Los conjuros más secretos
Los cuatro navíos navegaban a buena velocidad, con sus afiladas proas rasgando las aguas verdeazuladas del Mar Rojo —allá donde deja tras de sí la península del Sinai—, para enfilar sus espolones a las costas de la también árida península arábiga. Cuatro estelas blancas, que el poderoso mar iba borrando para protegerlos de su terrible enemigo, marcaban su rumbo como flechas dirigidas con total precisión.
Algunos de los pasajeros y varios miembros de las dotaciones habían muerto a causa de la asfixia o las enfermedades, surgidas como de la nada, para diezmar al atribulado resto del pueblo egipcio. El agua potable se racionaba desde hacía dos días y el viento, que no siempre soplaba de popa, favoreciendo su avance, les obligaba a remar en aquella masa acuosa que inspiraba temor en los corazones, derritiéndolos como lava empujada por los poderes de la tierra sobre una superficie donde aquélla iba a morir.
Pero a pesar de las espinas del destino, la mayoría de los exiliados mostraba una entereza admirable.
El faraón Kemoh, situado ahora en la proa de su birreme de diseño romano, como si del mascarón de un dios se tratara, seguía con una voluntad indomable y férrea, dando ejemplo a sus gentes en el duro trance que todos vivían. A su lado, Amhai, el fiel visir, permanecía atento a la menor señal de debilidad de su señor, para apoyarlo antes de que los ocupantes de su navío, e incluso de los otros tres, pudieran observar nada anómalo y descorazonador en su idolatrado soberano, la persona que era su guía para afrontar un futuro incierto.
De él, de un muchacho con responsabilidades de hombre maduro, dependía en estos días el porvenir de la que fue la nación más grande y poderosa, la que levantó las pirámides de Gizah y abrió al mundo el entendimiento de las estrellas y las constelaciones. Era el legítimo heredero de una tradición dinástica que había dirigido con mano muy firme un imperio durante tres mil años.
Kemoh, a veces con el ánimo encogido ante su suprema responsabilidad, se preguntaba cuántos lograrían sobrevivir a aquella larga y dura travesía, y si él sería tal vez uno de ellos… Su confianza en los dioses se había visto bastante defraudada porque no habían protegido debidamente a su pueblo; ni tan siquiera a sus propios sacerdotes. Estos se exiliaban junto a él y su corte, huyendo todos de los infieles que arrasaban sus templos y lucían su corona roja y blanca autoproclamándose «faraones» en una ignominiosa y blasfema ceremonia.
Tan solo confiaba plenamente en su visir, su maestro de toda la vida, en unos tiempos en que había visto sufrir calamidad tras calamidad a sus súbditos.
Mientras seguían con aquella interminable navegación, todo en derredor de ellos era ya una masa inmensa de azul líquido con reflejos de plata que cegaban sus pupilas. Aquella inmensidad marina les hacía sentirse pequeños, increíblemente insignificantes, diminutos en medio de un universo de agua salada al que en modo alguno los pasajeros estaban acostumbrados.
En el ínterin, los cascos de madera crujían mecidos por el suave oleaje, quejándose con monótona regularidad. Como cuatro aves, de plumas blancas extendidas para acoger al viento del oeste, los navíos proseguían su singladura batiendo el agua con sus pesados remos, levantando crestas de espuma blanca que acariciaban el pulido maderaje de sus bordas.
El periódico redoble del tambor iba marcando el ritmo, lento y potente, de unos remeros que cantaban al unísono una vieja canción de guerra cuya letra rememoraba una batalla librada más allá de la ciudad fenicia de Sidón, en el país de los cedros. Era lo único que rompía el silencio, ominoso, pesado, que caía sobre ellos, igual que un baldón amenazando con aplastarlos, con hundirlos en las viscosas entrañas del gran mar al que debían hacer frente con todas sus consecuencias. Mientras, una brisa casi imperceptible revolvía los cabellos de Amhai y acariciaba, respetuosa, la cabeza afeitada de Nebej, quien conversaba con éste cerca siempre de la esbelta y adolescente figura del faraón no coronado.
