

Nadie rechistó lo más mínimo. Nos iba la vida en esta acción.

Sin embargo, el vienés, que presentaba una palidez casi mortuoria, estaba atemorizado y quiso musitar luego algo inconveniente, se lo leí en sus acuosos ojos azules, pero lo corté bajando el pulgar derecho hacia el suelo. Lo hice con firmeza, al mejor estilo de un emperador en el circo romano.

—¡Serénate, Klug! —Me apoyó la eslava, apretando los dientes con increíble determinación.

Así las cosas, ambos me obedecieron como si fueran dos disciplinados «reclutas» en prácticas de campamento de instrucción. De ese modo, cuando les hice la señal los tres tiramos nuestras granadas hacia atrás. Eso sí, lo hicimos tras quitar las anillas de seguridad con manos temblorosas. Seis bombas de mano estallaron tras nosotros, levantando grandes nubes de polvo y arena mezcladas con pequeñas piedrecillas que, inevitablemente, chocaron contra la cabina del aparato desconcertando al piloto. A la vez, las ondas expansivas desplazaron de costado al «pajarraco» aquel, cuyas palas chocaron con el suelo a enorme velocidad. Instantes después hubo una detonación seguida de una gran llamarada. Luego una gruesa columna de humo negro se alzó imparable hacia el cielo como prueba fehaciente de nuestra victoria desde muchos kilómetros a la redonda, y se fue haciendo más pequeña a medida que nos alejábamos a toda pastilla.

Nadie dijo nada sobre lo que acabábamos de hacer. Nuestros contristados rostros hablaban por sí mismos. Sobraban todas las frases hechas. Había sido como en una corta batalla, sí, claro que sí, pero allí habían muerto dos hombres por nuestra causa y nos hallábamos hondamente apesadumbrados. Se mire como se mire, matar es siempre terrible a pesar de todo.

Tanta fue nuestra impresión tras lo sucedido, que tardamos un buen rato en mantener una conversación más o menos fluida. Aún se veía, a lo lejos, la línea de humo que seguía ascendiendo al azul horizonte, ya casi invisible.

De repente, Krastiva se notó débil y rendida. Se desmoronó por completo.

Rota por tanta emoción, la rusa empezó a llorar. Sus nervios no lo habían podido soportar, y Klug aparecía pálido como la cera. Yo, claro, trataba de rehacerme de la tremenda impresión; pero reconozco que no lo logré tan pronto como deseaba hacerlo. «¿Tendré que cambiar de profesión?», cavilé seriamente durante un largo minuto.