Capítulo 13

Entre las dunas

A lo lejos, ante nuestros nublados ojos, una línea azulada comenzaba a ensancharse venciendo el sempiterno color rojizo de las arenas del desierto. Era una línea horizontal, cortada por otras verticales, verdes, y que anunciaba el final de un largo y penoso viaje desde El Cairo hasta un punto perdido a lo largo del Nilo. Aquella línea azul, que ribeteaba el horizonte, nos prometía a los fatigados viajeros un trozo de paraíso donde recobrar las fuerzas perdidas.

Cada una de nuestras tres figuras yacía pegada a la joroba de su dromedario. Como muñecos rotos de un gigantesco guiñol, apenas podíamos mirar al frente.

Abrir los ojos para poder entrever lo que el Nilo nos ofrecía, generoso y lleno de compasión, suponía un esfuerzo considerable. Tan solo el inestimable instinto de nuestras monturas, capaces de resistir con sus propias reservas de agua el largo peregrinaje al que les habíamos sometido sus nuevos amos, les servía ahora de guía.

Las arenas fueron dejando paso a la tierra, húmeda y enlodada, en la que crecían, de forma desordenada, arbustos y maleza que se entremezclaban con las altas siluetas de las palmeras. Estas aún se erguían orgullosas como guerreros que han vencido al más poderoso señor del orbe.

El limo que regularmente regala el Nilo y que alimenta a bestias y hombres, enriqueciendo sus cultivos de caña de azúcar y maíz, coloreando sus campos que viven anexos a sus aguas, rechazaba el avance inexorable del desierto, cubriendo con su manto negruzco las tierras aledañas.

—Creo… creo que hemos llegado a alguna parte —pronuncié, ignorante por completo de que mis compañeros de aventura hacía varios minutos que habían perdido el conocimiento.

Afortunadamente, fui muy consciente de lo que nos podía ocurrir, y no allí precisamente, sino en pleno desierto. Por eso había sujetado los cuerpos de mis dos compañeros, y el mío propio, con cuerdas a los de los dromedarios, asegurándome así de que ninguno caeríamos de las monturas y quedando luego abandonados entre las dunas a nuestra trágico destino. Yo mismo no tardé en desvanecerme a cuenta del agotamiento físico y mental.

Cuando entramos, atravesando los campos labrados, y sin dirección concreta, los campesinos que labraban la tierra, para extraer de ella su alimento diario y el de sus familias, comprendieron en el acto que aquellos forasteros necesitaban ayuda. Sin lugar a dudas, habíamos salido del desierto, de ninguna parte en sí, y no en muy buenas condiciones.

Sin dirección humana que los controlase, los desconcertados animales, ansiosos por beber, pisoteaban en su avance las hileras de tierra revuelta alineadas haciendo saltar gruesos terrones al aire al hundir sus patas en la blanca tierra.

Bamboleándose con el movimiento de un impensable péndulo, con sus jinetes desvanecidos y cargados sobre sus lomos que comenzaban a aparecer fláccidos, los dromedarios se acercaron a un pozo donde varias mujeres, ataviadas con sus alegres túnicas de vistosos colores, sacaban agua. Después los sufridos animales de carga hundieron ruidosamente sus grandes cabezotas de dientes amarillos en el frescor regenerativo del agua dulce.

Con gesto de resignación, nuestros dromedarios inclinaron sus largos pescuezos, calculando a la perfección su propio peso y teniendo muy en cuenta el extra que les aportaba el cuerpo inerte de sus jinetes, para no descompensarse y caer al suelo.

Todas las mujeres se habían acercado presurosas, aunque conocedoras de cuán peligroso podía ser ponerse en el camino de dromedarios con la garganta reseca. Estos, en su desesperación, pueden matar a una persona si está, inconscientemente, trata de impedírselo.

Esas mismas féminas miraron la carga que los animales portaban, y se acercaron, cautelosas, a sus costados para ver cómo podían liberar de sus amarras a los tres extranjeros. Una de ellas, más hábil que las otras, logró soltar las cuerdas, y entonces uno de los varones cayó con un ruido blando sobre las tierras húmedas y labradas que en sus entrañas gestaban el alimento dador de vida.

