En la corte de Saba
Un nutrido grupo de jinetes, al mando de su emperifollado oficial —cuya armadura recordaba la de inspiración griega que lucían los tribunos romanos—, relevó a los lanceros que los acompañaban desde su desembarco en la playa.
—Me llamo Ijmeí. —Se presentó respetuosamente—. Soy el jefe de la Guardia Real de su majestad Soram V. Seguidme, y os llevaré ante su augusta presencia.
Nebej y Amhai le correspondieron al unísono con una reverente inclinación, y siguieron obedientemente al bello alazán que el militar sabeo montaba con mucho estilo.
En su recorrido por las calles principales de la ciudad observaron pequeños palacetes adornados de altas palmeras y coquetos jardines extraordinariamente cuidados; sin duda costosos de mantener. En Balkis abundaba el marfil, que aparecía en haces de colmillos a las puertas de muchas de las tiendas como reclamo para posibles acaudalados compradores.
—Nuestra ciudad, es una ciudad de comerciantes, y mercaderes. No somos una potencia militar, aunque tenemos nuestro ejército bien preparado, y tampoco nos encontramos ubicados en una posición estratégica. —El oficial se enorgullecía al hablar de las excelencias de Balkis—. Por nuestra propia seguridad, tenemos un pacto con los romanos —admitió con voz fría y altanera—. Nosotros les pagamos un tributo, bastante alto por cierto, y ellos no se inmiscuyen en nuestros asuntos —añadió en tono de marcado desprecio.
Un repentino escalofrío recorrió de repente la columna vertebral de Amhai y también la de Nebej. No les agradaba nada la compañía de aquel hombre de rostro arrogante. ¿Estarían siendo conducidos a una trampa? Quizás quisieran congraciarse con Justiniano, vendiéndolos vilmente al emperador romano de Oriente.
Los dos se miraron con el temor reflejado en sus ojos. Ellos eran egipcios, los últimos de su raza. Si eran exterminados, Egipto yacería en el olvido para siempre.
El sol comenzaba a calentar las fachadas de los edificios de adobe y basalto, salpicados de pequeñas ventanas, y las gentes de la ciudad iban perdiéndose en el interior de los abigarrados bloques de casas, tan altos que sobresalían por encima de las torres de la muralla, orgullosos de unas dimensiones que parecían rozar el cielo mismo, como míticas torres de Babel. En el centro neurálgico de la ciudad había un espacio enorme y cuadrangular, bordeado de pequeños arcos, y en cuyo centro se abría un gran estanque de agua en el que flotaban los nenúfares. Aparecía rodeado de macizos de flores de llamativos colores.
Al fondo de la ciudad, más allá de las estrechas calles llenas de misterios, un palacio, compuesto de cuatro grandes torres cuadradas unidas por gruesos muros, y al que se accedía a través de una larga y ancha escalinata de piedra, se erguía allí, poderoso y robusto. Todo él aparecía pintado con vivos colores, representando escenas de guerra al modo de unos egipcios cuyo arte, resultaba evidente, les había influenciado mucho. Las puertas, hechas en su totalidad de bronce, permanecían abiertas, y tras descabalgar, el numeroso grupo ascendió parsimoniosamente las escaleras y fue adentrándose en el interior del palacio.
Un gran patio se abría dentro de éste, rodeado de columnas y recubierto de verde césped. Pequeños surtidores de agua salían de diversas esculturas romanas, todas situadas en sus cuatro ángulos. En su centro mismo, una gran estatua de una diosa desconocida reinaba en aquel pedazo de paraíso.
Mientras lo observaban todo con sumo interés, Ijmeí los condujo escaleras arriba hasta la segunda planta, y una vez allí, los llevó hasta el fondo de la galería. Atravesaron el umbral de piedra y adobe, y luego se encontraron en el salón del trono. Este era un amplio espacio rectangular en el que un numeroso grupo de personas —ataviadas con ricas túnicas y joyas que denotaban su posición social— rodeaba a una alta figura cuya frente estaba ceñida por una corona de oro exquisitamente labrada con un gran zafiro azul.
Al abrir los brazos el soberano, los pliegues de su túnica azul se extendieron como las alas protectoras de una gran águila. Una amplia sonrisa se desplegó en su barbudo rostro.
—Sed bienvenidos a mi humilde ciudad, amigos —les saludó, cordial, Soram V, con ojos negros y malignos.
