El Árbol de la Vida
Mojtar, tumbado sobre su viejo sofá que antaño fue de un color crema y que ahora parecía de un amarillo intenso, con la cabeza apoyada en su mullido cojín verde, sobre el reposabrazos, repasaba los faxes que les habían enviado. El ambiente era denso a causa de la nube de humo que, a modo de niebla espesa, flotaba como un hongo maloliente en el aire.
Mojtar El Kadem fumaba de manera compulsiva, apurando los cigarros uno tras otro con la ansiedad propia de un adicto a la nicotina. Era su único vicio.
Hacía ya dieciocho años que le habían nombrado jefe de policía en aquel complicado distrito en el que judíos, coptos, católicos y, sobre todo, musulmanes, convivían formando un cóctel realmente explosivo. Disponía de medios escasos, gente poco preparada y unas pobres instalaciones que pedían a gritos una reforma total, siendo lo más urgente una buena mano de pintura. Eso sí, tras muchas solicitudes y un sinfín de papeleo oficial, había conseguido un par de ordenadores de segunda mano, pero más lentos que un dromedario viejo. Era todo cuanto tenía para desarrollar su trabajo.
Mojtar trabajaba un mínimo de nueve horas diarias, a veces más. No se había casado y su apartamento, en la Avenida de las Pirámides, era todo cuanto necesitaba. Era su guarida, la madriguera del «viejo león». Así le gustaba llamar a su caótica morada, ubicada en el número 96, al quinto piso de aquel vetusto edificio, mil veces pintado. Ahora tenía ante sí un dossier, el del asesinato, por degollación, de Mustafá, un copto de Jan-Al-Jalili.
Una llamada anónima le había comunicado lo sucedido. Inmediatamente, él, al mando de dos unidades de policía, se había presentado en la tienda que regentaba la víctima.
El cuadro que contemplaron fue de los que no se olvidan fácilmente. En medio de un charco de sangre, espesa ya, de un rojo oscuro y mezclada con el polvo del lúgubre local, yacía sin vida, degollado de derecha a izquierda, el dueño de la tienda «El Copto». Así la conocían a ésta en aquel barrio, musulmán por excelencia.
Mojtar echó sobre el cuerpo de aquel desgraciado una manta andrajosa y despeluchada que encontró en la trastienda, cubriéndolo por completo, para después pasar a inspeccionar el escenario del crimen.
—¡Abbai! ¡Ali! —llamó con fuerza a dos de sus ayudantes.
—Sí, jefe… —replicó el primero de los aludidos con voz cansina. Era un hombre gordo, de rostro congestionado.
—Cerrad la tienda y bajad las persianas. Vosotros. —Se dirigió a dos policías uniformados que estaban algo alejados de la escena del crimen, apoyados displicentemente sobre lo que fuera el mostrador de la tienda de especias, y como si el asunto no fuese con ellos—, registrad ahora mismo la parte interna de ese mostrador. Quiero en mi poder hasta la última de sus facturas, cualquier nota, carta, albarán, lo que sea —ordenó Mojtar, inflexible.
El jefe policial del quinto distrito de El Cairo se adentró en la trastienda cruzando la cortina de colores, cuyos abalorios resonaron con su característico ruido plástico. Ante él aparecía una pieza amplia de unos cuarenta metros, con sus paredes cubiertas de gruesas y polvorientas baldas de madera de teca, sobre las que se apilaban cajas de cartón de varios tamaños. Todas ellas estaban precintadas.
Una mesa y una silla, únicos muebles limpios de polvo, llamaron la atención del jefe de policía. Sobre la pulida superficie de la mesa, en perfecto orden, Mojtar pudo ver los albaranes de las últimas compras, dos facturas de agua y luz aún en sus correspondientes sobres, un bote con varios lápices y bolígrafos, y también una carpeta. Fue esta última lo que suscitó su mayor curiosidad. La abrió y fue repasando, mientras se acomodaba en la silla, cada documento con sumo cuidado, examinándolos todos con mirada crítica.
En aquel momento, el siempre sudoroso Abbai penetró en la trastienda, requiriendo la atención de su superior mientras se rascaba su enorme vientre.
—Hemos encontrado algo que debería ver, jefe.
—Ahora voy —respondió Mojtar, distraído, aún absorto como se encontraba en la inspección de la carpeta—. ¿Qué habéis encontrado? —lo interpeló luego, para ganar tiempo, y sin alzar todavía la cabeza de la carpeta.
—Es un paquete vacío, que está abierto, vamos… Creemos que alguien se llevó su contenido.
