Capítulo 22

El oro del último faraón

Amhai cabalgaba junto a Nebej, erguido sobre su montura. Emanaba un aura de dignidad que causaba respeto y admiración en Ijmeí y sus hombres de armas, así como entre los suyos.

Por el rabillo del ojo, Amhai miraba a Nebej y se preguntaba si aquel joven gran sumo sacerdote de Amón-Ra poseía el poder que sus antecesores habían usado en el pasado para colocar a Egipto sobre las demás naciones, elevándola al rango de potencia dominante.

Nebej, embargado por una sensación de poder que no había experimentado hasta entonces, esperaba el momento oportuno para demostrar su control sobre aquella fuerza que, como la energía de un rayo, ocupaba ahora todo su cuerpo, llenándolo de tal modo que amenazaba con desbordarse por los poros de su piel.

Una alargada cinta azul y plata separaba el celeste cielo de la arena calcinada por un sol despiadado, ensanchándose a medida que avanzaban en dirección a ella.

El mar estaba cerca.

Las fuerzas se renovaron en los cansados jinetes, que se irguieron sobre sus corceles en un esfuerzo renovado por mantener un aire marcial.

Llegaron a un suave terreno escarpado que descendía en una ligera pendiente para desembocar en la playa. Una nube de aliento cálido salía de los ollares de sus caballos. Sobre la arena, un nutrido grupo de jaimas de vivos colores formaban un amplio círculo.

El faraón Kemoh había acampado. En el centro, junto a su gran tienda de color carmesí, un estandarte de oro alzaba, majestuoso, el disco solar de Ra sobre los cuernos de Amón.

—Sois bienvenidos a nuestro humilde campamento —explicó Amhai extendiendo un brazo.

—Será un placer conocer a vuestro soberano —replicó con educada frialdad el jefe de la Guardia Real de Saba.

—Te aseguro que a él, como a mí, le agradará estrechar relaciones con tu rey y su pueblo. —El emir emitió luego un suspiro contenido que desmentía la veracidad de sus cálidas palabras.

Kemoh, pensando en ofrecer una imagen que mostrara fuerza, una presencia armada capaz de disuadir a un potencial enemigo, había desembarcado con dos centenares de soldados, dispuesto a esperar a sus enviados y a la más que posible numerosa escolta que los acompañaría para recibir el pago establecido por las numerosas mercancías y provisiones adquiridas a un desorbitado precio.

El joven faraón, ataviado con una preciosa túnica de oro y adornado con el tocado Nemes, lucía en su frente la cobra real Uadyet y la cabeza de buitre que representaba a la diosa Nejbet, protectora de los soberanos del Alto y Bajo Egipto. Sus brazos cruzados recordaban a Osiris, con los símbolos del poder real en las manos. Estaba imponente, en pie sobre una roca y rodeado de su guardia personal.

Amhai y Nebej descabalgaron y se postraron ante Kemoh. A ellos se unieron, en su rendida adoración, los hombres que les acompañaban a excepción de la Guardia Real de Ijmeí y de él mismo.

—Alzaos, mis fieles súbitos —ordenó el imberbe faraón—. Presentadme a los que os acompañan.

El visir fue indicando con su dedo índice.

—Ese es Ijmeí, el jefe de la Guardia Real de Saba —explicó en tono neutro—. Se ha dignado escoltarnos hasta aquí. Él llevará el pago de lo adquirido en su ciudad a su rey y señor.

Los hombres de armas de Kemoh permanecían en pie, expectantes, un tanto tensos ante lo que les parecía una situación forzada por las circunstancias… Entretanto, los acompañantes de Amhai y Nebej descargaron las preciosas mercancías y las colocaron en las barcas que, atracadas en la arena, esperaban la carga para transportarla a los navíos con la subida de la marea para facilitar mucho la maniobra.

—Yo soy el faraón Kemoh —se anunció el propio interesado marcando con toda solemnidad cada palabra—. Sed bienvenidos a nuestro campamento. Decid a vuestro rey que agradecemos en lo que vale su colaboración, y que sabremos ser generosos con nuestros nuevos amigos —aseguró con voz firme, impropia de su edad.

