Al sur de Dashur
El comisario, sentado sobre la alfombra persa de su salón, en calzoncillos a rayas, con la espalda apoyada en la parte baja del sofá y rodeado de folios en franco revoltijo, iba conformando en su mente una imagen bastante cercana a la realidad. Sólo una pieza parecía escabullirse tras analizar, una y otra vez, los hechos adornados con buena dosis de hábiles deducciones y «sazonados» también con un poco de imaginación que, en todo caso, le hacían sentirse importante.
No confiaba en los ordenadores, pues él era un producto de la vieja escuela. Creía mucho más en el instinto potencial que se ve aguzado con la experiencia, en las corazonadas, y muy especialmente en la abundancia de confidentes y expertos que aportaran sus conocimientos. Aquello era como si de un rompecabezas se tratara, en el que él y sólo él, pudiera ir encajando pieza tras pieza para ver cómo va formándose ante él el recortado paisaje que le mostraba la solución sin ambages.
Fue apilando metódicamente, en montoncillos claramente separados, los folios que contenían una información importante seleccionando con paciencia datos y nombres.
Escribió en un post-it «Conexiones», y luego lo pegó sobre el primer montón de folios blancos.
«Creo que por fin he dado con un hilo del que tirar», se reafirmó con complacencia mental, tanta que se relajó hasta el extremo de soltar una fuerte ventosidad para aliviar la incómoda opresión que sentía en las tripas. El «aroma», que tan familiar le era, quedó flotando en la estancia más tiempo de lo normal.
Riéndose todavía entre dientes de esa escatológica «salida», le dio unos simbólicos golpecitos al taco de folios y lo dejó sobre el asiento del sofá, para desviar su atención al grupo de los que estaban amontonados en completo desorden. Mientras daba una fuerte calada a su sempiterno cigarrillo negro, sus ojos brillantes traspasaban la nube de humo, la cual flotaba como un banco de niebla espesa y amarillenta. Se sentía ansioso por momentos, embargado por una seguridad nueva en sí mismo.
«Voy a conseguir atraparos. Dadlo por seguro. No sé aún quiénes sois, pero os seguiré la pista», se vanaglorió apretando el cigarrillo entre sus labios.
Cerca de él, en un plato, un sándwich vegetal mordisqueado y una cerveza —con dos dedos de espuma en una jarra de cristal— semejaban ser la ofrenda obligada al dios del conocimiento. Agarró el sándwich —del que se desprendió una rodaja de tomate que fue a caer muy cerca del taco de folios— y lo mordió con fuerza, como en un intento de demostrar su poder físico a un imaginario enemigo cuyo espíritu flotaba ante él, impasible, en forma de nube de humo.
«Así que a Rijah, el viejo rabino, el interesa el Árbol de la Vida y tuvo una visita. Parece ser que fueron dos o tres los visitantes a quienes también les fascinaba el tema —recapituló mientras meditaba con calma—. Alguien mata a Mustafá El Zarwi pero no parece ser otra cosa que un correo… Matan al mensajero y después… —se dijo, como recordando haber escuchado la tópica frase en algún sitio, y se enfureció—. ¡Aaaaggg! Eso es lo que no sé, lo que pasa después. —Golpeó el montón de folios con su puño derecho—. Tenéis que estar en algún sitio, pero ¿dónde estáis?». En un incesante devenir de ideas y posibilidades, el comisario jefe del quinto distrito policial de El Cairo elucubraba teorías imposibles en su mente inquieta, tratando de abrirse paso en aquella maraña neuronal. Era un desesperado intento de ver más allá, donde se encontraban los enigmáticos visitantes del finado Mustafá El Zarwi.
«¿Dónde puede hallarse algo tan concreto como este condenado Árbol de la Vida? ¿Tal vez se encuentra en algún templo? ¿Cuál puede tener dibujos, jeroglíficos?». Se incorporó con inusitado vigor, como impulsado por un potente muelle, dirigiéndose a una mesita cercana sobre la que descansaba el teléfono fijo. Marcó un número sobre sus teclas y esperó mientras, nervioso, tamborileaba los dedos de la mano libre sobre la madera.