Amhai, que tomaba la palabra como líder de aquella insólita embajada egipcia llegada en secreto, se inclinó ceremoniosamente ante el anfitrión.
—Te agradecemos tu hospitalidad, gran rey —respondió con decisión—. Venimos a solicitar de ti la gracia de poder comerciar con tus súbditos. Pagaremos bien por provisiones y agua para continuar en paz con nuestro viaje por mar.
—Podéis, como deseáis, adquirir cuanto necesitéis. No obstante, desearía intercambiar o adquirir, naturalmente a buen precio, algunos objetos artísticos para mi palacio. Supongo que ellos. —Señaló con brazo firme a los miembros de su Corte— también estarán deseosos de adquirir vuestros productos y, —el monarca esbozó una sonrisa cínica que no pasó precisamente inadvertida para sus invitados—, cómo no, venderos los suyos a un precio justo. El negocio es el negocio, amigos. No olvidéis que somos un pueblo de mercaderes y comerciantes.
El visir egipcio, impasible el rostro, asintió bajando un poco la cabeza.
—No disponemos de mucho tiempo, gran rey, pero te complaceremos debidamente —convino Amhai—. Pagaremos en oro y plata las provisiones y el agua, y daremos cumplida satisfacción a tus notables. Te aseguro que no quedarán descontentos con nosotros.
Un murmullo general de aprobación circuló por el gran salón del trono. Después los nobles de la ciudad se acercaron a los egipcios exiliados en un intento de ganar su amistad, para garantizarse el mejor negocio posible.
—Acompañadme —les rogó amablemente el rey—, pues deseo que me informéis de cuanto haya acontecido en Egipto en estos últimos años. —Los invitó a precederle saliendo a las galerías que circundaban el patio rodeado de columnas romanas.
El tintineo de los adornos de Soram V resonó bajo las bóvedas pintadas, con escenas de batallas olvidadas, como el comercio decadente de un monarca que ya tan solo posee sus propias joyas. En un primer vistazo, a Amhai le pareció que la aparente riqueza del Reino de Saba no era sino una mera sombra de un pasado glorioso.
Cuando lo que abunda en una ciudad son los mercaderes, los buitres de la civilización, y la economía de aquélla depende de ellos, la decadencia ha llegado a su mismo corazón. El rey se esforzaba ahora, con la complicidad interesada de su corte, en hacerles ver la aparente prosperidad de Balkis con el lujo de sus calles y palacios. Pero hasta el que fuese su estilo, su historia, sus auténticas señas de identidad, se habían diluido como una duna del desierto en un día de tormenta de arena.
A pesar de que los elementos romanizantes abundaban por doquier, y hasta sus ricas túnicas recordaban el refinado gusto de Constantinopla, Saba no era, en absoluto, un territorio ni tan independiente como querían hacerles creer, ni mucho menos tan rico…
Por el momento, el fiel visir del faraón Kemoh creyó oportuno seguir el juego al monarca y también a los cortesanos que residían en Balkis, haciéndoles creer que en sus navíos —protegidos por numerosos soldados y, por supuesto, bien armados— guardaban grandes tesoros. Sólo así podían tratar con ellos de igual a igual. El rey sabeo pasaba sus manos por la cintura de Amhai, en un gesto de confianza que pretendía ser amistoso. Soram V calculó que de aquella inesperada visita bien podía sacar partido, engrosando sus arcas personales a fin de tener un seguro si algún día la poderosa Roma de Oriente decidía ampliar definitivamente sus dominios a su costa.
—Como ves, amigo mío. —Le dirigió la palabra al visir en afectado tono amable, tratando de vencer su posible desconfianza—, hay poca soldadesca en palacio: apenas unas decenas de ellos patrullan las calles, como si fuera una presencia decorativa, ya que no se producen altercados dignos de ser mencionados en este pequeño reino.
—Algunos soldados sí que he visto haciendo prácticas con hondas y arcos, majestad, y muy bien por cierto.
El soberano se encogió de hombros.
—Es para que tengan algo que hacer a lo largo del día. El guerrero que no hace ejercicio engorda y se da a los vicios.
Nebej, que iba justo un paso detrás de ellos, desvió la conversación convenientemente. Al hacerlo, se encontró con la sonrisa aprobadora de Amhai.
—Gran rey, te diré que he visto en las puertas de numerosas tiendas grandes haces de marfil.
