En el barrio copto
Justo como si una lámpara de gran potencia se encendiese de improviso en mi mente, me incorporé igual que impulsado por un resorte. Estaba recordando el sueño que me había producido aquella agitación, aquellos sudores fríos.
Veía ahora y con total nitidez encima, en el fondo de mi mente, al gran sumo sacerdote Imhab con sus largas manos sobre los hombros de Nebej, el joven sacerdote de Amón-Ra que él educara y criara con especial atención. ¡Todo estaba ahí! Regresaba, volvía a mí como si de un sueño premonitorio, o algo parecido, se tratara.
Yo nunca había sido dado a dar crédito a los videntes, sueños paranormales ni cosas por el estilo, pero aquello resultaba tan vivido que no pude menos que considerar que algo que se escapaba a mi control estaba sucediendo realmente.
Abrí los ojos todo lo que mis párpados daban de sí. Sin embargo, no veía nada, miraba pero no contemplaba nada. Estaba totalmente absorto, mirando dentro de mí, escrutando el templo, la descomunal cueva en la que se alzaba la ciudad-templo de Amón-Ra. También veía las vestiduras, de un blanco impoluto, del gran sumo sacerdote y de su acólito, las esfinges que guardaban el camino al templo, representando, con cuerpo de león y cabeza de carnero coronadas por el disco solar, a Amón-Ra.
Aquellos rostros de piel cetrina y ojos almendrados, de cabeza rapada, cubierta por un gorro que se pegaba a su cuero cabelludo como si de una segunda piel se tratara, a modo de casco, emanaban un poder que penetraba en mi cerebro. Cada palabra, pronunciada siempre con solemne lentitud, parecía poseer una importancia que el tono de voz de Imhab aumentaba.
Podía escuchar, como si realmente estuviera allí, cada sílaba por él pronunciada. Casi podía tocar las lágrimas que Nebej derramaba ante su maestro. Ahora, no obstante, no sentía agitación alguna dentro de mí. Me notaba tranquilo, muy relajado, dado que una gran paz inundaba mi cuerpo. Era como cuando una obra de teatro, magistralmente interpretada, se desarrolla frente a un experto espectador. Sólo que yo sabía, sin que nadie me lo dijera, que aquello no era una farsa, un teatro. Era real, había sucedido. Me lo decía mi instinto, no la razón. Habría pagado mil libras esterlinas por repetir una sesión más y encontrar esa increíble paz espiritual.
Vi la forma en que Nebej abandonaba la terraza dejando a solas, con sus pensamientos, al hombre que para él había sido su padre y maestro, toda la familia que había conocido hasta entonces…
No los vi llegar hasta la altura de mi cómoda tumbona. Era como estar virtualmente ciego. Hubiera podido ocurrir cualquier cosa, una emergencia, incendio incluido, y no me hubiera enterado.
—Alex… —me llamó Krastiva con suavidad, tocando luego mi hombro con su delicada mano al comprobar que no reaccionaba.
—¿Te ocurre algo, Alex? —me interpeló Klug en tono brusco, con su voz cavernosa y grave.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Bruscamente volví a la realidad, apartando de mi mente aquellos tiempos pretéritos tan lejanos… Como un velo negro y espeso que se cierra ante mis ojos, las imágenes del pasado se fueron oscureciendo, y entonces paulatinamente mis ojos volvieron a ver el mundo real en que vivía.
Allí estaban Krastiva y Klug, de pie, a mi lado. Ella, tan guapa como siempre, llevaba unos tejanos y una camiseta azul de manga corta, con una hoja de gran tamaño y de color plata estampada sobre su sensual pecho. Volví a tan grata realidad cuando otra vez sentí el aguijón del deseo. Por lo demás, unas deportivas rojas completaban su informal atuendo.
Isengard vestía unos pantalones de pinzas y una camisa blanca de manga corta, abierta hasta la mitad de su pecho. Completaba su atuendo con unos zapatos de cordón. Me pregunté si alguna vez variaría su estilo de ropa o, por el contrario, era ésa su manera habitual de vestir.
—No, no me ocurre nada… —dije entre dientes. Creo que no me entendieron ninguno de los dos. Después, más metido ya en la vida cotidiana, elevé el tono para reconocer—: Bueno, sí, me ha ocurrido algo, pero estoy bien.
