Delirio megalómano
Nebej había metido el tesoro que le encomendara su maestro —las dos tablas lisas de oro que contenían en su interior el más preciado tesoro de la Orden de Amón, el papiro negro— en una bolsa hecha de suave piel de dromedario, que ahora colgaba en bandolera de su hombro derecho. Esto le permitía mantener en alto, con su diestra, una gran antorcha que iluminaba el cavernoso túnel excavado bajo el Nilo. El gran sumo sacerdote le había indicado cómo salir por él, evitando el inframundo que ahora quedaba en paralelo a él. Lo había abierto el propio Imhab, por lo que nadie conocía su existencia aparte de él, y ahora, Nebej.
No había imágenes grabadas, ni pinturas, nada. Tan solo aparecía en las paredes, cada veinte khets,[3] el Ank, la llave de la vida de Isis.
Así era como Nebej sabía que avanzaba por el buen camino. Mientras tanto, la oscuridad y el desaliento alternaban en él a medida que iba recorriendo lo que el gran sumo sacerdote había llamado el «Túnel de la Vida Eterna que conduce a Isis».
Llevaba recorridos casi cuarenta khets y su sentido de la dirección y del equilibrio le decían que el túnel daba un gran giro, como intentando rodear algo… Probablemente se trataba del inframundo, por el que los faraones y los grandes sumos sacerdotes habían de pasar, ineludiblemente, antes de acceder a su elevado rango. Un repentino escalofrío recorrió su cuerpo, sintiéndolo a lo largo de toda la columna vertebral, al pensar en algunas de las pruebas a las que los dioses los sometían a fin de probar su fidelidad, su total sumisión.
No había llevado consigo ninguna provisión de agua y ahora lo lamentaba, ya que su garganta estaba reseca y la boca la tenía ya acartonada, a causa del pavor y la tensión generada por éste. Sus labios no ofrecían mejor estado, pues un sudor frío le afloraba sobre la piel, perlando su frente y dejando delatoras manchas sobre su pecho.
El joven sacerdote de Amón-Ra titubeó de nuevo.
«¿Cuándo acabará esto? ¿Qué haré ahí afuera sin mis hermanos y mi maestro? Si al menos Imhab hubiese decidido acompañarme», pensaba Nebej, quien veía cómo los nervios se apoderaban de él. Estaba metido en el epicentro de una angustiosa nostalgia, por lo perdido y el temor a un futuro que se le aparecía muy incierto…
Imhab, entretanto, ataviado con sus mejores galas, y apoyado en el pretil de piedra del templo central, observaba, desde su privilegiada atalaya, la actividad que, como siempre, era intensa en su interior. Amhaij, invariablemente fiel a sus severas instrucciones, había sabido callar y de ahí que los guardias, como todos los días, continuaban apostados en los lugares que previamente se les había asignado. Los sacerdotes, por su parte, cumplían con sus sagrados deberes sin abandonar su trabajo. Cuando la situación degenerase —si es que lo hacía, pues eran totalmente autosuficientes para su subsistencia desde hacía varias centurias— él mismo, en persona, les informaría con detalle, y esperaba, en lo más hondo de su mente, que las cosas no se desbordaran como el gran río con sus temibles crecidas.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón era consciente de que la desesperación es mala consejera, y aunque habían permanecido apartados del mundo exterior, cuando supieran que ahora el contacto había sido cortado para siempre y que se encontraban aislados… Para ese crítico momento esperaba contar con el poder de Amhaij y sus hombres de armas, para controlar los posibles disturbios que pudieran surgir, aunque le repugnaba usar la fuerza contra sus amados hermanos.
Desde que el emperador Justiniano emprendió la reconquista de las antiguas provincias del Imperio Romano —partiendo de Constantinopla—, la Orden de Amón comenzó sus tribulaciones. Una parte significativa de ella —reconvertida en la Iglesia cristiana, en tiempos de Constantino el Grande, senador de Majencio, la que componían los que vivían en el exterior—, decidió escindirse en dos. Unos adorarían a los nuevos dioses cristianos, mezclando sus ritos con los de Amón-Ra. Otros, bajo secreto, seguían adorando únicamente a Amón-Ra, como sus antepasados hicieron en sus milenarios templos del país del Nilo.
Y el gran sumo sacerdote Imhab y sus escogidos mantendrían el secreto de la ubicación, del lugar exacto del desierto en el que todo permanecería inalterable, de la ciudad-templo de Amón-Ra, que era la guardiana del inframundo de los dioses. La gran oquedad cavernosa, horadada por incalculables codos cúbicos[4] de agua subterránea —que sin duda la desbastaron miles de años antes para desaparecer luego en lo más profundo de la tierra—, se hallaba ahora iluminada permanentemente por miles de antorchas estratégicamente situadas.