—Entonces, ahora eres, y a todos los efectos, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra —le susurró el visir casi al oído.
—Al menos en la superficie sí que lo soy —contestó con voz queda. El joven servidor de Amón no quiso reconocer la definitiva desaparición de Imhab y de sus hermanos para el mundo real de los vivos; aún no.
—Allá abajo, aún vivirán muchos años. —Amhai pareció leerle el pensamiento—, pero no podrán influir en lo que suceda aquí, en la superficie.
Nebej era consciente de que cuanto le decía el sabio visir era más que cierto. Pero creía que si lo reconocía abiertamente traicionaría su lealtad, su profundo amor a los hermanos de culto. Tenía miedo, un miedo atroz que congelaba la sangre en sus venas, y que le impedía tomar alimento en algunas ocasiones.
«El nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra. ¿De qué me sirve eso sin un dios al que ofrendar un buen presente, al que servir con suprema lealtad…? No tengo sacerdotes a mi cargo, ni templo… No hay nada», pensó consternado por la nueva situación que debía afrontar.
Su rostro brillaba como aceitado al contacto con el sol y el reflejo de unas aguas que se mantenían en calma, pero que le parecían en esos precisos momentos un presagio de muerte…
—Cuando lleguemos, alzaremos los templos a nuestros dioses. Muchos de los que lleguen. —Amhai señaló a los ocupantes de la birreme que ocupaban y luego a los de las otras tres naves iguales— se harán sacerdotes, soldados o sirvientes, según deseen. De momento seremos pocos, pero permaneceremos muy unidos —aseveró firme en su opinión.
Una pequeña luz de esperanza pareció brillar en el corazón de Nebej, como si una llamita pequeña, pero ardiente, se encendiese en su apagado y dolorido corazón. Quizás aún no se había perdido todo. ¿Sería posible que aquel germen, aquel núcleo de egipcios, además de sobrevivir, pudiera mantener vivo el fuego sagrado de una nación egipcia que se resistía a morir?
Hombres, mujeres y niños, todos bajo la supervisión de sacerdotes menores y oficiales, limpiaban a cuatro patas las tablas de caoba de las cubiertas de las naves para mantener una higiene mínima que les asegurase poder seguir vivos al día siguiente. El cólera y la disentería eran enemigos muy temidos. El agua, almacenada en grandes tinajas de barro, se pudría sin remedio y era imprescindible renovarla cuanto antes.
Para colmo de males, carecían ya de verduras, y apenas si se mantenían con unas tiras de carne en salazón. Algunos niños estaban enfermos, postrados en los improvisados lechos con fiebres altas, y sus madres clamaban persistentemente, implorando a los oficiales para que atracasen y se repusieran el agua y las provisiones.
Cuando alguno de los niños moría, se 4e envolvía en vendas y se le echaba al mar, no sin antes tallar en madera una figurilla que lo representara a fin de enterrarlo junto a las pirámides de Faraón, pudiendo así escapar su Ka y unirse a sus antepasados.
Llevaban veinte días de navegación. Veinte largas y tediosas jornadas tras las que la desesperación, el hambre y la sed comenzaban a causar estragos. Los rostros curtidos de los marinos profesionales no eran inmunes al desánimo general, y así lo reflejaban ya, sin disimulo alguno. Algunos tripulantes se hallaban demasiado débiles para cumplir con sus tareas y los oficiales al mando intercambiaban impresiones entre ellos. Sus temores llegaron de un modo directo a Amhai, quien inmediatamente expuso al faraón lo crítico de la situación.
—Señor, mañana llegaremos a las costas de Saba, y es vital que atraquemos allí para recuperar fuerzas. Es un reino rico que se mantiene independiente y aún nos es fiel. Allí repostaremos y descansaremos antes de continuar, rumbo a Persia.
—¿No nos venderán, mi buen Amhai? —le preguntó el faraón con tono inquieto y desafiante.
—No lo creo, señor —repuso, lacónico, el visir.
—¿Estás seguro de ello? —le espetó Kemoh.