—¿Y qué es lo que os parece tan extraño? —le preguntó con escepticismo.
—El remite, señor, ya que es de un conocido judío. Se trata del rabino Rijah —concluyó el adiposo policía.
—¿De un judío? ¿Y rabino, dices? —Mojtar volvió su cabeza hacia Abbai, que había conseguido al fin captar toda su atención.
—Sí, señor —repuso, encogiéndose de hombros.
El comisario, con el paso de un viejo dinosaurio, atravesó de dos zancadas la trastienda y salió a la parte externa del establecimiento. Ali sostenía en sus manos la susodicha caja, que le entregó al instante. Efectivamente, en el paquete figuraba el destinatario y, lo que sería más importante ahora, el del remitente, el rabino Rijah.
Mojtar El Kadern miró a los ojos a Ali, cuya expresión era de perpetuo abatimiento, y luego a Abbai, a ambos interrogativamente, mostrando su sorpresa, su total desconcierto. «¿Desde cuándo un rabino judío tiene tratos con un copto?», pensó en su desconcierto.
Se rascó la cabeza y se palpó los bolsillos de su arrugada americana gris, tratando de encontrar un paquete de Cleopatra. Sacó uno de sus cigarrillos negros y, tras guardar la cajetilla, se lo colocó en los labios. Uno de sus hombres le acercó un mechero y lo prendió.
A Mojtar no le gustaba fumar en el escenario de un crimen, pero cuando algo le desconcertaba de verdad, no conocía otra manera mejor de concentrarse.
—Veamos… —recapacitó en voz alta para que lo escucharan bien sus ayudantes—. Tenemos a un hombre árabe de unos treinta y seis años, de religión copta, pero que vivía en un barrio eminentemente musulmán y que, al menos oficialmente, se ganaba la vida con los beneficios que le proporcionaba la tienda de especias. Bueno y también se sacaba un dinero extra de los trapicheos de siempre con turistas y otros comerciantes; nada que, obviamente, no sea lo normal… No obstante, aparece un paquete enviado por el rabino Rijah a su tienda. Esto es lo que no cuadra. Por otra parte —dijo con voz grave, parándose ante el cadáver—, el que hizo esto pudo tener alguna razón religiosa para llevarlo a cabo. Lo degolló, claro que sí, pero con la zurda, de derecha a izquierda. Habrá que interrogar al rabino en cuestión y a todo el que habitualmente opere por esta zona: vecinos, comerciantes, etcétera. Abbai, Ali, vosotros os encargaréis de ello. Habéis nacido en el barrio y lo conocéis bien. Vosotros envolved el cuerpo y llevadlo al furgón —ordenó al resto de los agentes—. En la morgue le harán la autopsia, y hemos de cerciorarnos de que no hay nada que quede sin conocer. Esperemos que sus restos nos digan algo más.
Mojtar entró de nuevo en la trastienda, y comenzó a abrir cada caja de las que se amontonaban en los estantes, con meticulosidad. Las mercancías que encerraban en su interior valían sin duda varios miles de dólares; probablemente, calculó a ojo, unos cincuenta mil de la moneda estadounidense. Era una suma considerable que el asesino, o asesinos, no habían considerado, quizás por lo aparatoso que supondría trasladarlo todo, o puede que porque les habría llevado demasiado tiempo. El caso es que todo parecía hallarse intacto.
Después apiló los papeles de la carpeta, las facturas y los albaranes, y metió todo en una bolsa de lona negra que se llevó consigo. Echó una última ojeada alrededor, y salió seguido de sus ayudantes, que ya habían marcado en el suelo, con tiza blanca, la silueta del muerto tras limpiar la mayor parte de la sangre.
—Vámonos —ordenó con energía—, que aquí ya no hay nada que hacer, al menos de momento…
Ahora, en su despacho, frente al viejo ordenador, y tras dos horas de cuidadoso examen de aquellos papeles, el jefe de policía seguía sin comprender por qué habían acabado con la vida de aquel pobre miserable. En el ínterin, el calor iba en aumento, y el ventilador que funcionaba frente a él no daba abasto para expulsar tanto humo y sanear el enrarecido ambiente de su despacho.
La frente y el cuello de Mojtar brillaban a causa del sudor, como si lo hubiesen aceitado a conciencia para asistir a una antigua ceremonia egipcia en algún templo próximo al Nilo.
