Krastiva Iganov
En las afueras de El Cairo, una bella mujer corría asustada por el arcén de la autovía que penetraba en la ciudad con sus largos y retorcidos tentáculos por la que discurría el fluido tráfico. Todo en ella evidenciaba que huía de una amenaza inminente. Su vestido aparecía desgarrado, y se tapaba sus turgentes pechos y los pezones rosados como podía con una mano, apenas cubiertos por un sujetador negro desgarrado, mientras con la otra aferraba una bolsa del mismo color que contenía, en apariencia, material fotográfico. Largos mechones de pelo, ya apelmazado y sucio, caían por sus enrojecidos hombros, cuya piel, blanca como la nieve eterna de los Alpes, había sido castigada con saña por el astro solar que reinaba sobre Egipto, retando al tiempo y a la historia de los hombres.
Unos llamativos ojos almendrados, de pupilas vedes como los oasis del Nilo, giraban en sus órbitas, mirando atrás como si las mismísimas llamas del averno fueran a alcanzarla de un momento a otro… Se encontraba lívida por el terror que sentía a flor de piel. Había perdido el tacón de su zapato derecho, y de ahí que avanzara a trompicones como una preciosa gata de Angora, coja y muy asustada, en busca de un refugio seguro.
El tráfico era ágil a esa hora por el cuádruple carril que se internaba en la populosa urbe de color arena, la cual daba cobijo a más de 17 millones de seres humanos que robaban así al desierto su lugar, para arracimarse en colmenas que el sol castigaba inmisericorde.
La mujer trató de parar a algunos de los numerosos automóviles que circulaban a gran velocidad, frente a ella, sin dejar de correr, y en un patético intento de huir de alguien o de algo que ya había quedado lejos. Pero ante la absoluta imposibilidad de conseguir su propósito, so riesgo de morir atropellada en un 99 por ciento de posibilidades, se dejó caer en el arcén y se cubrió la cara con las manos, sollozando demudada. Apoyó su valiosa bolsa entre unos prietos muslos que ahora enseñaban su marfileña piel. Estaba débil, vencida y triste. Tenía la mirada extraviada.
De repente, sin darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor desde hacía unos minutos, una mano oscura, con dedos largos se posó suavemente en su enrojecido hombro, que mostraba la marca de la ancha correa de la que pendía, antes de romperse, su bolsa negra.
Todavía apoyada en el áspero asfalto, lanzó un largo y desesperado grito:
—¡Nooooo!
El desconocido sufrió un sobresalto. Se apartó tan rápido como si hubiera recibido una descarga eléctrica en sus genitales durante un duro interrogatorio policial.
Tras su último desahogo vital de miedo y desesperación, ella se sintió sin fuerzas para oponer resistencia. Levantó la cabeza bruscamente y, por un momento, le pareció como si en su cerebro cesase toda actividad. La sangre dejó de correr por sus venas, y un frío gélido le subió por las piernas hasta la cabeza, en forma de un escalofrío que le congelaba todo el cuerpo. Las lágrimas dejaron de fluir por sus asustados ojos, que ahora brillaban como esmeraldas bajo el agua, y miró al hombre que, enfrente de ella, le sonreía mostrando sus buenas intenciones.
A lo largo de los años que había pasado en Oriente Medio, Krastiva, una mujer agresivamente independiente, había aprendido a diferenciar a la perfección los distintos rasgos raciales de cada país. Conocía numerosas tribus semitas y camitas de Palestina, Jordania, Siria y de los desiertos de Arabia Saudi, Egipto y Sudán. Quizás por esto, cuando levantó su mirada y contempló el rostro de tez oscura, anguloso, de ojos grandes color miel, su pánico se trocó en relajación y todos sus músculos abandonaron la tensión para permitirle recobrar el ánimo. Además, el desconocido vestía a la usanza europea con un pantalón negro de pinzas y una camisa color vainilla de manga larga, recogida en ambos antebrazos con desigual fortuna.
El bigote de él, espeso y negro como cola de caballo azabache, se arqueó al desplegar sus labios en una abierta sonrisa que tranquilizó un tanto a Krastiva. Después le tendió su mano, que ella aceptó sin más para incorporarse dificultosamente mientras le empezaba a hablar en un aceptable inglés.
