Con el rabino Rijah
La puerta se abrió sin emitir un solo ruido, señal inequívoca de que sus bisagras estaban bien engrasadas. En el umbral se recortó la silueta, alta y todavía esbelta, de un hombre ya entrado en años, de frente ancha y despejada. Mojtar calculó que sobrepasaría los setenta y, sin embargo, su porte y su dignidad aparecían intactos.
—¿En qué puedo ayudarle? —Se dirigió en árabe a su inesperado visitante y con semblante serio, a pesar del tono de su voz, suave y bien timbrado.
—Disculpe la intromisión. Soy el comisario Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. Necesito hacerle algunas preguntas referentes a un caso que estoy investigando porque en él ha aparecido su nombre.
—Pase, por favor. Pase y hablaremos dentro, comisario.
—Es usted muy amable —contestó el funcionario egipcio al tiempo que esbozaba su mejor sonrisa de compromiso.
Rijah guió al policía hasta una estancia, moviéndose con total sigilo, de tal manera que parecía que sus pies no tocaban el suelo. Un pequeño saloncito, decorado con evidente gusto judío, el cual le servía de biblioteca a su dueño, apareció al cruzar la puerta, en la que el rabino se había parado para cederle el paso cortésmente. Mojtar vio un gran candelabro de plata de siete brazos que presidía la estancia sobre un mueble de caoba con incrustaciones de naranjo en forma de estrella de seis puntas. Un gran paño rojo colgaba bajo el enorme candelabro, sobre el mueble, y en él se leía parte del Semah en letras hebreas, todas cosidas con hilo de plata.
Había varios bancos de madera, todos exquisitamente labrados, y una estantería que cubría por entero una de las paredes. Esta estaba repleta de libros que seguramente eran joyas, dada su antigüedad. Asimismo, Mojtar vio un atril, frente a la ventana, con una Torá de grandes proporciones abierta. Eran los elementos que completaban el mobiliario.
—Siéntese, por favor… ¿Quiere tomar algo? —le propuso con energía—. No tengo bebidas alcohólicas, pero puedo ofrecerle zumos o refrescos… Le diré que acabo de beber un antiguo remedio hecho con raíces asiáticas diluidas en miel. Es muy efectivo contra el reumatismo.
—No, gracias, no se moleste —dijo El Kadem con una mueca.
El rabino parecía incómodo ante una entrevista que en modo alguno entraba en sus cálculos más pesimistas.
—Entonces… —dijo sentándose frente a él y mirándole directamente a los ojos, aunque lo hizo con desconfianza atávica— usted dirá en qué puedo serle útil, comisario.
—Ha aparecido muerto, aunque sería más preciso si dijera «asesinado», un árabe seguidor de la Iglesia Ortodoxa copta de nombre Mustafá El Zarwi, en el Jan-Al-Jalili. Esto no sería nada extraordinario si no fuera porque en su establecimiento, en el que expendían toda clase de especias, ha aparecido una caja de cartón, desprecintada con evidentes prisas, en la que figuraba su nombre y dirección como remitente del envío…
Mojtar creyó notar un leve estremecimiento en su anfitrión al pronunciar el nombre de aquel desgraciado, incluso aseguraría que el color de su cara había bajado de tono. Así pues, se encontraba sobre una buena pista.
Rijah, por su parte, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Comprendió enseguida que Mustafá, siempre extremadamente cuidadoso, no había dispuesto del tiempo suficiente para hacer desaparecer la caja que contenía los libros que le enviara para Klug Isengard. Esto quería decir que lo controlaban y, además, habían caído sobre él poco después de efectuar la entrega. Si no era así, y aquellos libros acababan en poder de ellos, no les servirían de nada, pero lamentaría su pérdida. Pronto sabría si había acertado en sus deducciones. Tenía medios y contactos para averiguar más sobre lo sucedido, incluso más pronto que aquel pesado policía de tres al cuarto.