Ambos se miraron interrogativamente, preguntándose uno a otro con los ojos qué diablos quería decirles, sin comprender absolutamente nada. En el ínterin, de un rápido vistazo comprobé que el sesentón y su presunto hijo o nieto nadaban ahora apaciblemente en la piscina. «Dos a uno a que llevan un buen rato en el agua», pensé, distraído.
Consulté mi reloj acuático de pulsera. Habían sido casi dos horas de imágenes vividas.
—Acabo de recordar un sueño que he tenido… ¡Era tan real! Era como… como…
—¿Como si estuvieses allí mismo? —Me ayudó a concluir la frase Krastiva.
—Sí, eso es —repliqué al instante.
—Nosotros también hemos tenido uno, y me temo que es el mismo… Veníamos comentándolo cuando te hemos encontrado como en estado de trance.
Isengard asintió.
—¿En trance? —pregunté, confuso.
—Sí, y no sabría cómo calificarlo de otra manera.
—¿Tú también lo has tenido? —Me dirigí ahora al adiposo anticuario mientras, inquisitivo, escrutaba su rostro con toda la atención que en ese momento era capaz de poner.
Hubo un incómodo y significativo silencio.
—Sí… sí, claro —farfulló al fin, reacio. Su entrecortada voz me daba a entender que, o se quería solidarizar con nosotros, cosa que no era necesaria, o en realidad mentía como un bellaco.
—Bien… ¿y se puede saber qué viste? —le pregunté a ella, ahora en tono apremiante.
—Lo que vi en sueños fue un templo inmenso; bueno, digamos que era un conjunto de ellos y luego había dos hombres, el gran sumo sacerdote y…
—Y otro sacerdote, mucho más joven, hablando con él en la terraza, bajo la cúpula natural y húmeda de una colosal cueva. —Completé su relato, sin dejarla acabar su exposición, y ante su mayor estupor.
—Sí, como tú lo dices… Exactamente así era… De modo que hemos soñado lo mismo los tres… ¡Esto es increíble! —exclamó, asombrada.
—Eso parece —me limité a comentar.
«Pero más bien los dos, tú y yo, preciosa», pensé al instante. Lo cierto también es que Klug cada vez me «mosqueaba» más con su extraño comportamiento.
Mientras hablábamos de lo onírico de apariencia tan real, me enfundé con nervios mis vaqueros y la camiseta, y luego metí los pies en las chanclas, deseoso como me encontraba de salir al aire, no muy puro —todo hay que decirlo— de la populosa y caótica ciudad de El Cairo, a un espacio más abierto, en suma. Me estaba asfixiando dentro de aquel gran edificio.
—Cojamos nuestras cosas y salgamos pitando de aquí, amigos… Hay que moverse ya. Debemos investigar esa teoría que hemos pergeñado en nuestras mentes —ordené, más que indiqué, a mis compañeros de fatigas que no habían hecho más que comenzar…
Salimos de la quinta planta, dejando atrás la piscina, y ya en la novena, metí la tarjeta en la puerta de la habitación y ésta se abrió tras dos intentos infructuosos.
—He dejado preparada una bolsa con todo lo necesario para salir con la máxima rapidez —expliqué mientras penetraba con decisión en el cuarto.
Me acerqué a la bolsa negra en la que llevaba mi cámara digital, linterna y algún dinero, así como la documentación y alguna otra cosa que podía serme de alguna utilidad, como mi pequeño ordenador portátil, y entonces sí que me sobresalté. La había dejado a los pies de la cama, sí, pero en paralelo a ella, una manía mía como otra cualquiera de poner a escuadra las cosas. Ahora se encontraba casi pegada a la mesilla de noche… Una luz roja de alarma saltó instantáneamente en mi tenso cerebro. Alcé ambos brazos, y avisé con ello a mis acompañantes en evidente señal de impotencia.
—¡Esperad! No toquéis nada —dije, perplejo. Luego, cambiando de expresión, añadí—: Han registrado la habitación… Estoy segurísimo de ello.
Abrí con sumo cuidado la bolsa y revisé con calma cada objeto. El orden era similar, pero no el mismo. Y es que yo soy obsesivamente ordenado, pues cada cosa la coloco en un lugar, siempre el mismo y con un orden preestablecido que también es idéntico. Aun siendo todo lo meticuloso que había sido, el intruso no había dejado las cosas exactamente igual que yo. Eso era algo que saltaba a la vista y, además, lo creí «técnicamente» imposible.