Ijmeí asintió en silencio, prietos los labios. Después volvió la cabeza y se fijó entonces en las cajas que iban pasando de mano en mano a través de la cadena humana que formaban los servidores del faraón, hasta quedar depositadas en las barcas. Resultaban, a sus ojos de buitre hambriento, como un nutrido grupo de hormigas perfectamente disciplinadas y dispuestas a defenderse en caso de ataque.

Era consciente de que su exigua escolta no le permitía hacer tal cosa; pero ahora, más que nunca, le interesaba por encima de cualquier otra consideración táctica apoderarse cuanto antes de aquellos barcos de guerra cargados de oro que le proporcionarían a su señor —y a él mismo también, por supuesto— el poder militar necesario para resistir la creciente amenaza romana.

El intenso brillo de sus ojos lo traicionaba, pues demostraba a la luz del día su codicia; detalle éste que no pasó precisamente desapercibido ante sus anfitriones del otro lado de la orilla del mar.

A un gesto enérgico de Kemoh, una docena de servidores —todos ricamente ataviados— transportaron seis cofres hasta donde se encontraba el jefe de la Guardia Real sabea y los depositaron a sus pies. Tras abrirlos para la oportuna verificación, los egipcios se retiraron a sus espaldas.

—¿Es suficiente? —preguntó vivamente el faraón. Su fiel visir pensó que se le había escapado una ráfaga de ansiedad.

—Lo es, mi señor. —Ijmeí se inclinó reverente—. Lo es, sin duda. —Hizo un rotundo gesto hacia el suelo con la mano izquierda y sus diligentes hombres se apresuraron a recoger los cofres y colocarlos sobre los carros, ahora vacíos—. Es agradable hacer negocios con tan poderoso señor. —Sonrió levemente mientras, de soslayo, sus ojos atravesaban la línea de las cuatro birremes.

El faraón extendió sus brazos al frente y abrió las palmas de las manos en señal de buena voluntad.

—Abraza a mi amigo el rey de Saba, tu señor, y llévale mi bendición —dijo con suavidad, y en un tono tan paternalista como insólito en un muchacho.

El jefe de la Guardia Real comprendió que la entrevista había concluido, así que procedió a retirarse y montó de nuevo. Al trote, los veintiún jinetes y los cuatro carros, dirigidos por sirvientes, partieron de regreso a Balkis. Parecían tener prisa… De hecho, Ijemí espoleó, furibundo, a su alazán.

Una vez que los sábeos se hubieron perdido en la lejanía, entre una nube de polvo, Kemoh abandonó su rígida postura y apresuró a sus servidores para embarcar las mercancías lo antes posible. Todo había sido puro teatro, una escena bien preparada para impresionar a Ijmeí y a sus hombres. No creía nada en la supuesta «bondad» del rey de Saba y menos todavía en su extemporánea amistad. Se dirigió a sus más próximos súbditos con voz queda.

—¿Os ha ocurrido algo…? —inquirió, preocupado, mirando los serios semblantes de su visir y del gran sumo sacerdote de Amón-Ra—. Parecéis alterados.

—Mi señor —respondió Amhai como en un susurro y mientras controlaba el embarque con la marea ya a favor de obra al levantar las barcas de la arena de aquella olvidada playa—, no me fío de las buenas intenciones de los sábeos. Ellos tienen sus necesidades, sus prioridades, y la contemplación de nuestros recursos, de esta exhibición tan ostentosa, puede despertar su codicia —concluyó bajando la voz.

Una profunda arruga de preocupación se fijó, por unos instantes, en la tersa frente de Kemoh.

—Temes que ambicionen nuestros tesoros —murmuró al fin—. ¿No es eso, mi fiel siervo?

—Así es, mi señor. —Se inclinó, respetuoso, mientras hablaba en voz baja—. No debemos olvidar nunca lo que en realidad somos ahora, un pueblo diezmado y perseguido… Seríamos una presa demasiado fácil.

—Esa es la razón por la que decidí desembarcar con una guardia armada. Me costó hallar armas suficientes, lo reconozco. —Esbozó una sonrisa de circunstancias—. Pero creo que, al menos de momento, hemos superado la situación. Creí que debía impresionarlos.