Las otras mujeres optaron por cortar los nudos, y una imagen como la anterior se repitió, dando con los cuerpos de Krastiva y Klug en el suelo, que los recibió como una esponjosa alfombra natural amortiguando su caída. Los dromedarios emitieron un sonoro gruñido, que era más de gratitud que de queja, y ya libres de carga se movieron con mayor soltura.

En torno a los tres cuerpos, revestidos de ropas nativas, se arremolinaron las mujeres y también ya varios hombres que, al observar que algo anormal ocurría, habían acudido atraídos por la irresistible curiosidad que siempre despierta la novedad en un lugar donde prácticamente nunca pasaba nada reseñable.

Así las cosas, entre todos nos recostaron a los tres, y luego nos mojaron la frente y los labios. Nuestros ojos comenzaron a entreabrirse pidiendo con ruego solícito agua. El fresco y revitalizante líquido fue resbalando por nuestras gargantas a sorbos bien dosificados por nuestros salvadores, para prehidratar poco a poco nuestras carnes, resecas como cartón al sol. Teníamos los labios agrietados y la piel ardiente.

Ni tan siguiera intentamos hablar. Todo nuestro afán se concentraba, como antes les sucediera a las monturas, en acumular agua en nuestros cuerpos, y librarnos de aquel extraordinario apelmazamiento que nos pegaba la lengua al paladar, haciéndola tan pesada que ya no la podíamos dominar.

Con suaves toques de telas humedecidas sobre nuestras frentes, aquellas mujeres tan solícitas fueron aliviando la piel, refrescando el cuello y viendo cómo recobrábamos el aliento perdido, recuperando el ritmo normal de nuestra agitada respiración. Hice un esfuerzo supremo y me incorporé un poco más hasta que mi espalda quedó en ángulo recto, apoyada en la palmera junto a la cual me habían recostado.

Utilizando mis nociones de árabe les di las más sentidas gracias, y luego les pregunté quiénes eran y dónde nos hallábamos. La sorpresa se pintó en los rostros surcados de arrugas y curtidos por las horas pasadas a la intemperie, cuidando de la tierra para obtener su fruto. No muchas veces un extranjero de piel blanca les hablaba en su sagrada lengua con el respeto y gratitud que mis suaves palabras y muy ajustado timbre de voz mostraban.

La choza a la que nos llevaron luego, levantada con adobe secado al sol, como los antiguos egipcios, resultaba fresca y seca. Unos anaqueles de madera, gastados y combados a causa del peso que soportaban, y un viejo caldero que en otro tiempo fue rojo, desconchado y humeante, eran todos los elementos que había en su interior.

El suelo estaba cubierto de alfombras de colores oscuros, mostrando, sin embargo, un perfecto estado de conservación. Y plegadas contra la pared del fondo había unas cortinas que dividían la pieza en tres, corriendo sin duda por los carriles que ahora se veían. Eran como líneas paralelas trazadas por una mano invisible, atravesando el aire de lado a lado del miserable habitáculo.

—Aquí estaréis bien. Me llamo Yamal —se presentó a sí mismo el sonriente fellah[10] que nos había conducido hasta allí, parloteando un inglés ciertamente llamativo—. Si necesitáis algo, pedidlo. Como podéis ver, no tenemos mucho para compartir, pero cuanto poseemos ahora es vuestro.

Una honda emoción inundó nuestros pechos y amplió nuestras mentes occidentales, tan «civilizadas» y tan egoístas a diario por otra parte. Aquello sí que era auténtica hospitalidad, lisa y sencilla, en toda la extensión de esa maravillosa palabra. Lógicamente, pensé que teníamos muchísimo que aprender de aquellas gentes, humildes y nobles, yo el primero, y también mis compatriotas pagados de sí mismos, ostentadores de sus propias riquezas, invariablemente de fríos sentimientos.