Solté por ello una risa despectiva que nadie entendió.
No faltaba nada. Incluso el dinero, una buena cantidad por cierto, estaba allí. No, el objeto del registro no era precisamente robar pasta. El asaltante buscaba algo concreto… ¿Qué podía ser?
—Comprobad vuestros equipajes con mucha atención —indiqué en tono tajante—. Quizás quien ha hecho esto ha puesto algún sensor para poder seguirnos.
Krastiva, acostumbrada como estaba a colocar en lugares estratégicos minúsculos micrófonos de alta sensibilidad, a fin de escuchar para obtener información para sus delicados y peligrosos reportajes, fue derecha a su habitación cruzando el pasillo casi en perpendicular. Una vez allí examinó con ojo de experta cada objeto, cada prenda, incluidas las íntimas…
En su muy sensual pecho, algo agitado por la tensa situación que vivíamos, volvía a agarrarse, como una zarpa de oso, la emoción del peligro. La adrenalina subía de nivel en su torrente sanguíneo, tomando cada músculo y manteniendo alerta sus sentidos.
Sus dedos, largos y delgados, fueron deslizándose con gran habilidad desmontando sus objetivos fotográficos, sus cámaras réflex, recorriendo cada dobladillo de pantalones y vestidos. Ni tan siquiera sus apreciados zapatos se salvaron del estricto reconocimiento táctil y visual.
El resultado final, tras volver a ordenarlo todo, fue positivo. No había sensores, ni tampoco micrófonos ocultos. «Quizás no les ha dado tiempo», debió pensar al acabar su detalladísima verificación. Lo que yo no dudaba es que lo intentarían en una próxima ocasión, una que fuese más conveniente.
Klug Isengard, por su parte, haría otro tanto en su habitación, aunque todo él era un manojo de nervios. Sus temblores no le permitían ser tan eficaz como él deseaba, y así algunas cosas acababan en el suelo porque su miedo iba en aumento. El molesto sudor había hecho de nuevo acto de aparición, como un actor malvado al que no se le desea en el acto principal, cuando se desarrolla una escena romántica y con cuya entrada se rompe todo el encanto.
A pesar de esto, el temor impulsaba al veterano anticuario a ser meticuloso en su registro, y él tampoco halló nada que pudiera resultarle sospechoso.
Apenas había transcurrido una hora cuando los tres estábamos ya de nuevo en mi habitación, con nuestros equipajes colgados en bandolera. No podíamos exponernos a llevar sino tan solo lo realmente imprescindible.
Isengard llevaba dos de los cuatro libros del rabino Rijah, y yo, en mi bolsa, los otros dos, la Torá y la Biblia, ambos en inglés, junto a mi ordenador portátil, un GPS, un teléfono móvil y algunas chocolatinas energéticas —sin las que no viajo nunca—, así como un par de linternas de tamaño mediano. Krastiva, por su parte, había llevado la suya con su equipo fotográfico y algo de ropa, además de un móvil y un par de libros. Sobre éstos, no quiso decirnos de qué diablos trataban, ni por qué los consideraba tan importantes como para cargar con ellos todo el rato.
—Por esta vez. —Les hablé a los dos con voz firme, en un intento de confortarles con mi aplomo en aquellos cruciales momentos—, no han conseguido información clave, ni colocar nada; pero no debemos confiar en que no suceda en una próxima ocasión. Debemos permanecer siempre alerta.
Las miradas de los dos estaban vueltas hacia mí como si me hubiesen aceptado por líder natural del tan improvisado como minúsculo grupo. Me recordaron a dos «comandos» sincronizando sus relojes como en las clásicas películas de Hollywood, listos para partir a su arriesgada misión.
Y lo cierto que no era muy diferente la situación, solo que ningún ejército, ni gobierno, con sus poderosos recursos, nos amparaban en nuestra insólita búsqueda. Tan solo la fortuna de Pietro Casetti, los recursos de Klug Isengard y las indudables habilidades de la guapísima Krastiva Iganov, además de las mías propias, contaban en esta arriesgada empresa.
Allá íbamos, a la búsqueda de un misterioso templo, pirámide o inframundo, que ni esto último teníamos medianamente claro.
