Capítulo 10

La gran losa de piedra

Avanzamos produciendo un sonido estridente con unas deportivas que resbalaban a veces sobre el lustroso mármol. Fuimos recorriendo repechos, subimos y bajamos al menos en tres ocasiones para ir a dar ante una sobria puerta de madera que se adivinaba gruesa y fuerte. Me acerqué a ella y golpeé siete veces, para después pronunciar el nombre de Jesús en árabe. La puerta, sin hacer ruido alguno, giró sobre sus goznes y franqueó el umbral. En medio de éste aparecieron cuatro figuras menudas y delgadas de piel oscura y pelo negro como el azabache, acaracolado y denso.

—Abul. —En tono afectivo me dirigí en inglés a uno de los chicos, de modales tranquilos, y algo tragaldabas—, veo que te ha tocado a ti hacer la guardia. Vengo con unos amigos… —Noté en él algo de nerviosismo, así que le que comenté enseguida—: Descuida, que son de toda confianza. Llévanos hasta Mehmet, pues hemos de hablar con él.

El muchacho egipcio sonrió y se frotó las manos en su túnica impecablemente blanca, sobre la que lucía un crucifijo de madera que yo sabía le había dado en herencia su abuelo al morir.

—Os está esperando, sidi Crael. —Pronunció así mi apellido, ya que se le trababa en la lengua cada vez que intentaba pronunciarlo bien—. Los nuestros os vieron llegar con un árabe a las afueras de la ciudad, y Mehmet supuso que emplearíais este túnel —añadió en actitud reflexiva.

Una luz de inteligencia, mezclada con la alegría de volver a ver a un viejo amigo, afloraba a los ojos de Abul, dándole un brillo de diamante. Era un joven de diecinueve años, vivaracho y listo que había venido huyendo de las estrictas normas de un padre duro, para buscarse la vida en el bullicioso y mundano El Cairo.

Yo había financiado sus estudios en la escuela copta, y también le había prometido llevarle conmigo cuando me fuera posible, siempre que Mehmet, su tutor, me diera el correspondiente consentimiento. Abul no insistía, no presionaba, únicamente miraba de una forma inquisitiva como él sólo sabía, esperando una respuesta cada vez que yo me acercaba por el barrio copto a causa de alguna de mis búsquedas de piezas raras, siempre para algún cliente forrado de millones que no sabía en qué gastar su dinero.

Abul nos condujo a través de un patio protegido por hermosas arcadas —en cuyo centro una fuente expulsaba alegre sus gorgojeantes chorrillos de agua—, hasta una sala en la que por todo mobiliario pudimos observar una mesa de madera maciza de roble y sendas sillas de la misma madera. En una de ellas, sentado con el porte de un antiguo faraón de Egipto, estaba Mehmet, quien se incorporó presto, esgrimiendo una amplia sonrisa y con los brazos abiertos igual que un hermano amado que recibe a otro.

Sus rasgos recordaban los rostros de los antiguos egipcios, de los que decían eran descendientes directos. Ojos ligeramente rasgados, pelo sin rizos, negro, corto y duro, pegado al cráneo, como el de un negroide, y nariz estrecha y larga, de inequívoco origen semita.

En verdad, al verle, no se podía pensar menos que se estaba en presencia de Nectanebo, el último faraón de Egipto antes de su conquista por los persas.

—Hermano Alex…, ¡cuánto tiempo desde la última vez! —exclamó, simulando indignación. Después me abrazó palmeándome la espalda calurosamente—. ¿Qué te trae por aquí? —Continuó hablando con su fluido dominio de la lengua del inmortal Shakespeare—: ¿Quizá otra búsqueda de objetos antiguos? Pero, por favor, preséntame a tus amigos.

Mehmet, siempre impaciente y expresivo, conseguía que me sintiera como en casa. A sus cuarenta y muchos años, era un hombre que ya peinaba canas. Su rostro reflejaba la historia de una vida intensa, dedicada a cuidar del bienestar de otros, olvidando el suyo propio, en una concentración de finas y suaves arrugas que ennoblecían sus facciones angulosas. Todos los que conformaban su entorno apreciaban a Mehmet. Cada uno de ellos le debía algún favor importante, o tal vez la vida misma… Mehmet era completamente consciente de que formaba parte de una minoría perseguida por incomprendida, lo que le obligaba, frecuentemente, a pensar en nuevos métodos de supervivencia que les permitiese subsistir con dignidad.

