¿Una vida por una leyenda?
De improviso, el anticuario austríaco me miró con extraordinaria fijeza, blanco como una pared recién encalada, los ojos desorbitados y mostrando un temor mórbido. Pero he aquí que sus cuerdas vocales se negaban a vibrar, entumecidas por el miedo que sentía. No era capaz aún de articular ni una sola palabra.
—Vamos, Klug —le indiqué con voz dura—. Krastiva y yo estamos siendo dos auténticos títeres en tus manos. Si realmente te interesa que sigamos adelante, dinos lo que sabes… ¡Lo que sea! —bramé airado—. Debes decirlo absolutamente todo.
Mis ojos taladraron la cara de Isengard igual que brocas con punta de carburo de tungsteno, presionándole sin piedad, al límite, en un desesperado intento por conseguir echar abajo su reticencia, tan firme como un muro de hormigón armado. Me dolía su desconfianza, y me desconcertaba bastante el hecho de que no confiase en mí, que no depositase en mis manos todos los datos que, sin lugar a dudas, él poseía, máxime siendo todavía mi cliente.
—No nos moveremos de aquí. —Le hice un elocuente gesto a la rusa para indicarle que frenara el jeep, cosa que ella hizo ipso facto—, si no satisfaces nuestra demanda de información. —Me crucé de brazos y volví la cabeza hacia la parte trasera, en la que viajaba el natural de Viena—. Te estoy esperando. ¡Sigo esperando, tío! —exclamé furioso.
—De acuerdo… de acuerdo… —tartamudeó Klug, dándose al fin por vencido—. Pero os advierto que es una historia larga y… ¿Cómo comenzarla? —Tragó saliva con mucha dificultad.
—Empieza por el principio, que esta noche no nos esperan a cenar en nuestro hotel. Creo que llegaremos algo tarde… —repliqué con toda la sorna que pude echarle a la cara.
—Es que te juro que no daréis crédito a lo que os voy a referir —nos advirtió con voz queda.
Hastiado, arrojé una bocanada de aire cálido al techo del todoterreno.
—Prueba a hacerlo —respondí, exasperado—. Quiero un relato minucioso… ¿Me has oído? —le espeté agriamente.
El bajó la cabeza y, con ademanes rudos y torpes, inició de una vez su relato.
—Veréis… En tiempos de Tutmosis III y tras su victoria sobre el Imperio Mitanni, cuyos derrotados ejércitos fueron perseguidos por él y sus tropas hasta su capital, atravesando el Eufrates con navíos desmontados que había ordenado preparar en Biblos a tal efecto, en su persecución, se mandó construir una gran ciudad bajo las arenas del desierto en honor al dios Amón. El lugar, una cavidad de grandes proporciones, había sido descubierta casualmente por una caravana que, proveniente de Persia, se hundió accidentalmente en el punto en que ésta se hallaba. Así, la Orden de Amón se dividió en dos ramas bien diferenciadas, y luego…
—Una siguió oculta, bajo la arena, y la otra, en la superficie —le interrumpí sin ningún miramiento, exteriorizando de paso mi acertada deducción.
—Así es —dijo, enfadado, Isengard—. Durante siglos y siglos la ciudad-templo de Amón-Ra permaneció en paradero ignorado, aunque sí se sabía que era autosuficiente… Pero ya en tiempos de Justiniano, cuando el último templo de Isis, el de Philae, fue saqueado y cerrado al culto, se dejó de tener noticias de esa ciudad-templo. No obstante, un sacerdote salió del recinto secreto y pudo viajar con el resto de la nobleza egipcia en su exilio, proclamándose gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Silbé en tono admirativo ante lo que acaba de oír.
—¿Por dónde salió? —pregunté, intrigado—. Ese es precisamente el punto por el que entrar ahora… ¡Una ciudad-templo! —exclamé en voz alta.
—No te alteres y escucha con suma atención —me recriminó el austríaco en tono de resentimiento—. Nebej, que así se llamaba el joven sacerdote, destruyó la salida de la ciudad-templo de Amón-Ra por la que había escapado. Según él, el gran sumo sacerdote Imhab activó los mecanismos que inundaban de arena las posibles salidas, aislando la ciudad-templo de la superficie definitivamente.
