Un rito inmemorial
Nebej, literalmente seducido por una intensa emoción que apenas podía contener, comenzó a situar velones en triángulo, uniendo con cera roja sus tres puntos. Así, trazó signos secretos de antiguos grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra, uno en cada ángulo interior, con la sangre que brotaba de su muñeca izquierda. Con el mismo puñal de oro que había usado para rasgarse la piel y cortar la vena de su muñeca izquierda, dibujó sobre su pecho el signo de Amón-Ra. La sangre brotó caliente, resbalando por su piel, emborronando el legendario emblema, y dándole ahora una siniestra apariencia.
Cerró sus ojos, alzó la cabeza —cubierta por un velo blanco— y pronunció el encantamiento previsto para la liturgia de aquel ritual. Su voz sonó diferente, ronca, rota, como si dos hombres hablasen a la vez invocando a poderes situados más allá de lo normal.
Amhai, en pie, frente a él, fascinado por un profundo y respetuoso temor reverencial, observaba la lenta transformación que Nebej experimentaba. El joven inexperto y temeroso mutaba para siempre en un hombre fuerte, pleno de sabiduría y poder.
Una extraordinaria luz rojiza, totalmente sanguínea, invadió la amplia estancia, bañando con su resplandor a los dos hombres. Todo pareció cobrar un tinte rojo. Era idéntico a como el de un rubí sangre de pichón cuando la luz del sol penetra en él, descubriendo todo su esplendor.
Un sonido, estruendoso como el susurro de muchas voces, pareció silbar dentro de la cámara de la birreme. Lo mismo que si alguien quisiera tocar sus cuerpos. A continuación, una brisa, espesa y fría, los rozó a ambos, y poco después desapareció, junto con la extraña luz roja, para devolver su apariencia habitual al habitáculo de Amhai. Los signos secretos habían sido borrados, y también las líneas de cera roja. A su vez, los velones se habían consumido por completo. No quedaba rastro alguno de que allí se hubiese celebrado el asombroso ritual de Amón-Ra.
Afuera, los tripulantes del navío almirante y su pasaje, con Kemoh a la cabeza, se habían congregado alrededor de la cámara central ocupada por el visir, atraídos por el suave resplandor rojizo que escapaba a través de las rendijas de la puerta. Temían un suceso infrecuente, incontrolable en sí, pero no se atrevieron a actuar en ningún momento. Apenas medio contenido de su reloj de arena había durado aquel rito que se le había antojado al faraón no coronado una centuria.
Nebej, acompañado de Amhai, salió al exterior, a la cubierta principal del buque, donde se habían reunido, en apretado montón, marineros, oficiales, soldados, remeros y pasajeros, todos expectantes, ansiosos por saber qué portentoso hecho ocurría allí dentro.
—Tranquilizaos, amigos… —dijo el visir con voz suave pero firme a un tiempo—. Sólo se trata de un ritual secreto y milenario que convierte a un simple sacerdote, por joven que éste sea, en el gran sumo sacerdote de Amón-Ra. El es ahora. —Señaló a Nebej que, impasible el ademán, permanecía detrás, con el índice derecho bien recto— el representante máximo de Amón-Ra. Su poder nos ayudará a llegar a nuestro destino, para de esta forma cumplir con la misión de mantener vivos a los dioses de nuestros antepasados. Rendid homenaje de respeto al gran sumo sacerdote de Amón-Ra. —Dio ejemplo al arrodillarse ceremoniosamente ante Nebej, cuyo rostro se mostraba hierático.
Todos los presentes, sin excepción posible, se colocaron de rodillas y con la cabeza baja, ya calmados sus nervios. Reconocían así la suprema autoridad de Nebej respecto al culto sagrado de Amón-Ra.