—¿Diga? —Escuchó al otro lado. Era alguien que conocía muy bien.
—Salem alek. Ali… ¿Cómo va tu «negocio»? —Recalcó como nunca esta palabra.
—Aleikum salam, comisario. Usted dirá… —le respondió el aludido.
—Ali, necesito una información muy importante.
—¿Cómo de importante?
—Ya te lo he dicho. Es crucial para resolver un caso, así que muy atento a lo que te comento.
—Ya, ya, si yo le entiendo, pero ¿cuánto de importante es?
Mojtar se lo pensó un par de veces antes de contestar.
—No puedo ni debo decirte más —repuso con cautela—. Te pagaré bien, descuida. Necesito saber dónde se encuentran unos fugitivos; bueno, yo diría que no lo son aún oficialmente… Sin embargo…
—¿Cuántos son? —le interrumpió el confidente, que ya se había metido de lleno en su nuevo encargo—. ¿Cuál es su descripción? —preguntó quien siempre exteriorizaba modales desdeñosos.
—No sé si es uno o son varios; también desconozco su aspecto.
Ali resopló con intensidad al otro lado de la línea. Notó que le ardían las mejillas, pero contuvo su ira.
—Y entonces… ¿qué quiere que busque? ¿Acaso pretende que vea a un fantasma? —replicó con cierto desdén, al tiempo que meneaba la cabeza a ambos lados.
—Ya sé que es pedir mucho, pero me bastará con saber por dónde han pasado personas ajenas a las excavaciones habituales… Ya sabes, esos que hacen preguntas extrañas, o dónde ha acaecido algún incidente digno de mención en el que se hallen implicados extranjeros.
—¿Son extranjeros? ¡Pues empiece por ahí! —exclamó Ali, malhumorado—. Eso será más fácil. Investigaré en ese sentido; pero lo que hoy me pide es muy complicado y costoso… ¿Comprende?
—Como si te hubiera parido… No te preocupes y házmelo saber cuanto antes. Tú a lo tuyo… ¡Ponte a trabajar ya mismo! —clamó—. Llámame en cuanto tengas algo consistente, no un bulo de viejas de portal… Pero claro, no lo hagas dentro de dos lunas nuevas.
De haber sido una videoconferencia la conversación, El Kadem habría visto cómo el rostro de su mejor confidente se convertía de pronto en una máscara de silenciosa furia indómita.
—Lo que usted diga, señor comisario.
—Así me gusta. Espero tu llamada.
El policía colgó el auricular y se quedó muy pensativo. A la hora de concretar era casi imposible definir los rasgos de los sospechosos, salvo que él creía, intuía, que forzosamente habían de ser extranjeros. Sí, claro que sí, éstos siempre se dejaban atrapar por el embrujo de la fascinante historia de Egipto y sus milenarias antigüedades.
Se dejó caer pesadamente sobre el desgastado sofá con un ruido sordo y liquidó de un par de grandes bocados lo que quedaba del sándwich. A un lado, el montón de folios, con los datos más importantes, parecía sugerirle, una vez más, que lo tomara entre sus grandes manos.
Cogió el mando a distancia, que descansaba sobre un brazo del sofá, y encendió el televisor que, como un invitado olvidado, guardaba silencio ante las miradas de soslayo de su dueño.
Fue cambiando de canal hasta que dio con el que ponía un documental sobre el Antiguo Egipto; nada nuevo por otra parte. «Más de lo mismo», caviló, decepcionado. Volvían las extravagantes teorías de siempre sobre la gran pirámide de Keops, la adoración de no sé qué dioses… Su cuerpo fue relajándose hasta quedar completamente laxo. Se durmió oyendo demasiados tópicos de la monótona voz en off del narrador en árabe hasta que el mando escapó del férreo control de su mano izquierda, para ir a caer en la mullida moqueta de color melocotón.