—Has hecho lo correcto, mi señor. Has estado en tu puesto como un gran faraón —convino Amhai—. Pero no es eso lo que me preocupa en estos momentos. ¿Te has fijado a qué marcha han salido los sábeos? Creo que corren demasiado para llegar a su ciudad. Me preocupa esa prisa tan repentina.

—Así es, mi fiel visir —replicó el joven faraón, al tiempo que su semblante se ensombrecía—. Da órdenes de que todos hagan las maniobras de regreso a las birremes a mayor velocidad aún… ¡Vámonos de aquí cuanto antes! —exclamó con una energía que a todos sorprendió—. En tierra tenemos peor defensa en caso de un ataque de su caballería —añadió con excelente visión castrense.

Metidos en las últimas tres barcas, Kemoh, acompañado de Amhai, de Nebej y con dos docenas de soldados a los remos, surcaron las aguas rumbo a la protectora sombra de unos navíos que, a modo de cetáceos dormidos, se dejaban mecer balanceando sus quillas como ventrudas panzas repletas de historia en forma de tesoros.

Las voces de los capitanes y sus oficiales, ordenando desplegar la vela, y los marineros aprestándose a la tarea, llenaron de vida las cubiertas de unos buques que despertaban de su breve letargo, prestos para continuar el viaje. Como cuatro bellos cisnes, se fueron alejando majestuosos de la costa gracias sobre todo a la fuerza de los remeros, perdiéndose en la inmensidad azul de un mar que devolvía, en reflejos metálicos, la luz que recibía del todopoderoso sol.

Los viejos dioses de Egipto se acordaron de los exiliados, dado que una brisa creciente hinchó las velas, impulsando unas naves de afiladas proas que estaban apoyadas por el batir de los pesados remos contra el agua. Espumas blancas dibujaron caprichosamente figuras imposibles a su paso, produciendo un ruido de música acuática muy familiar para los oídos de los poderosos galeotes. Atrás quedaba para siempre el Reino de Saba.

Reunidos en la cámara de Kemoh, éste, Amhai y Nebej, todos en pie alrededor de una mesa sobre la que permanecía abierta una carta marina hecha de papiro y sujeta por cuatro pesados escarabeos de oro, analizaban su posición y el rumbo a seguir.

—Persia aún queda lejos. Nos enfrentaremos a peligros mayores que el de Saba, que en tierra no se llegó a concretar —habló Kemoh con tono pomposo.

Amhai se puso rígido.

—Aún estamos en sus aguas, mi señor —aseguró, intranquilo.

—¿Temes que posean navíos de guerra, y que nos ataquen con ellos? —le preguntó su visir con toda franqueza.

—No me extrañaría, señor. No olvidemos que son comerciantes. Tienen recursos suficientes, y podrían haber transformado fácilmente sus barcos de carga en naves de guerra —concluyó Amhai, consternado.

—Nos defenderemos —intervino ahora Nebej con petulancia, mientras hacía una extraña mueca.

El faraón lo miró con curiosidad y luego asintió.

—Si nos vemos obligados, rechazaremos su agresión —dijo con suprema convicción.

—Ahora el poder de Amón-Ra está en mí, mi señor. No consentiré que nos priven de lo que nos pertenece —sentenció el nuevo gran sumo sacerdote con voz seca.

Kemoh y Amhai advirtieron otra vez el extraordinario cambio sufrido en poco tiempo por el que antes fuera el tímido sacerdote de Amón-Ra. Las facciones de Nebej emanaban fuerza, y sus palabras estaban ahora dotadas de una consistencia, de una firmeza tan inusual, que su figura inspiraba más que respeto, casi miedo en algunos aspectos.

Cuatro largas y blancas líneas trazaban la ruta seguida por el pueblo de Kemoh en su cada vez más distante exilio. La masa de agua azul las iba borrando sin pausa, protegiendo de ese modo el avance de aquellos cientos de hombres y mujeres que huían de un poder mayor y que iba creciendo de día en día, el del Imperio Romano de Oriente.

La moral de los obligados viajeros, los soldados y los tripulantes había subido varios enteros. Bien alimentados y, aparentemente al menos, lejos del peligro sabeo, comenzaban a disfrutar de la travesía en medio de aquel «desierto» marino que en lugar de arena les ofrecía agua salada y, en lugar de escorpiones, serpientes y chacales, peces con que alimentar sus cuerpos si lograban capturarlos.