«Esto no tiene sentido. Un crimen así no se comete por una mercancía tan fácil de adquirir. Ni tan siquiera se puede decir que fuese un personaje importante del hampa… No sé… No sé», valoró mentalmente.
Tras meditarlo mucho, decidió llamar a su inmediato superior, un tipo de lo más pedante. No era de su agrado aquel hombre educado al viejo estilo británico. Ambos mantenían una tensa relación y tan solo en ocasiones puntuales, cuando no tenía más opciones, acudía a él. En la central de El Cairo la información era abundante y exacta. Allí sí contaban con medios sofisticados. En sus ordenadores de última generación se almacenaba todo cuanto ahora necesitaba Mojtar.
Se imaginó al gordo Ahmed El Shemir, repantingado en su cómodo sillón de cuero negro, tras la imponente mesa de caoba que ocultaba su creciente barriga y mientras disfrutaba del confort de un buen caudal de aire acondicionado, expulsando el humo del puro que solía sostener entre sus arrugados y resecos labios.
Podía incluso ver su reluciente calva, sus ojos entrecerrados, maliciosos, mirando con desconfianza, escrutando siempre alrededor, como si de un antiguo faraón decadente se tratara, temeroso de las intrigas que se traman junto a él. Seguro que también su ociosa mente estaba ocupada pensando en su última amante. A ésta el jefe del quinto distrito policial de El Cairo la conocía de vista porque vivía en su misma calle. Era un hembra más alta que El Shemir, delgada, de ojos oscuros y angulosos, dueña de una mata sorprendente de vello negro y rizado entre la parte superior de sus duros muslos. Decían, los que la conocían íntimamente, que era multiorgásmica, y que cuando hacía el acto carnal se sentía sacudida por espasmos de placer tan convulsos que la obligaban a dar escandalosos gritos. Sus vecinos podían dar buena cuenta de ello a medianoche porque los amantes se sucedían sin tregua en su colchón de agua. El Shemir era uno más en la lista, pero no le importaba.
No, decididamente no le gustaba aquel hombre, pero se hacía imprescindible obtener al menos un poco de buena información, un hilo del que tirar, para desenrollar aquel endemoniado ovillo.
—Señor —se dirigió a él con cuidado de no ofender su delicado ego, con todo respeto—, soy Mojtar El Kadem, y tengo aquí un asesinato que…
—¿Algo que le viene grande, Mojtar? —Fiel a su estilo, había interrumpido su explicación sin ninguna delicadeza—. ¿Quiere que le envíe a alguien especializado en homicidios? —le preguntó con frialdad.
—No será necesario, señor, tan solo necesito información sobre algunos individuos y sus actividades. Yo…
—Mire… Le conseguí unos buenos ordenadores para que usted y sus hombres se encarguen de ello. Como comprenderá, la vida y milagros de unos hampones de tres al cuarto no es asunto de la Dirección General. Así que indague, indague por su cuenta y riesgo, que medios ya tiene, y que para eso le paga el Estado. —Soltó una risa corta y desdeñosa—. No me vuelva a molestar con asuntos tan insignificantes, que estoy muy ocupado pensando en otras cosas de mayor interés para el país.
—Sí, claro, señor.
Al otro lado, sonó un clic. La comunicación se había cortado.
Mojtar se quedó con el auricular en la mano, mirándolo con incredulidad. Después lo colgó con un golpe seco, rabioso, tratando de contener su profunda ira. Se había humillado, rebajado a pedirle ayuda, y el cretino de su superior ni tan siquiera se había interesado por el caso lo más mínimo. Llamar «ordenadores» a aquellos vetustos trastos antediluvianos con los que debía trabajar era todo un insulto a la inteligencia.
Fue derecho a su pequeño aseo privado y se contempló en el espejo. Estaba lívido de cólera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volver a coger el teléfono y mandar a la mierda a aquel cretino, a semejante vividor, más inclinado a darle a la botella y a perseguir mujeres que a cumplir mínimamente con su deber.
Resopló hastiado y logró serenarse después de un minuto de intensa concentración mental. Regresó mucho más calmado a su mesa de trabajo.
Los dedos de su mano comenzaron a tamborilear sobre la mesa. Se sentía inquieto por momentos a cuenta de aquel maldito caso por resolver. No tenía nada, absolutamente nada con lo que empezar; aunque, salvo que… Su mente empezó a valorar una posibilidad. «Sí, ¿por qué no? Esto puede ser un punto. Al fin y al cabo, no tengo nada más», se autoconvenció.
Decidido a actuar por su cuenta y riesgo, ya con todas las consecuencias, marcó un número de teléfono y esperó impaciente.