El canal cambió al chocar el mando contra ésta, y entonces una bailarina de curvas pronunciadas y ampulosas caderas, moviéndose al ritmo de una música machacona, acaparó la pantalla del televisor; pero Mojtar El Kadem se encontraba ya en otro reino, el onírico. No pudo ver cómo se movían los grandes pechos de aquella voluptuosa hembra. El, por el contrario, totalmente ajeno a una sensualidad tantas veces vista, soñaba que Hassan le preparaba un exquisito plato de cordero con especias desconocidas «marca» de la casa.
El timbre del teléfono sonó estridente, quebrando el silencio que dominaba el salón con su dueño aletargado, que ahora se incorporó desconcertado al ser sacado tan bruscamente de su sopor. Se estiró, pasó el dorso de su mano derecha por sus adormilados ojos y se encaminó hacia la mesita sobre la que se encontraba aquel maldito teléfono.
—¿Quién? —gruñó, ceñudo, nada más descolgar el aparato.
—Salem alek —le saludó, a modo de respuesta, y desde el otro extremo de la línea Ali, tal como si le hubiese llamado a él el comisario.
—¡Ah! Eres tú… Te has ha dado mucha prisa esta vez… Bien, muy bien. Dime algo… ¿Qué tienes para mí?
—Mis contactos me han informado de tres incidentes. Uno puede ser el que le interese. —Ali guardó silencio, esperando dar así mayor valor a la información que poseía. Era una estrategia que Mojtar conocía a la perfección.
—¿Y…? —Esbozó una sonrisa burlona—. Cuéntamelo ya, que no tengo todo el día.
—Ha sido muy caro. Además, he tenido que adelantar dinero —le aseguró el soplón con tono de leve reproche.
—Ya, ya… No te apures que, como siempre, llegaremos a un acuerdo económico… Mira que te conozco… —Rió con cierto desdén—. Ahora dime de una vez por todas qué tienes entre manos.
—Ha ocurrido en Luxor, donde dos arqueólogos extranjeros dicen haber encontrado una inscripción novedosa que aclararía el por qué de su estructura… Después ha habido una insólita pelea entre ellos, a la que se han unido otros miembros de la expedición.
—Cosas que pasan. Estarían todos borrachos celebrando el «hallazgo» —comentó mordaz—. No, no son esos… ¿Qué más tienes? —le apremió con petulancia.
—En las orillas del Nilo, en una pequeña aldea, un grupo de hombres, vestidos de militares, ha secuestrado a tres extranjeros, dos hombres y una mujer, y luego han desaparecido en sus todoterrenos… Ha sido entre Dendera y Luxor.
—No, esos tampoco parece que sean… ¿Y el otro suceso que decías?
—El tercer incidente se centra en un autobús de turistas. Ha sido interceptado por un grupo de islamistas que posteriormente ha sido detenido por los soldados de nuestro Ejército.
—Tampoco parecen ser esos.
—Comisario, por favor, le aseguro que esta información me ha costado doscientos dólares —dijo Ali en tono lastimero.
—Vale, vale… —admitió, reacio, aunque luego añadió con toda la ironía que pudo—: No me cuentes tu vida. Te daré cien, y sé que aún me sangras. Tenme al tanto si sale algo más.
—Lo haré. Envíeme el dinero por el canal habitual —replicó el informador con su consabida voz cansina.
El comisario colgó bastante desanimado. El «canal habitual» era tan elemental como entregarle la cantidad estipulada a Hassan, el grasiento dueño del establecimiento que expendía el kebab más sabroso. De repente una media sonrisa iluminó sarcásticamente su cara. Y como un repentino flash, algo en su cerebro se iluminó y le hizo retroceder y repasar mentalmente la información que Ali le acababa de proporcionar sobre el segundo incidente. ¿Secuestrados? ¿Desaparecidos? ¿Por qué no? Podían ser ellos. Excitado por su conclusión, Mojtar descolgó el teléfono y marcó el número de su confidente a toda prisa.
