Capítulo 4

Bajo las arenas del desierto

Jamás había tenido ante mí algo como aquello que veía en aquellas fotografías. Por mis manos habían pasado piezas realmente extrañas, muchas de ellas desconocidas y fuera de los catálogos existentes; pero todas, absolutamente todas, guardaban una directa relación con la civilización a la que pertenecían, por lo que resultaba relativamente fácil encasillarlas.

Pero esta pieza era diferente. Nadie había hecho referencia a ella en el mundo de la egiptología y, además, no se la podía encuadrar en ningún sitio concreto. Aunque debo de admitir que comenzaba a sentir un cosquilleo en el pecho, una sensación de emoción contenida que me invitaba a ir más allá, a indagar en aquel asunto, no sólo por la compensación económica, sino ya por el afán de aventura.

Recordé que, cuando era pequeño, viviendo en Bilbao, mi padre —un cántabro que se había afincado allí hacía años y que se había casado con una vasca— preparaba por sorpresa búsquedas de tesoros con pistas para mí y mis amigos. Teníamos ocho o diez años de edad, y aquello nos entusiasmaba de verdad.

Mi viejo solía comprar un cofrecito de madera que imitaba a los de los piratas del Caribe de los siglos XVII y XVIII, y luego metía en su interior un par de monedas de plata y algo de dinero, y lo enterraba todo a los pies de algún árbol centenario, en algún muro medio derruido o incluso en el interior de alguna iglesia, tras uno de los ídolos, como hizo una vez. Sonreí al recordar el barullo que montamos en el templo, los requiebros de las viejas beatas y las carreras, con el papel, que hacía las veces de mapa apergaminado, el cual iba arrugado entre mis manos. Todos estábamos imbuidos por ese espíritu aventurero que condimentaba nuestras jóvenes vidas. Era la pasión por la sorpresa continua. En aquella ocasión, tras el ídolo de la Virgen de los Dolores y oculto bajo su manto negro, apareció el tesoro. Nos había costado cuatro días hallarlo.

Ahora, tras ese nostálgico flash-back, sentía la misma sensación que entonces, y cuando esto sucedía no podía parar hasta encontrar el tesoro de turno. Claro que en esta ocasión era adulto y me jugaba la vida, la mía y la de Klug Isengard, pues aquella gente había demostrado con creces carecer de escrúpulos.

Ya más tranquilos los dos en mi habitación del hotel, había desparramado sobre la cama el contenido de la caja que nos entregara Mustafá. En ella se extendían, de manera ordenada, la Torá, la Misná, el Talmud y la Biblia. Y bajo esos libros religiosos, desplegado, estaba el mapa de El Cairo, igual que una diminuta ciudad que estuviera protegida por prístinas fuerzas espirituales.

Nos habíamos sentado, cada uno en un extremo de la cama. Mi mente, absorta por completo, deambulaba por los meandros de la enmarañada capital egipcia, recorriendo cada avenida, cada calle. Trataba de descubrir algún lugar que me diese una pista, algo que seguir. Le di la vuelta al mapa para observar el plano general de Egipto, cruzado por el Nilo. Es un ardiente y legendario país que depende por completo de ese gran río, porque lo mantiene vivo, nutrido. Él lo cuida con mimo desde tiempos inmemoriales, regándolo con generosidad, igual que una madre que acaricia y alimenta a un hijo con su propia leche.

Localicé el punto en el que están situadas las pirámides de Gizah, las de Sakkara, las de Abusir y la pirámide romboidal —la primera que edificó el faraón Snefru—, así como la llamada «pirámide roja», algo más pequeña, pero la primera pirámide perfecta que se alzó sobre suelo egipcio como un pináculo que anhelaba tocar el cielo mismo, al modo de la torre de Babel, desafiando a todo, al tiempo y a los dioses. Esta también había sido alzada por el faraón Snefru.