El sol de media tarde no resultaba más benigno que el matinal; ahora doraba las paredes de los altos edificios, lamiendo sus fachadas, decolorando sus colores, para uniformar a la gran ciudad con el típico color de la arena, dejándola desprovista de sus vistosas pinturas.
Como un coloso, El Cairo se adentraba en el desierto dando cobijo a sus más de 17 millones de habitantes que, como fieles hormigas soldado, mantenían el hormiguero y sus vías de comunicación con otras ciudades atravesando el desierto mismo —con sus largos raíles oxidados recalentándose al implacable sol— y sus carreteras, donde el asfalto hervía. En cuanto a éstas, hay que decir que están trazadas como con tiralíneas; pero también que son obra de un inexperto aprendiz de delineante.
—Llamaremos a un taxi fuera de los del hotel y… —No me dio tiempo a concluir la frase.
A la rusa se le ocurrió una idea.
—Tengo la tarjeta de uno de total confianza —anunció victoriosa.
—Bien, eso facilitará el transporte. ¡Llámalo! Eso sí, hazlo desde una cabina. No me fío de los teléfonos móviles para cosas como ésta. —Le previne con una sonrisa de complicidad, unida a un guiño amistoso, temiendo que alguien pudiera interceptar nuestra llamada y comprometer el viaje y hasta la vida del taxista.
—¡Salah! Hola, soy Krastiva, la mujer que recogiste en… ¿Te acuerdas? —preguntó en tono jovial—. Sí…, sí, eso… ¿Puedes recogernos a mí y a mis dos amigos…? Claro que es para todo el día… —Me miró interrogativamente, a lo que contesté con un rápido gesto afirmativo de cabeza—. Ven al Ankisira. Ya sabes… Hasta ahora.
Ella colgó el sucio auricular y salió de la cabina telefónica que, a causa de su deplorable estado, amenazaba con derrumbarse de un momento a otro. Habían tratado de imitar las clásicas cabinas londinenses, pintándolas también de rojo, pero con un pobre resultado que saltaba a la vista.
—Estará aquí enseguida, como en un cuarto de hora —anunció la periodista con expresión feliz—. Le hemos pillado relativamente cerca, pero tal como está el tráfico…
—¿Confías en él plenamente? ¿Ya has trabajado con él antes? —Quiso saber Klug, que no sabía cómo conseguir una seguridad que tampoco los demás teníamos.
—Sí, me ayudó en un momento muy difícil, cuando huía por la autopista, ya sabéis, y me precio de conocer bien a las personas… —se jactó la Iganov—. Salah es noble y eficaz. —Lo defendió con energía, poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
Veinte minutos más tarde, el aludido profesional del volante, al que reconocí en el acto, se presentó allí.
—¡Caramba! —exclamé sorprendido, soltando ipso facto un resabido tópico que me vino a la cabeza en forma de exclamación alegre—: ¡Qué pequeño es el mundo! Pero si eres el mismo tío que nos llevó al Jan-Al-Jalili. ¿No…? Sí, sí, eres tú. Parece que, después de todo, la reina casualidad está con nosotros.
—O el dios Amón en persona —añadió Klug con mordaz ironía.
Krastiva soltó una risilla demasiado aguda para mi gusto.
—Vamos a necesitar de esos dos y de ti, Salah. —Le sonrió, seductora, al egipcio, que la observaba conteniendo el aliento, tal como si fuera una divinidad.
—Adelante —indiqué con aire caballeresco y cediendo el paso—. Todos al taxi, señores, que nos vamos pitando —añadí con voz fuerte y sonora.
Como un glóbulo rojo, minúsculo y rápido, el automóvil de Salah se introdujo en el agobiante y fluido tráfico de la ciudad. Krastiva iba en el asiento del copiloto, y la luz que irradiaba el rostro de Salah mostraba a las claras que le agradaba sobremanera volver a tenerla cerca. Yo extraje el mapa en el que el Nilo, como una grieta de la que manaba la vida y el alimento para Egipto, lo partía en dos. Ahora, aun sin señalarlo, veía en él la constelación de Orión nítidamente dibujada, como si lo estuviese con trazos negros y gruesos, igual que venas.