—Hace algunas semanas, ese hombre, Mustafá El Zarwi, solicitó de mí unos libros. No eran cualquier tipo de libros, sino verdaderas antigüedades… Las adquirí para él y se las envié… Así de simple. Debo reconocer que me pagó bien por ellos. Es todo lo que puedo decirle al respecto.
—¿Lo conocía de antes? —interrogó El Kadem, impertérrito.
—No —mintió descaradamente el rabino, simulando indiferencia, pues por nada del mundo le interesaba descubrir sus contactos—. Supongo que alguien le habló de mí… He de resaltar que soy bastante conocido en ciertos círculos.
—Sí, eso ya lo he podido comprobar… —dijo, desalentado, su interlocutor, al tiempo que pensaba cómo estaba perdiendo el tiempo miserablemente—. Así que dice que no le había visto antes —insistió, intentando pillarle en un renuncio.
—No, nunca lo he visto —respondió el rabino, sacudiendo la cabeza a ambos lados—. Se puso en contacto conmigo por medio del ordenador. Ya sabe. Envió un correo electrónico…
El comisario pensó en cuánto habían cambiado los métodos de los judíos desde que existía Internet. O quizás era él quien aún tenía una idea trasnochada sobre ellos. Sí, quizás era eso.
—Tengo que decirle, para serle del todo franco, que he investigado sobre usted… —apuntó Mojtar. Frunció el entrecejo y añadió—: Y tan solo he conseguido saber, además de que es un hombre respetado, incluso por sus enemigos religiosos, que es aficionado a todo lo que tiene que ver con algo tan especial como el llamado Árbol de la Vida.
—Ah, eso es precisamente lo que le intriga a usted… —le dijo, forzando luego una sonrisa de circunstancia—. Pues bien, sí, no puedo negar que es un tema apasionante para mí. Hace más de treinta años que investigo sobre ese Árbol que, según explica la Torá, da la vida eterna a quien come de él.
—¿Es eso? —preguntó Mojtar, algo molesto—. ¿Busca vivir para siempre? —Ironizó sin querer hacerlo.
—¡Oh, no! ¡Por favor! No soy tan avaricioso. Yo estoy ya en la parte final de mis días… —repuso con tono sombrío—. No, tan solo es una vieja aspiración. Conocer por qué el Creador creó ese Árbol si nadie podía acercarse a él… ¿Le gustaría conocer algo sobre mis investigaciones?
—Ya puestos… —convino el comisario amablemente—. ¿Por qué no? Quizás eso me ponga en el buen camino. A fin de cuentas no tengo nada más.
El rabino sacó, debajo de un atril, una plancha extraíble y, sobre ella, recogió un dossier de tapas de plástico transparente y lo puso en sus manos.
—Léalo con calma —le indicó con un suspiro—. Tengo copias… Si en algo puedo ayudarle, llámeme —murmuró con una voz casi inaudible.
Rijah sintió en su apretada boca el regusto acre de la hipocresía.
El comisario entendió que el maestro judío daba por terminada su reunión. Por eso se incorporó extendiendo su mano para acercarle una tarjeta.
—Si llega a tener alguna información sobre el caso, llámeme… Ahí tiene mi teléfono móvil. Se lo agradeceré. ¡Ah!, y gracias por esto. —Blandió el dossier, que se abrió como un abanico.
—Ya —murmuró al fin el anfitrión, pero lo hizo con burlona cortesía—. Le deseo que tenga buen día, comisario.
Mojtar El Kadern se limitó a mirarlo, un tanto irritado ante el pobre resultado de su visita. Sin embargo, cada vez estaba más seguro de que algo se «cocía» en el submundo de El Cairo. Era algo que no terminaba de aflorar a la superficie y de lo que no tenía datos suficientes para comenzar a trabajar en serio.
Ensimismado en sus pensamientos, arrancó el motor de su coche, que esta vez, como un compañero comprensivo, no se quejó y salió de aquella zona dejando tras de sí una bocanada de humo negro flotando sobre la casita del rabino Rijah. Estaba seguro de que allí mismo estaba una parte importante de aquel enigma.
