Capítulo 6

Osiris e Isis

Si mis datos son correctos, y creo que lo son —afirmé con suprema convicción ante la visión del mapa de Egipto que se extendía sobre la mesa de mi habitación, en torno a la cual, expectantes como alumnos aplicados, se hallaban el grasiento Klug y la escultural Krastiva—, el Nilo sería la representación en la Tierra de la Vía Láctea. Y las tres pirámides de Gizah reflejan a otras tantas estrellas, dos en línea y otra algo desviada de la misma, como las estrellas de Orión. Pero para completar la representación debería de hallarse… aquí… y aquí otras… —Señalé con decisión con mi índice derecho en el mapa—. Son al menos cuatro, de las que dos nunca fueron construidas.

—O bien lo hicieron bajo la superficie —añadió Klug con voz hueca.

—¿Qué objeto podía tener una tumba monumental como es una pirámide si no se hace para ostentar el poder del dios que duerme en ella? —inquirió Krastiva, sorprendida.

—¿Quién dice que son pirámides? —preguntó Isengard con marcado tono de ironía, haciendo gala a un tiempo de su muy peculiar capacidad de deducción.

—¿Templos? ¿Crees que pueden ser templos? —inquirí al instante, entusiasmado con mis propias palabras.

Eso sería un descubrimiento aún mayor. No existe ningún templo íntegramente conservado, y las arenas lo podían haber protegido de la destrucción a lo largo de miles de años.

Klug miró el lugar indicado por mí, y en sus acuosos ojos azules brilló al instante una luz que no supe identificar.

La periodista rusa frunció el entrecejo mientras reflexionaba como si hablara consigo misma.

—¡Qué reportaje! ¡Nadie ha tenido nunca en sus manos una historia así! Sería como regresar al pasado y ver un mundo que sólo adivinamos —comentó, totalmente cautivada por lo que imaginaba como la exclusiva del nuevo siglo.

—Krastiva, hemos quedado en que no puedes usar esta valiosísima información —repuse, intranquilo, casi con tono de súplica.

—Tranquilos, tranquilos, que yo cumplo siempre mi palabra… —respondió pensando bien sus palabras—. Pero no puedo por menos que imaginármelo, y ello me produce tal sensación en el estómago que no se puede explicar ahora con palabras… ¿Cómo decíroslo? Es como un hormigueo muy especial.

Klug continuaba en lo suyo, inmerso en su estudio del lugar. Estaba como hipnotizado, tan absorto que no parecía oír nada de lo que hablábamos la eslava y yo.

Creo que fue entonces, justo en ese momento, cuando comencé a prestarle mayor atención al anticuario de Viena, y algo dentro de mí empezó a inquietarme. Me reafirmé en la idea de que este experto sabía mucho más de lo que decía y, además, que sin duda era más importante lo que ocultaba que lo que ahora compartía con nosotros. Era como si se desdoblara su personalidad por imperativo del guión que sólo él conocía…

A veces, Isengard dejaba traslucir una ansiedad que ciertamente contrastaba bastante con la calma de la que hacía gala en otras.

—Las tres estrellas más brillantes. —Señalé en el mapa— son las que forman el cinturón de Orión, Delta. —Fui nombrándolas una a una—, Epsilon y Cero Orionis. De estas tres, la más brillante sin duda es Delta Orionis. Corresponden a la cintura de Osiris. —Dibujé un esbozo de cómo se verían unidas a las otras, con la diestra de Osiris sosteniendo su báculo, al que también se aferraba su consorte Isis, y que coincidía, a su vez, con el Nilo—. Todas las pirámides que ahora nos ocupan fueron edificadas por la IV dinastía y, sin embargo, faltan dos, como ya os dije antes.

Krastiva me miró con mucha atención, esbozando a continuación una breve y deliciosa sonrisa.

—Interesante teoría… Nunca pensé que los egipcios dispusieran de unas matemáticas tan avanzadas como para reproducir en la Tierra parte del firmamento —reconoció, entusiasmada, mientras me observaba de nuevo, ahora con reticente admiración.

El anticuario vienés lanzó un leve bufido de desdén.