—Señorita… Dígame, ¿qué le ha ocurrido? ¿Cómo es posible que se encuentre en un estado tan lamentable? —Se mostraba dubitativo mientras se acercaba de nuevo a ella, aunque manteniendo una educada distancia—. ¿Puedo llevarla a su hotel…? —Él tomó aire con los dientes apretados—. Tranquilícese, soy taxista, un honrado profesional del volante… ¿Ve? —Le indicó con la mano derecha el lugar donde se hallaba aparcado su automóvil, de un color azul oscuro. El motor rugía en silencio al ralentí, como un león del desierto al acecho, expulsando un humo marrón oscuro por su tubo de escape, y silbando igual que un «animal» urbano dotado de vida propia.
Krastiva no supo por qué se dejó llevar tan fácilmente después de las dramáticas experiencias vividas; quizás porque necesitaba tanto aquella providencial ayuda, que en sí parecía surgida de ninguna parte. Así que se decidió a confiar en aquel nativo que, al menos, le brindaba la oportunidad de huir más rápido. En Egipto, pocos son los taxis que llevan sobre su techo indicativo alguno que así lo demuestre, y el coche de aquel amable egipcio carecía desde luego de él. No obstante, la joven decidió dejarse ayudar, dando por bueno aquel auxilio en carretera. Una vez en pie, él la condujo de un brazo, con todo cuidado, con mimo, como se hace con una cervatilla herida que camina a duras penas cojeando, totalmente desvalida.
Cuando se halló en el interior del automóvil, y a pesar del calor reconcentrado y el aire cargado que apenas le permitían respirar, Krastiva se notó muy reconfortada, sin sentir apenas cómo penetraba hasta sus pulmones aquel desagradable olor a gasóleo recalentado. Se veía a salvo por primera vez desde que huyera desde la zona del Canal de Suez cinco días atrás, con el pánico oprimiéndole la garganta.
Se rebulló en el asiento trasero, y luego colocó su bolsa negra sobre su regazo, abrazándola, no tanto para protegerla como para cubrirse, avergonzada, ante el varón egipcio que, acomodado en el asiento del conductor, no podía evitar echarle alguna mirada por el rabillo del ojo de un modo discreto; pero eso sí, sin dejar nunca de sonreír.
—¿Dónde quiere que la lleve, señorita? —preguntó él con su prudencia habitual, aunque mirándola, apenas un segundo y en un irrefrenable impulso, tras girar la cabeza unos sesenta grados.
—Lléveme al hotel Ankisira, por favor —acertó a pronunciar ella con voz entrecortada y con su mirada fija al frente, sin atreverse a mirarle directamente.
Salah comprobó que tenía sus preciosos ojos humedecidos por la gratitud.
Todo el cuerpo de la rusa comenzó a temblar a medida que la tensión iba dejando poco a poco a una flacidez muscular, acompañada, a su vez, de pequeñas convulsiones. Poco después notó un frío intenso y las lágrimas de nuevo afloraron, resbalando por sus mejillas entre incontrolables hipidos. Más tarde cubrió su rostro con las manos y dejó que salieran de dentro de su atormentado espíritu, como aguas amargas que saben a hiel, el miedo y la indefensión que había sufrido durante los días pasados.
El conductor, que cada veinte o treinta segundos miraba a través del espejo retrovisor, procuró no correr. Según su opinión, era mejor que cuando llegara al hotel ya estuviese lo suficientemente repuesta de su particular drama como para no llamar demasiado la atención al pasar por el inmenso hall.
En el ínterin, el solícito taxista se mantuvo callado para permitirle desahogarse, haciéndose preguntas mentales mientras, impotente, escuchaba sus sollozos; pero sin conseguir ninguna conclusión lógica satisfactoria ante aquella dramática situación. El ruido del bullicioso El Cairo, el olor a especias y el calor sofocantes que abrasaban las fosas nasales, penetrando a través de ellas al respirar, se entremezclaban con el tufo que desprendía el cuero recalentado y el sudor ácido que iba dejando su marca indeleble en las ligeras prendas que ambos vestían.