Puso rumbo a las afueras de El Cairo, a una taberna que su amigo Ahmed regentaba, donde solía fumarse una pipa árabe con otros viejos compañeros. Era un extraño refugio, pero se sentía tranquilo allí. Le ayudaba a pensar. Y ahora, más que nunca, necesitaba meditar con calma sobre todo aquello.
En medio del demencial tráfico de su congestionada urbe, miró de soslayo el dossier que le había entregado el rabino y que ahora descansaba en el asiento del copiloto.
—¡El Árbol de la Vida! ¿Es el de la vida, o es el de la muerte? —filosofó, un tanto desdeñoso—. ¿Quién lo sabe? —Su voz rezumaba sarcasmo—. ¿Acaso le importa a alguien más?
El comisario descansaba, literalmente despatarrado en una silla de plástico, frente a un narguile del que chupaba con avidez haciendo burbujear el líquido transparente de su interior.
Otros dos hombres sorbían de sendas pipas, conectadas, como la de Mojtar, a la misma matriz de vidrio, la cual parecía hervir estimulada por las potentes chupadas que absorbían toda su esencia. Eran dos viejos conocidos de la infancia. Todavía se reunían a menudo para relajarse un rato y disfrutar de sus entrañables recuerdos. El narguile sólo constituía una excusa que les servía como nexo de unión.
Los dos amigos de Mojtar, Mohkajá y Assai, habían hecho la carrera de arqueología, no sin grandes esfuerzos, trabajando de día nueve horas y estudiando de noche para conseguirlo. Ellos se habían apoyado como dos auténticos hermanos, prestándose apuntes, estudiando juntos y, en ocasiones, rindiéndose a los envolventes brazos de Morfeo tras una larga y ardua jornada, también a la vez.
—Tengo algo entre manos que me desconcierta… Creo que sólo vosotros podéis aclararme algo —soltó el comisario, dejando caer sus palabras en un intento de picar la curiosidad profesional de sus buenos amigos.
—Entiendo que el asunto se refiere a algún contrabando de antigüedades —le respondió Assai, que gozaba como pocos con su trabajo.
—No, en realidad necesito de vuestros conocimientos —admitió Mojtar sin rodeos—. Hay un importante rabino y un hampón de poca monta que trabajaba con antigüedades, ya asesinado, pero no logro saber qué tienen en común esos dos tipos.
Mohkajá, un hombrón de casi un metro noventa de estatura, frío y muy cerebral, observaba al curtido policía con mirada penetrante.
—Entonces sí que hay antigüedades de por medio —dijo con firmeza.
—¿Qué quieres que te diga? —Mojtar se encogió de hombros, en inequívoca señal de impotencia—. En realidad no lo sé… En el escenario del crimen se encontró una caja vacía enviada por el rabino Rijah. Ignoramos por completo qué pudo contener. El traficante de antigüedades era un árabe de religión copta, y vivían, uno en el Jan-Al-Jalili y el otro a las afueras del barrio copto.
—Dos personajes que no se pueden mezclar, ciertamente —opinó Assai, delgado y nervioso, tras hacer una mueca—. Rijah es un hombre respetado como pocos, fuera de toda sospecha en cuanto a tráfico de piezas egipcias se refiere. Yo trabajé para el Museo de El Cairo, en calidad de inspector, y le recuerdo muy bien. Era un individuo muy culto. Se había especializado en el período correspondiente a la creación del Estado hebreo y todo lo que con él tenía algo que ver, pero desinteresado por completo del resto… Es más, te diré que le recuerdo obsesionado por encontrar el Árbol de la Vida —dijo su amigo haciendo un esfuerzo extra de memoria—. En el Antiguo Egipto apenas si se hablaba de él. No, rotundamente no, te puedo asegurar que ese hombre nunca se mezclaría en tráfico ilegal de antigüedades.