—¿Dónde diablos se halla? —inquirí apremiante—. Supongo que excavando se puede llegar a esta ciudad-templo de Amón-Ra que dices…
—Ese es en sí el problema —reconoció Klug—. Nadie conoce su ubicación. Nebej nunca reveló su emplazamiento a nadie.
—Y ahora dime… —indiqué con tono áspero—. ¿Qué tiene que ver esa historia contigo? ¿Cómo diste con esa información si has nacido en Austria? —le pregunté escéptico como pocas veces.
Klug Isengard nos miró a los dos como nunca lo había hecho con anterioridad, con sus acuosos ojos azules extraordinariamente abiertos. Se le vio dubitativo por unos segundos que se nos hicieron eternos, pero por fin confesó sus orígenes con voz queda, como si temiese que alguien pudiera realmente oírle en aquella apabullante soledad que nos rodeaba sin remedio por los cuatro puntos cardinales.
—Soy descendiente de Nebej, gran sumo sacerdote de la Orden de Amón-Ra, y busco la ciudad-templo, como hicieran antes mis antepasados, todos sin éxito.
Hubo un largo silencio compartido. Aquello me parecía demasiado alucinante para ser cierto. La rusa lo rompió con cierta brusquedad en su voz.
—¿Nos estás diciendo que esa ciudad-templo está ahí, bajo las ardientes arenas y que absolutamente nadie ha sido capaz de hallarla en tantos siglos? —porfió, asombrada—. ¡Oh, Dios mío! —Se llevó las manos a la cabeza ante su profundo estupor—. Estamos buscando una leyenda… ¿Nos estamos jugando la vida por una milenaria leyenda? —preguntó Krastiva, nerviosa.
Rápido de reflejos, opté por cortar por lo sano con aquella absurda aventura hacia ninguna parte y en medio de la más árida nada.
—Nos vamos a casa. —Me dirigí a Krastiva con voz muy firme—. Esto es de locos. No hay nada que podamos hacer aquí; así que arranca de nuevo. Nos vamos a toda pastilla con este jeep hacia El Cairo.
—¡Esperad! ¡Esperad, por favor! —exclamó el anticuario, desconcertado—. Aún no he terminado. Hay más, mucho más… Nebej —continuó su perorata— se llevó consigo un documento muy valioso. Eso era todo lo que quedaba de uno de los rollos más importantes de la ciudad-templo de Amón-Ra. Contenía encantamientos en dos lenguas. Una de ellas era la egipcia. La otra…, la otra resultaba desconocida incluso en aquel tiempo. Se trata del llamado «papiro negro». En un primer momento, no entendí qué tenía que ver la localización de la ciudad-templo de Amón-Ra con aquel extraño papiro.
—¿Un papiro negro dices? —pregunté, desafiante—. Nunca oí hablar de nada similar —comenté, ceñudo.
Entonces el vienés, como por arte de magia, extrajo de entre sus ropas un papel doblado hasta el límite y lo extendió con sumo cuidado ante nosotros, entre los dos asientos delanteros del vehículo mercenario. Lo tomé en mis manos y, tras estudiarlo en silencio y con todo detenimiento, constaté que no era capaz de traducir sino la escritura, en jeroglífico egipcio, y ello a duras penas; y no toda. De la otra escritura, no entendí ni una sola palabra, ni una sola letra; nada de nada. Aquello era realmente frustrante. Como jamás había visto nada parecido a esa asombrosa escritura, al final me sentí muy incómodo al notar una aguda punzada de desazón.
El veterano anticuario leyó a la perfección la intensidad de mis desolados pensamientos.
—Ésa fue mi reacción, y también, claro, la de tantos otros… Ahora, si queréis abandonar, podéis hacerlo en paz con vuestra conciencia profesional. Lo entiendo perfectamente. Quizás otro me ayude a encontrar la ciudad-templo de Amón-Ra, o puede que nunca sea hallada por nadie… ¡Yo que sé! —exclamó con voz estentórea.
Tras unos segundos de lógica incertidumbre, decidí tirar por la calle de en medio. Le estaba cogiendo gusto a aquella locura.