Krastiva tiró de una cremallera y extrajo de un pequeño bolsillo exterior de su bolsa negra un paquete de pañuelos de papel. Con uno de ellos se sonó ruidosamente, tras limpiarse los surcos que las lágrimas habían dejado sobre sus mejillas como senderos trazados para abandonar su cuerpo.
Sus pómulos eslavos sobresalían bajo sus ojos, orgullosos y brillantes. Sus largos dedos, con algunas uñas rotas, revolvieron el cabello apelmazado y lo peinaron para ahuecarlo en lo posible, echando parte de él por delante de su hombro pudorosamente.
El conductor egipcio sonrió como lo hace quien conoce bien la coquetería de las mujeres. Ella se preocupaba por su aspecto, y eso decía muy a las claras que su autoestima empezaba a resurgir de dentro de su alma de mujer, y también que el espíritu de supervivencia, a pesar del sufrimiento pasado, no habría sido aún quebrado del todo.
—¿Se encuentra mejor, señorita? —le preguntó con suavidad, al verla parcialmente recuperada.
Ella miraba a través del automóvil, intentando escrutar a través de él, para asegurarse de que nadie los seguía. Sin embargo, todos los conductores que podía divisar desde su cómoda atalaya eran nativos, detalle éste que la tranquilizó en grado sumo.
Se sentía profundamente conmovida por aquella inesperada ayuda.
—Lo siento. —Se dirigió a él con gesto sonriente, para mirarle de un modo directo a los ojos por primera vez desde que la encontrara acurrucada en el arcén—. Creo que he sido una desagradecida… —Se excusó con un gracioso mohín—. No le he dado las gracias por recogerme, y ni tan siquiera me he presentado; y eso es sencillamente imperdonable… Soy Krastiva Iganov, fotógrafa rusa. Trabajo para la revista Danger… No sé qué me habría pasado si usted no se hubiera brindado a recogerme tan gentilmente… Me hallaba desesperada.
El taxista del país de los faraones sintió cómo aquellos ojos verdes, inteligentes y hermosos, le atravesaban el alma con una intensísima emoción, e incluso llenaban su cuerpo y su mente, sin que ya pudiera pensar en otra cosa que en volver a mirarla. Era sencillamente maravilloso ese ir dejándose embriagar por su voz, suave y dulce como un trino. La intensa ternura que le envolvía le hizo suspirar en dos ocasiones seguidas.
—No tiene importancia —respondió tras una breve pausa, avergonzado como un colegial que se enamora por primera vez. Después con voz más firme, aseguró—: Cualquiera lo hubiera hecho lo mismo que yo.
A Krastiva Iganov se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No crea, llevaba tiempo ya cuando me encontró… intentando que alguien se apiadase de mi situación e hiciese esto por mí… Pero no lo conseguí hasta que llegó usted. —Sonrió más ampliamente, con un gran esfuerzo de voluntad, dejando ver más sus dientes, blancos y perfectamente alineados—. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente.
—Bueno, bueno, no ha sido nada. Me alegra haberla podido ayudar… Verá cómo pronto olvida los malos ratos pasados y recupera el ritmo de su vida normal.
—Habla el inglés muy bien. —Le halagó—. No lo chapurrea como la mayoría de sus compatriotas. Estudió usted en Inglaterra… ¿Verdad que sí?
Salah intentó esbozar una sonrisa de complicidad.
—¿Cómo lo ha sabido? —le respondió el taxista, componiendo de paso su gesto afectado y fingiendo sorpresa—. ¿No será, además, de la KGB?
Los dos estallaron en grandes carcajadas ante la fina ironía, como si acabaran de escuchar el mejor chiste del mundo.
—Se ha reído. —Le señaló él, hondamente satisfecho por haberlo logrado—, lo cual demuestra que está mejor de ánimo. Así me gusta verla… Sí, estudié en Oxford, aunque sólo un par de años; luego hube de regresar, pues mi familia no podía pagarme ya los estudios. Mi padre había muerto y mi madre y hermanos necesitaban ingresos, así que… —Dejó la frase inconclusa, ya que resultaba obvio el resto de una historia personal mil veces oída en cualquier rincón del mundo.