—Póngame con el director. Soy Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. —Su voz sonó firme, autoritaria, en la justa medida de su cargo.
El secretario que atendía la llamada no dudó por un instante de que era importante, aun sin haberlo mencionado explícitamente.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
—¿Sí, dígame?
—Soy el jefe de policía del quinto distrito de El Cairo. Me llamo Mojtar El Kadem. Necesito su valiosa colaboración para el esclarecimiento de un complicado caso en el que creo están implicados traficantes de antigüedades… —Mintió descaradamente—. ¿Oiga? ¿Está usted ahí? —inquirió otra vez, nervioso ante la posibilidad de sufrir una humillación profesional similar a la anterior. Pero no, no era el caso.
—Sí, por supuesto que sí. Usted dirá en qué puedo serle útil, señor Kadem —dijo su interlocutor al cabo de un momento.
—Necesito saber —remarcó de nuevo, esperanzado—, cuanto sea posible, de dos individuos… Uno es un rabino judío, de nombre Rijah. Es todo lo que sé de él. El otro es un copto de raza árabe, de nombre Mustafá El Zarwi, que ha sido asesinado.
Mojtar oyó como al otro lado de la línea telefónica unas manos hábiles se deslizaban sobre las teclas de un ordenador, devolviendo a través del auricular su característico sonido.
—Veamos… —murmuró entre dientes el director del Museo de El Cairo, que ahora «buceaba» en sus grandes archivos informáticos en busca de algo que ofrecerle a su interlocutor—. Rijah, es un hombre ciertamente conocido en el mundo de la arqueología y espeleología hebraica. También se ha interesado, al menos en alguna ocasión, por piezas egipcias. … Tengo delante de mí una lista de las piezas que ha donado, por las que se ha interesado y también de las que creemos que aún están en su poder… ¿Desea que le envíe lo que tenemos al respecto?
Mojtar El Kadem dejó escapar un leve suspiro de alivio antes de contestar:
—Hágalo, por favor. Envíeme por fax lo que tiene. Se lo agradeceré mucho… ¿Y del otro hombre, qué hay? —insistió con excitación apenas reprimida.
—Vamos a ver… Se necesita un poco de paciencia, y usted parece que tiene mucha prisa… —La información fue apareciendo en la pantalla—. Éste es otra cosa, señor El Kadem. Parece ser que era una buena «pieza» ese Mustafá El Zarwi… Veo que comerciaba con todo lo que se le ponía a su alcance. Incluso estuvo tres años en la cárcel por robo de piezas antiguas, sobre todo las de las IV, V y XVIII dinastías. Parecían ser sus preferidas. Era un traficante cuidadoso, pero le diré que de poca monta… Este Mustafá trabajaba siempre como intermediario, a comisión. También tengo una lista de las obras de arte y objetos faraónicos con los que trapicheó. Se la enviaré junto a la otra.
—¿No hay nada más? —preguntó el comisario, conteniendo su exasperación.
—No. No hay más —se limitó a decir el director—. Al menos, aquí no.
—¿Pudieron estar conectados ambos entre sí?
—¿Un judío como Rijah y un hampón como El Zarwi…? No lo creo. Son las dos caras de una misma moneda… O si lo prefiere, como el aceite y el agua, que siempre están separados… Ya sabe.
—Ya —dijo Mojtar, frunciendo a continuación el entrecejo—. Gracias, de todas formas. Me ha ayudado mucho… Espero su fax. Hasta otra.
—Hasta cuando quiera, comisario.
«Bueno, al menos lo he intentado. Quizás encuentre alguna conexión entre ellos cuanto tenga ese fax», pensó, agarrándose de esta forma a su única posibilidad de esclarecer el caso.
Se quedó mirando el teléfono, ahora en silencio, pensando en qué podía haber conectado al rabino Rijah, un hombre de reputación intachable, con un delincuente como El Zarwi. ¿Qué podía haber habido en aquella maldita caja de cartón, tan apresuradamente abierta por su destinatario? ¿Era aquello la causa del asesinato de Mustafá El Zarwi? ¿O tan solo se trataba de un ajuste de cuentas y, como había dicho su odiado superior, el copto era sólo un hampón de tres al cuatro?
Mojtar tecleó en su ordenador, más para ayudarse a pensar que para obtener una información inmediata. Estaba convencido de que no iba a encontrar nada más. En ese intervalo, dos hojas fueron saliendo de su fax, aún calientes. Las cogió con evidente nerviosismo y las leyó, una y otra vez, con auténtica avidez, inmerso como estaba en la nube de humo de su tabaco.