Siguiendo con la idea de que la lejana Persia era su destino final, Kemoh hizo una ingenua pregunta, propia de su edad a pesar de ostentar tan alto cargo entre los exiliados.

—Allí nos acogerán bien… ¿Verdad?

—Mi señor. —El visir sonrió comprensivo—, los vencidos y los perseguidos sólo interesan por su oro, en tierras persas y en todas las del mundo conocido.

—Y por eso mismo crees que los sábeos van tras de nosotros; para asesinarnos y luego saquearnos —preguntó el faraón con un hilo de voz.

—Espero estar equivocado, mi señor, pero la experiencia de la vida me ha enseñado a desconfiar siempre de quien se muestra excesivamente amistoso o cortés… Y, por desgracia, te diré que no me suelo equivocar —añadió en un tono tan lúgubre que alarmó al inexperto soberano de la nación egipcia. Este, no obstante, recompuso su semblante y señaló con renovado brío:

—Quiero informaros de que he estado considerando la posibilidad de otra alternativa, la de reconducir nuestro rumbo para, en caso contrario, desembarcar aquí. —Señaló con firmeza un punto en la tosca carta marina que tenían delante, centrando de inmediato toda la atención de Amhai y de Nebej sobre ella.

—Es la costa sureste de Etiopía —reconoció el visir en voz baja—. Se trata un lugar peligroso… —argumentó, pensativo—. Creo que no tardarían en dar con nosotros —añadió con pesar.

Nebej se decidió a intervenir en la conversación.

—Sólo sería el lugar de desembarco —les dijo, variando de táctica—. Posteriormente, recorreríamos la distancia que separa la costa del Reino de Meroe. —Dio unos golpecitos sobre el papiro aquel con su dedo índice derecho—. Sería nuestro destino final.

Un tanto sorprendidos, Kemoh y Amhai se miraron unos instantes en silencio. Empezaban a considerar aquella nueva posibilidad que se abría ante ellos.

—Está bien, Nebej —concedió el faraón—. Te damos nuestra confianza. Si se nos echan encima los sábeos, cambiaremos de objetivo y nos dirigiremos a Etiopía. Es una buena alternativa si arrumbamos hacia sus costas —reconoció, meditabundo—. ¿No te parece, Amhai?

—Sí, mi señor, es buena, y no tenemos muchas más… —confirmó el aludido, esbozando a continuación una sonrisa algo forzada por la honda preocupación que sentía al no quitarse de la cabeza el rostro del rey de Saba.

«¿Qué estará tramando? Daría un año de mi vida por saberlo ahora mismo», caviló al abandonar la cámara del faraón.

Unas horas más tarde, Amhai y Nebej apoyados en la borda del lado de estribor de la birreme insignia de la flotilla, veían la puesta del sol. Según la milenaria tradición egipcia, Ra se sumergía entre llamaradas que incendiaban el cielo del atardecer por el horizonte, cediendo su trono a la paulatina oscuridad que todo lo envolvía con su inquietante manto.

Largos lienzos de color malva, anaranjado y amarillo, mezclados con rojos intensos, anunciaban el diario aletargamiento del poderoso dios de Egipto.

—Estás preocupado… ¿Verdad? Lo noto en tu expresión tan concentrada —señaló el visir.

—Sí, no puedo negarlo… —afirmó Nebej como en un susurro casi inaudible, para elevar luego su tono con cierta solemnidad—. Ahora, como gran sumo sacerdote de Amón-Ra que soy, tengo la responsabilidad de cuidar de todos los que componen esta expedición.

—Supongo que sí; pero no es eso sólo lo que bulle en tu mente —insistió Amhai—. ¿Detecto un matiz de preocupación en tu voz? —afirmó, más que preguntó.

Nebej suspiró largamente.

—Creo que estamos en peligro… Tengo una congoja, una extraña sensación que me oprime el pecho desde que salimos de Balkis. Es algo que no puedo explicar mejor.

A Amhai se le ocurrió una pregunta que le espetó al instante al joven sacerdote.