—Nos los traen de las tierras de los hombres negros; generalmente, en caravanas que atraviesan el país del Nilo —dijo Soram V volviéndose y mirando de frente al gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
—Dices, señor, «generalmente». —Remarcó con suavidad esa palabra—. ¿Quieres decir que, en ocasiones, llega a bordo de algún navío? —inquirió con cautela.
—Oh, sí, a veces sí… —dijo el soberano conteniéndose ante aquella molesta insistencia—. Se trata de un rico mercader que lo compra a bajo precio a las tribus negras. A cambio, él les da metales, joyas, y tejidos que allí valoran mucho. Tiene varias colonias a lo largo de la costa africana —respondió con deliberada lentitud, intentando en todo momento mostrarse indiferente, y como si el tema no fuera con él y su territorio.
—¿Qué quiere ese rico mercader a cambio del marfil? —le interrogó ahora Amhai, retomando el pulso a la conversación—. Nosotros tenemos oro en abundancia en nuestras bodegas. También llevamos gran cantidad de tejidos teñidos. Tenemos objetos tales como dioses de oro y plata, así como muebles de madera de cedro del Líbano y también de ébano —añadió con una exagerada sonrisa de satisfacción.
—Mi palacio necesita renovar algún mobiliario y las arcas reales, oro —repuso el sátrapa, impaciente—. Eso siempre es buena moneda de cambio… ¿Cuánto querríais? —le preguntó con mirada desafiante.
El visir replicó sin pestañear.
—Queremos diez haces de diez cuernos; además de cincuenta barriles de agua, pescado en salazón, carne ahumada, verduras y frutas frescas.
—Humm —murmuró Soram V, sin comprometerse aún, cogiéndose luego la barbilla con la anillada mano izquierda—, eso será difícil; pero no imposible, claro. —Se apresuró a corregir, sobre todo al ver la alarmante expresión en sus invitados—. Todo ello os costará dos cofres de monedas de oro.
Amhai pensó que el precio era realmente desmesurado, pero aceptó de buen grado porque en realidad… ¿qué podía esperarse de un país de mercaderes? Además, no tenía intención de aparecer ante aquel tirano benévolo como un usurero. Era consciente de que éste se estaba aprovechando de su ventajosa posición, y de ahí que dejó que lo hiciera.
—Cargaremos lo que hemos solicitado de ti y enviaremos la cantidad de oro acordada —aceptó haciendo a la vez una leve reverencia.
—Una escolta de la Guardia Real os acompañará y traerá de regreso el oro —comentó el monarca, pensativo.
El reyezuelo no se fiaba de los exiliados egipcios. Es más, él ofrecía sin dar y esperaba más de lo que daba; todo eso en un intento de extraer un beneficio considerable de aquella transacción comercial.
En el gran comedor instalado en el salón del trono, con el soberano a la cabecera, se reunía lo más granado de la corte de Balkis, la ciudad-reino de Saba. En torno a la larga mesa —que aparecía cubierta por ricos manteles de lino bordados con hilos de oro— se sentaban nobles y oficiales de la corte, además de Amhai, el gran sumo sacerdote Nebej y varios oficiales egipcios que los acompañaban.
Huelga decir que todos los viajeros llegados de Egipto habían obviado señalar que a bordo de uno de los cuatro poderosos navíos de guerra, todos con el ancla echada frente a la costa sabea, se hallaba el último descendiente de la dinastía de los Ptolomeos, el faraón Kemoh.
Numerosos sirvientes, vistosamente ataviados con la librea real, penetraron en una larga hilera sosteniendo bandejas de plata sobre las que descansaban, artísticamente decoradas, unas deliciosas viandas humeantes, donde destacaban numerosas chuletas de cerdo asadas con miel.
Entretanto, unas notas suaves comenzaron a flotar en el aire como el aroma de las flores recién abiertas en primavera. Dos delicadas manos, de dedos largos y finos acariciaban con singular maestría las cuerdas de un arpa situada en el ángulo que formaban las paredes del gran salón alejadas de la escena central, como escondida a ojos indiscretos.
La mirada de Nebej voló entonces hasta el lejano rincón, descubriendo el rostro, marfileño y ovalado, de una bella adolescente con senos turgentes y finas caderas que más bien parecía la soñada ninfa de un bosque imaginario. Sus ojos coincidieron en el aire, se entrecruzaron como sólo los de dos jóvenes pueden hacer a expensas de todos los presentes en el gran habitáculo.