Krastiva le dirigió una melancólica sonrisa.
—Algún día regresará… Ya verá, aún es joven… —manifestó ella con fervor—. No se resigne a su suerte. —Le animó porque estaba agradecida por la ayuda que le había prestado. Acto seguido le comentó, a modo de disculpa, con un tono tan dulce como embriagador—: Por cierto, no me ha dicho aún su nombre…
—Salah, me llamo Salah-ben-Ibah —respondió él con indisimulado orgullo, sacando pecho y recalcando bien cada sílaba.
—Salah… —Ella pronunció su nombre con respeto, lentamente, como temiendo contaminarlo con otra palabra que pudiera enturbiar su rotunda fonética—. Espero que volvamos a encontrarnos, que nuestras vidas se crucen de nuevo… Se lo digo de todo corazón… Es usted mi ángel de la guarda particular. —Esbozó una sonrisa encantadora.
Salah se mostró sorprendido.
—Comprendo el sentido de lo que dice… Yo, señorita, espero también que no se lleve mal recuerdo de Egipto… —repuso el taxista, nervioso—. Vuelva dentro de un tiempo y verá cómo lo que vea malo que le haya acaecido hoy se difuminará por completo en su mente y da paso a vivencias mejores…, Este es el país del Nilo, el país de los cambios profundos. —Dejó que fluyeran libres sus palabras, apenas sin control y desde lo más interno de su ser, que ya era un amasijo de músculos temblorosos.
—Volveremos a vernos —respondió la bella rusa con decisión. Después puso una mano afectuosa sobre el hombro derecho del profesional del volante.
El taxista sintió un alivio inmenso.
En ese intervalo, el veterano automóvil de servicio público se deslizaba entre el agobiante tráfico que fluía caótico como la sabia ácida y densa de un árbol milenario que mantenía la vida de cada gruesa rama, regando con generosidad sus extremos.
Salah torció a la derecha, y se situó bajo un gran dosel de piedras, sostenido por cuatro columnas de estilo egipcio que eran el portal externo del hotel Ankisira. Un gran estanque, con nenúfares flotando sobre la delgada capa de agua que lo llenaba, ocupaba un lugar preferente ante a la entrada, obligando al recién llegado a bordearlo.
Salah bajó primero, y luego se encaminó hasta donde un emperifollado portero, vestido a la europea, hacía paciente guardia en espera de clientes, y le susurró algo al oído. Inmediatamente, el empleado hizo un gesto con sus manos y un joven botones, de tez oscura que evidenciaba ser también nativo, corrió hasta él para recibir sus instrucciones. El muchacho se perdió en el interior de nuevo, para aparecer, minutos más tarde, llevando una prenda de un suave color azul entre sus manos, que rápidamente pasó a las del portero, y de las de éste, a las de Salah que, como si portara las vestiduras de una reina, se apresuró a entregársela a Krastiva. Abrió la portezuela y la miró tiernamente, con una sonrisa de satisfacción que iluminaba su cara y le confería a sus ojos oscuros una luz especial, igual que cuando el sol penetra en un brillante y éste, a su vez, relumbra con tal poderoso fulgor que fascina a quienes lo observan.
—Por favor, póngase esto antes de salir. Es un regalo «de la casa». Si vuelve a Egipto, pregunte por mí a cualquier taxista… Todos me conocen de sobra —le rogó, ofreciéndole a continuación su mano para salir.
Cuando Krastiva depositó su pequeña diestra, de largos y finos dedos blancos —como plata refinada por el mejor orfebre judío— sobre la de él, Salah, sintió que el gélido frío de las estepas rusas le congelaba la sangre en las venas, produciéndole un intenso placer, algo impensable a lo largo de su existencia. Por un momento onírico, hasta creyó que su piel iba a contagiarse del hermoso color blanco de la de ella; y cuando la retiró, una profunda tristeza le invadió, como si alguien le hubiese arrancado su mejor sentimiento.