Amón-Ra semejaba una ciudad amparada por el manto tierno y suave de la noche, iluminado éste por millares de brillantes estrellas que parecían en una celebración permanente.
Justiniano, sabedor de las inmensas riquezas que los templos egipcios atesoraban en sus cámaras secretas, anhelaba saquearlos en su desmedido afán por obtener el dinero necesario para llevar a cabo su propósito, que no era otro que devolver al Imperio Romano la gloria de tiempos pretéritos, recuperar su antiguo esplendor y pasar a la Historia como el más notable de entre los gobernantes, superando incluso la fama de Constantino El Grande.
En su ambicioso delirio megalómano, Justiniano se veía como el nuevo Salomón de la Antigüedad, para lo cual había ordenado la construcción de un gran templo dedicado a la sabiduría divina: Santa Sofía. Era su intención superar al gran Salomón construyendo un templo aún más rico e impresionante. Para lograr esto, ordenó traer de sus territorios los más exquisitos mármoles, así como maderas nobles, y por eso concentró en su capital —con las principales calles siempre perfumadas de especias e incienso— a los mejores artesanos y artistas de Oriente. Recubrió de oro puro las paredes interiores de Santa Sofía, y también ordenó pintar a su esposa, la exmeretriz Teodora y a él mismo, con los dioses cristianos que conformaban la Santísima Trinidad en que, literalmente, se habían convertido Isis, Osiris y Horus.
Demasiadas «necesidades» y unas arcas casi permanentemente vacías, le llevarían hasta la diosa Isis. Así, sus legionarios llegaron a su templo, en Philae, para profanarlo y devastarlo, para saquear su inmenso tesoro y acabar con la adoración de la diosa madre.
Imhab rememoraba todo esto, ya que las ideas bullían en su mente. De haber conservado su cabello, éste se le hubiese vuelto blanco en pocas lunas, y también se hubiera podido observar cuánto era su pesar, cuán intensa su preocupación. Veía el principio del fin. La decadencia del Egipto ultrapoderoso que ya hacía centurias, más bien eras, se acercaba a su final de forma tan irremisible como precipitada.
Sólo había podido salvar el papiro negro y la memoria sagrada de Amón…
Nebej llegaba al final de su trayecto. Una larga y empinada escalera de piedra —labrada en la roca misma, de manera tosca— le anunciaba su ascenso, temido y deseado a un tiempo, a la superficie. Allí le esperaba un mundo del que no conocía absolutamente nada.
Él iba a ser ahora el gran sumo sacerdote de Amón-Ra; así se lo había confirmado Imhab antes de despedirse. Él era ahora la memoria viva de Amón y su fiel guardián.
Apoyándose en las paredes del estrecho túnel, fue ascendiendo con rapidez, uno a uno, los veintinueve escalones. Lo hizo hasta llegar a un repecho sobre el que una losa —con el Ank tallado en grandes y profundos trazos— aparecía como la llave a una nueva vida sobre su cabeza.
El moho y los líquenes habían ido cediendo su lugar a pequeños amontonamientos de arena roja del desierto que inexorablemente se colaba por entre las rocas. La sequedad le había ido indicando que el túnel no sólo rodeaba algo y se estrechaba, sino que ascendía en una suave pendiente hasta aquel punto. Se trataba, sin ninguna duda, del punto exacto en el que Imhab había querido que concluyera su solitario recorrido.
Alzó sus dos manos hasta que sus palmas sostuvieron virtualmente la pesada losa en la que se hallaba grabado el Ank. Tras aspirar con fuerza el viciado aire, maniobró intentando girarla, subirla, bajarla… Nada, no se movía ni tan siquiera la décima parte de un dedo.[5]
Contrariado, retiró las manos y las sacudió para librarse del polvo. Unas briznas de éste cayeron sobre sus ojos, y se vio obligado a pasarse el dorso de la mano para librarse de él.
—¡Uf! —exclamó con hondo pesar—. No sé cómo se puede abrir esto. Creo que Imhab me lo tenía que haber dicho.
Menos mal que al segundo intento, de un modo inconsciente, apoyó una de las manos sobre la parte ovalada del Ank, y entonces un resorte hizo que ésta se hundiera. Inmediatamente se oyeron varios chasquidos y el rozar de una losa de piedra contra otra, una vez, dos veces, hasta en tres ocasiones… El joven corazón del sacerdote se desbocó y su pulso amenazó, al aumentar, con hacer estallar su órgano.