Por toda respuesta, el joven acólito de Imhab avanzó solemnemente entre los presentes que fueron apartándose abriendo pasillo hasta la borda exterior. Una vez allí, alzó bruscamente los brazos y pronunció con voz recia tres palabras en la lengua de los egipcios:
—¡Ilmen-Re Sefej Gereh![12]
Como por arte de magia, un viento frío y poderoso —surgido de improviso de la misma oscuridad de la noche— comenzó a dispersar la penetrante niebla que todo lo envolvía hasta entonces, retirándose lejos ante la contundente orden del nuevo gran sumo sacerdote e Amón-Ra.
Se escuchó un murmullo de asombro general.
Fríos jirones rozaron los rostros, pálidos a causa del temor mórbido creado por el prodigio efectuado por Nebej, como si de espíritus expulsados de la niebla se trataran. Los ojos de los allí reunidos comenzaron a ver en el joven sacerdote a un poderoso mago cuyo poder, transferido fehacientemente por el propio Amón-Ra, parecía ser capaz de protegerlos en aquella situación tan delicada para su seguridad en el mar.
—Capitán —le habló Amhai al oído, ya que estaba situado tras él—, ordena que los remeros ocupen sus puestos y que los marineros suelten las velas. Hemos de aprovechar este momento para llegar a la costa y reaprovisionarnos de todo lo necesario. Ahora el ánimo está alto.
El mando naval —un hombre de rostro rubicundo, irascible— volvió la cabeza y asintió en silencio. Acto seguido empezó a gritar órdenes perentorias a diestro y siniestro, movilizando a la marinería y los remeros. Los navíos, como aves que se desperezan moviendo sus remos igual que alas, rasgaron con los largos espolones de sus proas las gélidas aguas para acortar distancias entre ellos y la costa de otro de los reinos más enigmáticos de Oriente.
Los cansados rostros de los cientos de hombres y mujeres que surcaban el gran mar en busca de una tierra nueva que los acogiera en su seno, denotaban en sus miradas un nuevo brillo de esperanza; tenían una confianza renovada en su incierto futuro, pero que ahora creían poder domeñar.
El chapoteo de los pesados remos al hundirse en el agua y el gorjeo de las aguas al apartarse susurraban un encantamiento que adormecía en sus rincones a los amontonados pasajeros. Éstos se cubrían con grandes lienzos de tela en las cubiertas inferiores, como una preciosa mercancía importada de Egipto, y cuando los espolones de sus birremes ya tenían bien enfilado el rumbo a la tierra de los sátrapas. Mientras, el llanto de alguna mujer, agotada por la larga e incómoda travesía, se dejaba oír de vez en cuando igual que el sollozo de un niño implorando un largo descanso. Por lo demás, había demasiados pasajeros con la cara pálida y los ojos exangües, al límite de su resistencia física.
En la nave capitana, Kemoh, que veía desarrollarse un nuevo mundo ante él, trataba de animarlos a todos con su regia presencia y voces de aliento. Cada suceso, cada palabra era vital, pues al igual que Nebej, él era una especie de faraón neófito a quien no se respetaba por sí mismo, sino porque era uno de los símbolos sagrados de los hijos de Ra y debía recordarlo.
Kemoh envidiaba la nueva situación del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y su estatus sobrenatural, capaz de obrar prodigios como el de la niebla que antes ahogaba los ánimos de todos. Sabía que a él, como faraón, le quedaba aún un largo camino por recorrer. Se consoló pensando que a su lado estaba siempre Amhai, que era quien verdaderamente gobernaba en su lugar. Había sido su tutor, su guardián y su visir, todo en uno. Temblaba ante su presencia cuando era un niño, pero había sembrado en su mente y en su corazón una semilla poderosa que aún estaba germinando. Debía tener paciencia.
Un viento suave hinchó la vela, ayudando, en su desesperado esfuerzo, a los fuertes brazos que movían los grandes remos de cada birreme. A través de las aberturas rectangulares practicadas en los costados del casco de cada navío, y por los cuales asomaban los largos y pesados remos de madera, los galeotes observaban el nuevo mundo que se ofrecía a sus enrojecidos sus ojos. Apenas era un trozo de mar cortado por el horizonte.