—Pero que en sí no es precisamente nada nuevo. —Su farisaica forma de mirarme reveló cómo eran sus sarcásticos pensamientos—. Lo que dices es una teoría que han difundido dos grandes aficionados a la egiptología, Bauval y Gilbert, y debo decir que yo creo en ella. No has descubierto tú solo el Mediterráneo. —Klug trató de restarme mérito ante nuestra bellísima «socia», aunque creo que en esta ocasión lo consiguió—. También descubrieron que la constelación Orión desciende un grado por siglo… En fin, amigos, que debemos tener en muy en cuenta cada dato a fin de señalar el punto al que nos dirigimos con la máxima precisión. Una vez en el desierto, será difícil, por no decir imposible, efectuar cambios en la ruta que debemos…

Levanté la vista del mapa, irritado.

—Pero te olvidas que hay algo más —añadí con tono firme, cortando bruscamente su hilo de razonamiento—. La Tierra realiza un movimiento de precesión cada 26.000 años.

—De veras que me he perdido… ¿Prece… qué? —preguntó Krastiva, que se veía de pronto inmersa en un mundo de datos cosmológicos, dinastías y movimientos estelares a los que en modo alguno estaba acostumbrada por su profesión.

—Precesión, se denomina pre-ce-sión. —Recalqué la dichosa palabra, parándome en cada sílaba—, y consiste en que el eje polar gira una vuelta completa en torno a sus polos, 360 grados en círculo. —Para que ella lo comprendiera mejor, tracé un círculo representando la Tierra, y luego lo atravesé con un imaginario eje de norte a sur, con la inclinación que suele tener. Después tracé otros dos ovalados, uno sobre nuestro planeta y otro bajo ellas, y con mi dedo índice derecho inicié el movimiento de forma que comprendiera lo especial de éste en el eje polar.

Los ojos de la rusa brillaban ahora de un modo nuevo, pues, con inteligencia, absorbían información como si de esponjas color esmeralda se tratara.

—Supongo que todo esto nos servirá para conocer qué es lo que ellos veían, con exactitud, y así deducir lo que decidieron hacer y cómo —concluyó hábilmente, demostrando percepción y sutileza.

—Así es… Verás… —La verdad es que me explayé a gusto con mi inesperada «alumna», en otro intento por deslumbrarla con mi notable erudición en el tema que nos ocupaba; así que decidí hacer continuos alardes de mis conocimientos para dejarla con la boca abierta—. Los egipcios sabían que la estrella Sirio aparecía cada setenta días, coincidiendo con las crecidas del Nilo. También setenta eran los días que tardaban en efectuarse los ritos de embalsamamiento, pues al día setenta se le abría la boca al faraón y su Ka salía rumbo a Sirio, tras fecundar a Isis; para lo cual se le colocaba, según se cree, un órgano sexual tallado, y luego se le incrustaba mirando en dirección a la estrella que relacionaban con Isis.

—¿Cómo podían conocer todo esto tan solo observando las estrellas? —Krastiva, cada vez más admirada por el increíble mundo que se abría de par en par ante ella, comenzaba a comprender el por qué de nuestra rendida fascinación por la milenaria cultura egipcia.

Aspiré con más fuerza el refrigerado aire cairota de mi habitación antes de contestar. Y lo hice en un tono más bien didáctico, como si delante de mí tuviera un auditorio formado por estudiantes.

—Hay estrellas que les ayudaban en sus mediciones, ya que las podían ver en el firmamento regularmente. Las dos más importantes eran la Osa Mayor y la Osa Menor.

Mientras yo argumentaba, sin vacilar una sola décima de segundo, había observado a Klug por el rabillo del ojo, y vi cómo se frotaba las manos, nervioso, sin poder disimular su estado anímico. Deduje, acertadamente, como más tarde pude comprobar, que estábamos por el buen camino. Algo de lo que había dicho le era desconocido hasta entonces, o le había ayudado a llegar a la conclusión correcta. Esa era mi íntima sensación, y me incomodaba sentirme utilizado, mucho… sí… mucho, claro que sí.

Divagaciones aparte, con una regla y un lápiz fui trazando líneas entre las pirámides construidas, sin unir las que debían estar y, sin embargo, no se hallaban en su lugar.