—Eso creo yo; pero entonces… —susurró con fuerza el jefe del quinto distrito policial de El Cairo—, ¿qué conexión existe para que un hombre así, sabio y honrado, le envíe un paquete a un traficante de poca monta y de tan dudosa reputación?
—Quizás eso precisamente. Se me ocurre que alguien relacionado con el traficante ese.
—Mustafá; se llamaba Mustafá El Zarwi —puntualizó Mojtar.
—Mustafá, claro… —prosiguió Assel—. Pues ese copto encontró algún documento o pieza relacionada con un árbol mítico, y eso fue lo que les acabó poniendo en contacto. Hoy en día eso resulta fácil si se posee un ordenador y te conectas a Internet.
—Sí, eso pudo ser… —El comisario meditó unos momentos sobre la teoría de sus amigos, dejando luego de chupar su pipa e incorporándose en su silla—. Entonces, pueden estar implicadas más personas, aparte del asesino, claro.
—¿Una mafia? —preguntó Mohkajá, incrédulo, y se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño cerrado de la derecha.
—Empiezo a sospechar que sí —replicó el comisario, pensativo.
Assai esbozó una significativa sonrisa.
El estómago empezaba a rugirle como un león hambriento a Mojtar y, además, el maldito calor iba en aumento, perlando su frente y la de sus amigos a medida que el sol avanzaba de forma inexorable, devorando centímetro a centímetro la sombra protectora que les amparaba hasta entonces.
—Quizás sea mejor que leáis esto… Me lo entregó el rabino Rijah. Creo que es una teoría, que supongo descabellada, sobre ese Árbol legendario que es objeto de su obsesión.
Le tendió a Assai el grueso dossier, y éste, inmediatamente, se puso a estudiarlo con el ceño fruncido, dejando olvidada su pipa sobre la mesita redonda de superficie lisa con laminado decorativo.
—Es muy interesante esto que te traes entre manos… ¡Mirad! —Señaló con el índice derecho—. Aquí, en la página 95, hay un esquema en el que conecta a prácticamente todas las civilizaciones, a partir del dichoso Árbol como nexo de unión… Esto es el trabajo de toda una vida. —Se admiró Assai con voz queda—. No cabe duda.
—A ver… Déjame verlo. —Le pidió, intrigado, Mohkajá.
Éste arrimó la silla que contenía su gran humanidad al lado de su compañero de facultad y después depositó su pipa sobre la mesilla, junto a la de Assai. Aquella información que contenía el dossier del judío había captado poderosamente toda su atención. Cada página del informe, pulcramente escrita a mano, mostraba unos datos precisos, nuevos para los dos arqueólogos egipcios.
—Ha escrito en una página en hebreo antiguo, y en la siguiente, lo mismo pero en inglés. ¡Y todo hecho a mano! —exclamó Assai con la mirada transfigurada—. Es un manuscrito que le ha tenido que dar muchísimo trabajo.
—Me dijo que es una copia resumida. Así que imagínate cómo será el original… —El comisario se introdujo de nuevo en la conversación.
—O sea que en ese original hay muchos más datos y matices. Y probablemente los más importantes son los que no se hallan aquí. ¿Qué apostáis a que tengo razón? —Assai golpeó varias veces, con el dedo corazón, el dossier abierto sobre su mano izquierda.
—Tendremos que estudiarlo a fondo… —señaló Mohkajá—. ¿Podemos quedárnoslo un par de días? —le preguntó, cauteloso.
—Adelante, no hay problema. —Mojtar gesticuló con sus manos, en un ademán con que les hacía entrega del preciado documento—. Estudiadlo con todo detenimiento y decidme luego cuál es vuestra sincera opinión.
—Por ahora, no te podemos decir nada más… Adelantar una opinión, ahora mismo, sería imprudente por nuestra parte. Podría conducir a engaño —se disculpó Mohkajá con toda ética profesional.