Cuando estuvo ya fuera del automóvil, en pie, frente a la entrada del impresionante establecimiento hotelero, Krastiva apareció embutida en una vistosa túnica, de hechura egipcia, con doradas filigranas en su pecho y mangas, que le llegaba hasta los pies, donde un ribete dorado la remataba con indudable estilo.
—Gracias, Salah, sin tu ayuda. —Le tuteó por primera vez, y a él se le iluminaron los ojos—, aún estaría intentando llegar… Estaba desesperada, sin saber qué podía hacer.
—Ha sido un placer, señorita… ¿Estará bien? —le preguntó movido por un impulso. No deseaba alejarse de su lado, porque un sorprendente dolor le oprimía el pecho y, a su vez, la congoja le impedía hablar con la soltura de la que hacía gala habitualmente con toda la clientela del día—. Sea lo que sea lo que le haya pasado, intente olvidarlo cuanto antes, si es que puede… Se lo pido por favor.
Ella asintió tristemente.
—Está bien, aquí me conocen… ¿Sabes? Vengo a menudo a tu país. Siempre que vengo a El Cairo, en realidad. Y esto es cada dos meses… Oriente Medio es ya casi mi segundo hogar —sonrió ella con dulzura, pensando en las agradables experiencias vividas en la abigarrada y vieja capital egipcia.
—Entonces la dejo a salvo… He de seguir trabajando —le respondió Salah con una nota de queja en sus palabras, un lamento que iba implícito en el apesadumbrado tono de su voz. Seguidamente, mientras le entregaba una tarjeta y acercándose un poco más, le dijo casi al oído izquierdo—: Tenga, por si me necesita de verdad… Llámeme, por favor… Para usted estoy de guardia las veinticuatro horas del día, fiestas inclusive, por supuesto que sí.
Ella asintió. De repente, adoptó una actitud solemne.
—Lo haré, amigo mío, vaya que si lo haré; puedes estar tan seguro de ello como que mañana va a lucir el sol con fuerza. —Y entonces Krastiva se acercó a él y le dio un cálido beso en cada mejilla—. Gracias por todo.
El taxista creyó desmayarse.
Si no hubiese sido por el atezado color de su piel, ella le hubiese podido ver cómo enrojecía por completo, como si de un adolescente se tratara. La bella rusa se alejó, no sin girar la cabeza y levantar las manos a modo de saludo para despedirse antes de penetrar por la puerta del hotel.
Salah suspiró muy hondo, se introdujo en su taxi, arrancó y, tras devolverle rápidamente el saludo, se perdió entre el denso tráfico, como un elemento vivo más de las arterias de aquella macrociudad. Eufórico, se permitió dar rienda suelta a la íntima satisfacción que sentía. Es más, mentalmente hizo una promesa: «Por Alá que soy capaz de dar un año de mi vida si puedo verla de nuevo y estar con ella».
Vestida como iba, gracias a la extraordinaria amabilidad de Salah, Krastiva Iganov se sentía mucho mejor. Se encontraba ahora en el despacho del gerente del hotel, Abdel Hassan Ben Adel «el Diplomático», un hombre fornido, alto, que ya sobrepasaba la cincuentena. Su pelo, espeso y negro, mostraba unas pequeñas hebras blancas en las sienes. Vestía a la europea, con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata crema, con dibujos de pequeños jeroglíficos egipcios, en una mezcla que resultaba interesante por lo bien pensada. Su apariencia, en general, denotaba una dignidad que hacía confiar en él. Incluso su voz, profunda y bien modulada, inspiraba tranquilidad a cualquier cliente. Era un hombre de gestos untuosos y seguros a la vez.
Krastiva se había sentado en un amplio butacón, cuyos brazos eran esfinges egipcias que imitaban a la de Gizah, en madera dorada y laca negra. Enfrente tenía una mesa de madera de palo santo con incrustaciones de bronce dorado, cuyas hechuras evidenciaban su origen francés, con sus patas artísticamente talladas y arqueadas, que le separaba de Abdel Hassan. Este se hallaba instalado en su silla, idéntica a la suya, salvo por tener un respaldo más alto, en el que un relieve dorado mostraba una escena de Tutankamón sentado en el trono, y junto a él, su esposa Nefertari.
