La ciudad-templo de Amón-Ra
–¡Señor! ¡Señor! Los soldados del emperador han invadido el templo de Isis. ¡Ha sido una masacre! Las paredes están salpicadas de la sangre de los sacerdotes, y el tesoro del templo ha sido saqueado. Han destruido la imagen de la diosa… ¡Es horrible!
El sacerdote de Amón-Ra, ataviado con la túnica blanca de su orden, ceñida por un ancho cinturón dorado, sudoroso y agitado, penetraba en tromba en la cámara del gran sumo sacerdote. Las gruesas suelas de las cáligas de los legionarios romanos —guarnecidas con clavos puntiagudos, a los que se cosían una serie de tiras, también de cuero— habían profanado el sagrado recinto.
Con los ojos bañados en lágrimas, Nebej llegó jadeante. Era un joven poseído por un terror mortal.
—Cálmate. Toma aire y cuéntame lo ocurrido. —La voz de Imhab sonó suave y tranquilizadora. Deseaba conocer los detalles del sacrílego ataque, pero no conseguiría enterarse de nada si Nebej no recobraba el aliento—. Comprendo tu excitación, pero no podré analizar la situación si no me informas debidamente.
El aludido respiró hondo, y luego volvió a dirigir su mirada a quien creía lo podía todo, el gran sumo sacerdote de la Orden de Amón. Su rostro, demudado, y sus manos, que se movían nerviosas, denotaban el supremo esfuerzo que estaba realizando para autocontrolarse.
—Yo… yo estaba con la gran sacerdotisa Assara… Iba a dar comienzo la ofrenda a la diosa Isis. Todos los sacerdotes habían ocupado sus puestos a ambos lados del pasillo que lleva al santuario… Assara portaba, entre sus manos, la imagen de oro de Isis con sus alas majestuosamente extendidas, y ya se habían iniciado los cánticos de adoración, cuando se oyó un ruido de armas proveniente del patio, junto a la gran columnata que guarda la entrada al templo.
»El rumor fue creciendo y se interrumpieron los cánticos. Una turba de soldados romanos irrumpió con sus cortas espadas desenvainadas, tintas ya en la sangre de los guardianes del templo, y dando estentóreos gritos de guerra… —Se le quebró la voz—. Cundió el pánico y cada uno intentó escapar por donde creía que podía hallar la salvación, pero los soldados de Justiniano los persiguieron con saña y los asesinaron. A unos, los acorralaron contra las puertas, y allí los atravesaron con sus armas; a otros, los decapitaron sin piedad. … Yo caí desmayado a causa del terror que sentía, y antes de cerrar los ojos, entre las neblinas de la inconsciencia, pude ver cómo el centurión que los conducía atravesaba el pecho de la gran sacerdotisa Assara. Ese romano tenía los ojos inyectados en sangre, y yo… yo sentí un odio amargo como la bilis.
»Desperté bajo el peso de los tres sacerdotes asesinados. A uno de ellos le faltaba la cabeza y sangraba abundantemente. Todo estaba rojo, rojo de la sangre de los sacerdotes, rojo de muerte. —Sollozaba con la cabeza baja Nebej, incapaz de continuar relatando el horror vivido.
Imhab le permitió un respiro, pues llorar le haría bien, y cuanto pudiera contar ya no tenía demasiada importancia ante la gravísima situación planteada. El culto del pueblo egipcio —al menos oficialmente— acababa de ser proscrito. Egipto desaparecería bajo las protectoras arenas del desierto, y lo iba a hacer para siempre…
Una vez más, Nebej sintió que le flaqueaban sus delgadas piernas. Abrumado por el horror vivido, cayó de rodillas. Las atroces imágenes se cruzaban raudas en su mente, sin descanso. Recordó la atmósfera del templo de Isis, impregnada de olor a sangre y sudor por culpa de unos legionarios impelidos de una locura asesina, y de nuevo sintió vértigo. Nunca podría olvidar los nauseabundos sonidos producidos por unas espadas hundiéndose sin remisión, una y otra vez, en la blanca carne de los servidores del recinto religioso.