—Ella es Krastiva Iganov, una periodista de origen ruso que trabaja para una importante revista vienesa.

Mehmet la observó fijamente, recorriendo fugazmente su espléndida figura, y luego le tendió su mano mientras esbozaba una sonrisa de complacencia.

—Es un honor, señorita. —La miró con incredulidad—. ¿Sabía que es usted bellísima…? Considérese en su casa. —Se inclinó levemente ante ella, al mejor estilo de un gentleman que viva en la urbe del Támesis.

Ella lo observó de hito en hito, pero sin decir nada. Sólo esbozó su simpática sonrisa.

—Y éste es Klug Isengard. —No lo pude evitar, qué le vamos a hacer, al pronunciar el pronombre personal como restándole importancia, tras ver el impacto que Krastiva le había causado a mi amigo copto—, un renombrado anticuario nacido en Viena. —Hasta ese momento no había pensado en la coincidencia en cuanto a la ciudad de residencia de ellos dos.

—Sea también bienvenido, señor Isengard. —Mehmet le tendió también su mano, ahora con el rostro serio y una singular luz escrutadora en sus ojos, oscuros y vivarachos.

De nuevo noté cómo Klug, que se limitó a asentir con la cabeza, se removía inquieto. Hubiera jurado que observaba a nuestro anfitrión como se mira a alguien en quien se cree reconocer a otro. Pensé que eran aprensiones mías, y tras desechar la idea por parecerme absolutamente absurda, me concentré en lo que nos estaba diciendo Mehmet en esos momentos.

—… y os llevaré atravesando el laberinto de galerías, calles y túneles que comunican nuestras casas hasta un punto seguro desde el que podéis partir sin ser controlados por vuestros posibles perseguidores… Es imposible que alguien os pueda seguir, y pobre de él si lo intenta… —afirmó con una sonrisa burlona—. Os lo puedo garantizar —apostilló, cambiando de semblante.

—Yo no he dicho que nos persiga nadie… —le comenté. Sonreí luego con perspicacia.

—Siempre es así contigo, hermano Alex. Ya estoy acostumbrado a tus líos y mi gente también.

—Te lo agradezco, hermano.

—Nosotros te debemos mucho. Has hecho lo imposible por nuestra comunidad. Lo hacemos gustosos por ti. Ya sabes que siempre, y en todo momento, puedes contar con nuestra lealtad… Pero ahora no perdamos más tiempo con habladurías. Seguidme.

Empezamos a deslizamos por túneles excavados en la tierra húmeda y oscura del subsuelo cairota, por lo que, para avanzar, debíamos reptar como lombrices. Más tarde, corrimos por túneles de piedra labrados, con olor a moho y musgo viejos; y por fin saltamos de balcón a balcón, de terraza a terraza, de casa a casa —tan cerca estaban unas de otras, que incluso Klug encontraba fácil hacerlo—, hasta que otra vez nos encontramos en medio de un desvencijado patio de arcadas que otrora fueron ágiles arcos decorativos y que, a día de hoy, se caían vencidos por el tiempo y el olvido. El centro de ese patio conservaba aún lo que se adivinaba fue un seto, ahora reseco, rodeando, con su ramajes muertos y amarronados, los restos de una escultura de la que tan solo habían sobrevivido los pies, cubiertos por un trozo de lo que fueran los pliegues de una túnica.

Mehmet se acercó y le indicó a Abul, quien iba en el grupo, con nosotros, que le ayudara. Entre ambos, y luego de grandes esfuerzos, alzaron los restos de la escultura que, como pudimos ver, era la parte alta de un cubo de piedra que se hundía en la tierra, resorte a su vez que abría un hueco en la pared sur del patio, la mejor conservada.

—Debéis salir por ahí —indicó con la mano derecha—. Llegaréis al corazón del desierto. Allí tendréis dromedarios, agua y suficientes provisiones. El resto corre de vuestra cuenta… —Mehmet sonrió—. Os deseo suerte, amigos.

Krastiva lo miró asombrada.

El sudor empapaba el rostro y el cuello de los dos coptos tras el esfuerzo realizado. A ojo de buen cubero, calculé que aquella piedra debía pesar ciento cincuenta kilos, o quizás más.