Nebej vaciló, jadeante.
Sabía que aquellos sonidos sólo podían significar dos cosas: o había acertado con la clave para abrir la puerta de acceso a la superficie… o tal vez había activado una trampa mortal.
Afortunadamente para él, fue lo primero y una sucesión de losas superpuestas se fueron retirando para dejar al descubierto la salida, por la que ahora Ra, con sus rayos cálidos y poderosos, penetraba llegando hasta él, iluminando toda su faz. Tuvo que cerrar sus ojos un buen rato, poco acostumbrados como estaban a la intensa luz solar, y cubrirse a modo de visera con sus manos.
Un trozo de cielo azul turquesa se veía ahora aparecer, como una gran promesa sobre el sol, al tiempo que la arena caía en chorrillos por entre las losas. Al abrirse éstas, habían quedado de tal forma que componían un par de cómodas escaleras de piedra que llevaban hasta la boca de la entrada. Necesitó saltar varias veces para agarrarse al borde de la primera con los dedos de sus manos, las cuales enrojecieron a causa del esfuerzo muscular que se vio obligado a realizar para izar su cuerpo hasta la primera de las losas. Se sentó sobre ella cuando lo hubo conseguido, y luego miró hacia abajo.
Allí quedaba una vida anterior, toda ella consagrada a Amón-Ra. Tenía sus ropas rasgadas en varios puntos, pero su tesoro —oculto en la bolsa de piel de dromedario— continuaba pendido de su hombro. Recuperó el aliento, y comenzó a escalar apoyando un pie en las losas cómodamente.
Al llegar arriba, el sol brillaba estático en su cénit dominando la escena tantas veces soñada por el joven sacerdote, y tantas otra veces pospuesta. La arena se acumulaba, rojiza como la sangre de Ra, sobre la superficie calcinada del desierto egipcio, mostrándose en caprichosas dunas que el viento cambiaba de lugar cuando, misericordioso, se apiadaba del sufrimiento al que Ra sometía a aquellas tierras, atormentándolas ahora, premiándolas otrora con sus favores. Él hacía crecer el trigo, regenerando el limo, alimentando a Egipto, en suma, desde tiempos inmemorables.
Tras esas cavilaciones mentales, el joven sacerdote recordó que Imhab le había ordenado que cuando se hallara fuera a salvo, en la superficie, golpeara fuerte la llave de la vida que había grabada en el exterior. Aquel túnel debía desaparecer para siempre, hundiéndose en el recuerdo para sellar el acceso a la ciudad sagrada de Amón-Ra.
Atrás quedaba para siempre el amargo recuerdo de la matanza provocada por los legionarios de Justiniano, cuando percibió el olor dulzón de la sangre derramada de sus acólitos.
Miró por última vez el negro agujero del que había salido, allá donde se perdía el verdadero Nebej. Le pareció un pozo en el que todo lo que cayera sería sin duda devorado por el olvido eterno… Se perdonó a sí mismo por lo que iba a hacer, y tras ello, con toda la potencia que puede ofrecer el límite mismo del dolor, dio un pisotón sobre la llave de Isis.
Un sonido ronco, como el estertor final de un dragón que, viejo y herido mortalmente muriera, ascendió quebrando el silencio sepulcral del desierto, hendiendo el aire como si la voz del Peraá sonara de nuevo, guiando sus carros de guerra contra el enemigo en su momento álgido de gloria.
El suelo retembló igual que si toda la arena del Sahara estuviese mantenida sobre una delgada tabla de barro que acababa de quebrarse. Nebej, muy sobresaltado, corrió cuanto pudo manteniendo sus pies en la arena que amenazaba con tragárselo, arrastrándolo sin remedio a las entrañas más insoldables de la Tierra.
Su torpe caminar, a modo de un pato que sale del agua en la que nada libremente, se le antojó totalmente grotesco. Lo suyo era también como el baile de una hormiga que escapa del seguro hormiguero, abandonando toda protección ante incontables enemigos al acecho.
Se arrastró con manos y pies, cayó y se levantó varias veces, dejando tras de sí —cada vez más débil— el rumor de las arenas que, inexorables, se hundían cegando el precario túnel excavado por orden del gran sumo sacerdote Imhab en cuanto llegó al supremo cargo.
Cuando Nebej estuvo del todo seguro de que se encontraba lo suficientemente lejos, se volvió y, en pie desde una pequeña duna —de no más de treinta khets de altura—, miró compungido hacia atrás. Ya no se escuchaba nada. Ya no temblaban las arenas. Aquello era de nuevo encontrarse ante la inmensidad de la nada…
Estaba al borde del llanto, y un rictus nervioso movía continuamente los finos labios de su boca.
