Capítulo 19

La tormenta de arena

Un poco más… un poco más y… —arengué con voz entrecortada a mi reducidísima «tropa», despegando a duras penas mis resecos labios y temiendo que la piel, unida como por un pegamento potente, me impidiese volver a hacerlo.

Lo mismo que en una película de zombis, con sus brazos colgando fláccidos, inertes, trastabillando, dando pasos de muerto, vi que el austríaco estaba a punto de plantar sus pies en el suelo para echar raíces y no separarse nunca de la tierra madre. Su voluminosa humanidad avanzaba impulsándose con su peso echado, ora hacia delante, ora hacia atrás. En medio de ese balanceo de péndulo, que anunciaba el inminente final del anticuario, debieron avistarnos desde el poblado porque tres hombres, dos de ellos jóvenes, echaron a andar en dirección a nosotros con la agilidad propia del gamo acostumbrado a moverse con extraordinaria rapidez. Al llegar a nuestro lado, cada uno nos sujetó por un brazo y con la otra mano libre nos acercaron unos cuencos de barro llenos de agua. Ésta resbaló en el interior de nuestras gargantas como cuando se cuela a través de una sonora cañería, sin degustarla, a borbotones.

—Despacio, despacio —pronunció en breve inglés el de expresión jovial que atendía a Krastiva, quien tragaba el agua en grandes sorbos, con preocupante ansiedad.

Cuando los cuencos se vaciaron, ellos pasaron un trapo sobre las gotas que quedaban en el fondo de cada cuenco y nos mojaron los labios con mucho cuidado. Lo cierto es que aquello me dolía. Varias grietas verticales me surcaban dolorosamente mientras los músculos de mis piernas, rígidos como se encontraban, se negaban aún a responder, fríos, insensibles. La vista se me nublaba y otro tanto le sucedía a la rusa, que ahora tan solo era un remedo de sí misma. Klug estaba más inconsciente que consciente de lo que pasaba alrededor. Me pareció que su siempre tensa y redonda barriga caía fláccida, como la joroba de un dromedario vacía.

Los salvadores pasaron nuestros brazos por sus hombros, y casi cargando con nosotros nos ayudaron a continuar, pacientemente, pasito a pasito, hasta recorrer los apenas ciento cincuenta metros que nos separaban del olvidado poblado. Los niños de éste, que habían presenciado la escena desde su privilegiada atalaya, nadaron hasta la orilla del Nilo, seguidos por uno de ellos que remaba a bordo de la barca, para no perderse nuestra entrada en el conglomerado de chozas de adobe.

Aquella espalda ancha y fibrosa en la que descansaba mi brazo izquierdo, a modo de muleta, me hizo sentir como un tullido. Agradecido por el generoso ofrecimiento de aquel muchacho que se cubría con una amarillenta túnica por toda prenda y sonreía para animarme con el único «idioma» que parecía saber y el más universal, el de la mímica. Su pelo desprendía un olor a tierra y humo, muy característico en los fellahs. Todo en él era fibra y músculo bien definido. También el de los otros dos, a pesar de que uno tenía el pelo casi blanco.

Ellos nos guiaron hasta una de las chozas que rodeaban un pequeño espacio circular de tierra aplastada, hecho con tierra y arena mezcladas. Sentados ante las puertas de paja, varios hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas de colores, nos miraban como a unos bichos raros salidos de las profundidades saharianas.

Los niños se agolparon a nuestro alrededor riendo y saltando, y tocándonos en un juego de inocentes provocaciones que les divertía sobremanera. El que me acompañaba a mi los espantó con un gesto evidente de su mano que los revoltosos chavales entendieron, y de ese modo se mantuvieron a prudente distancia.

Dentro de la cabaña donde nos buscaron refugio hacía una fresca y agradable temperatura, resultando más espaciosa de lo que a simple vista parecía desde afuera. Apilados contra las paredes, vi los aperos de labranza que parecían sacados de un museo de la Baja Edad Media, y también algunas viejas cacerolas descascarilladas y requemadas a causa del uso.