Después situé con varios asteriscos los templos de Karnak, Luxor, Edfu, Dendera, Komombo y Wadi Seboua, e hice lo mismo con los de Abu Simbel.

Klug, en completo silencio, observaba mis manipulaciones sobre el mapa e iba siguiendo cada asterisco que yo colocaba. Su expresión aprobatoria me indicaba que, al igual que yo, estaba intentando situar cada cosa y a nosotros mismos. Por un momento, creí notar en él un estremecimiento al señalar con mi bolígrafo de tinta roja la vieja pirámide de Abusir, ahora convertida en un montón de piedras y arena que se confundirían entre las dunas del desierto de no ser por su desmesurado volumen y altura, que la hace destacar desde kilómetros de distancia.

—Siento que falla algo, pero no acierto a comprender qué es —le comenté al anticuario vienés solicitando su ayuda—. ¿Ves algo anormal en el mapa? ¿Crees que falta algo?

Mi nuevo compañero de investigación arqueológica levantó la cabeza y clavó su mirada inquisitoria en mí.

—No, no… —respondió, pero un tanto dubitativo, mientras escrutaba la superficie desdoblada del gran mapa que ocupaba un tercio de la cama misma—. Están los puntos más significativos situados en su lugar correcto… No sé, si falta algo… En realidad, ignoro qué puede ser… —Se encogió de hombros, adoptando a continuación una actitud pasiva—. ¿Qué quieres que te diga?

Lo miré con furia contenida, y en ese mismo instante él esbozó una estúpida sonrisa.

Durante un buen rato examinamos en silencio el mapa sin saber qué era lo que nuestro instinto profesional, y no otra cosa, nos decía que no habíamos tenido en cuenta. Al cabo de un indeterminado espacio de tiempo, desistimos y nos pusimos a mirar y ojear los libros sagrados que habían llegado a nuestras manos gracias al rabino Rijah.

Entre los cuatro contenían una información densa y complicada de la que ahora deberíamos extraer tan solo los datos útiles para nuestra presunta «expedición a lo desconocido»; aunque mejor debería decir «expedición al asombroso ultramundo egipcio». Entonces, incauto de mí, ignoraba lo peligrosa que iba a ser aquella búsqueda, indudablemente impuesta por las circunstancias. Suponía un viaje de retorno en el tiempo, a un mundo perdido y también a un lugar ignoto, donde no sabíamos qué diablos íbamos a hallar. En medio de mis profundas cavilaciones, le oí comentar a Isengard con aire de suficiencia:

—Comparemos el Pentateuco de esta Biblia con el de la Torá. Creo que puede ser un buen principio.

El hilo del que comenzar a desenrollar aquel ovillo acababa de aparecer. Como la sugerencia de Klug, así he de reconocerlo, me pareció buena, cada uno tomamos uno de aquellos valiosísimos libros y buscamos en sus primeras páginas.

Ambos habíamos usado copias de aquellos libros para muchas de nuestras búsquedas de objetos antiguos. Huelga decir que nos habían resultado muy útiles y que las manejamos con toda soltura.

—En la reconstrucción del friso al que pertenecía la pieza que me dejó Lerön Wall decía algo del Árbol de la Vida —rememoré con toda cautela, extrayendo a continuación del archivo de mi memoria las imágenes de aquel hermoso friso de escayola pintada que viera sobre la mesa de trabajo de Pietro Casetti.

De nuevo percibí un ligero temblor en Klug, como si el nombre del anticuario romano le trajese recuerdos desagradables y, por ende, peligrosos. Parecía incómodo.

—Lo único que encontraremos en estos libros sobre esos temas son unas breves referencias al Árbol de la Vida como el proveedor de vida eterna para el que comiera de su fruto —explicó de nuevo el austríaco haciendo gala de sus aptitudes como docto conocedor de aquellas obras. Después esclareció, señalando los volúmenes abiertos que teníamos entre nuestros dedos—: Me pregunto qué tiene que ver con el inframundo egipcio, que ya existía en el denominado Libro de los Muertos, mucho antes de que esto se pusiera por escrito…

Dirigí a Isengard una mirada calculadora.