Nada… No apareció absolutamente nada. Observé mi rostro en el gran espejo que daba, en perpendicular, a la cama. Era la viva imagen de la frustración, y eso no me gustó.

Incansable —¿qué otra opción tenía?—, tracé ahora líneas hasta donde no había esas dos pirámides y sí…, ahora sí…; algo comenzaba a definirse sobre el papel.

—Fijaos en esto —les anuncié, con tono rimbombante, al trazar unas líneas que convergían en la pirámide de Kefrén—. Yo diría que es de forma algo parecida a una estrella…

Muy a su pesar, Klug asintió a regañadientes.

—De seis puntas, que pueden resultar ser, a su vez, seis direcciones —apuntó al instante Krastiva con una amplia sonrisa, deseosa como estaba de aportar su granito de arena.

—Hay algo más… —avisó Klug con voz queda—. Mirad con atención… Si dibujamos la constelación de Orión, incluyendo las dos pirámides que no están… —Mientras hablaba, iba trazando líneas paralelas, teniendo en cuenta siempre los ejes imaginarios de las pirámides. Después señaló, algo dubitativo, entre la pirámide más cercana al Nilo y la de Keops, añadiendo—: Aquí aparece una pirámide que apunta con su vértice al Nilo. —Mostró un rictus de sorpresa al hacer aquel inesperado descubrimiento.

—Quizás… sí… —admití, reacio—. Vamos a traspasar esa «pirámide» al dibujo que tenemos de Osiris e Isis —sugerí, un tanto emocionado, al ver que al fin teníamos algo entre manos.

La pirámide, al formar las líneas correspondientes, encajó a la perfección. Nuestro ánimo subió varios enteros, como cuando el sol se alzaba por el este y va concediendo, a medida que su luz se hace poderosa, el color a cada ser vivo y, objetivamente, poniéndolo al descubierto, disipando los jirones de oscuridad con que la noche atenaza al mundo al que cubre.

—Allí está de nuevo —señaló el anticuario de Viena con aire triunfal—. ¿Qué crees que puede ser? —Me interrogó con la misma ansiedad de quien se encuentra cerca de su objetivo.

—Es un área muy extensa la que cubren estas líneas. No creo que toda ella pueda ser nada en concreto, pero estoy convencido de que quiere decir algo y, además, algo importante…

—¿Puede ser una parte tan solo? —preguntó Isengard como si se le ocurriera de pronto—. ¿Quizá el piramidión…? —En sus facciones se pintaba ahora la decepción.

Me encogí de hombros.

—Es posible… —susurré con expresión adusta—. El piramidión corresponde a un área más razonable, aunque aún sería grande, muy grande, demasiado extensa.

—Sé que os va a parecer una tontería —comentó la periodista, penetrándome hasta el alma con sus bellos ojos—, pero cuando has dibujado las dos líneas más pequeñas, las que le dan la base al piramidón ése, me ha recordado a una joya enorme que hay incrustada en la base del cetro de Osiris.

Miré el dibujo, una vez más, e intenté verlo desde ese punto de vista tan particular. Krastiva había visto algo, eso era cierto, y ese algo no se había hecho evidente para nosotros dos hasta que lo dijo ella. Le presté una atención más concentrada al dibujo. Me recordó el rombo con el que se representa en los naipes a los diamantes. Con todo y aun así, no iba a ser precisamente fácil localizar aquella área cercana al cauce del Nilo, a varios kilómetros de Gizah, entre las arenas y los campos de maíz y caña de azúcar situados en sus orillas. Era donde el gran río, igual que un dios rezumante de vida y poder, fertiliza las tierras que permanecen, desde hace milenios, en un combate sordo contra unas arenas del desierto que todo lo quieren invadir.

Por unos instantes, el silencio dominó la improvisada reunión en mi habitación. Los tres nos quedamos absortos, literalmente maravillados. ¿Qué podía encontrarse bajo las arenas? ¿Una pirámide mayor que la de Keops, o quizás que la más grande de las edificadas por la IV dinastía? ¿Tal vez un templo? De momento, sólo teníamos preguntas, unas pocas especulaciones y dos piezas que no parecían tener relación entre sí, pero que sabíamos estaban conectadas.

El veterano anticuario y yo nos encontrábamos ansiosos, y Krastiva tan tensa como la cuerda de un arco de competición olímpica. Tenía la mirada vivaz y alerta.