Cuando se hubo recobrado, Nebej le contó al gran sumo sacerdote de Amón-Ra el modo en que se arrastró por entre los cadáveres —igual que una peligrosísima cobra negra del desierto—, resbalando en el líquido viscoso, para ver cómo los soldados enemigos cargaban en carros las arquetas doradas y negras, incrustadas de ónice y turquesas, del tesoro de Isis. Ése, y no otro, era el objetivo del sacrílego emperador del Imperio Romano de Oriente.
Imhab —cuyo rostro tenía una expresión firme y decidida— escuchó pacientemente el resto del relato, más por consideración a Nebej que por sentido práctico.
—… y así pasé varias horas escondido —concluía el joven sacerdote—. Cuando estuve seguro de que ya se habían ido, recorrí el templo… Pensé que quizás alguien hubiese conseguido sobrevivir, pero fue en vano. El templo estaba literalmente cubierto de cadáveres y las paredes enrojecidas con tanta sangre derramada… Nada quedaba en la cámara del tesoro y Assara, tendida en el suelo, aún sostenía sobre su vientre la cabeza de Isis.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón palmeó dos veces sus manos y entraron dos servidores, con la cabeza afeitada como él. Vestían tan solo el faldellín dorado que indicaba que no eran sacerdotes, y ambos juntaron sus manos delante de su pecho. Después se inclinaron en una reverencia.
La lujosa cámara de Imhab, revestida de oro, con bajorrelieves tallados y pintados con vistosos colores y cubiertos de jeroglíficos —que no eran sino conjuros para el definitivo viaje al inframundo— le parecía ahora a Nebej el único refugio posible tras la devastación del templo de Philae, provocada por la razia de unos legionarios que lo habían asaltado igual que una nube de saltamontes sobre las cosechas regadas por el Nilo.
—Ve con estos servidores, come algo y luego descansa… Has cumplido con tu deber al informarme de lo sucedido —le tranquilizó Imhab—. Yo decidiré qué se hace. ¡Ve! —La ira endureció de nuevo su voz.
Nebej salió de la cámara del gran sumo sacerdote siguiendo dócilmente a los servidores del templo. Iba resignado, rumiando por dentro su profundo dolor, notando sobre él todo el peso de lo que sentía como su derrota particular al no haber podido evitar la tragedia, aquel baño de sangre.
Imhab, una vez solo, se acercó a un rico mueble de madera de cedro, adornado con incrustaciones de ébano y oro, y después extrajo del mismo unas placas de oro de cuyo interior sacó un papiro negro. Ante él aparecieron varios jeroglíficos hechos de oro, de mieras de espesor, todo impreso en el papiro.
Se cogió la barbilla con la mano derecha en un gesto que mostraba que su mente estaba mucho más preocupada de lo que creía Nebej; bullía buscando qué podía hacer, qué decidir, si en sus manos estaba ahora el futuro de Egipto. Una y otra vez, leyó cada letra, y sintió que la desesperanza y la impotencia amenazaban con apoderarse de él.
El gran sumo sacerdote sacudió la cabeza. Su expresión era de profunda tristeza. Después, sólo por unos instantes, palideció de miedo. Tras una amplia inspiración, recuperó su habitual compostura. La suprema decisión estaba ya tomada. Nada ni nadie se lo podría impedir…
Pasó su mano en la que brillaba el anillo del carnero —representante de Amón— por la superficie oscura del papiro, como si pudiera trasfundirle un poder que le permitiera obrar como deseaba, pero nada sucedió.
Unos instantes después se acercó a uno de los muros y pulsó la cabeza de Amón, que reinaba sobre Apofis —la serpiente señora del inframundo—, y ésta se incrustó en la pared. En la superficie, donde las arenas camuflaban la entrada al secreto templo de Amón-Ra, varias lajas de piedra se deslizaron con el característico sonido de la piedra al rascar otra piedra, y la arena comenzó a inundar cada hueco, cada cámara externa.