Así las cosas y tras asentir con la cabeza, emprendimos nuestro rumbo en silencio atravesando la espesa oscuridad que dejaba ver el hueco —un rectángulo de metro y medio por un metro—, en franco contraste con el fuerte sol reinante. Volví la cabeza antes de seguir a mis dos compañeros, e hice un guiño, acompañado de un gesto con mi mano izquierda, que Mehmet me devolvió, para adentrarme después en el agujero.

El túnel era en todo muy semejante al primero por el que llegamos hasta la casa de Mehmet, por lo que supuse que se trataba de un medio de escape en caso de invasión para huir al desierto.

Saqué una linterna de mi bolsa, y otro tanto hicieron Krastiva y Klug.

El pasaje estaba embaldosado en mármol blanco, y las paredes y la bóveda del techo recubiertas de azulejos, perfectamente alicatados, gastados por el tiempo pero limpios. No había allí ni un grano de polvo, señal evidente de que alguien se preocupaba de mantenerlo impoluto.

—El pasadizo fue mandado construir por Mamud El Kafeh, un visir mameluco que, por cierto, lo usó a menudo, cada vez que sentía el aguijón de la lascivia, para frecuentar la compañía femenina del harén sin ser visto por su propia servidumbre —les expliqué con voz neutra, al ver la cara de estupor de mis acompañantes.

—¿Por qué esconderse para ir a su propio harén? No entiendo nada —inquirió Krastiva, confusa.

—Quizás. —Sonreí pícaramente— porque no comunicaba con su harén, sino con el de su tío, el sultán, cosa que acabó costándole la vida —aclaré, ahora con voz un tanto solemne—. Qué queréis que os diga… Me estoy imaginando a ese visir de los mamelucos. Lo veo caminando presuroso por aquí a cuenta de la furiosa embestida de la lujuria carnal. Estaría con su rostro encendido sólo de pensar en el movimiento de tantos senos turgentes e insinuantes caderas. —La Iganov, mujer al fin y al cabo, me dirigió una fugaz mirada cargada de furia—, y de cómo se le iba a poner el…

—¿Y ahora quién pasa por aquí? —preguntó Klug con voz ronca, interrumpiendo bruscamente mi descripción erótica en tono reprobador.

—Hace siglos que lo usan los coptos —contesté con aspereza—. Los musulmanes más extremistas y ortodoxos, que tan solo los toleran, han lanzado contra ellos persecuciones realmente sangrientas —aseguré, malhumorado—. Sólo les salva el hecho de que son una clase económica importante; en caso contrario, ya los habrían expulsado o exterminado por completo sin más.

Habíamos recorrido al menos nueve kilómetros a través de aquel túnel que serpenteaba en las entrañas de la tierra, conduciéndonos a un punto ignoto. La monotonía del lugar impedía que pudiésemos apreciar el hermoso colorido de unos pequeños azulejos que sin duda habían sido alicatados por hábiles artesanos, siglos atrás.

—¿Cuánto más tendremos que andar? —se quejaba Isengard, que más que caminar arrastraba sus gruesas piernas sobre el pulido mármol.

—¿Qué diablos quieres que te diga…? —repliqué, irritado—. No lo sé, ya que esto parece no acabar nunca… Espero que estemos llegando a nuestro destino. —El anticuario enarcó la ceja izquierda con expresión de escepticismo—. Ya falta menos…

Yo mismo, aunque acusaba el cansancio, todavía mantenía un buen ritmo de marcha.

La bella rusa entornó los ojos con expresión de suspicacia. Se había quitado las deportivas, y ahora caminaba agradeciendo el frío que las losas trasmitían a sus doloridos pies.

—Ahora estamos cansados, pero aún nos espera el desierto… Al menos viajaremos sobre un dromedario. —Trató de consolarse como si hablara consigo misma.

—Vamos, vamos, ánimo, que yo no soy el sargento de un batallón de castigo en la Legión Extranjera Francesa. Estoy seguro de que ya queda poco —la animé, tratando de que no bajara la moral de mi «tropa». Sin embargo, al igual que ellos, estaba deseando salir cuanto antes de aquella interminable ratonera.

Todavía hubimos de recorrer unos doscientos metros más antes de encontrarnos con la escalera que ascendía a la superficie.