—¿Diga? —Oyó la voz que esperaba.
—Salem alek, de nuevo.
—Alek salam, comisario —dijo Ali, confuso—. ¿Qué es ahora? ¿Se ha acordado de algo importante?
Contestó rápidamente.
—Dame ahora mismo todos los datos que tengas de ese segundo suceso, el de la pequeña aldea a orillas del Nilo… Dame esos datos ya —repitió con firmeza—. Creo que pueden ser esos los tipos que busco.
—Es una miserable aldea situada entre Dendera y Luxor, con apenas una docena de chozas… Siembran en el barro limoso del Nilo, recogen dátiles… Son gentes sencillas. Por lo que sé, están muy asustados. Nunca habían visto hombres uniformados por esa zona tan olvidada —concluyó elevando la voz.
Mojtar anotó cuidadosamente lo esencial de aquella información en el reverso de uno de los folios expandidos por el suelo que se encontraba a su alcance. Se despidió lacónicamente, colgando el auricular sobre su horquilla con estudiada lentitud mientras cavilaba la novedad ofrecida por Ali.
—Sois vosotros… Sí, tenéis que ser vosotros. Allá voy —dijo triunfalmente entre dientes.
Tras cumplir con su diaria tabla de gimnasia, se metió bajo el chorro de agua de la ducha, tras desprenderse de los calzoncillos —que ya pedían a gritos una lavadora a cuenta de los tres cercos de orín que marcaban el tejido—, y al fin se acabó de desperezar.
Para aliviar su renacida lascivia semanal, empezó a tocarse en las partes íntimas hasta que tuvo entre sus dedos un duro vástago. Una vez más, eyaculó pronto, pensando en la vecina del primero izquierda, cuyo marido pasaba tanto tiempo lejos al importar alfombras, y en sus anchas caderas. Era una iraní entrada en carnes, con busto muy generoso y de expresión siempre risueña. Ella gemía de placer al tiempo que todo su voluptuoso cuerpo se estremecía, y él volvía a contemplar como hipnotizado sus senos. Finalmente Fahima quedó sacudida por un espasmo inmenso de gozo y le pidió más, más porque era multiorgásmica…
Volvió al mundo real. Había dormido tres larga horas. Era de noche, pero estaba decidido a salir cuanto antes de El Cairo en dirección a aquella perdida aldea del sur del Nilo.
La temperatura del agua, casi insoportable, le reconfortó. Siempre se duchaba con agua muy caliente, a pesar de los grados extras con que el sol castigaba la gran ciudad. Luego se daba un refrescón con agua tibia, más fría no salía del grifo, y su sangre comenzaba a circular por sus vigorosos músculos, regándolos generosamente.
No le gustaba conducir en plena noche, le deprimía, pero el tiempo jugaba en su contra. Se había embutido un calzoncillo amarillo limpio, unos pantalones tejanos y una camisa blanca de manga corta, y luego había metido en una bolsa negra las cuatro cosas necesarias de higiene personal y de trabajo que creía iba a poder necesitar.
El viejo automóvil, como buen compañero de tantos años de fatigas policiales, susurró con suavidad, como si también él despertarse de su afligido letargo. Rodó sin problemas, deslizándose entre el fluido tráfico que, como torrente sanguíneo de un viejo gigante, nunca deja de fluir en la mayor ciudad egipcia, dando vida a un viejo cuerpo al circular por todas sus arterias. El Kadem se armó de paciencia y avanzó en dirección a las afueras de la ciudad, dejando tras de sí el bullicio y el estrés propios de la mastodóntica urbe. Se sentía exultante, como nuevo, con renovadas energías. Por fin tenía en sus manos algo consistente con lo que poder trabajar.