El suelo estaba cubierto de alfombras de vistosos dibujos geométricos de colores, y contrastaba vivamente con las sombras que convertían la pieza en un lugar oscuro y fresco, un oasis en medio de aquella árida soledad. Varios colchones, forrados de telas, tejidas sin duda por las ágiles y hábiles manos de las mujeres de la aldea, señalaban el lugar donde dormían sus inquilinos.

Nos sentamos en aquellos rústicos colchones y nos ofrecieron ropas secas y limpias. El que ayudaba a Krastiva nos hablaba en correcto inglés, traduciendo lo que, entre sonrisas y gestos amables, se decían entre ellos, siempre en su lengua. Digamos que en sus bocas sonaba como el canto ligero de un ave, con suaves matices que la hacían agradable al oído.

Sin duda era un dialecto del árabe que yo no conocía. Conocí la lengua sagrada del Islam en Barcelona cuando un inmigrante, a cambio de unos cientos de euros, se ofreció a enseñarme. No fue fácil, dado que aprendí antes a escribirla que a hablarla, pero el tunecino en cuestión resultó ser un maestro muy paciente y eficaz, además de agradecido, por lo cual acabé poseyendo un buen nivel tras dos meses de clases intensivas. Esta variante del árabe poseía una fonética más suave; sonaba cristalina, y fluía de las gargantas de esos fellahs con total nitidez.

Dos mujeres de ojos oscuros y profundos, con el pelo negro y brillante sobresaliendo por el pañuelo que lo cubría pudorosamente, nos trajeron frutas variadas en unos cuencos de madera. Lo cierto es que las devoramos con más bien pocos buenos modales. El hambre, en toda la extensión de tan dramática palabra, dominaba nuestras mentes. A pesar de lo cual, ellas continuaron sonriendo comprensivas, mostrándonos unos dientes blancos que semejaban marfil pulido.

De tanto andar por el desierto, luchando con aquella fina arena que se colaba dentro del calzado y nos rozaba los pies, teníamos parte de éstos ya en carne viva. Necesitábamos con urgencia unas vendas de colino para aliviarnos. Aquellas solícitas féminas parecían saber lo que pensábamos, pues en unos pocos minutos habían tratado con mimo nuestros pies hasta dejarlos más o menos bien.

En el ínterin, notamos que el calor respetaba aquel espacio cubierto sin atreverse a penetrar en él, y al poco tiempo sentimos que nuestros cuerpos se relajaban agradeciendo el descanso, la curación y el alimento. A pesar de ello, calculé que nuestra estadía en aquella choza de adobe tenía los minutos contados, más aún cuando empezábamos a tener señales de pulgas en brazos y piernas.

Nos miramos todos, ya más calmados. Los tres presentábamos un aspecto lamentable, pero habíamos conseguido sobrevivir, y eso era lo más importante, lo único en que debíamos pensar. Aquellas benditas mujeres comenzaron a desprendernos de nuestras ropas para vestirnos con las túnicas y sandalias que nos habían ofrecido. La rusa, sin pudor alguno, dadas las extremas circunstancias en que vivíamos, se despojó de sus ya harapientas prendas enseñando una escultural anatomía que me dejó atónito y, tras asearse superficialmente, se embutió en una túnica de color vino que le dio un toque oriental y misterioso. Yo creo que todavía estaba más guapa. Se escarbó el pelo, del que cayeron trozos de tierra e incontables granos de arena, y una de las nativas le ofreció un cepillo hecho con púas de hueso. Krastiva, con una gracia exquisita, cepilló enérgicamente su cabello, que en pocos minutos fue recuperando gran parte de su volumen hasta empequeñecer el óvalo de su maravilloso rostro.