La excepcional sabiduría de aquella nación —que tuvo más de treinta dinastías y cinco mil años de existencia— me inspiraba mucho respeto y, justo es admitirlo, una profunda admiración. Cuando en Europa éramos todavía pastores y harapientos miembros de clanes tribales enfrentados entre sí —apestosos bárbaros en toda la extensión de la palabra, sin ningún concepto de cohesión nacional—, gentes que no sabíamos leer ni escribir, y que apenas teníamos una lengua evolucionada, los egipcios poseían una asombrosa estructura estatal y burocrática eficaz y sofisticada en grado sumo, la cual, obviamente, les dio grandeza y poder sobre todos los pueblos que los rodeaban.
Dinastías negras alternaron el poder, en una muestra de tolerancia y respeto poco propios de aquellos tiempos tan convulsos y atormentados. ¿Tenían poder? Me refiero a poder, no militar, ni tampoco político. No, a ese poder no me estoy refiriendo. ¿Tenían poder sobrenatural? Si era así, ¿de dónde les venía? Mi mente reflexionó trascendentalmente, casi sin ver con los ojos físicos el entorno mientras viajábamos en el taxi de Salah.
«Por lo que yo conozco —medité con calma—, ningún pueblo de la Tierra adora a chamán, brujo o sacerdote que no realice 'prodigios' que beneficien a su tribu, pueblo o nación. Sus orígenes, el origen de ese poder, es algo que se pierde en el oscuro devenir de los tiempos». Me incorporé hacia delante, arrugando el mapa que, extendido, yacía sobre mis rodillas y las de Klug, para hablarle al taxista egipcio. Después me sujeté con la mano izquierda a su asiento, hasta que casi mi aliento rozó su cara.
—Salah, por favor, llévanos al barrio copto. No podemos ir derechos a Gizah, pues ignoramos si tenemos «compañía» detrás de nosotros… —El asintió por medio de un leve movimiento de cabeza—. Allí les haremos perder la pista, adelantándonos en el dédalo de callejuelas y casuchas medio ruinosas que hay en la parte antigua.
Krastiva se mostró sorprendida.
—¿Conoces el barrio copto? —me preguntó, volviéndose luego hacia mi persona con sus increíbles ojos muy abiertos.
—Y muy bien además —enfaticé—. Tengo muchos conocidos en él; incluso amigos. Me ayudaron a «deslizar», a lugar seguro, obras que mis clientes pagaron generosamente. Son, por lo tanto, gente receptiva.
Una nostálgica expresión se dibujó en esos momentos en mi boca. Recordaba momentos en que ciertos competidores audaces me intentaron coger, siguiéndome por el laberinto de viejos palacios mamelucos, sinagogas abandonadas y casas tan antiguas que el mismo tiempo resultaba ser un niño a su lado. De cómo descendiendo por tortuosos caminos —embaldosados con el adobe que se desprende de los edificios que los flanquean, y hundiéndose en las oscuras entrañas de pasadizos creados para huir de poderosos enemigos u obtener siniestros placeres— me perdía en el impenetrable velo negro en el que el aire se espesa y huele a humanidad, y también a moho intemporal, burlándome de los competidores.
Esbocé una sonrisa diabólica al rememorar mi hábil juego. En esas condiciones, tenía todas las cartas en la mano.
El taxi de Salah giró a la izquierda para salir de la vía principal y se introdujo en otra menos transitada, que pronto abandonó bruscamente, dando un volantazo, para internarse por un camino terroso, sin asfaltar, que bordeaba el gran barrio copto de la capital egipcia. Solo nos seguía ahora una gran nube de polvo rojizo.
—No puedo entrar ahí, ya que causaría problemas —afirmó Salah el taxista sin rodeos—. Vosotros podéis hacerlo a pie. —Empezaba a tomar más confianza al tutearnos por primera vez, al menos en plural—. Os esperaré, si es necesario, aquí mismo, y todo el tiempo que haga falta. Tengo mucha paciencia. … —Se ofreció, generoso y prudente a un tiempo.
Cada vez me agradaba más el tipo en cuestión, con su educado estilo. Por fuerza había estudiado en el Reino Unido, ya que su inglés era bastante bueno. Por otro lado, él sabía fehacientemente lo que se «cocía» en ciertos lugares del barrio copto, muy poco recomendables a todo esto. Allí campaba a sus anchas una nutrida y peligrosa delincuencia. Se unía a ella un auténtico ejército de lisiados y pordioseros con harapos infectos; sin olvidar alcohólicos incorregibles, mujeres de la vida maltratadas por chulos al uso, niños hambrientos, drogas, suciedad por doquier, con insoportables vaharadas de pestilencia y animales como ratas, cucarachas y más bichos asquerosos.