—Existen muy pocas referencias en el mundo egipcio sobre ese supuesto Árbol de la Vida, pero hay algunas… —admití en tono mesurado—. Necesitaré mi ordenador para rastrearlas como es debido.

—Por otra parte… —comenzó a añadir él entrecortadamente— está la vida en el más allá, el Árbol de la Vida…, todo esto se reduce a una palabra en común: la vida, la vida eterna.

Klug me miró buscando una respuesta, satisfecho con su brillante deducción, clavando sus ojillos en mí como lo haría un ratón sabio tras recorrer un complicado laberinto en un laboratorio. Yo no sabía qué más era posible añadir. Resultaba obvio el nexo común, pero éste no nos aclaraba absolutamente nada. Es más, seguía pensando que, por alguna razón que no alcanzaba aún a comprender, íbamos tras dos asuntos diferentes; paralelos, como mucho.

—¡Claro! —exclamé de pronto sorprendiendo, más bien asustando, al anticuario vienés, que se hallaba concentrado en sus elucubraciones, escudriñando las zonas más recónditas de su mente—. Ya sé qué falta en el mapa… ¡Cómo no lo pensé antes! —Hice un ademán de golpearme la cabeza con mi puño derecho—. El Nilo se ha ido desplazando a lo largo de estos últimos milenios, y eso quiere decir… —No acabé la frase porque me concentré en el mapa—. Ahora, que si en verdad el Nilo, como se cree, representa a la Vía Láctea, y las pirámides de Gizah reflejan a las estrellas de la constelación de Orión… eso quiere decir —argumenté con gran seguridad, aplicando un lapicero al papel para redibujar el Nilo, colocándolo en la situación aproximada en la que debía de hallarse en aquel tiempo tan lejano— que su cauce debía ir… por aquí.

—Entonces puede ser que la puerta de acceso se encuentre entre lo construido y lo que falta por construir —contestó Isengard, cauteloso, mirándome un tanto extrañado.

—¡Exacto! —exclamé excitado—. Pero, además, es más que posible que todo esté edificado, que no falte nada en esa reproducción de las estrellas junto a la Vía Láctea, sólo que no estaría a la vista, dada su importancia.

—¿Estás diciendo que bajo las arenas del desierto puede ocultarse el inframundo egipcio de Osiris, entre el Nilo y las pirámides? —Hizo una pausa retórica, como si esperara una respuesta afirmativa—. ¿Y también piensas que esas pirámides serían pistas para hallarlo? —Su tono era de admiración y envidia a la vez—. Eso sería un descubrimiento mayor que el del Lord Carnavon… ¡Qué digo! ¡El mayor de todos!

Klug estaba muy eufórico, ya que se veía como el mayor descubridor de secretos sobre el Antiguo Egipto, como parte de la Historia con mayúscula, y por eso se desbordaba exclamando y gesticulando. Semejaba ser un histrión en la clásica comedia griega.

—¡Chiss! —le recriminé con energía, colocando mi índice sobre la boca en un intento de hacerle bajar la voz—. ¿Olvidas con quién nos las tenemos que ver? Podrían estar escuchándonos… —Mascullé un juramento—. No hables tan claro ni tan alto. ¿No ves que nos jugamos el éxito en esta búsqueda y, lo que es más importante, la propia vida? —Lo miré reprobatoriamente.

Aquello impresionó a Klug lo suficiente para quedarse callado, serio. Es más, el color se le fue de su rostro. Por un instante, creí que iba a comenzar a sudar como cuando llegó a mi habitación por primera vez. Pero no, sólo se quedó quieto, como una estatua de Buda, inexpresivo, abstraído del todo.