—No creas, amigo —dijo el policía, tras un breve silencio—. Me habéis ayudado más de lo que creéis… Ahora tengo una idea mucho más clara de lo que en realidad puede estar sucediendo.
Los dos hombres se miraron sorprendidos, y después se encogieron de hombros casi a un tiempo. No comprendían en qué le habían sido útiles al comisario, pero si él lo decía…
—Os invito a comer. ¿Hace? —Se ofreció, generoso, Mojtar, que creía ver por fin un cabo del que tirar para descubrir aquella trama. Poco podía sospechar que tan solo se trataba de uno de los muchos hilos que ya componían aquella gigantesca tela de araña que se cernía sobre millones de personas, muertos y vivos, de tantas naciones como habían estado implicadas.
Abandonaron el barucho, olvidando su narguile a medio consumir, y dando un lento paseo se encaminaron hasta el local en que solían comprar sus kebabs. El dueño, un gordo árabe de cabeza afeitada y brillante, igual que una bola de billar, siempre les recibía con una amplia sonrisa que Mojtar creía se la colocaba al salir de casa, y ya no se la quitaba hasta que se iba a ella.
Pero eso sí, nadie, nadie trabajaba el cordero como él: con estoicismo, lentamente, dejaba que la carne girase y se asase, derramando un jugo con el que él volvía a bañarla, una y otra vez, con mimo de consumado artesano, para que no se secase nunca. Su secreto culinario, además de una infinita paciencia, estribaba en añadir verduras frescas, previamente cocinadas y especias. Cuáles eran éstas, no lo sabía nadie.
Sólo de pensar en el exquisito kebab de Hassan, que así se llamaba el susodicho propietario del local, las glándulas salivares de los tres amigos de toda la vida se activaban, haciéndoseles literalmente la boca agua.
En el ínterin, Assai y Mohkajá caminaban igual que autómatas, rebuscando en su cabeza, tratando de casar las piezas de aquel puzzle. Era un reto más para sus amplios conocimientos. ¿Quizá el mayor de todos? Aún no lo podían saber, pero lo intuían… Y ello era siempre bienvenido.
Avanzaban pegados a la pared, para aprovechar así la sombra que de todas formas apenas restaba algún grado al implacable calor generado por el sol, que rascaba las fachadas bañando con su cegadora luz los techos de las casas y creando sombras en sus calles, por donde nadie casi se atrevía a transitar de día. Todos aguardaban la caída del astro rey para, bajo la misericorde mirada de la luna, salir al fin de sus moradas.
El local de Hassan era un reducido cuchitril, con sólo dos pequeñas mesas redondas a las que, a duras penas, se acoplaban sendas sillas de madera para dejar un estrecho pasillo entre ellas y el alto mostrador —alicatado de pequeños azulejos de colores que, sin género de dudas, habían conocido tiempos mejores—, rematado por una larga placa de mármol rojo de bordes muy desgastados.
Tras el mostrador, la obesa figura de su dueño se movía con consumada habilidad de un lado a otro, frente a la plancha y el desportillado microondas de segunda mano que hacía las veces de fogón. Junto a la ventana, la torre de carne giraba elevada por el acero. Un fuerte aroma a cordero y especias salía del pequeño local haciendo propaganda gratuita frente a las fosas nasales de quien podía entrar en su sugerente radio de acción. A ello ayudaba lo suyo la constante acción de un viejo ventilador de largas palas blancas, moviéndose con lentitud para esparcir una brisa ligera, con olor a carne especiada, pero también a un indefinido aroma de ambientador barato.
Hassan sudaba copiosamente mientras sus manos, de dedos cortos y gordezuelos, cortaban en pequeños trozos las verduras; después las mezclaba con las especias en una vieja sartén ennegrecida por el excesivo uso.