Miles y miles de toneladas de arena, como un río furioso e incontenible, fueron invadiendo el exterior del templo de Amón, del inframundo que tan celosamente habían guardado a lo largo de los milenios sus fieles sacerdotes, para desaparecer a los codiciosos ojos de la nueva potencia militar.
«Si algunos lográramos encontrar el medio de regresar, de vivir para siempre… Si Amón permitiese que encontráramos una salida ante esta tragedia…», pensó mientras se mordía el labio inferior.
Imhab, encerrado en su cárcel dorada junto a noventa y nueve sacerdotes, veinticinco guardias y dos centenares de seguidores, procuraba mentalizarse, prepararse para combatir al enemigo, y para encontrar lo perdido desde tiempos inmemoriales.
Cuando la arena hubo concluido su trabajo, nada indicaba ya dónde se había hallado el inmenso templo de Amón bajo la superficie del desierto, oculto a ojos de los infieles desde hacía mil años. De lo que fuera Egipto, sólo quedaban sus secretos, sus monumentos funerarios y un resto de vida que pervivía bajo el desierto árido y calcinado que ahora se tornaba protector. En la superficie de éste, un sol implacable, de justicia, hacía reverberar la línea del horizonte igual que un espejismo.
Los dos grandes pebeteros de hierro negro aportaban la luz que daba vida a los relieves de la gran cámara de Imhab, que semejaban resucitar, al crear ésta juegos de luces y sombras que le conferían al conjunto un impresionante aspecto sobrenatural. De las brasas ardientes que contenían los pebeteros se alzaban altas lenguas de fuego que jugueteaban con el humo y las sombras, creando peculiares fuegos de artificio.
—Estamos encerrados para siempre, mi fiel Amhaij. —Se dirigía, con afecto en el tono de voz, al jefe de su guardia personal, un hombre de anchas espaldas, mentón partido y pecho poderoso—. Hemos de guardar los secretos más preciados de nuestros dioses y de nuestra nación de las codiciosas manos de los impíos —añadió con el corazón henchido de amargura.
A Amhaij se le acabó la paciencia.
—¡La Orden de Amón debe sobrevivir! —tronó la recia voz del castrense, la cual reverberó contra las paredes. Incluso las llamas se inclinaron ante la potencia de aquella sentencia—. ¿Crees, mi señor, que todos acatarán tu decisión? —preguntó a fin de disimular su turbación—. Me preocupa que pueda haber disidentes…
—Los habrá… No lo dudes.
—Tendré que mantener a raya a todos los traidores. No me llevará mucho tiempo, señor —dijo el jefe militar con desdén. «No me temblará la mano al empuñar mi espada y liquidarlos», calculó mentalmente con brutal regocijo y una sonrisa siniestra en su duro semblante.
Imhab se acercó a Amhaij y puso su mano sobre el hombro izquierdo de éste, que casi podía oler su aliento. A pesar de ser el jefe de su guarida, su más leal colaborador, siempre se había sentido intimidado por la poderosa personalidad de gran sumo sacerdote. Éste emanaba un poder absoluto, más allá de la vida, y Amhaij, el más enérgico del templo, le tenía afecto y respeto, pero también le temía…
Cada vez que la alta figura de Imhab se acercaba a él, le parecía que su corazón iba a salírsele del pecho, el pulso se le aceleraba. Incluso en alguna ocasión el sudor, el traicionero sudor, había hecho aparición sobre la piel de su frente denotando su temor, su debilidad para con él. ¿Lo sabía? ¿Lo había notado? Creía que sí.
—No habrá disidentes… —repuso con frialdad—. Cada sacerdote, cada guardia, habéis sido seleccionados cuidadosamente. Todos habéis pasado las pruebas de Osiris, y conocíais los riesgos cuando os dedicasteis a Amón en cuerpo y alma… Aquí tenemos de todo, agua abundante que nos proporciona Isis por medio del Nilo, cultivos que hemos adaptado a estas oscuras profundidades… Viviremos como hasta ahora, pero sin ningún contacto con el exterior.