Pareció que el aire se tornaba más pesado, se densificaba a nuestro alrededor. Era como si el mismo tiempo se hubiera parado y la imagen se congelara por completo. Resultó ser algo realmente contagioso, pues yo mismo me sentí aprensivo y volví la cabeza a uno y otro lado para cerciorarme de que nadie extraño se encontraba al acecho en mi amplia habitación del Ankisira, la cual ofrecía privilegiadas vistas al río más largo de África.

Un mensajero le había hecho entrega de un enorme paquete proveniente de Viena. Había llegado por avión, tal y como le prometiese Gerard Bradner, su jefe.

«Espero que haya sabido seleccionar bien lo que me manda… Cuando de ropa y complementos se trata, no puede una confiar mucho en los hombres», pensó mientras esbozaba una sonrisa irónica. Se imaginaba a Bradner en su coqueto apartamento del centro de Viena y frente a su armario, intentando decidir qué extraer de él para enviárselo.

El paquete era pesado y un tanto voluminoso. Era una caja de cartón envuelta en papel de color ocre y casi totalmente sellada por el celofán. Con un cuchillo de postre del hotel, de esos que apenas cortan, lo fue rasgando. Al abrir la caja contempló el perfecto orden de la ropa, doblada con sumo cuidado. Asimismo, contenía varios pares de zapatos, bien envueltos en sus correspondientes fundas, y un par de bolsos. No faltaba su lencería fina. En un abultado sobre, que abrió con rapidez, halló su nuevo pasaporte y dinero abundante. También encontró, entre la ropa, un paquete conteniendo un móvil con cargador. Se veía que era nuevo.

«¡Vaya! Después de todo, lo ha resuelto de un modo eficaz, sí señor, y muy práctico —reconoció, sorprendida, mientras extraía un elegante vestido de noche, su túnica en punto de seda—. Ha pensado en todo… ¿Pensará que me voy a ir de fiesta? ¡Mmm! Muy bueno por Gerard». —Hizo un mohín depositándolo de nuevo en la caja con todo cuidado.

Los cosméticos necesarios para una mujer hermosa y precavida venían dentro de una de las bolsas. Allí estaban la crema hidratante de día, nutritiva para la noche, exfoliante y una completa cajita de maquillaje con sombras de ojo, rimel, lápiz de labios, perfilador, así como todos los desmaquillantes precisos. Incluso había algodones, champú limpiador y una mascarilla para el pelo.

«Estoy realmente atónita. —Abrió los ojos más aún, en un gesto de incomprensión—. Seguro que le ha aconsejado alguna mujer. No es posible tanto detalle en un hombre. ¿O tiene mi jefe una faceta oculta que yo desconozco?». Relajada y feliz por unos instantes, con fugaz expresión malévola, se echó a reír ante la marcada ironía que encerraban sus pensamientos.

El espejo le devolvió una imagen muy distinta. Vestida con el delicado vestido color chocolate, maquillada y peinada, con el pequeño bolso de fiesta graciosamente cogido por el dedo corazón de su mano izquierda, por la cadenilla, y calzada con el par de zapatos negros de tacón de aguja. Era y se sentía ya otra mujer.

«He tenido que ponerme maquillaje en tantos sitios para ocultar los morados, pero creo que lo he hecho bien. No se nota nada», se dijo con autocomplacencia, dándose la vuelta para comprobar el resultado de su concienzuda restauración física.