—Claro que sí, señor… Nos protegerán de nuestros enemigos, que también son los suyos… Hay entre ellos, además, muchos adoradores de Isis, a quien llaman Ishtar, y también de Amón-Ra. Incluso creo posible que algunos quisieran alistarse en nuestros barcos como tripulación.
—Habremos de tener cuidado. Entre los nuevos pueden estar los espías de Justiniano. De nada serviría huir, ni sufrir lo que estamos padeciendo, si él descubriera nuestro escondite.
—Soy consciente del peligro, señor. —El visir sonrió con perversa satisfacción al añadir—: Pero si así sucede, Isis no lo quiera, nunca saldrán del lugar al cual nos dirigimos… Ni tampoco podrían comunicarse con sus amos. Sería como firmar su propia sentencia de muerte.
—Sabes que confío plenamente en ti, maestro. —Le halagó, demostrándole, una vez más, su profundo respeto.
—Gracias, mi señor. Nunca te defraudaré —replicó, tajante, Amhai.
El visir hubo de darles muchas explicaciones, para convencer con sus argumentos a los oficiales de la birreme donde navegaba. Le habían planteado de forma muy directa, sin circunloquios, la gravedad de la situación, y le suplicaban que les permitiera atracar cuanto antes.
—Hemos de considerar la seguridad como lo más importante a bordo. Lo siento por los que se hallan enfermos, pero habrán de aguantar hasta mañana. Entonces divisaremos las costas de Saba, donde repostaremos. Os prometo que nos reaprovisionaremos de todo cuanto necesitamos y, además, lo haremos en abundancia —les dijo en voz suave, dominándose a sí mismo por la inquietud que ya sentía. Lo hizo mientras con sus manos anilladas abarcaba el infinito horizonte marino que aparecía por la proa.
Los cuatro oficiales se miraron unos a otros, un tanto indecisos con la actitud que debían adoptar, y después se encogieron de hombros, resignándose así a recibir las severas críticas de quienes sentían que la vida se escapaba por momentos de sus cuerpos.
El cielo se fue oscureciendo, perdiendo el color azul turquesa intenso que cubría el manto de Ra.
El sol incendiaba las nubes creando fantásticos universos de luz y color, mezclándolos en una descomunal e imaginaria paleta de pintor. Allí había rojos y malvas, naranjas y amarillos marfileños, fascinando —como lo hace la serpiente a su presa— a los cansados pasajeros de los cuatro navíos egipcios cuyo exilio apenas acababa de comenzar.
Osiris moría una vez más y su dolor, como babas de sangre transparente, cubría el cielo del atardecer. Atrás quedaba Egipto con la memoria vacía de una lejana época que se sumergía en las arenas protectoras del desierto, en el olvido intemporal, para sobrevivir a un imperio más fuerte; pero hasta que el tiempo cabal de éste concluyera.
Todas las mentes de los viajeros, ansiosas, doloridas, vencidas por un fatigoso pesar huyendo de su nación, anhelaban aquella anunciada tierra que paulatinamente se iba acercando como un titán que les tendía sus poderosos brazos para apretarlos contra su pecho.
Nebej, nervioso, paseaba hablando consigo mismo. El suyo era un diálogo de fantasmas. Sus ojos brillaban con reflejos esmaltados tratando de recordar todo aquello que había aprendido desde pequeño en la ciudad-templo de Amón-Ra.
El gran Imhab le había mostrado cómo invocar a Amón. Si lo conseguía, sería como él, capaz de dominar algunos elementos naturales como el agua que podía transformar en otro líquido a su conveniencia, o controlar a determinadas especies animales con el poder hipnótico de sus ojos; ¡incluidos los hombres!
Paseándose al lado del palo mayor del navío se preguntó qué edad debía tener Imhab. Nunca lo había llegado a saber, pero lo cierto es que lo recordaba exactamente igual desde hacía tantos años… Aquello era bastante extraño. En realidad, desde que lo conoció, su tez —ligeramente aceitunada y mate— se conservaba tersa y sin asomo de arrugas. Por otra parte, su esbelta figura continuaba siendo fibrosa, altiva, sin perder nunca, jamás, la prestancia de la mejor edad adulta.