—Está bien, te ayudaré —dije en tono neutro, intentando no mostrar la más mínima emoción—. Pero dime una cosa, que ya me empiezo a cansar de todo este embrollo… ¿Qué esperas que haya en esa alucinante ciudad-templo? ¿Vamos a encontrar tesoros de gran valor? —pregunté dándome la vuelta. Lo hice para mirar con dureza al orondo anticuario, que en esos momentos sudaba a chorros.
Pero los acuosos ojos azules de Klug me hicieron estremecer. Además, en modo alguno me podía imaginar su contundente y lúgubre réplica.
—Antes de nada, te informo que para llegar a la ciudad-templo de Amón-Ra hay que pasar por el inframundo. —Pronunció lo último con tono muy grave, dándole toda la solemnidad que le fue posible.
Solté una risilla de puro y duro sarcasmo.
—Klug, por favor, no nos tomes el pelo, que somos todos mayorcitos… ¿No nos querrás hacer creer que el mundo sobrenatural de los antiguos egipcios nos espera allá abajo? ¿Verdad que no? —le interpelé con mi más marcado acento irónico.
El aludido arqueó mucho sus dos cejas antes de contestar con gran aplomo, sorprendiéndome una vez más.
—Sí, exactamente eso es lo que encontraremos, y que no te dé la risa tonta —señaló al descubrir mi mordaz expresión—. Pero no como vosotros creéis. Todos los faraones y los grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra debían superar las pruebas del inframundo. Posteriormente, recibían el anillo de Osiris, que probaba cómo habían pasado por él, y dejaban el que portaban como ofrenda a Osiris.
Respiré muy hondo y con expresión escéptica miré a mi interlocutor con la sorpresa pintada en la cara.
—Mira, Klug, las cosas como son… Yo admiro y respeto todo lo que se refiere a la milenaria cultura egipcia, y reconozco que he ganado mis buenos dineros comerciando con piezas de todo tipo y de toda época. Pero de ahí a creer que un mundo de ultratumba sea real, hay, valga la redundancia, un mundo. —Me acomodé removiéndome un tanto incómodo en mi muy recalentado asiento. Después mi incrédula mirada se cruzó con la expectante de Krastiva. Creo que en realidad ambos comenzábamos a creer que aquello que contaba el grasiento anticuario sólo acababa de empezar…
—Sé que es difícil de creer —afirmó él con el semblante muy serio—. Por eso mismo me reservé esta parte de la información. —Se disculpó juntando las palmas de las manos hacia arriba, como si estuviera orando en una iglesia—. No quería que me tomarais por un chalado… Además, ¿me hubierais ayudado si os lo hubiese dicho antes de comenzar la búsqueda?
—Tienes toda la razón en este caso. No, ciertamente que no —respondí secamente, con la cruda verdad por delante—. No entendía que se me hubiese contratado para jugarme la vida por una leyenda.
—Pues yo te…
Sospeché enseguida algo gordo ante la actitud dubitativa que adoptaba Isengard.
—Hay más, ¿no? —le pregunté cara a cara.
—No sé si debo… —murmuró, temeroso.
—Ni lo dudes, por favor. Es mejor que conozcamos todos los datos. Una vez que poseamos toda la información, podremos decidir… ¿Qué esperabas? Desembucha todo lo que tienes en la garganta.
La rusa asintió con cierta vehemencia, antes de que el vienés se decidiera a hablar de nuevo. Este lo hizo tras una pausa de por lo menos diez segundos, pero fue como en un susurro, casi inaudible, en el interior del todoterreno donde aún nos encontrábamos.
—Con la muerte de mis dos compañeros queda solamente un candidato a gran sumo sacerdote de la Orden de Amón-Ra —concluyó Klug, consternado.
Krastiva lo miró asombrada, y yo me limité a hablar con toda la frialdad que pude.
—Deja que lo adivine… Eres tú. —Mi voz rezumaba sarcasmo.
—Sí, soy yo —farfulló él mientras afirmaba con la cabeza, entre avergonzado y temeroso—. He de encontrar la ciudad-templo con su inframundo anexo, y luego pasar las pruebas. Sólo así lograré convertirme en el gran sumo sacerdote de esa orden.