—Estaremos bien aquí —acertó a responder Krastiva, a la que un nudo en la garganta aún le impedía hablar fluidamente. No obstante, descubrí que en su voz había un atisbo de ironía que no me gustó nada.

—Podéis quedaros el tiempo que necesitéis… Yo, he de regresar al campo. Hay mucho trabajo aún por hacer —dijo el fellah esgrimiendo una sonrisa de oreja a oreja que iluminó su rostro, inocente, transparente, como el de un niño…

Yamal salió de la choza de adobe, y nos dejó solos a los tres.

—Parece que nos encontramos en una aldea situada muy al sur del Nilo egipcio, entre Dendera y Luxor; para que os hagáis una idea, casi en el medio exacto —informé a mis compañeros de insólita aventura en marcha.

La bella rusa se encogió de hombros dos veces.

—Y eso que dices… ¿es bueno o malo? —inquirió, ceñuda.

Solté una risa desdeñosa.

—Lo siento. —Me disculpé con una mueca—. Es que me hace gracia tu pregunta… De momento, amiga mía, estamos a salvo; o eso creo ahora mismo… ¿Qué quieres oír? Desde aquí hemos de orientarnos para buscar la entrada a…

Un ruido ensordecedor, unido al sonido de unos neumáticos al patinar sobre la tierra seca de afuera, interrumpió bruscamente mi opinión.

El alboroto y los gritos se fueron oyendo cada vez más cerca y el precipitado pisar de muchos pies calzados con suelas gruesas, que resonaban poderosas contra el suelo, nos alarmó a los tres «huéspedes». Al asomarnos a la puerta de la choza, vimos cómo hombres armados de raza blanca penetraban en tropel, fusiles de asalto en mano, rodeándonos y amenazándonos con sus armas.

—¡Quietos! —exclamó en inglés quien parecía el jefe de aquel grupo armado—. ¡Las manos en la nuca! —ordenó mirándonos fijamente—. ¡Si hacéis un movimiento en falso, tiramos a matar! Tú y tú. —Señaló a dos de sus hombres—, esposadlos y sacadlos fuera. Os quiero a todos en tres minutos en los jeeps —mandó con voz autoritaria—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Daos prisa!

Antes de que pudiéramos darnos cuenta, nos hallábamos esposados y en la parte trasera de uno de los tres vehículos todoterreno en los que los asaltantes habían llegado, quebrando la quietud de aquellas gentes tan poco acostumbradas a semejantes sucesos.

Tan rápidamente como llegaron, los uniformados, que llevaban ropas de camuflaje desértico, fueron ocupando sus puestos en los todoterrenos militares y avanzaron saliendo con el mismo ruido de neumáticos. Escaparon como una exhalación, dando la sensación de que nunca habían estado allí. Apenas tres líneas de polvo evidenciaban su paso por la humilde aldea, que veía cómo en unos minutos hombres de otro país, de otra raza, pasaban por sus vidas alterando su modus vivendi para luego desaparecer igual que fantasmales figuras hasta disiparse en la lejanía.

Hombres, mujeres y ancianos quedaron atrás, en pie, todavía atónitos por tan inesperado «espectáculo», sin saber qué hacer, viendo cómo los desconocidos con pinta paramilitar se perdían en el azul del horizonte con sus víctimas. Era allá donde el cielo toca con su piel el verdor de las orillas del Nilo, intentado fundirse con él.

Ninguno de los tres nos atrevimos siquiera a mirar a los otros. Íbamos apretados, tan juntos que nuestras caras casi se tocaban. El traqueteo del jeep, al moverse sobre la irregular superficie, nos hacía saltar en el asiento, y las esposas se nos clavaban como cuchillos acerados. Notábamos cómo hendían nuestra carne. La sangre resbalaba tibia sobre las muñecas empapando la ropa, y las manos comenzaban a hormiguearnos. Se nos estaban durmiendo.