Sonrió, creyendo que tan solo se trataba de una apreciación meramente infantil, quizá también de su pubertad. A los niños siempre les impresiona cualquier adulto que les enseñe lo que ellos ignoran. Parecen en realidad rodearse de un aura dorada que tan solo ellos, en su inocencia, pueden ver.
Volvió la cabeza hacia la proa de la birreme y observó con renovado interés al faraón Kemoh, quien se mantenía impertérrito, al menos en apariencia, en pie igual que una estatua de oro puro del dios Osiris. Junto a él permanecía Amhai, su fiel visir, como si fuese un hijo de Horus extendiendo sus alas de sabiduría paternal en torno suyo, cubriéndolo protectoramente. Entonces los vio desde un ángulo distante, con un enfoque diferente. Quizás él, hasta entonces, sí, él mismo, no había sabido interpretar las señales atrapado en su propio escepticismo. Era posible incluso que el propio Amón-Ra lo estuviese guiando hasta la nueva tierra, allá en Oriente, donde él, Amón, iba a desarrollar su propio plan.
Grandes lienzos de niebla fueron cayendo, como velas grises, sobre los barcos que perdían el contacto visual entre sí —a pesar de los fuegos encendidos en los pebeteros de hierro situados en proa y popa—, alejándose en una noche sobre la que las estrellas titilaban con un rumor de seda que se desgajaba sobre la tierra misma.
Un espeso puré flotante, que casi se podía casi palpar, los aisló unos de otros, sembrando el terror. Porque el hombre teme a la oscuridad en la que cree habitan los espíritus que, como jirones de niebla, se manifiestan a los mortales para abrirles una página de su futuro y enseñarles a ser razonables con sus semejantes.
Cada cual se apretó contra su compañero de viaje, en un intento de impedir que el húmedo contacto de la niebla los tocase, contaminando su Ka, penetrando en sus cuerpos, hasta entrar en sus huesos mismos y poseerlos sin remedio.
Todos extendieron sus mantos cubriéndose, dándose calor, amodorrándose en brazos del dios del sueño, confiando en que, al despertar, sólo conservaran dentro de sí su propia energía. Los capitanes de los cuatro navíos ordenaron echar el ancla, confiando que el alba dispersase la niebla y pudieran reanudar su curso sin riesgo de colisión entre ellos. Tenían que llegar indemnes al Reino de Saba. Allí repostarían y alegrarían sus cuerpos con el reconfortante calor del vino embriagante y el sonido de los instrumentos que calmarían así a los espíritus abatidos que, con ellos, compartían la larga singladura hacia no se sabía muy bien dónde…
Persia sonaba a demasiado grande y lejana. Además, desconocían el punto concreto donde realizarían el desembarco. Sólo Kemoh y Amhai poseían ese dato, realmente fundamental. Esos mismos viajeros ignoraban entonces que aún lejos de allí, en un punto todavía ignoto, les aguardaba un lugar que era su mundo nuevo, una tierra escondida en lo más profundo de la nada.
Amhai se acercó a Nebej, y posó sobre su hombro la mano derecha. Lo hizo igual que un padre experimentado cuando desea trasmitir calor y afecto a ese hijo más amado.
—Algo dentro de tu mente está cambiando… —dijo Amhai, pensativo—. ¿Verdad que estoy en lo cierto? No te abrumes ahora, que todo se irá aclarando ante ti. Aparecerá con total nitidez cuando llegue el momento… ¿Me crees? —le preguntó a bocajarro.
Nebej pensó seriamente si aquel visir tan especial podía leerle los pensamientos. Tan oportunas eran sus palabras y tan enigmáticas a un tiempo… Sintió como si de la delgada mano de aquel hombre pasara a él una energía cálida, embriagante, que lograba sosegarlo, como solo Imhab sabía hacerlo con anterioridad.
—Me encuentro confuso —dijo con pesar—, en medio de un sinfín de ideas, recuerdos y sentimientos que llegan a mí, de un tiempo lejano, de un lugar perdido…
—Sí, lo sé —repuso Amhai sin rodeos—. Pasas por una fase de autodefinición, de autoafirmación. Te aseguro que la superarás, y en ese momento verás cuál es tu lugar… Un mundo nuevo se te ofrecerá para que tú lo gobiernes con sabiduría.