Cuando los tres hombres llegaron, el local aún estaba vacío. Era viernes, y ya se sabía que todos los varones acudían a esa hora a sus rezos en las mezquitas. Era la hora en que Hassan preparaba ingentes cantidades de verduras, carne y especias, para tenerlas a punto cuando llegase la esperada avalancha de hombres hambrientos. Como buen musulmán creyente, acudía a primera hora a la mezquita de su barrio. Así, cuando los demás llegaran a su establecimiento, él ya estaría listo para dispensar sus manjares.
—Salem alek, Hassan —le saludaron con cordialidad los recién llegados.
—Aleikum salam —les respondió el aludido desde su carnoso rostro, limpiándose a la vez las manos en su mugriento delantal.
Una sonrisa permanente parecía haber sido tallada en la cara del siempre sincero y sudoroso Hassan. Sus ojos, líquidos, de un brillo extraño y blando, miraban como si no vieran.
—Ponnos tus kebabs, que Mojtar invita hoy —se jactó Assai, guiñándole un ojo a Mokhajá, mientras, con el codo izquierdo, simulaba golpear el estómago del desprevenido comisario que se hallaba tras él.
Hassan, bendito humor el suyo, soltó una estridente carcajada que casi se oyó por toda la calle.
—Sois mis primeros clientes de hoy. Ya habéis tardado —aseguró después el orondo cocinero con fingido tono de reproche—. Aún no he comenzado a rebanar el kebab.
Los estómagos de los tres varones, como si dispusieran de algún mecanismo interno que les permitiera ver u oler, comenzaron a dar muestras de su voraz apetito. Mientras tanto, Hassan, entre sartén y sartén, fue salteando la guarnición y rellenó tres largas tortas de pan con las verduras, sobre las que depositó varias lonchas de carne, hábilmente seccionadas alrededor de la masa que giraba, incansable, en torno al pincho de acero en el que se encontraba clavada. Después cerró los panes y se los fue entregando a cada uno de ellos.
El ínclito cocinero sirvió tres tés en vasitos azules, adornados con hojas de menta, y todo esto sin perder en ningún momento su sonrisa, seguramente su mayor seña de identidad.
—Sentémonos —sugirió Mojtar a sus dos amigos, mientras rebuscaba en su cartera para pagar.
Extrajo varios billetes de su cartera y se los entregó a Hassan. Éste sabía de sobra que el comisario siempre le dejaba una generosa propina, por lo que no se molestó en mirar siquiera cuánto le daba. Se limitó a meterlo en la antediluviana caja registradora y prosiguió con su tarea.
Los comensales se acomodaron apretándose contra una de las diminutas mesas y, en silencio, devoraron sus bocadillos. Al menos en esta ocasión, todos coincidieron en apreciar que la salsa tenía demasiado picante, pero a nadie le importó demasiado ese «detalle» culinario.
Un nutrido grupo de creyentes musulmanes se acercó a buen paso. Todos estaban deseosos de probar la especial receta de Hassan para su cordero. Saludaron atropelladamente antes de pedir cada uno su ración individual. Los gritos en lengua árabe inundaban el aire, contribuyendo a crear un ambiente más que conocido por Mojtar, y que, al menos para él, le daba su propia personalidad al lugar. Era una inyección de vida y energía que formaba el punto de salida para la jornada de trabajo de Hassan, que no concluiría hasta bien adentrada la sofocante noche cairota.
Mojtar fue el primero en terminar de engullir su kebab. Se chupó los dedos, que luego limpió con una servilleta de papel y observó a sus dos amigos que, más pausadamente, disfrutaban de la comida, deleitándose en cada bocado. Para entretenerse, tomó entre sus manos el dossier del rabino, que yacía sobre el regazo de Assai, y lo abrió por la página 95.
Un dibujo, preciso y detallado, de un árbol en tinta negra aparecía en el centro de la referida hoja. De él salían flechas indicativas que terminaban, a cada lado, en sendas hileras de nombres. Mojtar leyó en voz alta:
—Babilonia, Asiría, Egipto, Persia, Grecia, Roma, China, India, Malasia, mayas, aztecas, toltecas, incas… Aquí están representadas todas las culturas importantes de la antigüedad.