—Ya voy comprendiendo. Y dime… ¿Qué papel juega en todo esto el famoso papiro negro? ¿Tiene acaso las claves para hallar ese dichoso inframundo?
—No, no, en absoluto. —Se apresuró a negar—. Sólo que cada gran sumo sacerdote heredaba su papiro en espera de que alguien de sus sucesores, si no él mismo, fuera capaz de desentrañar un criptograma. Así ha sido desde siempre. Puede que Nebej se lo llevase de la ciudad-templo de Amón-Ra.
—Ya —musité, lacónico—. ¿Hay algo más? —inquirí a continuación, sintiendo que se me acababa el aguante.
—Sí, claro —respondió con impaciencia Isengard—. También que junto con el papiro negro, que estaba cubierto por dos placas de oro para su conservación, iba una llave…
—¿Vas comprendiendo ya? —preguntó casi chillando en aquel recalentado habitáculo donde nos encontrábamos, en medio de la nada.
—¡La pieza de metal del sobre! —exclamé raudo al recodar la extraña pieza metálica que hallara en el sobre encima de mi cama del hotel de Roma, enviada por el propio Klug, y acompañada de dinero.
—Sí, es una llave. —El austríaco sonrió levemente al comprobar mi renovado interés por el tema—. No se sabe qué abre, o adonde conduce… Nebej no supo nada de ella hasta que extrajo de la bolsa que llevaba las placas de oro conteniendo el papiro negro. Fue entonces cuando, en el fondo, vio una llave de complicada hechura. Desde entonces, ambas cosas van juntas.
—Humm, se me ocurre una explicación lógica… —Total, que sin apenas ser consciente de ello, me estaba dejando llevar al terreno que Isengard conocía muy bien—. Podría ser que el papiro diga en esa lengua antigua qué es lo que se hallará, cómo y dónde, y también que la llave abra la puerta de acceso —deduje con mi diestra apoyada en la barbilla.
—Eso mismo hemos creído hasta ahora. Me refiero a mis compañeros fallecidos y a mí —reconoció Klug, con hondo pesar en su timbre de voz.
—Ya… Entonces… digamos que hay dos búsquedas, no una sola.
—Ahora importa más hallar la ciudad-templo de Amón-Ra —dijo sin más preámbulo.
—¿Y eso por qué? —inquirí cada vez más intrigado. Aquella fabulosa leyenda me estaba atrapando sin remedio, y me dejaba llevar por ella a no sabía exactamente dónde.
—Aunque no lo creáis, acceder al sacerdocio de Amón-Ra, lo digo en calidad de gran sumo sacerdote, te confiere ciertos poderes que pueden facilitar en grado sumo la segunda búsqueda.
—Voy comprendiendo —repliqué, incrédulo.
Klug Isengard se puso más serio e hizo su último anuncio.
—Hay una última cosa que debéis saber los dos ahora.
—¿Cuál? —pregunté mientras, abstraído, trataba de asimilar toda la información.
—Sin duda lo más peligroso de todo; lo que en realidad no me deja dormir bien todas las noches —alegó Klug con tono lastimero.
—¡Dilo de una vez! —exclamé sin poder contenerme ante su larga pausa—. ¿Crees que hay algo que nos pueda meter más miedo? —le desafié en un gesto altivo.
—Sólo es que la Iglesia Católica intentará eliminarnos. —Como si en verdad quisiera amenazarnos, nos señaló con un dedo índice tembloroso en forma de cañón de pistola—. Os aseguro que el Vaticano no reparará en gastos y empleará todo medio a su alcance a fin de lograrlo.
Surgió un denso silencio que no sé ya lo que duró entre nosotros tres.
—¿Qué interés tiene la Iglesia Católica en todo esto? —pregunté al fin, pero sin pensar en qué nueva sorpresa podía salir de la boca del gordo vienés.
—Ellos son los descendientes de la Orden de Amón que sobrevivió en la superficie.
Quedé tan perplejo que me limité a contestar con voz queda:
—Ahora sí que, de verdad, no entiendo nada de nada.