Un escalofrío recorrió de improviso el espinazo del joven servidor de Amón-Ra. Incluso le pareció que su sangre se le congelaba en las venas. Fue una rara sensación. Así algo imprevisto sucedió en aquel mismo instante. Su sudor comenzó a colorearse de un rojo pálido resbalándole sobre la piel, ahora de un extraordinario blanco.
Amhai le tomó del brazo, y se lo llevó apresuradamente a la cámara que compartía con Kemoh, antes de que alguien lo viese y cundiese el pánico en la atiborrada birreme. Ver cómo el sudor se transforma en sangre es algo que puede petrificar al más templado.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué tanta prisa? —le espetó Nebej, que aún no había visto su extraña metamorfosis.
—¡Entra, entra! —inquirió Amhai con tono apremiante—. Seguiremos hablando aquí, es más seguro. —Le acercó un espejo de manos, hecho de bronce bruñido, y entonces el joven sacerdote de Amón-Ra pudo ver por sí mismo lo que le estaba ocurriendo.
—Pero… ¿qué me está sucediendo? —se preguntó, incrédulo ante lo que contemplaba—. ¡Es terrible! —exclamó, desconcertado, al ver cómo todo su cuerpo, al menos lo que de él quedaba al descubierto, se perlaba de gotas rojas que, al juntarse, corrían por su piel resbalando en chorrillos para caer al suelo, formando un sanguíneo charco.
—No te aterrorices… —dijo con tono tranquilizador—. Esto es obra de Amón-Ra, que se está manifestando en ti. Sólo lo he visto una vez. Fue al gran sumo sacerdote Kemós… Murió cuando yo me iniciaba en los ritos de Isis.
—¿Eres sacerdote? —preguntó bajando la voz.
El visir sacudió la cabeza.
—No, pero conozco los poderes de los que gozan los sacerdotes de Isis y de Amón-Ra, y también de Osiris, incluso los de los esclavos de Set. Cuando cumplas con el ritual de Amón-Ra, cesará ese desagradable efecto causado por…
—Desconozco ese ritual —lo interrumpió Nebej, confuso, hecho un manojo de nervios—. ¿Cómo es posible eso? —preguntó con una nota de histeria en su voz—. Si Imhab me lo hubiera explicado… —dijo, súbitamente entristecido—. ¿Cómo es posible esto que me pasa? —repitió, incrédulo.
—Es algo que sólo debe conocer el nuevo sacerdote de Amón-Ra, y en el momento preciso en que sucede esto. —Señaló el líquido rojizo que sus poros expulsaban al exterior, amenazando con deshidratarlo en cuestión de poco tiempo.
—¿Cómo sabré cuál es el ritual? —musitó el joven sacerdote, cada vez más sorprendido.
—Yo te ayudaré. Fui el acólito del gran Kemós cuando éste realizó su rito tras acaecerle lo que a ti. Yo colaboré con él en el ritual —le confesó con aire de suficiencia—. Mira, aún conservo el libro de los encantamientos de Kemós… En él se relata cómo se debe realizar. Lo describe con gráfica nitidez.
Amhai rebuscó en un arcón de madera con herrajes de oro, y extrajo luego de él dos pergaminos cuidadosamente enrollados y sellados. Cada uno de ellos presentaba cuatro lacres rojos.
—¿Qué es esto que me enseñas? —preguntó Nebej con voz entrecortada—. Tienen el sello de Amón-Ra… —Su rostro pareció cambiar de color al ver aquellos sellos.
—Son los papiros de Amón, de Kemós… Antes de morir los dejó en lugar seguro… —dijo Amhai, apacible—. Los dejó en mi poder… Nunca creí que llegaría el momento de usarlos, de abrirlos. —Los sostuvo con reverencia sobre sus manos abiertas, ante un Nebej cuyos ojos, dilatados al máximo, no salían de su asombro—. Tómalos. Debes abrirlos ante mí, que soy su guardián —le aseguró con resolución—. En ellos se describe el ritual que te convertirá en el nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra y, además, te conferirá grandes poderes… Vamos, ábrelos sin temor alguno.