—¿Crees de verdad que es un aviso del dios Ra?

—Sí. Estoy seguro de ello. Hay por ahí. —Con sus brazos extendidos, Nebej abarcó la inmensidad marina que los rodeaba por los cuatro puntos cardinales— algún mal que se cierne sobre nuestras vidas y, además, de forma inminente —añadió, pesaroso.

Un sombrío silencio se coló entre ellos. Cuando el visir habló al fin, su voz era ronca.

—Entonces será mejor estar listos para el combate. ¿Acaso hay otra alternativa?

El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón se encogió de hombros.

La brisa marina acariciaba suavemente las cabezas afeitadas de los dos hombres, haciendo revolotear sus largas túnicas de lino blanco. Las aguas, silentes y tranquilas, semejaban un espejo sobre el que se mecían, como elegantes y orgullosos cisnes, los cuatro navíos egipcios.

Un manto azul oscuro iba cubriendo el cielo, expulsando a Ra para sustituirlo por Jonsu. Los millares de estrellas, como titilantes luces a modo de fabulosos diamantes, brillaban adornando la inmensidad de la cúpula celeste. En poco tiempo, una oscuridad casi absoluta cubría aquella parte del mundo conocido por los egipcios, invitando a la ensoñación colectiva y también a la meditación individual.

El mar reflejaba el negro del cielo, y parecía tinta a los ojos de los viajeros de las cuatro naves.

—¡Velas a popa! —gritó, estentórea, la voz del vigía desde lo alto de la cofia de la nave almirante, que iba en el centro de la formación naval.

—¡Todos preparados para el combate! —respondió el capitán al instante—. ¡Todos a sus puestos! —rugió el veterano marino.

Por debajo de unas grandes lonas aparecieron las balistas y lo mismo la única catapulta a bordo, que en poco tiempo estuvieron listas para enviar su mortífera carga al posible enemigo.

En los otros tres navíos tenían lugar unas maniobras similares.

—¿Cuántos son? —preguntó el capitán al vigía a viva voz, haciendo de bocina con las manos.

—¡Son siete! ¡No…! —exclamó el vigía, desesperado—. ¡Nueve! ¡Son nueve, capitán! —corrigió para mayor preocupación de todos.

El rostro del mando naval reflejó terror. Podían hacer frente a cuatro, quizás hasta a seis naves enemigas con suerte, por no a nueve. Eran demasiadas… Les doblaban en número. Tras unos breves momentos de vacilación, el capitán de la birreme almirante sacó lo mejor de sí al lanzar al viento órdenes perentorias con su vozarrón.

—¡Virad en redondo! —gritó el mando naval, fuera de sí—. ¡Ofreced el espolón! ¡No quiero que nos embistan de costado! ¡Preparad esos dardos! —Señaló un haz de largas flechas de cuatro codos reales[14] de longitud, y luego gritó furioso, aún con más fuerza—: ¡Embreadlos! ¡Les enviaremos fuego a sus velas! ¡Apuntad bien a esos canallas! ¡Son muchos, y no podemos desperdiciar ni una sola flecha! —vociferó, excitado, con voz potente.

Los servidores de las máquinas de guerra con todos sus músculos en tensión, esperaron la enérgica orden de su comandante para disparar sobre los navíos atacantes. Eran hombres de nervios templados, deseosos de servir a su faraón hasta la muerte, más allá de un deber que consideraban sagrado. Además, permanecían agazapados tras las bordas numerosos arqueros y lanceros, formando una larga muralla de escudos para repeler los proyectiles que iban a enviarles los malditos sábeos.

El faraón, junto a su visir y a Nebej, estaba situado sobre una improvisada plataforma, y, lejos de esconderse en su cámara, ofrecía su poderosa imagen para elevar la moral de sus soldados. Uno de éstos, el que más próximo se encontraba de Kemoh, lanzó un resonante grito de guerra que fue secundado al instante por todos los hombres de armas del buque almirante en tres ocasiones.

Las velas cuadradas de color rojo de los buques de Saba fueron agrandándose y sus proas, erizadas con largos pinchos de madera reforzados con bronce, se presentaban amenazantes; brincaban sobre las aguas, hambrientas de sangre y de maderas ardiendo o aplastadas.