El conductor y su acompañante, atentos en todo momento a lo que tenían delante de ellos, ignoraban por completo a sus tres prisioneros. Comencé a tratar de discernir quiénes eran nuestros secuestradores. Por su forma de actuar, rápida y eficaz, sin dejar huella alguna ni producir daños colaterales, deduje que debían ser mercenarios a sueldo de quién sabía qué poder…

Moví las muñecas y los dedos, intentado que la sangre circulara todo lo posible a través de aquellos yugos de acero cromado que penetraban dolorosamente en mi piel. Después miré de reojo a Krastiva, que literalmente iba pegada a mí y le sonreí para animarla y que me prestase toda la atención posible con la máxima discreción. Le indiqué que moviese sus manos, con gestos faciales, y que, a su vez, se lo comunicase a Klug, que, por su rigidez, parecía una estatua de alabastro envuelta en tela azul. Se le veía como paralizado por un miedo que más bien era terror. El austríaco sudaba copiosamente y su túnica, sobre sus propias ropas, estaba toda empapada.

Los otros dos jeeps, también de una conocida marca nipona, iban detrás de nosotros escoltándonos, uno a cada lado y a prudente distancia. Miré por la ventanilla y conté hasta cinco hombres armados en el que iba por mi lado, incluido el jefe mercenario, un tipo de apariencia poco recomendable y que, al menos a primera vista, daba la impresión de peligrosa irascibilidad. ¿Tan temerarios nos consideraban? Nosotros carecíamos de armas.

Ahora sabía —¿demasiado tarde quizás?— que mi error había sido confiarme en exceso, sobre todo tras los dos asesinatos de los anticuarios. No había prestado la necesaria atención. Además, los temores de Isengard me parecieron siempre exagerados, y ahora se veían confirmados.

¿Qué iba a ser de nosotros? ¿Cómo huir de aquellos hombres que dominaban a la perfección las lides de la guerra?

Nos encontrábamos juntos los tres, pero solos, en una tienda de campaña militar de tamaño medio. Estábamos perdidos en medio de ninguna parte, y en manos de no se sabe quién. Krastiva, Klug y yo empezamos a preguntarnos, en voz baja, quién pagaba a aquellos hombres, auténticos profesionales del combate.

Eso sí, nos consolaba el estar aún vivos. Si hubiesen querido matarnos, habían tenido tiempo y oportunidades de sobra para hacerlo. Razón por la cual comenzábamos a creer que aquel encuentro más bien era para extraer alguna información de nosotros.

Sólo teníamos un problema insalvable; estábamos esposados. No podíamos morder el acero; no serviría de nada. Habíamos ido desatándonos los pies dejando las cuerdas alrededor de nuestros tobillos, a fin de aparentar que seguían sujetando nuestras piernas.

—¿Cómo nos libraremos de estas esposas? —preguntó Klug, un tanto sobresaltado.

—Primero hemos de encontrar algo que podamos introducir en las cerraduras y tratar así de abrirlas —dijo Krastiva, pensativa—. ¿Sabes hacer eso? —le pregunté, sorprendido.

El rostro de ella se serenó al regalarme una sonrisa plena de complicidad.

—Sí y te aseguro que es relativamente sencillo. Pero no tengo horquillas en el pelo, no las uso, ni nada que se asemeje a un alambre fino.

Moví la cabeza ciento ochenta grados, en ambas direcciones, en busca de algún objeto que le sirviera de ganzúa para poder librarme de aquellas lacerantes esposas. Mi mirada se centró entonces en el bolsillo de la camisa de Klug. Un bolígrafo aparecía prendido en aquél.

—¿Podría valer eso? —Señalé con la cabeza en dirección al bolígrafo.

—No, es muy grueso —replicó ella, reacia.

—No, no, el bolígrafo no, me refiero a la patilla del capuchón.

—Desde luego —convino Isengard entre dientes.

La rusa miró una vez más, y enseguida metió casi la cabeza en el pecho del anticuario vienés. Cuando la levantó, una sonrisa iluminó su cara, sobre la que caían mechones de pelo enredados y llenos aún de arena.