—Hemos llegado —anuncié con voz grave, triunfal—. Allá arriba. —Señalé a lo alto de las escaleras— está la salida, pero también encontraremos el sol del desierto.

Krastiva llegó suspirando, y se sentó en uno de los escalones, frotándose los pies, aún resentidos por su anterior huida, y de la que apenas había podido recuperarse la pobre.

—¡Ahhh! ¡Qué alivio! —admitió ella—. No os podéis imaginar cómo tengo los pies… Creí que iba a vagar para siempre por este maldito túnel.

Klug se dejó caer pesadamente al suelo, y me extrañó que no causara un temblor al derrumbarse de esa manera. Parecía encontrarse al límite real de sus fuerzas.

—¡Uf! —exclamó con fuerza, agotado por el esfuerzo e incapaz de producir palabra alguna. Estaba jadeando, con el rostro completamente enrojecido como un tomate que ha madurado muchas horas bajo la fuerza del astro rey.

—Deberíamos aprovechar el frescor de este lugar, ya que ahí arriba nos vamos a cocer. Nos espera una temperatura infernal, y el cambio de una a otra puede producirnos mareos, e incluso una lipotimia en toda regla. —Les advertí sobre algo que ellos no parecían tener muy en cuenta.

—Es verdad, pues ahí fuera nos espera el desierto —reconoció al fin Krastiva.

—Del hielo al fuego, no sé qué es peor —reconsideró el austríaco en tono lúgubre. Ya se veía sudando, tostado por el inclemente sol que, a modo de tiránico dios, reinaba sobre las montañas de roja arena que separaban a los hombres del otro mundo.

—¡Arriba! —ordené con agria voz de mando—. Cuanto antes nos pongamos en camino, mucho mejor. No debemos olvidar que pueden estar siguiéndonos.

Krastiva y Klug, que ya se habían olvidado de lo que poco antes les pareciera un peligro inminente, volvieron nerviosos sus cabezas y casi al unísono debieron de sentir renovadas sus mermadas fuerzas. Ni cortos ni perezosos, iniciaron con nuevos bríos el ascenso por lo que ahora se les antojaba una escalera salvadora.

La temperatura aumentaba sin pausa a medida que íbamos ascendiendo. El calor del desierto alargaba sus ardientes brazos a través de la tierra, penetrándola sin piedad, quitándole la vida… Los musgos y líquenes que en algunos tramos habían presionado, hasta desprender algunos azulejos de las paredes, dejaban paso a pequeñas cantidades de arena roja y pesada que se filtraba a través de las casi inexistentes ranuras.

Mi linterna se apagó tras emitir dos intermitencias que avisaban del agotamiento de sus pilas alcalinas. La guardé en mi bolsa y me guié por unas luces que, llevadas por las manos de mis compañeros, bailaban como luciérnagas.

—Hemos llegado —anunció Krastiva—. Esta maldita losa pone fin a nuestro camino. —Señaló, nerviosa, el obstáculo que nos cerraba el paso.

—¿Y cómo demonios la abrimos? —inquirió Isengard, inquieto de repente—. Detrás puede haber acumuladas toneladas de arena. Esto es como una tumba… —Se estremeció al oírse argumentar a sí mismo en un plan tan lapidario.

—Supongo que quien mandó excavar este pasadizo ya pensó en ello, y también que sus constructores encontraron una solución a ese posible problema, tan evidente, por otra parte —afirmé con decisión—. Empujemos con fuerza y veremos qué hay detrás.

Haciendo acopio de cuantas energías nos quedaban todavía, los tres empujamos hasta que el sudor resbaló sobre nuestras frentes en gruesos goterones. Pero la losa no se movió ni una sola miera.

—Es inútil… —dije con un suspiro—. Por fuerza ha de tener algún mecanismo que la mueva. Buscad a su alrededor enfocando bien con las linternas —indiqué con toda firmeza a mis compañeros de andanzas egipcias.

—¿Y si se ha estropeado con el tiempo? —replicó el varón de más edad levantando la voz.

—¡Klug! —exclamé, exasperado, mirándolo con la ira enmarcada en mi sudoroso rostro—. ¡No seas cenizo! Ahora comprendo la razón de que me contrataras. Eres la misma personificación de la derrota —añadí sin poder contenerme, implacable.