El ataque naval estaba en marcha.

De pronto, una lluvia de pequeños proyectiles flamígeros rasgó el aire de la noche quebrando así su quietud, iluminándola de forma siniestra, para caer sobre los cuatro navíos egipcios.

—¡Ahora! —ordenó con voz de trueno el capitán desde la nave insignia del faraón—. ¡Virad a babor! ¡Cuando se complete la maniobra, disparad a discreción!

Los navíos llegados de Egipto, como sincronizados bailarines de un macabro ballet, ofrecieron sus costados al enemigo brevemente para lanzar sus proyectiles incendiarios, los cuales volaron raudos hacia su destino. Por contra, un par de docenas de bolas de fuego de pequeño tamaño llovió sobre los egipcios. Tan solo unas pocas lograron caer sobre las cubiertas y los escudos de los soldados. Decenas de hombres se apresuraron a apagar las que habían chocado contra las cubiertas, pero sin tocar la vela de cada birreme.

A su vez, la nube de proyectiles inflamados lanzada por los egipcios, como fuego del cielo, cayó implacable sobre la flota sabea. De nuevo se repitieron, ahora entre ésta, las escenas de pánico, la actividad frenética y las agrias voces de mando, ordenando apagar los fuegos. Era ésta una labor harto complicada cuando a la brea ardiente, que llegaba volando, se añadía aceite, estopa o azufre, según los casos, para mejorar la combustión.

Las velas de dos de los navíos atacantes resultaron alcanzadas, y como globos de gas, se inflamaron sobre las cubiertas. Habían caído al ser quemados los cabos que las sujetaban a las vergas, sembrando el caos y el pánico entre las dotaciones. Hubo gritos desgarradores al entrar muchos cuerpos en contacto directo con el abrasador fuego egipcio. Perdida la dirección del timonel, uno de los buques giró sin rumbo embistiendo al más cercano, al que en unos instantes abrió una gran vía de agua en su costado de babor que lo condenaba sin remisión al naufragio.

Los barcos egipcios, magistralmente dirigidos desde el que hacía de insignia, viraron de nuevo con fuerza, con el viento de popa y la fuerza de sus remos, y se alejaron del peligro que suponía la flota enemiga por su superioridad numérica. Esta se veía frenada sorprendida por la tardía y temerosa reacción del mando, quien había creído en una fácil victoria. A pesar de ese serio contratiempo, algunos de los barcos sábeos persiguieron a las cuatro naves egipcias; pero he aquí que una espesa y maloliente niebla fue cayendo sobre ellos, obligándolos a cesar en su seguimiento.

Nebej, impasible el semblante durante toda la batalla naval, en pie sobre el techo de la cámara de popa de la nave almirante, alzaba sus brazos y pronunciaba en egipcio conjuros olvidados en honor de Jonsu, quien obedecía sus palabras enviando aquella cortina gris que realmente olía a muerte. Nadie vio las dramáticas poses de su histriónica «actuación». El nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra sólo deseaba probar su recién adquirido poder antes de arriesgarse a exhibirlo ante el faraón y su fiel visir. Era consciente de que podía hacer el ridículo.

Su mente se iba adaptando a la nueva situación, comprendiendo el grandioso alcance de sus conocimientos, y su cuerpo, que antes temblaba ante la posibilidad de asumir aquel rango, contenía y controlaba aquella energía que ahora moraba en él hasta el final de sus días.

Era la segunda vez que aquel prodigioso encantamiento funcionaba. En esta ocasión, iba a inclinar definitivamente la balanza de la confianza a favor de él. Ahora tendrían que optar por su sugerencia, poniendo rumbo a Etiopía. No es que tuviera ningún interés especial por ir allí, pero algo dentro de él le decía que era la mejor alternativa.

«Una alternativa más segura», pensó para autoconvencerse de ello.

Mucho más seguro de sí mismo, y algo emocionado a tenor de los últimos acontecimientos vividos, acudió solícito a la llamada de Kemoh.

—Adelante, siéntate, Nebej —le invitó él con toda amabilidad.