Ni tan siquiera él sería capaz de encontrar, en aquel uniforme y abrasado paisaje, la boca de entrada al largo túnel, las losas por las que trepó hasta la superficie. Así las cosas, y por primera vez en toda su existencia, la abrumadora sensación de soledad le encogió el ánimo.
Cayó de rodillas sobre la ardiente arena, y después se aovilló adoptando una posición fetal por un espacio de tiempo indeterminado. Sólo se oía el silbido del viento. Por lo demás, el silencio era total, penoso. Se hallaba en un desamparo absoluto. Un nudo se le formó en el pecho, y entonces la boca se le secó aún más. Tragó saliva con mucha dificultad, y le dolió al hacerlo.
¿Qué era él en esos momentos? Sólo una figura humana quieta, totalmente estática y, además, en medio de la nada. En ese preciso instante se dio cuenta de la dimensión de un universo terrestre desconocido, al que ahora debería enfrentarse en solitario con todas sus consecuencias.
Se quedó unos instantes absorto en inconexos pensamientos, plantado en medio de la nada, observando alrededor con ojos erráticos y vidriosos, intentando decidir qué dirección debía tomar.
Sacó de un pliegue de su túnica una botellita y un trozo de metal con forma de punta de flecha, muy pequeña, y vertió en su mano derecha el líquido rojizo del recipiente para dejar después —sobre ese mismo vino tinto— la punta de metal que flotó sobre el sanguíneo fluido indicando con exactitud el norte.
Nunca creyó que aquel truco que le enseñara muchos años atrás un caravanero anónimo, pudiera resultarle tan práctico un día; aquel decisivo día…
Ahora se sentía agradecido a sí mismo por haber prestado atención al experimentado comerciante y a éste por compartir sus conocimientos con el que entonces era un imberbe aspirante a sacerdote. Desde ese día, siempre había llevado consigo la botellita y la pieza metálica que le diera el caravanero. Había sido su talismán, el recuerdo de un momento agradable. Ahora podía salvarle la vida, conduciéndole directo a una civilización en la que por fuerza debía integrarse.
Comenzó su lento peregrinar caminando sin prisas, siempre en línea recta, escalando dunas, bajándolas, obstinado en delinear una recta perfecta tras de sí, con unas huellas que enseguida eran borradas por las incansables arenas en el perpetuo rodar de sus incontables granos. Su mente, concentrada ahora en la supervivencia, relegaba a un segundo plano sus sentimientos, sus recuerdos, parte de una vida enterrada bajo las calcinadas arenas que sellaban su mundo.
Siempre caminando en dirección noroeste, Nebej, absorto en la profundidad de sus pensamientos, fue consumiendo sus energías, esforzándose por no apartarse del camino elegido, esperando dejar atrás el desierto. Tenía que encontrar a alguien que le pudiera informar, quizá en una olvidada aldea; si no lo hallaba pronto, enloquecería. Sus pies, calzados tan solo con unas livianas sandalias de cuero que apenas si separaban las plantas de sus pies del horno en que durante el día el sol convertía la arena, casi no lo protegían, y de hecho resultaban más un obstáculo, una molestia añadida que otra cosa.
Colgada en bandolera, su bolsa de piel de dromedario, tazada por varios puntos por usos anteriores, gastada, se pegaba a su cuerpo golpeándolo al avanzar y le ayudaba a hundirse aún más.
Nebej agarraba su exiguo equipaje con la mano izquierda, como si una garra de acero, con uñas engarfiadas a su presa fresca, se clavase en la bolsa. Su andar, torpe y decidido a un tiempo, era lento, paciente… En más de una ocasión estuvo a punto de caer, pero en el último instante logró mantener el equilibrio.
A lo lejos, al fin, una línea de puntos se movía despacio sobre la cresta de una gran duna. Apenas eran unos puntos negros que avanzaban en hilera, y Nebej cobró ánimo. Era, sin lugar a dudas, una caravana. Posiblemente la componían comerciantes en ruta al Mar Rojo. Al pensar en esto se estremeció. Sí, lo era, claro que sí… ¿pero acaso le convenía ir con ellos, tan lejos de su amada tierra? Aún no había decidido adonde dirigir sus vacilantes pasos, en qué lugar establecerse. Tan solo ansiaba salir de aquella trampa de arena y fuego que amenazaba con abrasarlo, y entregar sus entrañas a la insaciable voracidad de las hienas del desierto, de olor siempre fétido, y también de los carroñeros voladores por excelencia, los buitres.