Sus poderosos brazos manejaban con soltura los remos al ritmo del capataz que lo marcaba golpeando con su mazo la superficie de un tambor de piel de dromedario. Ninguno de ellos era esclavo o prisionero de guerra, como era habitual en otros tiempos. Por el contrario, todos eran soldados que ocupaban las bancadas, rindiendo así un servicio especial a su idolatrado faraón.
El ruido de los cuatro tambores —como el rugido que sale de las entrañas de idéntico número de viejos leones— retumbaba en la soledad fría y oscura, rasgando el negro manto de la noche que atravesaban los barcos. En cada cubierta superior, bajo la principal, casi dos centenares de hombres y mujeres hacinados intentaban dormir mecidos por el balanceo del barco. Soñaban con una tierra, con un mundo nuevo, entre el ronco ruido de los remos al moverse de forma acompasada.
La ronca voz del vigía apostado en lo más alto del único mástil quebró la monótona sintonía, anunciando al fin la proximidad de la costa. Una gran convulsión se produjo tras el anuncio. Los aturdidos y adormilados ocupantes de la cubierta intermedia se lanzaron a una alocada carrera, escaleras arriba, en apretado tropel. Ante ellos se abría una puerta, una entrada a la tierra tantas veces soñada.
Apelotonados en la proa de los navíos, todos miraban con admiración y esperanza el borde recortado de los pequeños acantilados que, como guardianes de largas playas de arenas blancas que se extendían a sus pies, se alzaban sombríos. La luna bañaba los riscos, rodeándolos de una aureola dorada que los iluminaba suavemente.
A medida que se fueron acercando, los diminutos puntos que se movían en la playa fueron cobrando forma humana y los colores de sus ropajes comenzaron a hacerse visibles.
—Hay un retén de guardia —dijo Amhai en voz baja y clara—. Nos esperaban…
Kemoh se turbó ante la idea de que el poderoso enemigo romano pudiera conocer la situación de su flotilla. Su visir detectó al instante ese nerviosismo.
—¡Oh! No temas, señor, que son soldados del rey de Saba —aclaró enseguida, tranquilizándolo. Su tono firme era alentador.
El imberbe faraón frunció el ceño, aún dubitativo.
—¿Cómo podían saber…?
El fiel visir sonrió comprensivamente.
—Cuando zarpamos, envié dos halcones con mensajes para el rey y para el grupo de mercaderes con el que tratábamos antes de nuestro forzado exilio. Ellos importaban, para nosotros, las materias primas necesarias para efectuar nuestros ritos y construir nuestras casas, también tejidos, piedras preciosas y marfil.
—Así es como hemos conseguido nuestra fortuna.
—Sí, por supuesto que sí, señor… Antes, todos los faraones extraían sus riquezas, en forma de oro, de las ricas minas de Nubia y Kus. Los tiempos nos han obligado a considerar soluciones alternativas.
Kemoh sonrió satisfecho.
—No sé qué haría sin ti, Amhai —le dijo en tono muy afectuoso, posando luego su mano derecha sobre el hombro de él.
—Algún día no estaré a tu lado, mi señor… Es ley de vida. —Su rostro se ensombreció—. Espero que entonces recuerdes mis consejos, y también que uses sabiamente los recursos que poseerás. Tengo la esperanza de que hayan aumentado lo suficiente como para no depender de fuentes externas. —Suspiró hondo.
—Tendremos que vivir como topos —dedujo Kemoh, pronunciando las palabras con evidente tristeza.
—En realidad, no —dijo Amhai con una sonrisa—. Te diré que el lugar al que nos dirigimos es como un pequeño vergel, aislado del mundo. No puedo adelantarte más, las paredes oyen… —Lanzó a éstas una mirada cautelosa.
—¿Crees que puede haber espías a bordo? —preguntó el faraón, incómodo.