La rusa se retiró el pelo por detrás de las orejas, en un gesto instintivo, pero lo hizo sin levantar la mirada del papel en el que Osiris e Isis nos enseñaban el camino a no se sabía qué o dónde. Comprobé complacido que se mostraba maravillada.

Klug, por su parte, tenía unos ojos desmesuradamente abiertos, y un repelente hilillo de baba le resbalaba por la boca, ahora entreabierta por la profunda emoción que vivía, todavía más llena de incertidumbres. No dejaba de sorprenderme su actitud. ¿Tan importante era para él encontrar aquello?

No obstante, ninguno de los tres habíamos considerado que una auténtica espada de Damocles se cernía sobre nosotros, y en cualquier momento podía caer encima de alguno, cercenándonos el cuello de un solo y letal tajo… Ahora poseíamos una valiosa información y eso, obviamente, aumentaba el peligro a límites insospechados. Nuestros perseguidores tratarían de arrebatárnosla a cualquier precio. Entonces, aunque yo lo ignoraba, un silencioso ejército de hombres, todos bien preparados, nos vigilaba atentamente de cerca, esperando el momento oportuno de actuar…

Doblé el folio y me lo guardé en el bolsillo del pantalón, no sin cierta aprehensión y ante la mirada aprobatoria de mis dos socios de odisea.

—A partir de ahora, es nuestra guía —musité, esperanzado—. Tenemos un mapa para empezar a hacer algo más que hablar… —Me justifiqué—. Deberíamos comer algo y relajar la tensión de nuestras mentes. ¡Ah! Creo que no deberíamos separarnos, ya que será más fácil defendernos si permanecemos los tres juntos —añadí, preocupado.

Vi cómo la cara de Klug bajaba de tonalidad, y en su palidez mortuoria llegaba hasta casi la transparencia. Otro tanto le sucedió a la hermosa ciudadana del país de las estepas. Me arrepentí de haberla asustado. Creo que en un momento rememoró su propia huida a través de la península del Sinai, y entonces pensé que iba a perder el conocimiento; pero no, a pesar de todo se mantuvo en pie. Era, sin duda, una mujer de carácter, a pesar de sus delicados rasgos.

En una repentina punzada de lubricidad me la imaginé corriendo sobre el desierto asiático de Egipto, y con sus adorables senos subiendo y bajando al jadear de pánico.

Volví rápidamente al tiempo real cuando empezamos a trocear cada papel, y Klug dejó que escaparan volando por el amplio ventanal del hotel. Formaron una diminuta nube de copos blancos que revolotearon hasta perderse, desperdigados por la brisa, como si Osiris los quisiera hacer llegar hasta él.

Hacía un día hermoso, de pleno sol, como casi siempre en El Cairo. Únicamente entonces nos dimos cuenta de que no habíamos dormido nada. Tras la cena en la planta 14, habíamos decidido continuar nuestra conversación en un lugar más privado. Así que discretamente habíamos abandonado el restaurante, dirigiéndonos a mi habitación.

Pero tanto el cansancio como el hambre llamaban ahora a la puerta con insistencia, y nuestros cuerpos parecían iniciar una rebelión por medio de una llamada imperativa a sus dueños.

Sonreí para relajar la tensión de los increíbles momentos que vivíamos.

—Unas horas de sueño nos vendrían bien, pero después de ingerir algo sólido —señalé con voz grave.

—Sí, yo lo necesito de verdad; desde luego que sí… —remarcó Klug Isengard frunciendo mucho la frente.

Krastiva apoyó mi propuesta después de soltar un ligero bostezo.

—Me vendría bien, ha sido un día largo y lleno de emociones… —convino nuestra nueva amiga, y luego me dijo—: Oye, Alex…

—Sí, dime lo que se te ocurra —repliqué con voz débil, pero con el corazón desbordado al calcular los días en que podría disfrutar de su compañía.

—No, nada —contestó, lacónica, para añadir a continuación—: Era una tontería —susurró casi inaudiblemente.

—Mmm. Eso espero —contesté con media sonrisa de por medio—. Anda, vete a descansar, que tú estás peor que nosotros.