Los puntos se fueron agrandando y cobrando forma humana y animal. Fue contando el número de dromedarios. Dieciséis…, no, había dos más. Eran dieciocho animales de carga y al menos… entre cuarenta y cuarenta y cinco hombres, sumados infantes y jinetes. Se trataba de una caravana muy rica para llevar tantas mercancías y hombres a través de muchos iterus,[6] quizás a una nación extranjera. Delante de sus ojos, las imágenes se difuminaban como si viese a través de un velo transparente, como cuando un sueño amenaza disiparse.
Su piel ardía y, por un momento al menos, le asaltó el temor a perder el conocimiento. Entonces era probable que no lo viesen y pasaran de largo, abandonándolo a su suerte. No, no podía rendirse ahora. ¡Tenía que llamar su atención! En realidad, desde la caravana ya lo habían detectado, y se dirigían presurosos hacia él para socorrerlo si era necesario.
El dueño de la caravana, Amhai, mayordomo de un rico mercader poseedor de grandes latifundios a lo largo de las orillas del Nilo, y con muy buenas relaciones con el Imperio Romano de Oriente, viajaba a Persia, a cuyas costas arribaría, tras embarcar en el Mar Rojo, bordeando la agreste península arábiga con cuatro navíos de gran calado que transportarían oro, objetos de arte, hierro y pinturas para intercambiar por sedas, tejidos y maderas nobles, además de piedras preciosas. Cuando Nebej estuvo a la altura de la caravana, sus ojos, cegados por la potente luz del sol, apenas pudieron distinguir los rasgos de unos salvadores que se apresuraron a sostenerlo antes de que se desmayara.
Nebej despertó en el interior de una tienda lujosamente decorada. Lo habían acomodado sobre un diván cubierto por telas de color rojo y negro. Hizo un leve ademán de incorporarse, pero una mano de dedos gruesos y fuertes se lo impidió al apoyarse con fuerza sobre su pecho.
El caritativo hombre de rasgos negroides, que ahora veía nítidamente ante él, negaba con la cabeza en un gesto evidente. Se volvió y gritó en su lengua, lo que le pareció un nombre corto y sonoro. Un hombre de facciones similares apartó la cortina que separaba la tienda del exterior, introduciendo la cabeza. Era de hombros anchos y rostro agresivo. Al ver que Nebej había vuelto en sí, desapareció, probablemente para llamar a alguien de rango superior. Nebej no intentó incorporarse otra vez. Había notado que se mareaba, y su equilibrio le traicionaba. No creía que el esfuerzo hubiera sido tan intenso como para agitarlo de aquel modo.
Un varón de edad indefinida y ojos penetrantes, vestido a la usanza romana, se acercó al diván en el que yacía Nebej, y enseguida desplegó una amplia sonrisa que tranquilizó un tanto al debilitado y joven sacerdote de Amón-Ra.
—Bienvenido al mundo de los vivos y a mi tienda. Has estado inconsciente dos días —le saludó con voz suave y bien temperada.
—¿Dos días? —Nebej frunció el entrecejo, extrañado.
—Así es. Sufriste una insolación. Probablemente anduviste demasiados iterus sin la protección adecuada, y eso terminó por afectarte —afirmó el desconocido con determinación.
—¿Dónde estoy? —preguntó, ansioso, Nebej. Después compuso un rictus al notar que aún le dolían las sienes.
—Estamos en una aldea cercana a la costa del Mar Rojo, a las afueras de ella. Acampamos aquí siempre que nos dirigimos a Persia.
—¿A Persia…? Eso está muy lejos… ¿no? ¿Por qué no vais por tierra?
—Mi señor posee barcos de gran calado que comercian a lo largo y ancho de la costa arábiga… —le informó con una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Amhai. —Se inclinó reverentemente ante su huésped.
—Yo soy Nebej… Sólo soy un sacerdote de Amón-Ra… Es la verdad. —Su voz sonó extrañamente exangüe e inexpresiva, carente de toda persuasión.
Se produjo un silencio inquieto.
—Así que un sacerdote de… Amón. Humm, creí que ya no quedaba ninguno vivo… —replicó él esbozando otra sonrisa—. El culto fue proscrito por el emperador Justiniano hace años.
Nebej creyó que no debía haberse identificado tan claramente, y a partir de ese funesto pensamiento el miedo asomó a sus ojos. Fue algo que Amhai captó de inmediato.
—¡Oh! Pero no temas… Soy egipcio, adorador de Isis, nunca te delataría —lo tranquilizó Amhai.
El joven sacerdote de Amón-Ra estaba asombrado.