—Es posible, mi señor —musitó el visir, pensando en voz alta—. Te he explicado muchas veces que el oro compra los corazones de casi todos los hombres, y nuestro peor enemigo, el emperador Justiniano, lo posee en abundancia… Además, muchas veces se ganan voluntades sólo con el tintineo de unas monedas de plata. Todo es posible —concluyó.
—No te preguntaré más sobre el destino al que nos dirigimos, a pesar de que me siento intrigado… —admitió con impaciencia Kemoh—. Pero confío en ti, mi fiel Amhai.
—Me halaga tu confianza en mi humilde persona, mi señor. —Se inclinó ante el joven faraón con todo respeto.
Mientras hablaban, el desembarco de los que habían sido designados para encargarse de reponer las provisiones de comida y el agua potable, estuvo organizado en las cuatro birremes. Sesenta hombres al mando del propio Amhai, portando ricos presentes para el rey de Saba, partieron al trote escoltados por los treinta soldados ataviados con cotas de malla persas y protegidos por escudos de bronce, con las armas de Saba pintados en ellos. Sus lanzas brillaban con reflejos plateados al ser heridas por la luz de la luna. Absorbidos por la oscuridad reinante, sus siluetas se fueron mezclando con ella, fundiéndolas a todas en un mismo ente.
Nebej cabalgaba decidido al lado de Amhai. Algo había cambiado en lo más profundo de su ser. Ya no era el muchacho asustadizo e ingenuo que escapara de la ciudad Amón-Ra temblando ante su más que incierto futuro. Ahora era el nuevo gran sumo sacerdote de su orden, y ese papel lo tenía cada vez más asumido.
Colgada en bandolera llevaba su inseparable y desgastada bolsa de piel de dromedario conteniendo el valioso papiro negro y los dos sellos con los conjuros de Amón. Saltaba al ritmo de la larga cabalgada, golpeándole de continuo en el costado izquierdo. Sentía que el poder, un poder ominoso y milenario, lo arropaba, envolviéndolo, llenándolo por completo. El sonido de los cascos de los caballos al repicar contra la calzada que llevaba hasta Balkis[13] resonaba con fuerza inusitada.
Kemoh, a solas consigo mismo en la cámara del navío almirante, pensó que era realmente la primera vez que se quedaba solo, sin asidero alguno. Él era ahora todo el poder, todo el amparo para su exiguo pueblo. En esos momentos de intensa meditación sobre el sentido de su alta misión, «La gran morada», el título que antaño ostentaran con supremo orgullo sus antepasados, los gloriosos Peraás de Egipto, cobraba sentido en el más amplio aspecto y sentido de la palabra. El era la casa en la que cabían todos ellos, protegidos de cualquier potencial enemigo; así, más que nunca, se sentía el legítimo heredero de esa tradición faraónica cuya memoria se perdía en los tiempos más pretéritos de las distintas dinastías.
Lo que —a excepción de Amhai— todos ellos ignoraban es que él tan solo era un muchacho apesadumbrado que soportaba una carga todavía demasiado pesada para él. Era un jovencito carente de cualquiera de los poderes mágicos que le atribuían supersticiosamente sus crédulos súbditos. El no era un nuevo sacerdote de Isis o de Amón-Ra; no, él era un hombrecito inexperto con ganas de agradar y de llegar a ser un rey aceptable, ya que no un Peraá tan poderoso y legendario como lo fueran Tutmosis III, Seti I y Ramsés II. El no sería nunca como este último, el faraón guerrero de prominente nariz que le confería un aspecto majestuoso, y que sin duda fue el más grande soberano de su tiempo; ni tampoco alcanzaría la gloria de Seti I, reconocido militar y constructor incansable, padre del anterior; ni estaría ubicada su fastuosa tumba en el valle de los Reyes…
Suspiró profundamente tras su prolongada ensoñación, además de la carga de nostalgia que ésta llevaba consigo.