Krastiva Iganov abrió la puerta, dirigiéndose al ascensor con paso firme. Se sentía de nuevo segura, más tranquila. Parecía que los días malos y la amenaza de un peligro inminente habían quedado atrás… De la habitación de enfrente salían, a su vez, dos hombres. Uno era mayor, grueso, y su rostro reflejaba… ¿quizás temor? El otro era mucho más interesante, de unos treinta años de edad. Alto y de buen porte, presentaba una nariz recta y arrogante. Por lo demás, exhibía una expresión desdeñosa que parecía permanente. El tipo le miró a la cara con sus ojos grises, penetrantes y escrutadores como pocas veces había detectado, y luego recorrió su cuerpo sin ocultar lo más mínimo una mirada de profunda admiración. No le hizo sentirse molesta; es más, le agradó sobremanera que un caballero de muy buen ver pensara en qué había debajo de aquella seda que la envolvía, que no era más que un muy sensual sujetador negro Wonderbra, de la talla 95 y de escote profundo, de dar auténtico vértigo. Necesitaba subir algunos enteros su propia autoestima.

Ellos también entraron en el ascensor, tras ella, cediendo ambos gentilmente el paso. Era un espacio amplio, cubierto de espejos, con marcos dorados que iban del suelo hasta el techo, y a uno de sus lados —el derecho, según se entraba— se hallaban los bruñidos botones de las distintas plantas del gran hotel.

Un educado botones les pidió el piso al que se dirigían, y enseguida pulsó el que ella le indicaba, y al que se sumaron los dos varones asintiendo levemente con la cabeza. Todos iban al mismo piso, a la planta 14 del fastuoso Ankisira.

La bella rusa se dirigió al restaurante, y Alex y Klug entraron tras ella, siguiendo el compás de sus bien formadas caderas.

Ella se sentó en una mesa, junto a los grandes ventanales, desde donde la ciudad semejaba una maqueta dominada por las pirámides de la impresionante explanada de Gizah, que se alzaban desafiantes, orgullosas de su poder intemporal, tocando el cielo como si realmente llamasen a su puerta.

Klug y yo nos acomodamos a cierta distancia de aquella impresionante belleza que uno se llevaría sin duda a una isla desierta para lo que todos pensamos… Calculé que, año arriba o abajo, ella y yo teníamos una edad similar.

Ubicados por el jefe de planta en el centro del comedor, esperamos a que se acercase un solícito camarero; pero eso sí, sin poder quitar el ojo de encima a aquella espléndida mujer de inequívoca etnia eslava y que ahora parecía formar parte del bello paisaje nocturno que se ofrecía a nuestros ojos.

Dos grandes lámparas de cristales, estilo Imperio, de 1890, iluminaban el lugar, apoyadas por luces indirectas que ofrecían su luz desde los barrocos apliques que adornaban las paredes.

Isengard tenía alquilada otra habitación para él. En realidad había llegado mucho antes que yo, y luego había seguido cada uno de mis movimientos. Ahora pasaba la mayor parte del tiempo en la mía, planificando y materializando en todo lo posible nuestros próximos y decisivos pasos a seguir.

Se había hecho de noche y antes de retirarnos, habíamos decidido comer algo ante la primera llamada del estómago. Ahora nos alegrábamos de que así fuera, pues de otro modo nos hubiéramos perdido aquel bello espectáculo, y no me refiero precisamente a las pirámides más célebres de todos los tiempos, que siempre están ahí, esperando al turista de turno.

Yo, pues eso, aún estaba soltero; a pesar de lo cual siempre conseguía acompañante ocasional para acudir a las fiestas donde debía estar. Por esta misma razón me preguntaba cómo una mujer como aquella, con un cuello grácil como el de un cisne, con una belleza que inducía taquicardias, podía encontrarse cenando sola. Cualquier respuesta mental que obtenía al instante me parecía totalmente absurda.

Resultaba harto evidente que la bella desconocida no esperaba a nadie, pues en aquel mismo momento entregaba la carta al camarero tras pedir algo ligero para cenar. Además de tan completa en todo lo que estaba al alcance de la vista —y lo que se intuía—, la imaginé como en realidad debía ser: apasionada, audaz, romántica, sensual… Ésa podía ser una cara de la moneda, ya que el reverso igual presentaba un carácter dominante e irreflexivo a partes iguales.