—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo porque comprometemos a estas buenas gentes y puede sucederles algo desagradable —avisé a mis compañeros—. Esta vez puede que no tengan tanta consideración con ellos, si nos localizan, y podéis estar seguros de que lo harán.

—Es cierto. Ya tenemos lo imprescindible, como agua y frutas y ropas nuevas y limpias. Vayámonos de aquí lo antes posible. Yo lo haría en cuanto recuperemos el aliento. —Me apoyó la fotógrafa.

—Pero… ¿hacia dónde? —inquirió Isengard con amargura. Se le veía anímicamente derrotado, pues presentaba una cara contraída, gris—. Hemos de retomar el rumbo, sí, pero con calma, sin precipitarnos.

—Allí afuera, a unos doscientos metros, hay un grupo de militares blancos. Quizás ellos puedan ayudaros —nos informó el muchacho que hablaba inglés y que decía llamarse Jafet-Alí.

Los tres nos miramos alarmados y, sin hablar una sola palabra, nos incorporamos como nos fue posible. Después atendimos al joven con evidentes muestras de preocupación. Eran ellos, seguro que sí, pero aún no debían habernos localizado.

Me encaré decidido hacia nuestro ángel de la guarda, cogiéndole de los antebrazos en plan de lo más amistoso.

—Jafet-Alí, no podemos explicártelo ahora, pero es de suma importancia que esos militares no sepan que estamos aquí… Son mercenarios… ¿Comprendes? —Trataba de hacerme entender, aunque sin alarmarlo demasiado—. Nosotros nos vamos ahora mismo, y no hemos estado nunca aquí… ¿De acuerdo? —le dije en mi mejor inglés, y que él captó en los matices fundamentales, afirmando enseguida con la cabeza.

Acto seguido él les comunicó algo en su extraña y exótica lengua a los que se hallaban con nosotros en la cabaña y éstos desaparecieron en cuestión de muy pocos segundos.

—Les he dicho que esos hombres son peligrosos y que no les deben hablar de vosotros, que os vais ahora y que no nos atacarán… ¿No lo harán, verdad? —preguntó el joven fellah con toda la ingenuidad del mundo, intentando hacerse el inocente.

—Los llevaremos lejos de aquí. Descuida, que nos las arreglaremos. —Le tranquilicé, aun sin saber todavía qué diablos íbamos a hacer ni tampoco cómo.

Jafet-Alí, nos guió entre las palmeras y con unos prismáticos viejos nos indicó la situación de nuestros perseguidores.

—Allí. —Señaló con su índice derecho, pasándome a continuación los prismáticos—. ¿Los veis? —Estos pesaban como si fuesen de hierro, y eran enormes, pero cumplían bien su función delatando, en una distancia de seguridad, la presencia de aquellos peligrosos mercenarios.

—Si pudiésemos acercarnos —comenté entre dientes—, recuperaríamos nuestro equipo fotográfico y mi ordenador, y también mi bolsa… No sé… quizás si… —Hasta yo mismo estaba asombrado de mi suicida audacia, pero sentía una rabia interior que me empujaba a dar una lección a los mercenarios contratados por no se sabía qué poder aún en la sombra…

Miré a mis dos compañeros como si fuera un líder iluminado. Sus ojos lo decían todo, sobre lo que pensaban de mi alocado y precipitado plan, pues ya se veían maniatados de nuevo con aquellas esposas que cortaban la piel y en poder de los duros paramilitares al acabar en un fracaso. Pero sobraban las palabras para los valientes, y el ataque era la mejor opción. Ese precisamente era uno de los momentos en que había que tomar una decisión en firme, ahora desde la puerta de la choza, y dejar el miedo aparcado. Antes de lo que podía esperar, ellos accedieron en silencio, afirmando a la vez con sus cabezas.

—Vosotros dos. —Me dirigí a la Iganov y a Isengard con voz imperiosa— os arrastraréis por el lado de los jeeps y os apoderaréis del equipo. Entre tanto, yo los despistaré y me los llevaré tras de mí.