Imhab trataba de tranquilizar a su más fiel servidor. Era plenamente consciente de que iba a haber traidores, de que los nervios acabarían por aflorar a la superficie de las debilidades humanas, y por eso lo iba a necesitar más que nunca…
Afuera, muchos sacerdotes de Amón se distribuían por las naciones más poderosas del entorno. Pero ellos no podían contactar ahora con él, y no sabía cómo iban a reaccionar al sentirse aislados, seccionados para la eternidad de lo que había sido el núcleo principal de la Orden de Amón.
El gran sumo sacerdote se sentó en su silla sacerdotal de caoba, recubierta de láminas de oro, frente a la mesa en la que extendía un papiro negro, sobre el que resaltaban, como estrellas en una noche clara, los jeroglíficos de oro que hablaban al Ka de Imhab. Acarició amorosamente su superficie, pasando las yemas de sus dedos por cada símbolo, con especial reverencia, y lo fue releyendo una vez más, intentando comprender el enigma que contenía y que guardaba celosamente su secreto.
El templo de Amón se había levantado cuando el poder de la última dinastía egipcia, la XXX, declinaba. Por puro accidente, toda una caravana se hundió en las arenas del desierto, y entre el pánico y el nerviosismo que precede a la muerte, sus componentes descubrieron que se hallaban en una inmensa oquedad bajo las arenas del Sahara.
Los fardos, totalmente desperdigados, aparecían semienterrados a lo largo y ancho de aquella cueva natural de descomunales dimensiones en la que habían caído. Algunos dromedarios habían huido despavoridos por los túneles que se ramificaban a partir de aquel gran espacio oscuro y húmedo; otros, gemían lastimeramente con sus patas rotas, o aparecían simplemente reventados tras la brutal caída.
Otro tanto ocurría con los asustados caravaneros que aún permanecían con vida. Muchos habían muerto o estaban heridos; algunos se habían roto piernas o brazos, y sólo unos pocos continuaban ilesos.
Cuando hubieron consumido los víveres de que disponían y el hambre fue haciendo mella en su espíritu, comenzaron a pensar en cómo abandonar aquel lugar de pesadilla, antes de que les resultase imposible obtener luz para poder guiarse y explorar en busca de una posible salida.
Fueron pasando los días, invariablemente lentos y tediosos, sin que pareciera posible escapar de aquel lugar que ya comenzaban a creer era el inframundo, por el que las almas de los difuntos pasaban en su devenir al más allá. Pero cuando ya se encontraban resignados a su suerte, vencidos, algo sucedió. Fue algo que cambiaría definitivamente la forma de adorar de los egipcios y, con ello, su manera de vivir para siempre.
Una gran cantidad de arena cayó del techo, como una cascada de agua que naciera para permanecer allí por tiempo indefinido, y con ella, los restos, ya medio descompuestos, de un dromedario cuyo peso, unido al de los buitres al devorarlo, lo habían empujado abriendo aquella brecha. Por ella también entró Ra con sus rayos poderosos, iluminando el lugar donde se encontraban y las entrañas del animal de carga, cuyo olor era repulsivo.
Cuando la arena cesó por fin de caer ante los atónitos ojos de los tres caravaneros que exploraban aquel sector del subterráneo, se apilaba una curiosa mezcla de huesos descarnados, plumas negras de buitres carroñeros —que, asustados, habían emprendido el vuelo al ver cómo su festín desaparecía bajo las insaciables y calcinadas arenas del desierto—, y arena, además de una pirámide dorada por la luz procedente de la superficie.
Tardaron en reaccionar, pero tras los primeros instantes de lógico estupor, y tras volver la vista a lo alto, comprobando así que una esperanza se abría ante ellos, se postraron y adoraron a Ra por enviar sus rayos en su ayuda en momentos tan difíciles.