El aludido se calló, bajó la cabeza. Estoy convencido de que con más luz hubiera visto cómo su cara enrojecía de vergüenza.

Krastiva parecía incómoda también, aunque no a tal extremo, claro.

—¡Aquí hay algo! —gritó alborozada, sin poder contener su entusiasmo y cortando a tiempo la tensión del momento—. Enfoca, Klug.

Desde luego, lo que decía era cierto.

—Sí, hay un saliente, y parece que… Es una esfera —afirmó el austríaco, ceñudo—. Habrá que vaciar su perímetro de arena… ¿No os parece? —preguntó en tono conciliatorio.

Casi sentí pena por aquel hombre al ver cómo trataba de enmendar su conducta, colaborando cuanto le era posible. Saqué una navaja de mi pantalón y rasqué con la punta todo alrededor de la esfera, que cada vez era más visible al desprenderse la arena.

—Probaré a moverla hacia dentro. No… No abre para nada… A ver si… —dije a media voz, haciendo resbalar la esfera de piedra en un hueco—. Sí, esto es… Se mueve… ¡Ya está, amigos! —exclamé tras soltar un suspiro de profundo alivio, a la vez que dejaba de pensar en la claustrofobia que sentía.

En efecto, la gran losa de piedra de no más de metro y medio de lado se fue deslizando suavemente por un invisible raíl, hasta dejar entrar la intensa luz y el calor sofocante del desierto africano.

—¡Al fin! De nuevo en la superficie. Creí que era una lombriz —bromeó Krastiva, feliz de hallarse de nuevo al aire libre.

Klug y yo salimos tras ella, apoyándonos en los bordes del marco de la gran losa. Instintivamente nos cubrimos los ojos con las manos, a modo de visera, para protegernos de la potente y cegadora luz del Sahara.

—¡A ponerse las gafas de sol, señores! —gritó la rusa. Se la veía feliz, metida ahora en una aventura no programada por Danger, la publicación para la que trabajaba.

—No hay dunas —comenté a media voz, como si hablara conmigo mismo—. Es una hondonada. Es una hamada en medio del desierto. No creí que las hubiera por aquí.

—¿Una qué…? —preguntó Krastiva sin miedo a disimular, en este apartado al menos, su supina ignorancia.

—Una hamada, preciosa… —contesté con prepotencia, apretando los dientes y recalcando mucho, para más inri, el adjetivo en cuestión—. Las amadas son roquedales carentes de arena en los que, a menudo, suele haber pozos de agua que usan los Tuareg o los beduinos. Aquí las caravanas que vienen del Sudán o Etiopía seguramente hallaban un lugar seguro, siempre protegido del poderoso viento del desierto. Aquí, las tormentas de arena son tan terribles que pueden enterrar a caravanas, a ejércitos enteros, bajo miles y miles de toneladas de arena; y de hecho lo han hecho, sin dar tregua, a lo largo de la Historia… ¿No lo sabías?

Ella negó con su cabeza, ladeándola a ambos lados.

—Busquemos los dromedarios de que nos habló tu amigo —sugirió el anticuario vienés, ya más tranquilo, apostando por lo práctico en vez de tomar parte en una conversación sobre los peligros de las áreas desérticas—. No estarán lejos.

Pasamos ante las pequeñas dunas de piedra, erosionadas por el tiempo, hasta que algo brilló al coincidir el sol en ello, y así pude dar el correspondiente aviso.

—¡Venid, venid aquí! —Señalé con el índice derecho—. He visto brillar algo allí… Es algo que parece salir de entre las piedras. En aquella ondulación pedregosa del fondo.

A grandes zancadas se acercaron ambos hacia el lugar que les indicaba. Una gran red de camuflaje, de las que usan los ejércitos de campaña en el desierto, semejaba a la perfección un montículo de piedras, del mismo color y hechura que los auténticos que componían la hamada. Bajo su protección, amparados por una benigna sombra, tres dromedarios movían nerviosos sus afelpadas patas al haber detectado nuestra presencia, la de unos extraños cuyo olor les era totalmente ajeno.

Una vez situados bajo la gran red, sujeta por grandes rocas y alzada por gruesas estacas de madera, que la mantenían en alto, comprobamos la carga que se apilaba en el suelo, envuelta en telas de colores rojos, azules y negros, todos oscuros. Cerca encontramos tres odres de agua de buen tamaño.