Krastiva, que asistía atónita a las continuas revelaciones de Klug como convidada de piedra, nos miraba a uno y a otro totalmente ensimismada, como si las palabras de ambos la transportaran a un mundo del todo desconocido para ella, de otro planeta, de otra galaxia, de otro cosmos. Todo aquello le parecía una auténtica locura, y el anticuario un serio aspirante a encontrar plaza en una casa de salud mental.
Apoyada contra la portezuela del lado del conductor en el jeep, y con su sugestivo cuerpo girado hacia mí, escuchaba con atención de colegial aquella insólita batalla dialéctica que seguramente no tenía parangón posible en todo el globo terráqueo. ¿Quién iba a estar tan chalado para hablar y hablar del asunto que nos ocupaba en medio de una región tan árida, y todo ello bajo un sol abrasador?
Isengard, por su parte, aspiró aire caliente y se lanzó a por el resto de una fabulosa historia ambientada en tiempos pretéritos.
—Veréis… Nebej dirigió la orden en el micromundo que creó junto al último faraón y su visir en un punto ignorado; pero entre los que se quedan en Egipto hubo sacerdotes de Amón-Ra que se adaptaron a los nuevos aires religiosos que soplaban, integrándose en el sacerdocio de la nueva religión que traían desde Constantinopla los hombres del Oriente romano de Justiniano. La orden fue infiltrándose poco a poco en el poder, en el nuevo poder, y así se acabó transformando en lo que hoy es a través de los tiempos.
Me quedé literalmente deslumbrado con lo que acababa de oír.
—La Orden de Amón, la Iglesia Católica Apostólica Romana, es increíble… —musité con los ojos abiertos como platos—. ¿O sea que son lo mismo?
Klug dejó escapar una leve risa sarcástica antes de continuar. Le noté aliviado por momentos, como si realmente se quitara un gran peso de encima, y la verdad que no era para menos tras escuchar sus increíbles confidencias.
—Sí, claro, así es, sin paños calientes; aunque les duela hoy en día aún a muchos católicos… Sé que suena a fantasía anticlerical, pero es la pura y dura realidad. No obstante. —Dudó un instante antes de proseguir su extraordinaria revelación—, no ha sido un camino fácil para los que hemos seguido los dictados del gran sumo sacerdote Nebej a través de los siglos. Éramos un grupo cada vez más exiguo. —Me miró fijamente, buscando con ansiedad en mi hosca expresión un signo de comprensión—. Esta fue la razón por la que nos constituimos en una orden armada y… —Se cortó bruscamente.
—¿Y…? —Me impacienté una vez más.
—No sé si te lo vas a creer… Conformamos la Orden de los Caballeros del Temple.
Inmediatamente me pregunté qué demonios hacía yo allí, en un punto indeterminado del sur de Egipto. Ya no sabía si reír o llorar.
—Ah, no, rotundamente no —dije con una irritación que me raspaba la reseca garganta—. Eso ya sí que no. Esto es demasiado para mí… Te lo juro por lo que más quieras. No me vas a convencer de que el Temple y la Orden de Amón son lo mismo. No quiero ya más pajas mentales. —Me exasperé, como pocas veces en mi vida, ante una historia que cada vez me parecía más y más inverosímil, obra de una mente desvariada.
—Pues en parte así es. La Iglesia Católica descendía de aquellos sacerdotes de Amón que se infiltraron en el Cristianismo corrompiéndolo. Pero, por otra parte, los descendientes de Nebej conformaron la Orden de los Caballeros del Temple. El mundo creyó que hacía referencia al templo del Dios de los hebreos, pero en realidad se refería al templo de Amón-Ra.
—Por lo que yo sé, la Iglesia Católica apoyó en un principio a la Orden de los Templarios —intervino Krastiva que, salvo en una intervención, había permanecido callada hasta el momento. Ella puso allí un poco de cordura.
—Y así fue, querida. —Isengard sonrió comprensivamente, como un viejo profesor dando una elemental explicación a la alumna de turno—. Aún no habían surgido discrepancias importantes en el seno de la Iglesia Católica, pero con el tiempo…
No me pude contener más, así que me metí otra vez en aquella «refriega» verbal.