Por unos breves instantes, los pabellones auriculares de Nebej se cerraron a todo lo que no fuese la extraordinaria sensibilidad de aquel sonido, armónico y delicioso, salido de un arpa. Era algo prodigioso, pues parecía flotar entre los brazos de la muchacha. Además, ella embriagaba con un persistente perfume de esencia de jazmín. La jovencita le dirigió una enigmática mirada manteniendo los párpados entrecerrados.
Alguien se había dado cuenta de que se encontraba totalmente embelesado con una muchacha a quien imaginaba humilde y contrita. Un suave toque del codo izquierdo de Amhai le hizo regresar a la realidad. El visir, que había percibido muy pronto el hechizo que la hermosa ninfa lanzaba al aire, esperando cautivar a sus oyentes, había captado la «secreta» conexión nacida al instante entre ambos jóvenes. Pero necesitaba a Nebej concentrado y fuerte ante aquel monarca más peligroso en cuanto que menos poder autentico poseía.
Los pensamientos del fiel visir volaban inquietos, igual que palomas con alas de halcón lejos del refugio, hasta el navío insignia de la flotilla egipcia. Vio, con los ojos de su mente, el rostro preocupado del joven Kemoh, y oró pidiendo a todos los dioses de Egipto conocidos su protección para este inexperto soberano sin reino… Casi lo había criado él, y lo sentía como un hijo propio. Todo su saber, todo su buen hacer, lo había derramado sobre su persona, depositando de facto todas sus esperanzas en las manos de un adolescente asustado que, sin embargo, he aquí que mostraba la entereza propia de un hombre cuando la situación así lo requería.
Nebej, como si presintiese su honda inquietud, aferró su antebrazo izquierdo con la mano derecha para infundirle confianza. Aquel gesto era como decirle: «Ahora soy muy poderoso. Confía en mí». A modo de muda respuesta, Amhai, sin mover apenas un músculo de su rostro, sonrió casi imperceptiblemente, y volvió a fijar toda su atención en el monarca que hacía las veces de muy interesado anfitrión, situado a su diestra.
En el ínterin, el bullicio creado por las voces de los áulicos y oficiales de Saba con el resto de los egipcios invitados —que conversaban despreocupadamente, ajenos a las inquietudes del visir— llenaba la gran sala ahogando a veces el delicado sonido del arpa.
Por el rabillo del ojo, Nebej controló durante el tiempo que duró el banquete la sensual e inocente figura de la jovencita que dejaba resbalar sus dedos con tanta delicadeza y sentido musical sobre las cuerdas del arpa; sin por ello perder contacto de nuevo con la animada y superflua conversación que el rey mantenía con ambos, Amhai percibió el interés de éste por algunos datos sobre los que dejaba caer, mezcladas con la conversación, algunas preguntas. Estas eran siempre precisas, hechas para vencer una posible resistencia causada por la desconfianza del momento.
Los sirvientes llenaron con vino rojo oscuro las copas de plata labrada de los nobles de la corte. Tenía un sabor fuerte que se quedaba sobre la lengua, creando una agradable sensación. Sin embargo, Amhai y Nebej apenas mojaron sus labios con el exquisito caldo para cumplir con la debida cortesía del momento. Sus capacidades mentales permanecían alerta ante cualquier movimiento, a la más mínima variación sospechosa.
—Cuando lo consideréis oportuno, podéis retiraros a descansar. He ordenado preparar habitaciones contiguas a las mías. Vuestra seguridad está garantizada en todo momento porque la Guardia Real vigilará el acceso. Desearíamos que os encontrarais cómodos entre nosotros.
¿Qué inconfesable peligro podía existir dentro del palacio? En una ráfaga de negra desconfianza que golpeó su cerebro, Amhai se preguntó si los guardias serían tanto para su protección como para su retención…
—Lamentamos no poder acceder a tan generosa muestra de hospitalidad, majestad, pero nuestra singladura debe continuar sin falta. Mi rey, el faraón Kemoh, nos espera en alta mar —dijo, mintiendo descaradamente—. No puedo incumplir las severas órdenes de mi señor —añadió con toda hipocresía y en tono grave.
—Eso está bien. Debes siempre obedecerle sin vacilar —admitió el anfitrión con cierto apresuramiento—. Quiero que sepas que siento vuestra rápida partida… Nos habíamos ilusionado con la idea de que nos relatarais algo más sobre vuestra fascinante tierra.