—Todas ellas —convino Assai, que habló con la boca llena— tienen sus propias leyendas respecto a ese mítico Árbol, pero no creí que fueran tantas. Conozco las de cuatro o cinco de ellas tan solo.
—Además —aclaró el comisario, impasible—, Rijah ha puesto bajo cada nombre la denominación, para el Árbol de la Vida, en su idioma propio.
—Vaya, no sabía que entendieras tantos idiomas… —Su voz rezumaba sarcasmo.
—Déjate de historias… No es difícil deducirlo. Mira —le acercó el dossier doblado por la página 95—; está en árabe y en inglés. Aquí y aquí. —Le señaló a su amigo—. Por eso deduzco que los demás deben ser algo parecido.
—Cierto. Yo conozco el chino, el egipcio y el cuneiforme, además de esos dos y es así… Los nombres que se ha dado a cada civilización aparecen debajo.
Hubo un silencio cómplice hasta que el que quedaba por opinar sobre ese extremo se decidió a hablar.
—Me pregunto —puntualizó Mohkajá con escepticismo— para qué tanto trabajo de interpretación… ¿Acaso cree ese judío que encontrará el Árbol y se volverá inmortal, o algo así?
—No lo sé —le respondió Mojtar, que también lo había pensado—. Yo mismo le pregunté al respecto, y he de reconocer que su respuesta no me satisfizo.
—Tiene que tener un poderoso motivo —opinó Assai mientras, distraído, se miraba las uñas.
—¿Eso crees? —lo interpeló el comisario con expresión de asombro, pues lo miró como si le acabase de descubrir algún dato importante que a él le había pasado totalmente inadvertido.
—Sí, sólo de tal forma se entiende que le dedique tanto tiempo, dinero y esfuerzo… —expresó su amigo con aire meditabundo—. Si yo hiciera algo así, sólo sería porque espero un resultado que me compense, que me satisfaga plenamente en algún campo concreto.
—No veo que busque la inmortalidad… —Soltó una risilla y agregó—: Me pareció un anciano muy lúcido y sensato, e inteligente. Sus prioridades deben derivar por otros derroteros muy distintos. Me pregunto qué habría en aquella caja y quién se la llevó… —dijo Mojtar con una levísima inflexión interrogativa en su voz—. Creo que no encontramos nada de valor en la tienda de Mustafá El Zarwi —añadió con resignación.
—Entonces alguien más estuvo allí, aparte del asesino… O quién sabe, quizás hasta el mismo asesino se lo llevó. Pudo ser el móvil del crimen… ¿No crees? —adujo Assai.
—¡Claro! —exclamó en tono tajante—. No había pensado en esa posibilidad.
—¿En que se lo llevase el asesino? —inquirió Assai con escepticismo.
Mojtar sonrió, y luego negó con la cabeza.
—No, claro que no, pienso en que pudiera habérselo llevado una tercera persona. Es posible… No sé, pues también cabe la posibilidad de que el criminal, al no encontrar lo que estaba buscando, matase a El Zarwi como castigo.
Mohkajá asintió, después respiró hondo y, con tono apacible, dijo a Mojtar:
—No nos volvamos locos aún con el tema. Deja que lo estudiemos con calma y ya veremos a qué conclusiones llegamos.
El comisario se frotó la barbilla con aire pensativo, mientras trataba de reconstruir en su mente la escena previa al asesinato de El Zarwi. Encajaba, sí, encajaba bien, tan correctamente que creyó haber dado con la pieza que le faltaba en su rompecabezas mental.
¿Estaba ayudando a alguien el rabino Rijah? Tal vez a alguien que no era El Zarwi, desde luego. ¿Sería otro judío? ¿Un coleccionista? ¿Quién era el anónimo personaje que hacía irrupción en escena ahora, como una sombra y entre bambalinas?