Los tres corrieron tanto como les dieron de sí sus piernas, y con voz entrecortada y gestos exagerados contaron, como les fue posible, la increíble experiencia vivida. Los supervivientes de la caravana salieron a la superficie con sus harapos infectos, de olor fétido, no sin antes marcar el lugar para regresar, porque allí se levantaría la ciudad-templo de Amón-Ra.
El faraón Taharqá, con la ayuda del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y de los tesoros del templo de Karnak, alzó después, en el interior de la descomunal cueva, el conjunto de templos que daría cabida a lo más selecto de entre los miembros de la Orden de Amón, que ahora vivirían en el subsuelo para su mejor supervivencia. La fuerza militar de Egipto decaía a ojos vistas y la poderosa Persia amenazaba con invadirles. Allí guardarían sus tesoros, sus secretos y al sucesor del Peraá,[2] en la gran morada, el hijo de Ra, protegido de Horus, hijo de Osiris, señor de los muertos.
Imhab repasaba mentalmente, con dolorosa nostalgia de tiempos pretéritos que en sí fueron gloriosos, la historia de sus antepasados, de los anteriores grandes sumos sacerdotes que, como él mismo, habían perdido su nombre para llamarse Imhab; como el primero de los que inauguró el templo-ciudad de Amón. Había habido tantos Imhabs… que ya apenas recordaba el nombre que su padre le puso de niño.
—Amenés —pronunció en voz baja, temeroso incluso de oírse a sí mismo—. Amenés… —murmuró ahora Imhab casi para sí.
En su rostro surgió la sombra de una artera sonrisa.
Los persas dominaron Egipto, pero nunca domeñaron a los egipcios, y no, claro que no, jamás descubrieron el enclave en el que estaba ubicado el secreto mejor guardado de la milenaria nación del Nilo. Todavía podrían mantener el contacto con el exterior, y por mucho tiempo.
En Karnak y Waddi Sebova aún se adoraba a Amón. El templo de Isis, en Philae, no había interrumpido sus ritos de adoración a la diosa consorte de Osiris. Ellos guardaban el secreto de Amón-Ra en sus manos.
Una profecía de Amón —grabada en la piedra de sus muros— decía que un hombre protegido por un dios enemigo de Amón libertaría Egipto de sus opresores y luego retomaría el esplendor de Amón. A él se le proclamaría libertador de Egipto e hijo de Amón-Ra.
Pero hasta entonces, hasta el amanecer de ese día tan señalado, la nación del Nilo habría de sufrir el implacable yugo de sus opresores.
Imhab, apoyado en la balaustrada de piedra de la azotea del templo de Amón, observaba, meditabundo, el continuo ir y venir de los sacerdotes en sus quehaceres cotidianos. Se preguntaba cuánto tiempo duraría aquel orden, establecido con todo rigor, cuando se les diera a conocer que Amón-Ra había quedado aislada con el exterior…
Muchos tenían familia y amigos fuera, y aunque el riesgo de quedar incomunicados había estado latente durante las centurias anteriores, se habían llegado a olvidar que alguna vez podía ocurrir algo así.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón se había cubierto con una capa blanca como su túnica. Hacía horas que el sol se había puesto y el calor de las arenas que los cubrían se trocaba en un frío que calaba hasta los huesos. En aquel lugar, apartado de ojos extraños, corría siempre una brisa que llegaba de la superficie arrastrando el olor del limo del Nilo, impregnando el aire. Se podía percibir como un perfume familiar que traía la nostalgia de cuanto se abandonó, allá arriba, con la melancolía de otros tiempos pasados…
—Señor… —A sus espaldas sonó una voz respetuosa, como un susurro suplicante en la noche eterna que envolvía a la ciudad-templo de Amón-Ra—. ¿Me has mandado llamar? —Se mostraba cariacontecido.
Imhab volvió la cabeza y asintió con una languidez extraña en él. Era Nebej, que ahora se inclinaba reverentemente ante él.