—Pueden matarte —me previno Krastiva—. Son muchos y están armados hasta los dientes —insistió con firmeza.

Todavía no sé por qué, sería tal vez por la tensión que iba acumulando, pero el caso es que solté una risa demasiado despectiva.

—¿No lo entiendes todavía? —inquirí agresivo.

—¿El qué…? Dímelo ya —replicó ella haciendo una mueca—. Dímelo tú que siempre parece que lo sabes todo… —insistió ella, enfadada de veras.

—Que si no vamos a por el equipo no tenemos ninguna opción, ya que sin ordenador no puedo calcular el punto de entrada. Fíjate si me es indispensable… ¿Entiendes ahora, guapa? —La repentina ira me hizo subir el tono de voz más de lo debido—. Además, tengo en mi bolsa absolutamente todo lo que preciso, notas, la pieza… —Noté que la sangre se me subía a la cabeza del cabreo que me dominaba por momentos.

Hubo un oportuno silencio, muy cargado aún de tensiones internas, pero que sirvió para templar gaitas.

—Vale, lo que tú digas —repuso ella, ya más tranquila—. Comprendo que es nuestra única alternativa en ese sentido.

—¡Vamos allá, amigos! —exclamé enseguida—. Disculpa mis modales. —Le guiñé un ojo a la rusa en plan conciliador—, pero la ansiedad que siento por recuperar lo mío de manos de esos indeseables es superior a mis fuerzas.

—Olvídalo ya, que todos estamos como motos —dijo ella, haciendo a continuación un gracioso mohín.

Era un cielo de mujer. ¿Dónde había estado antes, que yo no la había visto en tantos y tantos viajes por tres continentes?

Reptando como cobras viejas de la familia elapidae, Krastiva y Klug —éste arrastraba su panza dejando un profundo surco en la arena, pues «braceaba» como una rana— fueron sorteando, medio cubiertos de arena y como topos, unas dunas que no tenían el gran tamaño de las del interior del desierto. Lentos, con el miedo atenazando sus gargantas y luchando por que la maldita arena no les entrara en los ojos, acortaron distancias. Se acercaron por el lado en que los todoterrenos formaban una especie de muro de metal, y bajo los chasis ahora podían ver las piernas cruzadas de los mercenarios y parte de su tronco. Mis camaradas de aventura procuraron ir en línea con las gruesas ruedas de los jeeps, para que no los pudiesen detectar. Después se quedaron quietos a una prudente distancia, como petrificados, esperando acontecimientos.

Yo, por mi parte, hice otro tanto, pero en dirección opuesta al campamento de los paramilitares. Extraje de entre la túnica que me habían puesto aquellas caritativas mujeres un trozo de metal semioxidado que había recogido del suelo, en la cabaña, y lo froté con la tela de mi nuevo vestuario a lo Lawrence de Arabia hasta que una parte empezó a brillar. Luego lo cubrí con un brazo para evitar ser localizado antes de tiempo, situándolo de tal manera que el sol no incidiese sobre él hasta pasados entre tres y cuatro minutos. Ése era el tiempo que necesitaba para andar por la arena en dirección al interior del desierto donde el germano y la eslava debían recogerme, si ello era posible, tras «requisar» uno de los jeeps.

Repté con todas mis energías, empeñado en el esfuerzo, avanzando en zigzag, y cuando estuve en lo que consideré una posición segura, me volví para ver si el viejo truco funcionaba correctamente. El sol, imperturbable, continuó su ruta en el cielo y sus rayos, tal como había previsto, incidieron con suficiente intensidad sobre el trozo de metal hasta producir intensos destellos que fueron enseguida captados desde el improvisado campamento mercenario.

La alarma cundió inmediatamente entre los uniformados y, como si de un regalo divino se tratara, comenzaron a moverse y a organizarse para dar caza a quien había producido aquellos reflejos, sin duda involuntarios. En buena lógica, no podían pensar otra cosa.