Los ojos vivarachos de la joven reportera se movían inquietos y controlaban discretamente a los dos varones de distinta edad que no parecían tener una conversación lo suficientemente interesante, pues toda su atención estaba obstinadamente centrada en su llamativa persona.

El pulso se le aceleró a Krastiva cuando el más alto y joven se levantó con decisión para dirigirse en línea recta hacia su mesa. No supo entonces si echar a correr, o bien tratar de disimular contemplando la magnífica vista nocturna de El Cairo. Hasta entonces, no había pensado que podían ser ellos los que la seguían. Su rostro se demudó, y el terror le paralizó los músculos como pocas veces en su vida.

En aquel momento el salón se hallaba profusamente iluminado, con unas doce personas que se disponían a cenar. «Quizás esto sea una protección. Estoy en un hotel», se dijo a sí misma para darse ánimos, e intentando mantener la compostura en un lugar público con un acopio de valor extra.

—Perdone la intromisión, señorita… —Me fijé que una arruga de preocupación surcaba su entrecejo—. He observado que cena usted sola, y me he permitido acercarme para invitarla a que se siente con nosotros. —Le hablé en inglés con voz suave y profunda. Lo hice matizando cada palabra con sumo cuidado. Ya más crecido por mi iniciativa, continué hablando con mucha calma—: Si a usted le agrada, por supuesto… Egipto es un país tradicionalmente hospitalario, pero creo que siempre se disfruta mejor en compañía. —Le sonreí cautivadoramente. Uno es muy consciente de su carisma en momentos así.

Los hermosos ojos de aquella tía buena aletearon como las alas de una mariposa a la que se interrumpe cuando está libando. Me miró a la cara y supo que no podría negarse. Hubiera sido difícil para ella alegar un pretexto plausible para no incorporarse.

Asintió levemente, mucho más relajada ya, pero lo hizo con aire ausente. Yo creo que se sintió débil y rendida. Así que le tendí mi mano izquierda, haciéndolo con la innata elegancia de un consumado gentleman londinense en las carreras de Royal Ascot, y ella la tomó dócilmente y se levantó, dispuesta a acompañarme.

La eslava me siguió con una mezcla de complacencia y aprensión, mientras Klug me observaba boquiabierto.

Hendido de orgullo varonil, siendo ahora el centro de todas las miradas, le hice una discreta seña al camarero que nos servía con la otra mano, y éste, muy diligente, se dispuso a trasladar su cubierto a la mesa en la que nos encontrábamos instalados el anticuario vienés y yo.

Después, tópicos al margen, hubo las presentaciones de rigor, empezando yo por las nuestras, y ella hizo lo esperado sobre su persona entre gente con educación. Lejos de ser trivial, la conversación pudo fluir con total naturalidad al tomar el hilo de nuestras respectivas actividades profesionales, anécdotas incluidas para romper el hielo. Digamos que, al fin, se la veía relajada a tan increíble mujer del Este de Europa.

—¡Qué interesante es lo que cuenta! Su trabajo tiene algunos aspectos comunes con el mío. Yo busco piezas antiguas, y usted, claro, secretos que revelar a la opinión pública. No hay duda de que en ambas profesiones el secreto nos motiva —dije acercando el rostro al de Krastiva y bajando la voz en tono marcadamente confidencial.

—Nunca he podido retraerme cuando un enigma aflora. Es algo que logra captar mi atención de inmediato… —me respondió ella, sonriendo luego seductoramente. Mi cliente y yo estábamos descubriendo los matices de su voz, que era inusitadamente agradable y suave. Tras una breve pausa ella añadió—: Estoy segura de que puedo ayudaros. —Ya empezaba a tutearnos. Intentaba que nos relajáramos y confiáramos más en ella.