Ella asintió en silencio, y después se dirigió a la puerta de la habitación con un suave contoneo de caderas, sugerente por lo natural, dejando tras de sí un rastro de perfume. Era como el vaho del alba, cuando las nubes se incendian tras su nacimiento. Me quedé totalmente embriagado. Nunca había tenido la oportunidad de charlar con una mujer tan fascinante en todos los sentidos, y sí, por supuesto, con demasiadas criaturas vacuas y aburridas.

Nos quedamos solos los hombres, así que pasé a la ofensiva dialéctica sin ningún circunloquio.

—Klug —comenté a mi «cliente», que no se había incorporado tras volver a sentarse—. ¿Hay algo más, y que yo deba saber, sobre esta historia en la que estoy metido hasta el cuello? —Debía hablar de ese modo, un poco enfadado, al sentirme manipulado por él—. Tengo la sensación de que se me escapa algo, y también de que tú lo sabes… No sería ético que te guardaras para ti parte de la información cuando aquí nos jugamos la vida en ello —añadí en tono reprobador.

Su pálido rostro era ya todo un poema. Un sudor frío le recorría el cuerpo, formando hilillos de agua que le surcaban las sienes.

Respiré muy hondo porque, a pesar de haber dado un palo de ciego, había acertado de lleno. No sabía dónde exactamente, pero había hecho diana en el blanco de su titubeante ánimo con mi incisivo dardo verbal.

—Tienes algo que explicarme… ¿Verdad que sí? —insistí con la misma tozudez de una mula.

—Bueno, yo… es que… ¿Qué quieres saber más? No sé si comprenderás… —respondió con voz asustada.

—Ahora vete a dormir. Come algo antes y cuando nos reunamos en la piscina hablaremos con todo detalle de ello… ¿De acuerdo? —Me sentí algo estúpido tras aconsejarle que dilatara más su ya de por sí voluminoso estómago.

—Lo que tú digas —dijo Klug, alelado.

Después compuso un evidente gesto de alivio. Sus temblores cesaron como por arte de magia de las mil y una noches. Si en aquel momento hubiera sabido lo importante que resultaba su información y las consecuencias que de ella se iban a derivar, lo hubiera obligado a hablar allí mismo sin más dilación y, por supuesto, sin tanta consideración.

Él me miró, dio media vuelta y salió como un autómata al que sólo le funcionaran las piernas. ¿Qué tenía en su cabeza aquel hombre?

Me aproximé al teléfono de la mesilla de noche y pedí un desayuno abundante. No me apetecía salir de mi habitación. Debía reflexionar con estudiada calma. Pero no pude…

La culpa directa la tuvo Krastiva. Ella fue quien ocupó mi mente. Mi imaginación voló libre mientras entornaba los ojos al lado del ventanal con magníficas vistas cairotas. La veía acercándose mucho a mi persona, sonriendo con descarada picardía. Estaba enaltecida y feliz, segura de su abrasador atractivo erótico. Además, se le empezaron a inflamar los rosados pezones debajo del sugerente vestido de noche, y justo entonces noté el inicio de una rápida erección en un miembro laxo y sin vitalidad las últimas cuarenta y ocho horas, ¿o eran en realidad setenta y dos? Más tarde podría acariciar con lascivia aquellos senos turgentes. Tenía la urgencia de calmar mi lujuria con esta maravillosa hembra venida de las nieves rusas que… Llamaron a la puerta. Se me había olvidado por completo el desayuno que debía venir en unos minutos.

Era un camarero ataviado a la europea el que había tocado con los nudillos en la puerta, y lanzado luego su archiconocido aviso en un inglés aceptable:

—Servicio de habitaciones, señor… ¿Puedo pasar?

—¡Adelante! —repliqué en tono imperioso, a la vez que me giraba hacia una esquina de la habitación para no ver la entrada. Trataba de disimular mi comprometida situación subiéndome los pantalones.

Entró un tipo tímido y desmañado, con ojos saltones.

—Le traigo su desayuno, señor… Disculpe las molestias.