«Nada, no consigo ver ningún punto en común. Cada uno de ellos parece ir tras cosas completamente distintas. Mientras el rabino Rijah se interesa con todo lo que tenga que ver con el Pentateuco y ese Árbol de la Vida, que tanto parece obsesionarle, el trapacero de El Zarwi se desvive por adquirir piezas que nunca se queda para él, de las dinastías IV, V y XVIII. Sin embargo, ha de haber algo, sí, y yo lo encontraré. Rijah ha llamado interesándose por el Árbol de la Vida ese, más veces de los años que él tiene, que deben ser muchos. ¿Querrá ser eterno?» —caviló, ensimismado con un caso que estaba obsesionándolo como ningún otro.
—¡Ja, ja, ja! —Se rió en voz alta mientras tosía con suavidad—. ¡Hay que ver con qué paparruchadas se entretiene la gente! —exclamó, regodeándose íntimamente en la ingenuidad de algunos mortales—. ¡El Árbol de la Vida! —masculló con feroz regocijo—. Tendré que hacerle una visita… Sí, decididamente iré a verlo. —Se prometió a sí mismo. Después se sentó y dejó sobre la atiborrada mesilla de cristal que tenía ante él las dos hojas, ya arrugadas de tanto manosearlas.
Apagó su cigarrillo en el repleto cenicero de barro que ya no podía contener ni una colilla más, desbordándolo, y juntó las manos bajos su barbilla, entrelazando los dedos en actitud de máxima concentración.
—Así que el Árbol de la Vida… Vaya, vaya… —susurró con un deje de ironía.
El sol se precipitaba por la gran cristalera de su apartamento, disipando las sombras que huían con su simple contacto. Un resplandor anaranjado iba sustituyendo a la suave penumbra ambarina, inundando el salón.
Mojtar El Kadem, somnoliento, todavía en calzoncillos a rayas verticales, se incorporó pesadamente y echó las espesas cortinas que lo protegían del poderoso e insoportable resplandor que se iba adueñando de su morada. Sus ojos, aún legañosos, brillaban con reflejos esmaltados, poseedores de una luz que sólo aparecía en ellos cuando su mente se volvía preclara.
«Sí, claro que sí, decididamente haré una visita a ese judío. Nunca he hablado con uno de esos eruditos en enrevesadas escrituras, más viejas que el mundo», se prometió mentalmente mientras iba derecho al baño a asearse.
Se metió decidido bajo el chorro de agua, a una temperatura que a otros les abrasaría la piel, y permaneció así unos minutos, muy relajado, dejando que el cálido contacto del agua se llevara, al resbalar por su piel, el adherente sudor nocturno que cada día soportaba peor.
Agarró una toalla y, fiel a su estilo, se secó con brusquedad. Más tarde, se la enrolló a la cintura antes de enfrentarse a sí mismo y sus miserias físicas ante el espejo, un día más…
Para él, el monótono «ritual» del aseo era lo más similar a una restauración tras una breve muerte y posterior resurrección. Sabía muy bien cuán importante era mantener una buena imagen ante sus perezosos subordinados. Sólo por esto merecía la pena el esfuerzo de cada día. Incluso había llegado a disfrutar con ello, convirtiéndolo en un «rito sagrado», en una íntima satisfacción. Afuera, ya brillaba un sol pleno. Los tintes rojizos y morados del amanecer habían dejado paso a una luz blanca que, al recibir su intenso calor, hacía crujir las fachadas de las viviendas.
El comisario se introdujo en su automóvil, un viejo pero bien conservado Chevrolet del 78, de color azul, y arrancó tomando dirección a la comisaría de policía del quinto distrito de El Cairo. El motor rugió igual que un león fatigado del desierto, que se queja por seguir vivo, y tras dos o tres quejidos más, un ronroneo de gato sumiso le indicó, un día más, que aún podía llevarle unos cuantos días más, incansable, a su lugar de trabajo.
Complacido con la superada prueba mecánica, Mojtar encendió un cigarrillo y apuró la primera calada con especial intensidad, como si el humo absorbido fuera el aliento de la vida misma.
—Mejor aún, iré ahora —dijo sin darse cuenta en tono tajante, y luego se echó a reír.
Aquella mañana estaba de excelente humor, renacido con todas sus fuerzas para continuar investigando. Además, presentaba su mejor aspecto autoritario. Así, extrajo de su americana el teléfono móvil y marcó en él el número de la comisaría, olvidando que ya lo tenía registrado, mientras con su mano izquierda aferraba el volante haciendo una fuerte presión.