La Iganov debió calcular que nos traíamos algo gordo entre manos. No sabía aún, claro, que aquello era como un pálpito, algo consustancial en ella, lo que se repetía siempre que un misterio rondaba cerca de su vida. Conocer los entresijos de aquel poderoso jeque del petróleo, que había ordenado perseguirla y quizás asesinarla, casi le cuesta la vida; y ahora, cuando su mente apenas se había repuesto mínimamente, ya deseaba sonsacar información a sus compañeros de mesa. ¿Deformación profesional? ¿Insaciable curiosidad femenina? Dominar estos rasgos de su singular personalidad le resultaba del todo imposible.

—Verás… —la tuteé por primera vez, tomándome esa confianza para sentirme más cómodo ante su turbadora presencia, que, lógicamente, ya me había provocado dos punzadas de lascivia al asomarme a su escote—. Esto es un asunto privado entre mis clientes y yo, además de ser delicado y peligroso…

Ella asintió.

—Todo eso surge cada día en mi vida cotidiana. Os doy mi palabra de que el secreto profesional es imprescindible para mis colegas y, por supuesto, para mí. —Oírla expresarse en esos términos de firmeza y ética me tranquilizó bastante.

Isengard se mostraba escéptico.

Nos hallábamos sentados ante una mesa ubicada en el centro del salón, y afortunadamente nadie se había situado cerca de nosotros.

A Krastiva le extrañaba que sólo respondiera aquel hombre joven, seguro de sí, y de modales perfectamente calculados. Era agradable, incluso atento, tanto como frío y distante resultaba su maduro acompañante, prácticamente convertido en un convidado de piedra.

Su gran instinto de periodista experimentada se hallaba ya en alerta roja. Allí había sin duda un buen reportaje. ¿O tal vez algo más asombroso todavía? Tenía que averiguarlo. Para ello, si hacía falta, era muy capaz de usar sus armas de mujer de infarto.

Klug y yo nos mirábamos en silencio unos instantes, interrogándonos sin saber qué demonios hacer con ella. En el ínterin, comenzaba a reprocharse haber cedido a mi incontrolable deseo de conocer a una beldad que emanaba un halo de seducción en torno de sí. Era como una princesa rusa de cuento, surgida de las estepas para alegrarme la vista en medio del lío en que me encontraba.

Ahora bien, ante su mirada inquisitiva, en medio de aquel pesado silencio de los tres, se imponía una respuesta clara, contundente, realmente definitiva; pero he aquí que yo babeaba por la eslava. Me faltaba voluntad para alejarla para siempre de mi vida…

El anticuario parecía sorprendido e intrigado, pero sus dientes postizos, bien apretados, no auguraban precisamente nada bueno.

Krastiva notó la tensión que había creado al presionarnos, y observó cómo nosotros no nos decidíamos. Llegado este punto, podía salir discreta y educadamente, por supuesto que sí; pero no iba a hacerlo por nada del mundo. No quería rendirse justo ahora, cuando sabía con certeza que estábamos a punto de ceder ante su increíble seducción. Aguantaría hasta el final nuestra presencia en la planta 14, aunque el hombre de más edad le tiró un cubo de agua helada sobre sus nuevas ilusiones periodísticas.

—Lo siento —intervino al fin Klug con voz seca, en vista de la indecisión en la que me veía al estar totalmente embobado ante la belleza rusa—, señorita Iganov… —La observó con todo detenimiento desde sus ojos azules, algo saltones, antes de seguir hablando—: Créame si le digo que nos gustaría poder informarla de todo el asunto; pero no, no nos es posible.

—Si usted lo dice… —replicó ella con un leve deje sarcástico.

—Ya ha habido demasiados muertos —se limitó a decir mi compañero de búsqueda.

Sin embargo, antes de concluir su respuesta el vienés ya se había arrepentido de ello. Al acabar, se mordió los labios a la vez que me miraba, implorando mi perdón. Había pretendido ayudar, y sólo lo había empeorado.

Ella lo miró desafiante. Su estudiada réplica nos dejó desarmados, sin más argumentos que oponer a su colaboración, ante su aplastante confesión.