—Mmm, veo que tus amigos han pensado en todo. —Alabó su tarea la rusa, mientras inspeccionaba el contenido de los bultos.

—Sobreviven en un clima tremendamente hostil, y han de ser precavidos. Ya sabes que el agua es el bien más valioso del desierto, claro que los escorpiones…

—¡Aquí hay ropas! —Klug me interrumpió con su triunfal exclamación.

Me acerqué al anticuario para verificar lo que decía.

—Las necesitaremos para cubrirnos y estar a salvo de la deshidratación, y también para pasar inadvertidos por estos lugares tan inhóspitos.

—No lo había pensado —añadió ella.

—A partir de ahora no tendremos protectores —comenté en tono grave—. Y hablando de peligros, que Klug me ha cortado antes… Debemos tener mucho cuidado cuando veamos un Androctonus australis.

—¿Y eso qué es? —quiso saber la guapa eslava.

—Pues un escorpión del desierto, hija mía… —le expliqué con una jovialidad no exenta de algo de tonillo—. Es capaz de matar a un perro de regular tamaño en cuestión de segundos con el veneno que suelta por su aguijón.

Soltó un gritito histérico.

—¡Qué horror!

—Si se está al loro, no hay problema. Fíjate bien cuando veas uno… Andan sueltos por entre las piedras… Si arquea la cola sobre su espalda, es que se siente en peligro y entonces puede atacarte.

—¿No tiene nada que comer por aquí?

—Sí, claro, le da lo mismo zamparse un escarabajo que una cucaracha o cualquier otro artrópodo.

—Oye, Alex, dime… —quiso saber Krastiva con una amplia sonrisa sarcástica en su maravilloso rostro y aguantándose una explosión de hilaridad—. ¿Qué es un escarabajo?

Palidecí unos instantes al descubrir el cachondeo que ella se traía conmigo.

—¡Anda ya, tía! —inquirí con tono iracundo aunque mesurado—. Me estabas tomando el pelo… Tú has visto más escorpiones en una semana que yo en toda mi vida. ¡Déjate ya de guasas!

Krastiva se echó a reír, aunque sin malicia. Su risa era suave y cálida.

—Creí que nos vendría bien un poco de charla intrascendente para aliviar tensiones… Sí, los he visto en los desiertos de Arabia Saudi, Egipto y Sudán. El trabajo obliga… También sé de sobra, seguramente antes que tú, lo que es una hamada… ¿No te habrás enfadado? Dime que no.

—Descuida… Contigo no me puedo enfadar… Sólo me he «picado» un poco —repuse con despreocupación, y ella me contestó enseguida con un adorable mohín.

A continuación, observé, más divertido, el contraído rostro del austríaco.

—Dejaros de bichos y de bromitas… Parecéis dos chiquillos en el recreo. Vayámonos cuanto antes que el camino no será corto. Eso supongo al menos… —aconsejó con voz nerviosa.

Cada uno elegimos un dromedario, y colocamos a cada uno de sus costados el odre de agua y la bolsa de tela con los víveres. Yo me encargué de hacer que los animales doblasen sus patas delanteras primero y las traseras después, para que quedaran a una altura accesible para ellos.

Los dos dromedarios, acostumbrados a esta operación, se dejaron manipular sumisos.

—Montad vosotros, que yo he de desmontar todo este tinglado. No debemos dejar rastros visibles. Poneos esas prendas; que no se os vea una pulgada cuadrada de vuestras ropas —ordené perentoriamente—. Cuando concluyáis, aseguraos de que no se os ha caído nada al suelo. No debemos dejar pistas; es sumamente importante.

Cuando recuperaron de nuevo su posición los dromedarios, Klug estuvo a punto de caer al bambolearse sobre su silla. Krastiva, por su parte, soltó el histérico gritito de turista despistada, aparentemente sobresaltada por el brusco cambio de posición. Se veía que se lo estaba pasando en grande. Tenía sentido del humor y era una gozada oír cómo se reía.

Empecé a sacar de su base los trozos de red que las rocas aprisionaban y retiré, de una patada tras otra, las precarias estacas dejando caer la red que levantó una pequeña polvareda. Fui doblando con gran precisión toda ella, y luego la cargué en mi dromedario, que permanecía dócilmente echado. Sobre la red coloqué las cinco estacas, y monté ágilmente encima de la bestia jorobada que era mi montura.