Al visir le sorprendió bastante que Soram V no se extrañara ante su enérgica respuesta a una abierta hospitalidad palaciega. De todos era bien sabido que no había faraones en Egipto desde tiempos casi inmemoriales, en concreto desde la dramática muerte de Cleopatra VII, la soberana más legendaria del país de las pirámides.
El rey de Saba pareció pasar por alto ese «detalle» histórico tan fundamental.
—En ese caso, daré órdenes de que se prepare sin falta cuanto deseéis adquirir. En unas horas estará todo listo —repuso, tajante, con expresión de pesar.
El visir, por su parte, le habló con la intención de intrigarle.
—Te lo agradeceremos, señor, ya que el tiempo lucha contra nosotros. Cada jornada que perdemos en este viaje es una posibilidad menos.
—Decidle a vuestro faraón que cuando ocupe el trono de Egipto, en mí y en mi pueblo puede contar con un leal aliado. —El tono firme de Soram V parecía alentador, añadiendo después—: Aniquilaremos sin piedad a nuestros enemigos. —Su grave voz destilaba veneno.
Amhai sintió un estremecimiento que a duras penas pudo controlar.
—Así se lo haré llegar, majestad —contestó, impasible en apariencia—. Estoy seguro de que él, en su día, sabrá reconocer tu apoyo debidamente.
Poniéndose en pie, el rey dio unas fuertes palmadas y en el acto aparecieron cinco hombres armados con un oficial al frente al que susurró unas órdenes que nadie pudo comprender por tratarse de una lengua que ninguno de los egipcios allí presentes entendía.
Soram V se volvió a ellos y les dijo en tono solemne, más sosegado:
—Ya está todo en orden. Cargarán lo que habéis solicitado en cuatro carretas situadas enfrente del palacio. Ijmeí, que, como ya sabéis, es el jefe de la Guardia Real, se hará cargo de escoltaros hasta vuestros navíos y allí recogerá el pago acordado en oro.
Sólo por un instante, Nebej creyó ver en los ojos del monarca un fugaz destello que lo alarmó sobremanera. Después algunos de los notables del Reino de Saba se acercaron estrechando el círculo en torno a la cabecera de la mesa.
El banquete fue languideciendo paulatinamente y algunos de los orgullosos nobles, abotargados por el exceso de vino consumido, aparecían despatarrados sobre los sillones de madera y, además, en posturas imposibles. Otros, se habían dormido sobre el plato que tenían enfrente, sin que eso les impidiera acompañar a Morfeo por las oníricas praderas de los Campos Elíseos.
Aquello resultaba en sí un cuadro de patética hechura. La otrora elegantemente dispuesta mesa real, aparecía ahora llena de restos de comida y grandes manchas oscurecían la virginal apariencia del lino en que habían sido tejidos los manteles. Alguno de los invitados había incluso vomitado, y el hedor se hacía insoportable por momentos hasta que los sirvientes lo recogían todo. La maravillosa música había cesado, y los que aún podían tenerse en pie se retiraban tambaleantes, igual que soldados heridos tras una batalla. Tenían sus rostros enrojecidos por un excesivo consumo de alcohol, y sus barrigudos vientres satisfechos y con pesada digestión en la mayoría de los casos.
Los soldados de la Guardia Real, hieráticos, en pie como estatuas de piedra, parecían estar acostumbrados a escenas similares, y veían desfilar ante sí a los poderosos de Saba con total indiferencia. En el patio que se abría en torno al estanque situado frente al palacio, un grupo de servidores palatinos se aprestaba a cargar en cuatro grandes carretas —todas cubiertas por toldos cuadrangulares de piel de camello—, el marfil y el agua, así como las provisiones, que eran meticulosamente examinadas por un oficial de la escolta egipcia.
Los carromatos, tirado cada uno por dos robustos caballos, se pusieron pesadamente en marcha a una orden sonora de Amhai, seguidos de cerca por una veintena de soldados sábeos al mando directo de Ijmeí, cuyo rostro mostraba ahora una altivez glacial.
La comitiva enfiló el camino a las puertas de la ciudad. Ya en el exterior, los expedicionarios se encontraron con la curiosidad general. En las murallas, además de los centinelas, dispuestos en una ordenada línea de a tres, se agolpaban numerosos habitantes para verlos pasar. El sol luchaba por llegar al suelo encontrando su rumbo infranqueable en los altos edificios que daban sombra.