—Sí, es vox populi lo que les ocurrió a Jaques de Molay y los suyos bajo la férula de Felipe IV de Francia —afirmé en plan tajante, y sin ninguna consideración cuando añadí irónico—: Eso lo sabe cualquiera que haya comprado un libro de los tan cacareados templarios.
Klug, cuyo rostro enrojeció ostensiblemente, se excitó lo suyo.
—Fueron inmolados… como ofrendas… a Amón… de un modo blasfemo —dijo con voz entrecortada.
—Esto es… es… no sé ya cómo definirlo —le respondí al anticuario, que había empezado a llorar como un niño al relatar la historia de sus ancestros.
—La orden de Amón, la Orden del Temple; si no tenían nada en común… —repliqué al instante. Me extrañé intentando encontrarle un denominador común a ambas órdenes, separadas en el tiempo por quinientos años y, además, tratando de darle visos de realidad a tan extravagante historia. ¿Me estaba haciendo daño el intenso calor egipcio?
—Tienen en común más de lo que crees. —Isengard se secó las lágrimas con el dorso de la mano, añadiendo a continuación—: El temple adoraba a un carnero que estaba adornado, entre sus cuernos, con el dios solar de Ra, Baphomet.
—Sí, creo recordar que formaba parte de la ecuación ese hecho; por otra parte, no probado —le concedí con un deje irónico.
—Fue ése el único hecho auténtico del que se les acusó. Pero además usaban la cruz que provenía, aunque algo cambiada, de Egipto. Y si a esto le añadimos que eran monjes, o sea, sacerdotes, en realidad resulta que tenían muchas cosas en común. Sólo su aspecto externo, su disfraz, el más adecuado a la época en que vivían, les hacía parecer otra cosa distinta… —Hizo una pausa para tomar aire y continuó—: ¿Sabéis que tenían ritos de adoración iniciática, para cuya realización se reunían en secreto? ¿Y conocéis el hecho de que nadie, salvo los más veteranos, era admitido en tales rituales?
Dejé escapar una risilla, un tanto desdeñosa, mientras alzaba las manos abiertas.
—Ahora me dirás que tú eres un caballero del Temple, claro —le dije con cierto hastío.
Isengard, que había captado perfectamente mi sarcasmo, se puso muy serio al lanzar su afirmación.
—No, yo no lo soy —aceptó con voz débil—. En realidad, los que sobrevivieron se fundieron con otras órdenes como la de Montesa, Alcántara y otras. Finalmente se extinguieron con el paso del tiempo, como tal Orden del Temple me refiero. Ya no interesaba mantenerla.
—¿Cómo es que quedabas sólo tú? —inquirí, impaciente.
El grueso anticuario de Viena soltó un largo suspiro de resignación.
—Los agentes de la Iglesia Católica nos han ido dando caza, uno tras otro —adujo él, preocupado—. Es una cacería humana silenciosa y mortal, muy eficaz, como habéis podido comprobar.
—Y sólo quedas tú —insistí, escéptico.
—Sí, pero si alcanzo mis objetivos refundaré la orden, y entonces se tendrán que plegar a mis deseos, a mis órdenes. —Hizo una nerviosa mueca burlona con la boca—. Así de claro, o moriré en mi empeño —sentenció Klug con tono desafiante.
En mi interior, compadecí a mi interlocutor y cliente. Su desmesurada megalomanía le había hecho cambiar la realidad hacia una historia de ficción que sólo él se creía. Es más, Isengard estaba seguro de que la todopoderosa Iglesia Católica Apostólica Romana llegaría algún día a darse por vencida, tras esa «implacable persecución» puesta en marcha por sus esbirros más siniestros, y le rendiría al fin la debida pleitesía.
Sin embargo, al cabo de unos minutos, en contraste con lo anterior, ya no dudaba de que en su fantástico relato sí había algo de veracidad. Desde que era muy joven había aprendido que quien relata una historia auténtica es el que ofrece datos, cuenta situaciones, y éstas no son siempre idílicas ni idealizadas, y éste parecía ser el caso del anticuario que tenía situado detrás de mi asiento.