Una vez que el visir hubo terminado, Nebej se mostró indeciso.
—¡Ábrelos de una vez! —insistió con voz ronca.
El joven sacerdote de la Orden de Amón-Ra le respondió dejando escapar un profundo suspiro. Por fin, con manos temblorosas, mirando fijamente a Amhai, cerró sus dedos en torno a los papiros. Era como si temiera que su inmemorial poder lo fuera a abrasar.
Amhai —cuya sombra ahora parecía tener vida al temblar las débiles llamas en los pábilos de las altas y talladas velas con forma de diosa Isis— observaba al joven Nebej alimentándose de la nobleza que la juventud exhibe cuando es aún inexperta. Le acercó una hoja de oro, delgada y fugaz para que cortase los lacres. Nebej, con los supuestos papiros en su diestra, le dio, uno tras otro, un corte limpio a cada sello que cedió liberando la piel curtida del pergamino que ya había tomado la forma del rollo.
—No son papiros de verdad —le recriminó con ingenuidad, exhibiendo su nerviosa sonrisa.
—No, no lo son… —apuntó el visir—. Los papiros auténticos están a buen recaudo. Estos son unas copias que yo mismo hice.
—Pero los sellos… —repuso Nebej, dubitativo.
—Kemós me entregó lacre y el sello de Amón-Ra.
Amhai los extrajo de entre su nívea túnica, como el ilusionista que saca de la nada una hermosa paloma.
—Es el sello de Amón-Ra… —Se admiró Nebej—. Creí que sólo Imhab lo tenía.
—Siempre ha habido dos. Uno lo tiene el gran sumo sacerdote de la superficie. El otro está en poder del que gobierna la ciudad de Amón-Ra.
La comprensión penetró en la mente de Nebej, como un dardo dirigido con precisión.
—Es como si hubiese dos mundos paralelos, opuestos y, sin embargo, idénticos… —dijo en tono sibilante.
La amplia sonrisa que Amhai desplegaba en su noble faz le respondía con mayor firmeza que cualquier frase preparada al respecto.
—Vas comprendiendo —afirmó el visir con aire triunfal.
Nebej abrió el primer rollo y leyó, ávido de conocimientos, saboreando cada símbolo, conocido y amado a un tiempo.
—Son los encantamientos de Amón-Ra, los conjuros más secretos. —Miró de nuevo admirado a Amhai.
—No temas, que yo no podría usarlos… Sólo un sacerdote de Amón-Ra es capaz de ello… Si alguien lo intentase sin serlo, moriría de forma terrible —le comunicó con expresión torva.
El joven sacerdote continuó leyendo, devorando literalmente cada signo, asintiendo con la cabeza, llenando las lagunas que en su mente le iban exigiendo más y más sabiduría.
El pergamino estaba sellado, al final, por los sellos de cien sacerdotes, cien gran sumos sacerdotes de Amón-Ra. Sin lugar a dudas, copiarlo del original debía haber resultado un trabajo lento, tedioso y muy duro.
—Abre el segundo, hijo —le pidió, en tono paternalista, el visir.
Nebej cortó los sellos del otro pergamino y, sin más dilación, leyó luego el testamento de Kemós.
—Es la última voluntad de Kemós… Son sus instrucciones concretas —murmuró, temeroso.
—Lo sé, lo sé… Es impresionante… ¿Verdad? —dijo el visir con una amplia sonrisa.
Por toda respuesta, el joven sacerdote de Amón-Ra se limitó a mover la cabeza en sentido afirmativo. Era demasiada información para poderla asimilar, así, de golpe, sin más.
La voz de Amhai le sonó a Nebej más solemne que nunca cuando hizo una contundente afirmación.
—A partir de hoy eres el heredero de Kemós y de Imhab… —señaló el visir con toda solemnidad—. Recuerda bien que nunca nadie obtuvo tanto poder en Egipto —añadió sin vacilar.
Se inclinó ante Nebej con sus brazos cruzados, como si a Osiris mismo reverenciase en aquellos mágicos momentos.