Me limité a mirarlo glacial, irritado por haber invadido mi intimidad…

El empleado venía con un carrito cubierto por un níveo mantel, en cuyas dos bandejas se acomodaban numerosos platillos con diferentes mermeladas, tostadas, un zumo de naranja, el humeante café —en una cafetera artísticamente tallada— y una gran variedad de dulces. Era un conjunto de lo más apetitoso, tanto que hizo que empezara de inmediato a segregar saliva en mis abandonadas glándulas.

Unos veinte minutos después, con el estómago lleno, me eché medio desnudo sobre la cama y me quedé dormido como una marmota, sin pensar más en la rusa. Me sentía bien reconfortado después de tantas emociones. Pero me debatía inquieto. Sudaba copiosamente y mi pecho se alzaba y bajaba con fuerza. Estaba soñando, y por mis movimientos, convulsos y torturados, podría adivinarse que sufría como si lo estuviese viviendo.

Cuando el velo negro que cubre los sueños pasó sobre mi mente y me abandonó, abrí los ojos y contemplé unos instantes el techo de escayola blanco y amarillo, intentando discernir dónde me hallaba. En esos segundos que median entre los sueños y la consciencia, y que preceden a lo que concedemos el rango de realidad, me sentí indefenso, perdido. Y los nombres, los rostros, incluso las palabras pronunciadas con solemnidad se fueron borrando de mi ocupado cerebro.

«Estoy empapado. Debo de haber descendido al averno, y haber escapado de horrores inimaginables», pensé, y seguidamente me pasé el dorso de la mano por la frente cubierta de sudor.

Haciendo un gran esfuerzo de voluntad decidí incorporarme e ir al baño. Me desnudé con desgana, y me metí bajo el chorro de agua tibia que la ducha me ofrecía. Allí me quedé unos minutos, intentando desprenderme del olor a limo que aún sentía en mis fosas nasales, y asimismo de la sensación de miedo, que ignoraba por qué demonios me invadía y me producía una incontrolable flojedad en las piernas.

Al cabo de un rato, en un estado mental de total ingravidez, con retazos inconexos vagando de acá para allá por mi agobiado cerebro, me sequé y me puse un bañador bajo los tejanos. Después me embutí una camiseta blanca de manga corta, aunque con el celebérrimo logotipo de los Rolling Stones, ese icono de la cultura pop que alguien llegó a atribuir en su día a Andy Warhol. Luego me calcé unas chanclas para bajar a la planta quinta, la cual ofrecía un refrescante servicio a los huéspedes del lujoso hotel.

Sentado en el borde de una piscina que, como un círculo mágico rodeado de columnas neoegipcias, semejaba protegerme de un mundo desconocido para mí, con la mirada fija al frente, en las aguas límpidas —las cuales reflejaban el azul de los mosaicos que recubrían sus paredes—, me removí, un tanto inquieto, para acomodarme sobre la mullida tumbona con ruedas en la parte trasera, deseando que Krastiva y Klug no se demorasen mucho.

Algunos clientes comenzaban a llegar ocupando tumbonas cercanas. La luz penetraba por las grandes cristaleras que rodeaban toda la planta completamente ocupada por la piscina. Ello creaba una sensación sobrenatural, al confluir los rayos solares en el centro mismo de las azuladas aguas. Elevé un poco el respaldo de mi tumbona, para poder observar mi entorno. Pensando en mi seguridad, había escogido una situada en el extremo opuesto al que se accedía al peristilo que rodeaba la piscina.

Un hombre, de unos sesenta años bien llevados, penetró llevando de la mano a un joven de unos quince o dieciséis. La expresión de los ojos de este último era aviesa y altanera. El primer desconocido, cuyas hebras blancas en sus sienes delataban su edad, llevaba un bañador tan largo que casi le llegaba a las rodillas. Mostraba un rostro impenetrable. No obstante, a cuenta de su físico y nariz rota, guardaba un extraordinario parecido con un viejo boxeador que aún conservara su buena forma. El muchacho, por el contrario, había elegido un bañador de slip y escuchaba a su ¿padre?, ¿abuelo?, con suma atención. Éste, lo que fuera en realidad, colocó sus manos sobre los hombros del chico, y luego le habló en francés con un tono suave, casi en un susurro, mientras llegaban a mi altura.

Sin nada que hacer más que observar al prójimo, metido ya en una relajante lasitud, me dejé llevar dócilmente por una ensoñación.