Aquellas épocas tan gloriosas habían pasado. No se podía vivir ya sólo de unos recuerdos transmitidos por vía oral, de generación en generación, y que aún figuraban en templos y monumentos por medio de inscripciones. Ahora, por el contrario, sobrevivir y mantener a un tiempo las costumbres y cultura de su sufrido pueblo ya suponía una tarea lo suficientemente ardua y complicada como para pensar en utópicas empresas militares y nuevas pirámides. Sin parientes consanguíneos de los que ocuparse, se debía por completo a sus súbditos, desde el más humilde al más encumbrado después de él mismo.
A pesar de todo, una sensación de poder le embargó de pronto. Por eso paseó, altivo y solemne, por la cubierta principal del navío. Lo hizo con pasos cortos, con deliberada lentitud, los brazos cruzados sobre su pecho, dejando que la brisa marina refrescara bien su rostro e hiciese revolotear su túnica de lino fino y blanco, que iba ceñida por el ancho cinturón de oro. Este se adornaba con turquesas incrustadas en forma de halcón, representando al dios Horus, protector del faraón. A su vez, el Nemes típico que cubría su cabeza, hecho de hilos de oro, reflejaba los rasgos nacarados que la luna le enviaba sin cesar. En su frente se alzaba la doble cobra real, con sus afilados colmillos amenazando siempre al aire. Cualquiera que lo observara con cierto detenimiento habría podido descubrir que exhibía un aire de fatua suficiencia.
Amhai le había dicho que en el lugar al que iban había, ya en construcción, una tumba para él, y junto a ésta, otras cuatro, más pequeñas, en cuyas entradas habíanse tallado las cabezas de los cuatro hijos de Horus. También le aseguró que todas estarían terminadas mucho antes de que él mismo viviera atormentado por los achaques de la senectud, si es que llegaba a ésta, y ya no podía seguir siendo su amigo y consejero. Allí se encontraban presentes Duamutef, representado por la cabeza de un chacal; Kebehsenuf, por una cabeza de halcón; Hapi, con la de un mono, y por fin Amset, con la cabeza humana. Eran los mismos que iban a guardar, en su interior y bajo la forma de vasos cánopes, las vísceras del hijo de Ra.
En su liberada imaginación —que ahora transitaba por esa indeterminada frontera etérea en la que nada es concreto y todo es incierto—, se formaba una imagen de un pequeño mundo perfecto y seguro en el que él reinaría como un auténtico faraón al mejor estilo de los antiguos señores tradicionalmente coronados con la doble corona, roja y blanca, del Alto y del Bajo Egipto. Ignoraba aún cuánto camino y cuántas privaciones habría de superar antes de llegar a la ciudad del hijo de Amón, como se llamaba el pequeño reino que esperaba su llegada.
A su alrededor —mientras imitaba los gestos untuosos y a la vez seguros de su fiel visir—, sólo el aire frío de la noche lo rozaba. Todos dormitaban, esperanzados, soñando con el día siguiente, en el que podrían llenar sus estómagos vacíos y sangrantes de alimento, y también con sus corazones plenos de nerviosa alegría. Una vez más, creían en un futuro que se presentaba más real, cobrando por fin forma y figura.
El tañido del tambor de piel de dromedario había cesado hacía rato a bordo de cada buque, y los cansados remeros, apoyando sus cabezas sobre los remos, dormían cubiertos por gruesas capas de lana; pero lo hacían igual que un montón de muertos desmadejados. Un mar de brazos, piernas y cabezas afeitadas, a modo de pueblo diminuto y entretejido, se ofrecía a quien descendía hasta la cubierta en la que se encontraban las bancadas de los remeros.
La capital de Saba, con sus altas torres vivienda de ventanas pintadas en blanco impoluto y con terrazas almenadas, se recortaba contra el amanecer anaranjado que abría paso tímidamente entre los riscos del horizonte, alumbrándola con su luz dorada. Las murallas, fortificadas con numerosas torreones, se dejaban ver como un mundo protegido de las arenas del desierto. Éstas eran siempre su más persistente enemigo, sobre todo cuando soplaba el viento con fuerza, de mayo a septiembre, en la temporada de las tormentas de arena.