En medio de la pequeña confusión creada por ásperas órdenes, en el ir y venir de aquellos paramilitares, que se armaban y aprestaban para la caza de los fugitivos, unas manos, delicadas y ágiles, abrieron la puerta del lado del conductor de uno de los todoterrenos. Después una silueta femenina se introdujo con asombrosa flexibilidad en él.

«Tiene los ovarios bien puestos, sí señor. Con una mujer así yo me voy al fin del mundo», pensé admirado.

En el costado del volante pendían las preciadas llaves, una de ellas introducida ya en el contacto del motor.

Krastiva le hizo una seña a Klug frunciendo mucho la frente, y entonces éste se metió en la parte trasera del jeep, por la otra puerta. Dos bultos, uno negro y el otro gris, destacaban contra los petates de camuflaje marrón y beige típicos de los militares.

—Nuestras cosas están aquí —susurró el anticuario con el corazón en un puño. Las señalaba con una mano diestra poco firme y a todas luces renuente.

—Calla o nos descubrirán… Échate al suelo. Seguro que nos dispararán, y no quiero que te den un tiro en la cabeza.

Ella se escurrió en el asiento hasta no ser visible desde afuera y pidió que no eligieran aquel todoterreno para perseguir a Alex Craxell; porque seguro que lo harían pronto, claro. Dos hombres entraron en el vehículo contiguo al suyo y encendieron el motor, que gruñó agradecido por estar activo una vez más, para salir disparado en dirección al lugar donde algo extraño, no controlado aún por ellos, había brillado con cierta intensidad.

El resto de los mercenarios, prismáticos en mano, oteaba la árida lejanía rojiza escrutándola con toda atención, tratando de ver quién había causado aquellos repentinos reflejos. En ese momento, la rusa encendió el motor y salió del círculo del campamento en un ángulo de 90 grados con respecto del jeep que iba en dirección al trozo de metal bruñido, para adentrarse en el desierto a toda velocidad.

—¡Sí! —gritó a pleno pulmón la intrépida conductora cuando se vio fuera de la zona mercenaria. Era una forma como otra cualquiera de soltar tanta tensión acumulada en pocas horas, pero yo creo que lo hizo con una nota de pánico en la voz.

Alertados por el ruido del motor y el áspero patinar de los neumáticos, que aplastaban la arena con toda su potencia, los paramilitares se volvieron a un tiempo con expresión de no creerse lo que estaba sucediendo delante mismo de sus enrojecidas narices. El efecto sorpresa fue tal que, como yo había calculado, permitió ganar unos valiosos segundos al vehículo donde iban mis nuevos amigos.

Los mercenarios gritaron a coro. Aquellos hijos de la grandísima puta le pidieron al conductor del jeep que volviese, sorprendidos de que alguno del grupo, sin orden previa del jefe, tomase uno de los vehículos por su cuenta y riesgo para ir en una dirección en la que, al menos en apariencia, nada había.

Pasados los primeros momentos de estupor, la sorpresa inicial dio paso a la comprensión en las mentes de los indeseables. Acababan de engañarlos para sustraerles un medio de transporte de la forma más rápida, algo impensable, nunca previsto en su detallada planificación.

El todoterreno que hábilmente conducía Krastiva pasó junto a mí, que frente a la nube de polvo alzaba la mano ante su proximidad. Entonces la turbadora eslava abrió la puerta del asiento del copiloto y, sin pensármelo dos veces, me introduje en el jeep cerrando de golpe la puerta.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó ella, eufórica.

—Esto no ha hecho más que empezar. Cambia de dirección. —Le pedí con el semblante muy serio—. Ve en paralelo al Nilo, hacia el sur. Ya lo cruzaremos en algún punto alejado de aquí. No pierdas nunca la concentración. ¡Y no me mires el careto ni un momento! Tú, a lo tuyo. Mira siempre en dirección al frente.