—¿Abbai? Soy el comisario El Kadem. —Le gustaba usar su apellido paterno. Veía que así se daba más a respetar—. Tengo un asunto importante que resolver. No iré hasta la tarde. Ocúpate de los asuntos del día. Ya me informarás más tarde de cualquier novedad. No me pases llamadas al móvil si no son realmente urgentes… ¿Has comprendido bien? —le preguntó con un atisbo de desdén que se le escapó involuntariamente.
Colgó y sonrió satisfecho, como un niño que acababa de hacer novillos y se siente poderoso al haber burlado a su maestro. Torció a la izquierda, tras una furgoneta de reparto con grandes letras rojas que avanzaba lentamente. Los escasos judíos que vivían en El Cairo formaban una pequeña comunidad que cambiaba de ubicación para no ser atacados por islamistas radicales que, a menudo, los convertían en moneda de cambio a causa de las sempiternas desavenencias entre israelíes y palestinos, las cuales habían costado al mundo árabe demasiadas guerras… Las sinagogas, ahora ocultas a los ojos de los gentiles, se erguían como lo hicieran siglos atrás, en los subterráneos de la gran urbe, y se ramificaban bajo sus cimientos como las raíces de un milenario árbol.
Por lo que Mojtar había averiguado, que en realidad era poco, Rijah era un respetado comerciante que nunca había sido molestado por los musulmanes y que, además, tenía fijada su residencia cerca del barrio copto.
Él ya no era un creyente de nada. Más bien se acomodaba a cada situación, pero en su fuero interno admiraba a quien poseía una fe arraigada y sólida. Y eso era precisamente lo que esperaba encontrar en el rabino Rijah. Fue sorteando con soltura el tráfico matinal, que activaba una ciudad que, por otra parte, era cierto que nunca dormía.
Echando la vista atrás y haciendo examen de conciencia, Mojtar El Kadem apenas recordaba unas pocas enseñanzas coránicas aprendidas en su niñez, breve y agitada, que el trabajo cortó antes de tiempo. Siendo hijo único, su padre había muerto en un accidente al desplomarse el andamio en el que trabajaba, y eso sucedió cuando él tan solo contaba con nueve años de edad. Un mundo de juegos infantiles había dado paso a una realidad cruda que se encargó de asesinar su inocencia, devorándolo como un dib hambriento, el chacal del desierto que desgarra con sus afilados colmillos la carne de la presa fresca.
Sus ideas religiosas básicas, las centradas en un Dios omnipresente y justo, se fueron difuminando hasta perderse en el mar del olvido y también el resentimiento. Por eso mismo dejó de ir a la mezquita, de hablar con los imanes, de leer el Corán. Se europeizó todo cuanto pudo, aprendió inglés y, sin dudarlo un solo instante, se metió de lleno en el Cuerpo de Policía en busca de un lugar en el mundo de los vivos, tangible, real…
Por otra parte, aún recordaba amargamente los maltratos de patrones desconsiderados, de compañeros crueles, de… ¿Pero qué importaban ya a estas alturas? Ahora era el respetable comisario El Kadem. Eso era lo único que realmente contaba.
Volvió a la realidad cotidiana.
Ante él se alzaba una casa de pequeñas proporciones, de tejado plano, rodeado de un estrecho pero cuidado jardín en el que crecían espesos rosales. Éstos, incansables, subían por las paredes de adobe de la cerca, tratando materialmente de engullirla.
En las jambas de la puerta, el Semah, en hebreo, bordeaba el arco de medio punto que, pintado de blanco, reflejaba la luz como una aureola celestial. A cada lado, una ventana atraía los rayos del sol, filtrándolos a través de níveas cortinas que hacían más soportable la intensa luminosidad del día.
Aparcó junto a la acera que separaba la tapia de adobe de la terrosa carretera y se bajó del coche para, apartando la cancela de madera, penetrar en el corto y ancho sendero de piedra que le conducía a la casa que reinaba en aquel diminuto trozo de paraíso. Un llamador de bronce, con la forma de la estrella de David, tan pulido que parecía de oro puro, era el único medio de llamar la atención del dueño de la casa. No había timbres.
Golpeó con el brillante llamador dos veces la puerta de buen cedro del Líbano, y esperó pacientemente a que algún ruido en el interior le indicara que el experto en arqueología y espeleología hebraica había oído su llamada.