Saqué de uno de los bolsillos de la pernera de mi pantalón la llave de bronce y la miré con suma atención. Me pregunté si no abriría una caja de Pandora. Y así me vino a la mente el papiro negro.
—¿Qué fue del papiro negro? —le pregunté, intrigado.
El evadió la respuesta casi con tono seco.
—Ahora es más importante hallar la ciudad-templo de Amón-Ra, si es que queremos salvar nuestras vidas.
—Sí, será mejor que nos vayamos cuanto antes… Hemos perdido ya mucho tiempo dándole a la sin hueso —reconocí al instante en plan deportivo, restando importancia a la fría respuesta de Klug—. ¿Hacia dónde debemos ir? —Ante el silencio que siguió, señalé a la rusa—: Arranca y vamos hacia el gran río.
—¿Crees en su historia? —me preguntó Krastiva en un susurro, expectante, pisando el acelerador del jeep para obligarlo a salir de su forzada inactividad.
—Sólo en parte, aunque creo que en realidad, en su conjunto, es falso —repliqué en tono marcadamente confidencial y acercándome para ello a su oído izquierdo sin ningún disimulo—. ¿Qué quieres que te diga? Tengo demasiadas preguntas sin respuesta lógica en la cabeza. Por otra parte, nos guste o no, estamos metidos hasta el cuello en este asunto.
—Ya lo veo —respondió ella, evidentemente confusa.
Debo reconocer que experimenté la intensa emoción del retorno a la aventura en estado puro al ponerme de nuevo en marcha, algo impagable si, además de ello, tenía a mi lado a la bellísima eslava. Ella seguía muy pendiente de todos mis gestos.
Entre nubes de arena que saltaban al ser desplazadas por los neumáticos del todoterreno, nos movimos en diagonal para acercarnos a la orilla oriental del Nilo, rumbo a Philae. Finalmente había conseguido hacerme una idea bastante clara de todo aquel embrollado asunto que tan ocupada nos tenía la mente. ¿Estaba volviéndome loco, o es que le había cogido tanto gusto a aquello, tan alucinante que no podía vivir sin la tremenda excitación que me provocaba?
Así las cosas, me desconcertaba el paralelismo existente entre la búsqueda de la mítica ciudad-templo de Amón-Ra y el misterioso contenido del papiro negro. Cada vez estaba más seguro de que Isengard sabía adonde iba, a pesar de su apariencia frágil y dependiente.
Pero mi imaginación apenas servía para compensarme de las lagunas que se formaban en mi atascado cerebro. No me permitía explicar el comportamiento sospechoso del anticuario vienés. ¿Por qué había corrido el riesgo de entregarme la llave y, sin embargo, se reservaba para sí el paradero del papiro? Y, además, lo más desconcertante quizás era por qué implicar a un total desconocido como yo en toda la cuestión.
«En este rompecabezas, falta una pieza», pensé al cabo de un rato, mientras observaba ensimismado el recto horizonte que se abría ante nosotros.
Al parecer, las respuestas iban a tardar en aparecer aún. Bajo las ruedas del jeep se oía el rumor de la gravilla. Krastiva había sacado el vehículo del desierto sahariano, y ahora nos hallábamos en un terreno intermedio, entre aquél y la tierra limosa que nutre el Nilo. El sonido del motor nos indicó que la fotógrafa residente en Viena reducía la velocidad, hasta que frenó a fondo.
—¿Por qué paramos? —preguntó Klug, alarmado sensiblemente y con los ojos un tanto desorbitados por el temor que sentía.
—Lo siento… Es que se ha acabado el combustible. Miraré a ver si hay alguna lata de reserva con la que llenar el depósito —explicó la rusa, que luego se encogió de hombros.
Ella registró la parte trasera del jeep, donde se «acomodaba» Klug, que colaboró activamente en la ansiosa búsqueda. Por suerte, hallaron una garrafa de plástico de cinco litros. Krastiva la vació enseguida en el depósito mirando a todos lados con evidente preocupación en su turbadora mirada, temiendo que aparecieran de repente los mercenarios que nos perseguían.