A pesar de todo, Krastiva me miró sólo un instante y una sonrisa irónica cruzó como una centella sus labios.

—¡Señor, sí señor! —exclamó divertida, imitando el estilo de un recluta de los marines—. Allá vamos, «mi sargento»… —dijo después en plan grandilocuente—. En serio. ¿Sabes? Hemos tenido mucha suerte. Ahí detrás. —Señaló, volviendo algo la cabeza— tenemos todas nuestras cosas y parte de las de «ellos». —Recalcó esta última palabra y luego sonrió satisfecha con la victoria hermoseando su cara, en la que ahora brillaban, con más intensidad si cabe, sus pupilas verde esmeralda.

—No cantemos victoria aún, preciosa —le dije en tono tajante—. Creo que nos perseguirán, y va a ser difícil despegarnos de ellos.

Una sensación de miedo y emoción invadía mi cuerpo, en el que la adrenalina debía encontrarse en niveles realmente insospechados. Me estrujaba la mente para obtener un medio de escape; pero, obviamente, ignoraba que la naturaleza iba a acudir en nuestro auxilio de forma tan generosa como inesperada en aquella movida tarde, y todo gracias al mayor contraste térmico registrado entre la árida superficie y las capas altas de la atmósfera.

Notamos que una brisa suave fue barriendo, como un oleaje, las superficies de las dunas. Fue cobrando más y más fuerza, hasta convertirse en una tormenta de arena en toda regla que arrastró toneladas de ella por el aire, dispersándolas en granos que, como diminutos proyectiles, formaron muy pronto una inmensa y espesa nube. Nosotros, maravillados por una casualidad tan natural, y excitados como nunca —aunque aquello iba a empobrecer aún más la escuálida agricultura y ganadería de la zona—, continuamos avanzando impertérritos, temiendo sólo el ser enterrados bajo las masas arenosas que ahora flotaban sobre el jeep que habíamos requisado. Los granitos de arena golpeaban el cristal delantero del vehículo con un ruido amenazante y repetido, repiqueteando peligrosamente como si, en un lenguaje sordo, exigieran el poder entrar a invadir nuestro pequeño habitáculo rodante. En ese estado de cosas, nos olvidamos momentáneamente de nuestros perseguidores, decididos como estábamos a aumentar la distancia que nos separaba de ellos con el terror pintado en nuestras caras.

La arena silbaba rayando los cristales como aristas de diamantes. Se escuchaba el tremendo ulular del viento, y también se podía captar el choque de unas partículas de arena lanzadas unas contra otras, a velocidades impensables, hasta que no lo ves con tus propios ojos y las sientes en la piel igual que una colosal lijadora.

Ante nuestros asombrados ojos se alzaban grandes masas de aire revuelto, la cuales transportaban en completo desorden enormes cantidades de partículas de arena en suspensión. Además, la visibilidad empezó a reducirse considerablemente en medio de aquellos remolinos de color rojizo.

Miré de soslayo a la fotógrafa rusa, y entonces noté un orgullo especial, una sensación, mezcla de ternura y admiración, que hacía mucho tiempo que no sentía por una representante del mal llamado «sexo débil». Las manos de Krastiva, delicadas y finas, sostenían sin embargo con singular firmeza el círculo del volante, sin perder en ningún momento el control del todoterreno en el que casi volábamos sobre el desierto. Mi mayor temor era que nos despeñáramos, pendiente abajo, por una de las dunas más altas y volcásemos, quedando enterrados sin remedio bajo la arena del interminable Sahara.

Afortunadamente, el fortísimo viento fue cambiado de dirección y, poco a poco, su furia arrasadora acabó cediendo hasta levantar tan solo pequeñas nubes de arena que se iban posando aquí y allá. El mítico dios Eolo iba creando caprichosas dunas donde antes no había nada. Cuando hubo cesado toda actividad ventosa digna de mención, nuestra conductora frenó y, vencida por la tremenda tensión, apoyó su preciosa cabeza sobre el volante. Casi al momento, dejó escapar un largo suspiro de alivio que todos los demás compartimos.