Los secuestradores nos habían privado de los turbantes, asegurándose de que éramos las personas que buscaban, y también nos despojaron de las túnicas árabes. Esto último no sabíamos muy bien con qué objeto.

—Servirá, pero hay que arrancar la patilla —afirmó al fin la periodista.

—Tú pónselo a Klug en la boca, y yo tiraré con mis dientes de la patilla. Estoy seguro de que se desprenderá.

Krastiva se acercó aún más al grasiento austríaco, percibiendo de inmediato un ácido olor a sudor que invadió sus fosas nasales hasta aturdiría, para con sumo cuidado extraer el bolígrafo con sus dientes. Realizó un par de movimientos bruscos, y se quedó con el capuchón entre la dentadura al caer el cuerpo del bolígrafo al suelo.

La parte más fácil estaba conseguida. Acto seguido ella acercó el capuchón a la boca entreabierta de Isengard, cuyo aliento, realmente fétido como nunca, casi le hizo vomitar al acercarse tanto. Con un esfuerzo extra por contener la respiración, cerró los dientes sobre el capuchón y lo situó de forma que éste quedara en posición horizontal.

Cuando su boca estuvo pegada a la de Klug, ambos se abstuvieron de inhalar y expeler el aire, hasta haber realizado el intercambio. La eslava de mis pensamientos se retiró todo lo rápido que pudo con un marcado rictus de repugnancia que ocultó a Klug volviendo la cabeza. La sombra del vigilante, sentado con su fusil de asalto sobre el regazo, de espaldas a ella, se transparentaba a través de la tela de la tienda de campaña donde aún nos encontrábamos, recortándose con nitidez.

Acerqué mis dientes a la patilla del capuchón y una vez que la tuve fuertemente cogida, tiré una y otra vez hasta arrancarla de él.

—Ya lo tengo… Krastiva, date la vuelta. La pondré en tus manos. —La aludida obedeció al instante, y tan pronto lo tuvo entre sus dedos, comenzó a manipular en la cerradura hurgando en ella hábilmente hasta que un clic le indicó que había tenido éxito.

Se miró sus torturadas muñecas, que presentaban largas heridas recubiertas de sangre seca mezclada con arena, y se las frotó para que su circulación se regularizara. Después comenzó a trabajar en mis esposas.

En un par de minutos ambos nos vimos libres de los acerados grilletes. Formábamos, ella y yo, un excelente equipo, porque lo que el de Viena aportaba en ese aspecto… tan quejumbroso y aterrado como se encontraba, es mejor obviarlo en este relato. En este estado de cosas, también él se vio libre de sus esposas.

—Klug, vigila que no venga el guardia. Si se mueve la sombra, da dos patadas en el suelo —le ordené en voz baja—. Ahora hemos de salir de aquí como sea.

El rostro de la rusa demostraba honda preocupación. ¿Dónde estábamos? Si, como ella pensaba, nos hallábamos en pleno desierto, aun logrando huir las arenas serían siempre una trampa mortal… Por otra aparte, quedarse era todavía peor… ¿Qué podíamos hacer? Y sobre todo, ¿cómo huir? No nos lo permitirían tan fácilmente.

—Yo rasgaré la tela de la tienda por la parte opuesta a la entrada, y si todo marcha bien, saldremos por ahí y correremos como alma que lleva el diablo —dije mirando a Klug, consciente de que a él le resultaba más difícil correr debido a su exceso de peso.

—Correré, correré… como no lo he hecho nunca… Lo juro —farfulló él, más que estimulado por el miedo cerval que sentía.

Gracias a la patilla del capuchón rasgué la tela, y con mucha precaución me asomé por la hendidura para comprobar si era seguro huir por aquel lugar. Vi que dos dunas de considerables dimensiones se alzaban tras la tienda, a modo de muro infranqueable. Subir por ellas sin ser vistos resultaba del todo imposible; pero entre ambas un estrecho vallecillo se nos ofrecía como posible vía de escape.

—Cuando yo os lo diga, seguidme —les ordené con energía, prefiriendo no perder tiempo en explicaciones banales—. Ni se darán cuenta de que nos hemos ido —añadí con voz queda.