Una gran puerta —compuesta de dos enormes hojas de madera reforzada con colosales clavos de bronce bajo una gran arcada de piedra— indicaba a los viajeros dónde se ubicaba la entrada principal de la ciudad, en la que se decía que era imposible entrar subrepticiamente. Sobre sus almenas, los centinelas —dotados con cascos de cuero provistos de bandas de hierro, además de armaduras ligeras— anunciaban su llegada corriendo de un lado a otro del fortificado muro, gritando a los que se hallaban en lo alto de los cubos de adobe que eran los grandes torreones.
Un chirrido como el quejido de un torturado recorrió estridente el aire del amanecer, cuando las dos hojas de madera se separaron franqueando el paso a los recién llegados. Los estandartes de los hombres de armas que les daban escolta, a modo de salvoconducto, habían abierto las puertas de la gran ciudad sin ninguna dilación.
Amhai y Nebej, que conocían ciudades grandiosas, extensas e impresionantes, quedaron, a pesar de esto, realmente atónitos ante la deslumbrante visión que se ofrecía a sus ojos, como una flor del desierto mimada por los dioses.
En el interior de la capital bullía la vida. Allí había miles y miles de hombres y mujeres de todas las edades, así como muchos niños. Todos se movían sin prisa por sus estrechas calles, sombrías, protegidas por la sombra de las altas edificaciones, cuyas paredes desnudas estaban salpicadas de cagadas de moscas. No faltaban los harapientos mendigos y los roedores, éstos paseándose a sus anchas entre las cagadas que dejaban las incontables cabras. El día anterior habían degollado en la plaza principal a cuatro hombres acusados de perturbar la paz del rey.
A modo de agradable contraste, las mujeres de alto nivel económico olían a ámbar gris y a almizcle. Carros cargados de frutas, penosamente tirados por asnos o mulas, transportaban sus mercancías por Balkis, en la que abundaban las pequeñas tiendas de telas, especias —en especia la pimienta—, joyas y artesanía de las más diversas. Muchos de esos establecimientos eran propiedad de los ladinos comerciantes persas. Dos veces por semana se celebraba un mercado donde prácticamente se vendía de todo, desde peces raros a tapices de Chipre bordados en oro. Además, se veían camellos transportando hielo.
Era aquella, en resumen, una ciudad rica en la que sus habitantes compraban y vendían —como en la antigua Sybarys— lo mejor que cada navío llevaba en sus bodegas hasta su árida costa. La capital se alzaba a medio iteru de ésta, impidiendo así un posible ataque frontal de sus enemigos desde el mar.
Los recién llegados pudieron ver también muchos guerreros sobre caballos, que relinchaban y caracoleaban, con el emblema del rey. Exhibían vistosas armaduras y aferraban sus lanzas, vigilantes, protegiéndose con sus escudos redondos.
Al pasar por delante del patio de uno de los acuartelamientos, los exilados egipcios pudieron observar con admiración mal disimulada la extraordinaria precisión que lograban los especialistas de la honda. Estos eran capaces de colocar cada proyectil en una línea tan recta y exacta como la misma hilada de un albañil, y dar casi siempre en unos blancos representados por las cabezas de unos monigotes blancos.
En otro cuartel de la capital, los hombres de armas afilaban sus espadas utilizando pedernales. También allí, los arqueros hacían prácticas. Usaban una protección de cuero colocada alrededor de su antebrazo izquierdo. Sus flechas, adornadas con plumas de ganso, zumbaban en el aire antes de hacer diana en unos montones de paja que se incendiaban al instante porque aquéllas ya salían en llamas. Habían sido impregnadas con azufre, cal viva y aceite; todo mezclado con estopa. Otros hacían blanco en el círculo negro pintado en trapos que estaban clavados en pacas de paja. Amhai se preguntó si los soldados del monarca de Saba se estaban preparando para una inminente batalla.