La cámara del faraón, profusamente iluminada con pebeteros de oro —con escarabeos tallados en sus receptáculos— conteniendo el fuego, semejaba un lugar de ultramundo habitado por poderosos magos, todos a las órdenes directas de Osiris. Amhai se hallaba sentado en una esquina, y detrás de él ardía uno de los pebeteros, creando un singular juego de luces y sombras.

—Cambiaremos de ruta —habló el visir—. Es lo más prudente —añadió con indisimulada amargura.

—Yo así lo considero también. —Le apoyó Kemoh con vehemencia—. Los malditos sábeos saben cuál es nuestro destino… Así que lo cambiaremos con una nueva ruta —afirmó, tajante—. La vida de cientos de mis súbditos depende de esta decisión.

Nebej los miró a los dos de hito en hito antes de dar su opinión.

—Nos hallamos muy cerca de la costa africana aún, y por eso podemos desembarcar mañana, al alba. La pregunta es: ¿qué hacemos con los cuatro navíos? —arguyó, dubitativo.

El visir suspiró, y luego hizo ademán de englobar con sus brazos el conjunto del habitáculo donde decidían su destino.

—Los esconderemos entre las rocas, o bien en alguna gruta lo suficientemente grande, si la encontramos… —dijo con voz displicente—. Podemos necesitarlos de nuevo —razonó, pensativo.

—Esta vez será distinto —afirmó el joven faraón con el semblante muy serio—. No huiremos más, mi fiel Amhai. Nos estableceremos de un modo definitivo, y así resistiremos hasta que nos falten las fuerzas, o hasta cuando Amón nos abandone. —Al acabar, miró al gran sumo sacerdote de Amón-Ra esperando su reacción. Esta llegó enseguida con una leve inclinación de cabeza.

La varonil respuesta de Kemoh hizo que sus dos consejeros comenzaran a verlo como un hombre con autoridad, como un soberano firme y equilibrado. Parecía que en el poco tiempo que llevaban a bordo de aquella birreme se hubiera producido en él una asombrosa metamorfosis, transformando al muchacho en hombre, pasándolo de la pubertad a la primera fase de su madurez como persona adulta. No dudaban que iba camino de ser el faraón que todos necesitaban. Sus ojos irradiaban poder. Y, además de eso, se leía ya en sus gestos la impaciencia del guerrero hecho para el combate.

Amhai sonrió mirando hacia el mapa que se abría sobre la mesa, evitando que lo viesen en esa actitud risueña. Su querido muchacho se hacía hombre a pasos agigantados. Crecía con la adversidad; y como en un ritual secreto y pagano, le veía iniciarse en la vida adulta. Estaba cruzando el lago de la adolescencia con una fuerza arrolladora.

—Ve, ve, mi buen Amhai, y trasmite mis nuevas órdenes a los capitanes de los buques.

El aludido se inclinó reverente y salió a cubierta. Se acercó al mando principal de la birreme en que navegaba y habló con él un buen rato. La expresión del curtido marino reflejó sorpresa, pero luego se limitó a afirmar, pesaroso, con la cabeza, ya en completo silencio. Nadie osaba discutir, siquiera dudar algo, de las órdenes de un faraón, aunque fuese en el duro exilio. Así que de inmediato comenzó a dar instrucciones para cambiar el rumbo, lo mismo que a marcárselo a los otros tres navíos de guerra.

Las líneas rectas y largas que iban dejando tras de sí las birremes de diseño romano se fueron combando suavemente, levantando crestas de espuma blanca hasta que las cuatro naves viraron ciento ochenta grados. En el ínterin, el tremendo esfuerzo marcaba más los músculos definidos de los remeros, perlando sus cuerpos de sudor. Así, un brillo húmedo cubría su piel. La tensión del reciente combate naval se reflejaba todavía en el sufrido rictus de sus caras. Era el último sacrificio que se les exigía para poder salvar la vida de todo un pueblo, de lo que en realidad quedaba de él…

Los rayos suaves y nacarados de la luna iluminaban a los remeros, dándoles una aureola de héroes de leyenda que navegaban a golpe de brazo férreo, directos a la fabulosa boca de un monstruo marino que los protegiese en el interior de sus propias entrañas. Todos iban en busca de un destino aún incierto, hacia un lugar quizá poco hospitalario.