—Mi vida ya está amenazada… —Hizo una pausa, y en ese instante su cara se contrajo penosamente mientras, al menos aparentemente, se esforzaba en continuar—: Me enviaron a investigar a un grupo saudí de finanzas que, además de especular con el petróleo, adquiría esclavos traídos del África negra; y eso sucede en pleno siglo XXI… —Sonrió con tristeza—. Hice el reportaje, pero fuimos descubiertos… Mataron a mis dos compañeros —relataba mientras sendas lágrimas brotaban de sus ojos al recordar a sus colegas muertos— y me han perseguido durante cinco días de infarto… La cinta está camino de Viena, pero yo sigo estando aún en peligro.

¿Era sincera? ¿Tal vez estábamos ante una consumada actriz? El caso es que la presunta sinceridad de Krastiva Iganov nos impresionó a los dos, dado que en ningún momento habíamos supuesto que alguien más tuviera sobre sí la amenaza de la parca como la teníamos nosotros, y mucho menos la espléndida mujer que se hallaba delante de nosotros. Miré a Klug, y éste comprendió al instante que le iba a hacer partícipe de nuestra particular odisea. No podía evitarlo ya.

Le relaté a ella los acontecimientos acaecidos hasta aquel momento sin omitir nada, prestando atención a la expresión de su cara, que iba cambiando inconscientemente, según avanzaba en mi relato. ¿Nos tomaría por locos?

—Como ves. —La volví a tutear—, nos hallamos en medio de una complicada situación, en una huida siempre hacia adelante.

—Ya veo… Conozco bien Egipto, pero ignoro todo lo que se refiere a las dinastías de los faraones, sus obras, épocas y todo eso —admitió con voz queda, y mientras se encogía de hombros.

—Si unimos nuestros esfuerzos, quizás podremos protegernos mejor unos a otros —señaló Klug en tono neutro, aunque haciendo acopio de valor.

Complacido como pocas veces en mi vida, bebí un sorbo de la copa de vino griego, un tinto Retsina, con la que, nerviosamente, había estado jugueteando a lo largo de toda la conversación. Pero luego, muy serio, me encaré directamente a Krastiva con voz grave.

—Esto no es un juego, ni podrás escribir probablemente nunca un reportaje sobre esta historia, a pesar de que pueda ser un gran descubrimiento… —le pedí con tono apremiante—. Además, no sabemos cómo acabará… ¿Crees que podrías someterte a estas duras condiciones? —pregunté a la rusa, mirándola fijamente a la cara.

Por unos momentos, la guapísima profesional de la información, ahora con el semblante muy serio, sopesó lo que yo mismo acababa de exponerle con toda frialdad. En unos segundos se habían acabado las sonrisas. No resultaba fácil para su instinto de trabajo renunciar a escribir sobre lo que podría ser el mejor artículo del siglo, ¡qué digo!, del tercer milenio después de Cristo. Así las cosas, fiel a su estilo, siempre con suma habilidad, ella decidió no comprometerse de un modo decisivo.

—Prometo solemnemente no revelar información ni escribir sobre nada siempre que estemos de acuerdo los tres —prometió Krastiva con fervor—. Pero si cuando concluya esta aventura es posible hacerlo, sin riesgo para nosotros, entonces es posible que sí lo haga… Me gusta ser sincera… Ésas son mis cartas.

—Pero… —repliqué, lacónico, tras un breve silencio, casi en un susurro de súplica.

—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa —dijo con voz displicente.

Klug Isengard asintió.

—Al menos para mí, es suficiente con eso —repuso con un mínimo de satisfacción.

Respiré aliviado.

La conversación derivó más tarde a temas más convencionales, triviales en realidad. Habíamos dado por hecho que ésas serían las condiciones de nuestro particular pacto. Poco sospechábamos entonces que las circunstancias iban a jugar en contra, y tampoco que el resultado de aquella asociación iba a ser muy otro…