Su sugerente pecho ascendía y descendía en una alocada respiración, lógico producto de la alucinante experiencia vivida. Después la Iganov sollozó apartándose el pelo de la cara, y yo la dejé que se desahogara como era debido.

Abrí la puerta y de pie, sobre el estribo, miré en todas las direcciones para cerciorarme de que no seguíamos en peligro. No vi nada, sólo montañas de arena, unas más grandes, otras más pequeñas; cientos de ellas, nos rodeaban. Éramos como un escarabajo en medio de la inmensidad de la más aplastante nada. Nadie nos habría podido seguir en medio de una tormenta de arena como la que acabábamos de superar.

—Estamos solos, lo cual es siempre de agradecer, y más en estas circunstancias. —Suspiré con fuerza, profundamente aliviado tras mi comprobación visual.

—No debemos confiarnos. Ellos pueden aparecer de pronto y sorprendernos así, embobados con nuestro éxito —terció la rusa, escéptica.

—Primero deberíamos confirmar dónde nos encontramos… Con tanta vuelta, podemos hallarnos en cualquier parte —añadió Klug, que parecía ir cobrando valor y ser poseedor de una mente lógica, mucho más práctica de lo que aparentaba en El Cairo.

—Claro que sí —se limitó a decir Krastiva.

Agarré mi añorada bolsa, que descansaba junto al austríaco, sobre dos petates, y saqué de un bolsillo interior una brújula. Sobre mi mano, la aguja tembló perceptiblemente hasta señalar el norte.

—Estamos bastante alejados del punto de origen, al suroeste respecto al Nilo… Hemos seguido una línea diagonal entre el río y nuestro punto de partida.

—Entonces hay que volver a retomar el rumbo —opinó el anticuario vienés.

—Sí, de acuerdo… Pero dime ahora… ¿Hacia dónde vamos? —pregunté ansioso.

—Tú diriges… —aseguró enseguida mi orondo interlocutor, aunque capté al segundo que lo hizo con cierto sabor amargo en sus palabras.

Resoplé con ganas y, ya decidido a todo, me encaré frente a él con el ceño muy fruncido y un regusto amargo en la boca.

—Mira, Klug… Te lo digo de hombre a hombre. No juegues más conmigo. No me toques más los cojones, tío —le advertí en tono muy áspero—. Te lo digo muy en serio… Todavía no sé qué diablos hago aquí, contigo y con esta rusa tan guapa. —Ella me devolvió el piropo con una fugaz sonrisa comprensiva—. Hace tiempo que sospecho que sabes mucho más, pero que mucho más de lo que nos dices. Y te recuerdo que nos jugamos la vida; no sólo tú, sino los tres. ¿Comprendes…? —Él, nervioso, asintió dos veces en silencio. Yo, por mi parte, me sentía impulsado, a partes iguales diría, por mi propia ira y frustración—. Los tres nos la estamos jugando y dos de nosotros aún no sabemos muy bien por qué… Si tienes algo que decir. —Lo miré con extraordinaria fijeza, duramente, intentando intimidarle—, éste es precisamente el momento. Dilo de una puta vez, y no me cabrees más ya… Desembucha toda la verdad. —En mi tono se mezclaban ahora el desafío y la súplica—. ¿Quién eres en realidad?

—¿Quieres toda la verdad? —contestó Isengard, jactancioso por momentos, sin comprometerse aún.

—¿Tú que crees? —alegué indignado—. Si empiezas a contarme algo que…

—¡Déjale hablar de una vez! —me cortó en seco la señorita Iganov.

—¡Vale, vale! —exclamé con cierto desdén—. Soy todo oídos —añadí en plan conciliador, pero con mi índice derecho algo tembloroso.