Decidido a jugármela, me introduje por la abertura comprobando, una vez más, que teníamos expedita la salida. Más tarde, Krastiva y Klug, a una indicación mía, me siguieron dócilmente. Los tres nos arrastramos a cuatro patas entre las paredes, casi pegadas, de ambas dunas, bordeándolas para poder perdernos de la vista de nuestros captores.

—Escuchadme —susurré preso de honda emoción—. Ahora nos cubriremos de arena y esperaremos con mucha paciencia. Serán horas… Ellos saldrán muy cabreados en nuestra persecución, de manera precipitada, en los jeeps. No creerán que estemos tan cerca… Aguantad, y os aseguro que podremos huir seguros.

La Iganov e Isengard se observaron unos instantes, mirándome con mucha atención, y luego asintieron en silencio con la cabeza. Era el mío un plan arriesgado, intrépido, pero factible. ¿Acaso teníamos otro? Seguro que a nadie más se le habría ocurrido tal idea, y ésa era precisamente nuestra baza. En realidad, poco más se podía hacer… En caso contrario, si nos descubrían corriendo y a través de las dunas, nos alcanzarían fácilmente con los jeeps. Sí, era posible que diese buen resultado aquel plan tan audaz que hasta mí me parecía un tanto descabellado. ¿Por qué no iba a salir bien?

Inmediatamente excavamos en la duna más grande y, tras meternos en el hueco, golpeamos la parte superior de ésta, haciendo caer una gran cantidad de arena sobre nosotros. Cerramos los ojos con sufrida resignación. Nunca se me olvidará mientras viva la cara que puso Klug. Tenía los ojos desorbitados, la mirada perdida y, además, gemía alguna que otra incoherencia.

La gran masa arenosa nos cubrió por todas partes, ocultándonos por completo. Ahora mismo, el desierto era nuestro mejor aliado. ¿Daría resultado?

—¡Han huido! ¡Han huido! ¡Los prisioneros se han escapado! —Se oyeron exclamaciones y también unas cuantas maldiciones.

En el improvisado campamento paramilitar, apenas pasados diez minutos, el guardia de turno había penetrado en la tienda, comprobando que los prisioneros no estaban en su interior. La voz de alarma se dejó oír, alterando la marcial tranquilidad que reinaba en la zona.

Los tres jeeps dejaron oír el suave ronroneo del gato que se despereza para lanzarse a la caza, anunciando la pertinente persecución con sus motores al ralentí en cuanto el jefe del comando mercenario rugiera órdenes perentorias.

—Vosotros tres registrad todas las tiendas y las dunas cercanas. Pueden estar escondidos. Vosotros dos. —Señaló con el índice derecho—, id cada uno en un jeep. Yo iré en el otro, cada uno en una dirección opuesta a la de los otros dos. ¿Habéis entendido?

En el pétreo rostro del jefe militar se veía la ira reflejada en un rictus amargo que contraía sus músculos faciales, perforando con su feroz mirada el aire abrasador del Sahara.

Como los brazos de una estrella, los tres jeeps partieron saltando entre las dunas, alejándose entre sí para abarcar todo el máximo terreno posible en el que podían encontrarse los fugitivos.

Los tres hombres que quedaban en la base desmontaron las tiendas. En su desmedido afán por encontrarnos, dieron la vuelta a los fardos y las latas de gasolina que se veían en un montón, en medio del campamento. Finalmente éstas fueron golpeadas con furia desatada, más por dar rienda suelta a la cólera que los dominaba, pues nadie lo hubiera podio usar como escondrijo debido a su tamaño.

—¡Nada, no están aquí! —bramó uno de ellos, de cabeza rapada y con un parche en el ojo izquierdo, dirigiéndose a su camarada que, a unos cinco metros de distancia, lo miraba con su cara atravesada por una vieja cicatriz de alguna pelea en los muelles de Alejandría. Era un signo de identidad facial que le confería un aspecto terrorífico.