—Mira —le confesé a tumba abierta—, estamos metidos en una búsqueda que está poniéndose al rojo vivo. Solo te puedo decir que es algo muy gordo… No te lo puedes ni imaginar, tío. A mí mismo me cuesta creerlo. Tenemos pisándonos los talones a enemigos poderosos. Ocúltate y estate atento. Un joven nativo, con gorra de béisbol roja, te dirá dónde debes ir a recogernos. Es de mi entera confianza. Nadie más. ¿Me oyes bien? Es vital lo que te digo ahora… Ninguna otra persona sabrá dónde debes ir. No te fíes de nadie más… ¿Lo has comprendido?
Se produjo por un momento un silencio glacial en el automóvil.
El color del rostro de Salah bajó como desaparece la luz en el ocaso, para quedar después demudado en cuestión de únicamente dos o tres segundos.
El taxista bajó la cabeza varias veces en señal de acatamiento, tratando de asimilar todo lo que le estaba ocurriendo. Primero el viaje, un tanto extraño, llevando a Alex Craxell y Klug Isengard. Después el rescate caballeresco de la hermosa hija de Rusia cuando ésta se encontraba medio desnuda y aterrada en el arcén de la autopista. Y ahora, este nuevo trayecto en el que le advertían sobre el peligro que corría.
Krastiva entendió las dudas que hacían vacilar la voluntad del exalumno de la Universidad de Oxford.
—Tranquilo, amigo mío. —Se acercó al taxista, tomándolo del brazo con afecto—. Yo, por mi profesión, ya he vivido muchas situaciones como ésta, y siempre he salido con bien de ellas. De la última, gracias a ti. —Le sonrió con gratitud. No podía haber varón capaz de resistirse al sugerente tono de su voz.
—Cuanto antes nos escabullamos, mejor. —Nos metió prisa un atemorizado Klug, que confiaba su seguridad a una huida rápida como el ratón que busca un agujero donde la rápida zarpa del gato no quepa para atraparlo. Su voz parecía de ultratumba.
—¡Vamos! —ordené tajante a los miembros de mi improvisado equipo.
Salah se introdujo en su coche y salió de allí, perdiéndose enseguida con habilidad de consumado conductor ente las callejuelas. Su automóvil avanzaba rebotando sobre los cascotes y maderas que aparecían tirados sobre la tierra reseca de las calles, poniendo a prueba la resistencia de la suspensión.
Nosotros nos internamos en una vieja casucha de adobe, medio derrumbada, y luego fuimos a parar a un solitario patio. En su suelo, prácticamente cubierto de trozos de maderas rotas, viejos jarrones y botellas de plástico, reinaba una artística fuente de azulejos de colores, ahora embarrados y, por supuesto, sin agua. Me acerqué y presioné sobre tres de aquellos azulejos que, en su interior, mostraban versículos coránicos, y la fuente se apartó, deslizándose sin producir un solo ruido. A pesar de su deplorable aspecto, el mecanismo aún permanecía en perfecto estado, lo cual incluía aquel camuflaje externo que impedía que nadie le prestara atención excesiva.
—¡Vamos, abajo todos! —exclamé triunfante.
Isengard, algo dubitativo, frunció el entrecejo.
Me encontré con los ojos de la eslava, que me miraban asombrados. Eso me dio aún más ímpetu para continuar. Después observé su expresión de cautela.
—¿Sabes a ciencia cierta al sitio que nos conduce este pasadizo? —preguntó la Iganov, confusa.
—¿Tú qué crees? —Ésa fue mi lacónica respuesta.
Reí burlón.
Había llegado el momento de las decisiones importantes. Bajé por unos escalones de tierra y paja, que sobresalían de la terrosa y oscura pared, casi en vertical, y a mis dos compañeros de correrías les hice un expresivo gesto con la mano, invitándoles a que me siguieran sin temor.
Krastiva y Klug no se hicieron repetir la indicación, y bajaron tras de mí, ansiosos por sentirse a salvo de miradas indiscretas. Ambos estaban bastante sorprendidos por lo que, gracias a mí, acababan de descubrir.