Espesas volutas de humo eran expulsadas intermitentemente por su boca y nariz, mientras apretaba, hasta aplastarlo, el cigarrillo Cleopatra que, sujeto entre sus arrugados labios, iba consumiéndose poco a poco. Hacía ya una media hora que había dejado atrás El Cairo y rodaba suavemente, enfilando la línea recta que era la carretera que corría prácticamente paralela a la orilla izquierda del Nilo. A su derecha, grandes moles de piedra se alzaban orgullosas sobre la arenosa llanura que compartía frontera con el agreste paisaje agrícola que podía observar por la ventanilla del lado del conductor. Aunque ahora, ocultas por la oscuridad que lo cubría todo, apenas si eran fantasmales siluetas que se recortaban amenazantes, como queriendo extender sus siniestros brazos para atraparlos.
La aldea que buscaba, someramente descrita por Ali, se hallaba a unos pocos kilómetros al noreste de las pirámides de Dashur, apenas tres o cuatro. El comisario se debatía intentando discernir en qué dirección podían haber tomado aquellos soldados mercenarios, o lo que en realidad fuesen. Con todo, lo más extraño era la razón por la que se alejaban de las zonas en que estaban ubicados los yacimientos más importantes para los foráneos, y también para los egipcios.
Aparentemente al menos, no había nada que pudiera despertar otro interés arqueológico en la zona, y menos aún la insaciable codicia de los «cazadores» de piezas antiguas. Mucho era lo que había en Egipto; pero allí, justamente allí, que él supiera, y se había informado bien antes de partir, no había nada… absolutamente nada conocido de alguna de las dinastías faraónicas.
Paró fuera de la carretera, y abrió todas las ventanillas para ventilar el coche. Aprovechó para estirar las piernas. Además, orinó contra una roca que se ofrecía para tal efecto, inmensa en la oscuridad, de la que ahora él también formaba parte.
El cielo nocturno se abría ante él como un libro que desea ser leído, mostrando sus misterios abiertamente, a fin de hacerse comprender, de integrar a los neófitos que, fascinados, contemplan su eterna majestad.
Mojtar El Kadem fue recorriendo con los ojos las figuras de la Osa Mayor y la Osa Menor. Después observó con especial interés la Vía Láctea y la constelación de Orión, que se situaba a su derecha, como el reflejo de un espejo. A pesar de que esto último era completamente ignorado por el comisario, éste pensó —acercándose mucho a la verdad aún oculta— si no tendrían algo que ver con su enigmático caso aquellas estrellas y constelaciones de brillo y hermosura sin par…
Se había traído un teléfono móvil, aparato que en realidad no solía usar apenas. Detestaba ser localizado en algunos momentos, pero se le acababa de ocurrir una idea, disparatada, sí, pero quizás…
Marcó el número de su amigo Assai, y esperó impaciente, golpeteando el suelo con los pies, jugando con las piedrecillas del suelo, nervioso como se encontraba.
Sonó una voz lúgubre.
—¿Sí…? ¿Quién llama a estas horas?
—Assai… ¿Eres tú? —preguntó el comisario, lacónico.
—¿Cuántos varones hay en mi casa? —contestó el aludido, somnoliento.
—Claro… ¡qué tonto…! Soy Mojtar, y espero no haberte despertado.
—Lo has hecho, pesado, pero no importa… ¿Qué es tan urgente como para que me llames a estas horas de la madrugada? —inquirió Assai, simulando indignación.
—Dime… Quiero tu sincera opinión… ¿Es posible que alguna constelación o estrella tenga algo que ver con el Árbol de la Vida ése?
—No, no lo creo… —farfulló su amigo—. Así, al pronto, y a este horario tan intempestivo, no recuerdo haber leído u oído nada que relacionase ambas cosas… Oye, dime una cosa… ¿Tú no descansas nunca? No te pagan para que te tomes tantas molestias. Vamos, eso creo yo… Si tuvieras esposa e hijos no andarías dando vueltas por ahí, como un alma en pena, como ahora. ¡Búscate una buena mujer y cásate de una vez!