—Sí, mi fiel Nebej, te he mandado llamar… —manifestó tras reflexionar por un instante—. Tengo una misión importante que encargarte. De ti dependerá la suerte de la ciudad de Amón-Ra para siempre. —Posó paternalmente sus manos sobre los hombros del joven sacerdote, dejando ver sus anchas muñequeras, exquisitamente talladas, en las que un hábil orfebre había labrado a Amón derrotando a Apofis—. He abierto las compuertas que contenían la arena. —Anunció su suprema decisión con toda la solemnidad que le fue posible, aunque aquello sonó más bien como una lúgubre sentencia—. Pero no temas… —dejó escapar un largo suspiro antes de agregar—: Tú podrás salir por el túnel secreto que conduce a Isis.
»Necesitarás algunas cosas… Esta espada es mi regalo para ti… —Se la desciñó de su cintura, presentándola sobre las palmas de las manos, como si de una ofrenda póstuma se tratara, señalándole luego una urna de piedra cuya tapa emitió un quejido al ser deslizada—. Aquí está el objeto de tu misión. Debes guardarlo donde creas que estará seguro; y tus descendientes deben hacer igual. Un día, alguno de ellos sabrá leerlo y devolverá la vida a Amón-Ra. —Extrajo dos placas de oro lisas, entre las cuales se hallaba el papiro negro con símbolos de oro.
»Es el relato del tercer gran sumo sacerdote de Amón-Ra… Él encontró algo que podía dar vida eterna a los miembros de la orden, pero desapareció. Y nadie supo leer el enigma que escribió. Son símbolos egipcios antiguos mezclados con letras de otra lengua desconocida. Nadie ha podido descifrarlo jamás; pero cuando se haga, la vida volverá a Amón-Ra.
—Señor… ¿por qué hablas así? Amón-Ra no puede morir… —suplicó Nebej, aterrado.
—Piensa en que sólo es cuestión de tiempo… Cuando tú abandones la ciudad, nadie más recorrerá el camino de Isis. Yo moriré y su ubicación se perderá hasta el final de los tiempos.
—Hablas como quien ha sido vencido, como quien se despide, mi señor —respondió el joven sacerdote con candidez y voz entrecortada. Literalmente, no comprendía lo que estaba ocurriendo en su ciudad, Amón-Ra. Y luego, notándose repentinamente audaz ante el pánico que sentía, añadió con cierta desenvoltura—: Es una despedida… ¿Verdad?
—Así es… Por eso mismo debes apresurarte. ¡Ah! Toma. —Le entregó una bolsita de piel negra—. Son rubíes. Tendrás que establecerte en algún lugar, y habrás de pagar servicios a quien te ayude. —Afirmó Imhab, tajante—. Sé prudente y sabio, hijo de Amón.
Imhab apenas podía contener la emoción. Envidiaba al joven sacerdote que iba a ser depositario del mayor tesoro del templo y que, además, viviría mucho aún en un mundo que se le abriría como un capullo al florecer en primavera, ofreciéndole su néctar, dulce y amargo a un tiempo.
Nebej le miró con expresión vacua.
—Sabré ser digno de tu confianza, mi señor y maestro. —Bajó la cabeza para ocultar las traicioneras lágrimas que asomaban por sus ojos oscuros, delatando su intensa emoción sin que él pudiera evitarlo.
El gran sumo sacerdote, en un gesto impropio de su alto rango, abrazó a su acólito y lo hizo con fuerza, tratando de insuflarle el afecto que le tenía desde que llegara al templo, cuando de niño le fue entregado para su educación sacerdotal. Había sido como el hijo que nunca tuvo. Y un poco de él viviría mientras lo hiciese el todavía joven sacerdote.
—Ahora vete, vete, no te detengas. —Le espetó Imhab—. Ve a la cámara donde se adora a Amón-Ra y toca la mano de Isis… Ella te abrirá, y después cerrará tras de ti… ¡Vete! —casi le gritó, pero con un gallo de desazón en la voz. Después tragó saliva con dificultad.