Paseé con mi dromedario sobre el lugar donde antes se levantara la improvisada tienda, y satisfecho de lo que no se veía, hundí suavemente los talones en la panzuda tripa peluda del animal, que inició la marcha a regular paso. La hamada fue quedando atrás, recortándose, diminuta, como un lugar de fantasía soñado; más que real; parecía ahora perdida entre la inmensidad de las grandes dunas.

Las huellas que dejaban los tres animales, profundas y regulares, iban siendo borradas por la incansable brisa que barría las arenas rojizas del Sahara, confiriéndole una graciosa forma de seco oleaje. Volví la cabeza y ya no vi el roquedal. Entonces me desembaracé de las largas estacas y el paquete que formaba la red, doblada bajo ellas, tirándolo todo duna abajo desde el dromedario.

Al verlo, mi dos compañeros comprendieron al fin cuál era mi propósito.

La arena, dueña y señora de cuanto las más antiguas civilizaciones han creado, se adueñaría ahora del conjunto abandonado, envolviéndolo para siempre gracias a su protector manto. Con tan pobres «mercancías» como las que le ofrecían ahora, sus incontables granos borrarían en menos de una hora todo rastro de nuestro paso por aquel desolado lugar.

Hinqué los talones en la panza del dromedario, y resuelto a seguir aquella apasionante experiencia hasta el fin, me situé en el centro, entre Krastiva y Klug, acomodándome enseguida a su ritmo de marcha.

—¿Cómo sabremos dónde nos encontramos? —preguntó la rusa con tono inquieto—. Aquí no hay caminos; todo parece igual.

—Hemos de viajar siempre al norte, hasta dar con el Nilo. Nuestro punto de destino está cerca del gran río —aclaré con total seguridad.

—Es allí donde está la «cúspide» de la pirámide imaginaria, bajo la cual debe hallarse lo que buscamos —dedujo el anticuario como si pensara en voz alta, sin ser plenamente consciente de que era escuchado.

—¿Qué buscamos realmente, Klug? —Le sorprendí con la pregunta, hecha a bocajarro.

El rostro del austríaco se demudó. Sólo el turbante azul, hecho con un pañuelo largo que le cubría casi por completo la cabeza, impidió que pudiésemos ver su expresión, la cual era harto significativa.

Por un instante al menos, Krastiva lo miró con curiosidad.

Los tres, envueltos en ropas beduinas, inclinados sobre las sillas, a las que íbamos fuertemente agarrados, vencidos por el cansancio y el calor, avanzábamos penosamente bamboleándonos sobre las monturas, mecidos por el vaivén, igual que juguetes rotos.

Tras un silencio un tanto incómodo, el vienés se decidió a hablar.

—Supongo que alguna pirámide oculta bajo las arenas —repuso con voz hueca, fijando su posición de forma que no dejaba dudas—. Al menos, eso sería lo más lógico, dado que en los otros puntos que corresponderían a las estrellas que conforman la constelación Orión es lo que hay… «pirámides». —Remarcó esta última palabra.

—Sí, supongo que es así —comenté con voz neutra, carente del más mínimo convencimiento sobre lo que acaba de escuchar.

Asociaba cuantos conocimientos útiles poseía en mi memoria para ayudarme en mis conclusiones, tratando de establecer una regla clara que me permitiese dar con el punto más exacto posible a la hora de encontrar el supuesto acceso… ¿a qué? No estaba tan seguro de que no se tratara de una pirámide subterránea. Ésta tenía una clara vinculación con Ra, el dios sol, quien reinaba, dominaba por medio de sus rayos, en la superficie. No, una pirámide no era. ¿Quizás un templo? ¿Una ciudad?

En medio de mis penetrantes cavilaciones, extraje una pequeña brújula de entre las ropas de beduino que me habían tocado y ajusté el rumbo, guiando mi dromedario con la mano izquierda sujetando las riendas. Como tres puntos negros, diminutos e insignificantes, y aparentemente perdidos en la inmensidad arenosa del desierto más grande del planeta que habitamos, nos fuimos deslizando con la tenacidad y perseverancia de tres hormigas que, ansiosas, buscaban el camino de retorno a su hormiguero.