—Ya… Lo haré un día de estos, cuando encuentre un hueco en mi agenda —murmuró El Kadem siguiéndole la corriente; todo ello mientras, involuntariamente, se encogía de hombros—. Ahora en serio, te diré que estoy en camino hacia una aldea al sur de Dashur, y al hacer una parada «técnica», ya sabes, para vaciar el depósito. —Enfatizó para que comprendiera mejor su paciente amigo—, me he quedado como un bobo mirando el cielo y he pensado que tal vez…
Cuando apretó la tecla roja del teléfono que cortaba la comunicación se puso a hablar consigo mismo a media voz, autojustificándose de algún modo con los próximos pasos a dar.
—Era una teoría… Tenía que considerarla… —dijo entre dientes, como si alguien lo pudiera escuchar en medio de aquella soledad nocturna—. Y no la descarto. No, aún no.
Sonrió al pensar que el bueno de Assai, con todos sus conocimientos, que eran muchos, no le había cambiado de idea.
Se metió en su viejo automóvil, subió las ventanillas y salió del arcén dispuesto a continuar ruta rumbo a aquella aldea donde parecía hallarse la clave de aquel embrollo, o por lo menos, parte importante de él.
Llevaba recorridos cuatro o cinco kilómetros cuando allá, al fondo, entre las sombras espectrales que dibujaban los roquedales, que ahora se entremezclaban con las cada vez más voluminosas dunas, se recortaron dos poderosas siluetas negras, puntiagudas y descomunales. La pirámide de Snefru, la que llamaban «romboidal», la primera en ser construida, se levantaba más alta que sus compañeras. A tres kilómetros de ella estaba la pirámide llamada «roja». Quizás por esto mismo su sombra no resultaba tan atemorizante e incluso siniestra. El policía comprendió el por qué de su construcción. Resultaba impresionante. Todo a su alrededor parecía sagrado, y ello inspiraba un fervor pagano, antiguo como el tiempo mismo.
Pensó si aún permanecía en su interior el espíritu del difunto Perad que ocupaba la cámara principal. Había sido encerrado en su sarcófago de oro, y posteriormente robado por anónimos saqueadores que luego lo habían convertido en polvo. Si era así, el Peraá Snefru, no podía retornar al mundo de los vivos al carecer de cuerpo que ocupar; quedaría prisionero del inframundo por toda la eternidad.
El sol se alzaba por el este en una loca carrera en la que Konsu[11] perdía la batalla, disolviéndose luego entre las garras de Ra. Este, majestuoso, ascendía ante su divina presencia.
A lo lejos, Mojtar divisaba la pequeña aglomeración de miserables chozas que se agrupaban en la orilla occidental del Nilo, y en la que la omnipresente arena del desierto lo dominaba casi todo. Decidió dejar su coche entre unas rocas y dunas que formaban un pequeño anfiteatro natural, para dirigirse posteriormente a pie hacia las casuchas de adobe. Estaban pintadas de vivos colores que ciertamente contrastaban con el monocorde rojizo de las arenas saharianas.
Después el comisario vio un pequeño grupo de niños de piel oscura. Estaban bañándose en las aguas del Nilo y chapoteando alegremente, ajenos a cualquier peligro en su pequeño mundo de diversión. En la otra orilla del gran río, no muy lejos de la occidental, un grupo numeroso de fellahs se entregaba a las tareas cotidianas, entremezclándose con las palmeras. Era un juego sordo entre titanes y hombres que luchaban por el espacio en el que habitan ambos. Caminó disfrutando de la temperatura fresca y suave de la mañana, inhalando aire, observando y valorando su entorno, tal como lo hacen los pobladores de las grandes urbes que sienten cómo su vida cobra una nueva dimensión cuando se alejan de ella.
Aquello sí era el auténtico Egipto, probablemente muy similar a cuando se encontraba habitado por los hombres que levantaron su imperio de piedra y sabiduría, mezclándolo con misterio y magia, para darle un espíritu inmortal ante el que el mundo entero se inclinaba con profunda reverencia.