Las paredes del espacioso despacho eran en realidad grandes anaqueles de cedro, repletos de libros, los cuales desprendían un agradable olor —característico de esta madera cuando se ha cortado recientemente—, por lo que la joven rusa dedujo que al menos las estanterías acababan de ser instaladas no hacía mucho tiempo.
—Me alegra volver a tenerla entre nosotros, señorita Iganov. —El gerente se dirigió a ella desplegando una amplia y sincera sonrisa, y siempre con perfecto dominio del idioma inglés concretó—: Dígame, por favor, en qué puedo ayudarla.
Abdel Hassan Ben Adel disfrutaba cada vez que tenía la oportunidad de pasar unos minutos con aquella belleza originaria del inmenso país que fuera de los zares. El aire parecía impregnarse de su olor, llenarse con sus palabras cuando hablaba. Sin embargo, eran pocas las ocasiones en que esto sucedía, y quizás por esa razón, en estos momentos se deleitaba con su espléndida presencia, alargando el tiempo, conversando con ella, degustando su inesperado encuentro.
—Verá… —habló ahora Krastiva, segura de que recibiría inmediata ayuda por parte de él—. Acabo de sufrir una experiencia muy desagradable; en mi trabajo pueden ocurrir estas cosas… He perdido mi teléfono móvil, mi dinero y mis maletas… Lo he perdido absolutamente todo… —El gerente estaba perplejo—. Si fuera tan amable de permitir que me comunique con mi jefe, él se encargaría de suministrarme todas estas cosas, a lo sumo en un par de días.
Su rostro —un óvalo perfecto, de piel suave y tersa—, a pesar del cansancio y la tensión que aún acumulaba, aparecía, no obstante, tan sereno como siempre lo había visto; y sus ojos, levemente rasgados, y de pupilas verdes, lo miraban con intensidad, interrogándole a la vez que suplicaban.
—Por supuesto que sí, use ahora mismo este teléfono —le indicó el gerente del hotel sin más preámbulos, acercándole el que tenía a su alcance sobre la hermosa mesa escritorio—, y no se preocupe por nada más. Yo mismo me encargaré de que le entreguen la llave de la habitación que usted usa cuando se queda en nuestro hotel.
Ella agradeció la discreción por su parte. Era por esa razón que le denominaban El Diplomático. Sacudió la cabeza con una sonrisa de satisfacción cuando vio que Abdel Hassan se incorporó para abandonar su escritorio, sin dejar de sonreírle, y la dejó sola en la estancia.
Afortunadamente, la mente de Krastiva era como un gran archivo; no necesitaba agenda alguna. Aprenderse un número de teléfono era algo sencillo, y si éste era el de su «base de operaciones» con Viena, entonces no presentaba ninguna dificultad. Tenía por lo menos medio centenar de números telefónicos en su privilegiado cerebro.
Marcó los números y esperó a oír el tono adecuado. Al otro lado del hilo, una recia voz masculina respondió:
—¿Diga?
—¡Bradner! —exclamó la bella rusa con una sonrisa de oreja a oreja—. Por fin doy contigo… Bueno, es la primera vez que te puedo llamar en días.
—Krastiva… ¿Eres tú? ¿Cómo va tu reportaje?
—Bien, tengo el reportaje. Es como tú decías. Bueno, algo mucho más importante… —Le habló sin concretar más, por si alguien escuchaba su conversación—. Pero casi me cuesta la vida.
—¿Estás bien? ¿No estarás en un hospital? —quiso saber su jefe.
—No, tranquilo. Estoy bien… —replicó y dejó escapar un suspiro de alivio—. Sólo es que necesito algunas cosas. Estoy con lo puesto. No tengo ropa, dinero ni teléfono móvil… ¿Puedes enviarme esas cosas? —le inquirió, ansiosa.
—Desde luego que te lo mando ya. Mañana, antes del mediodía, lo tendrás ahí. Por cierto… ¿dónde estás? —preguntó él con tono apremiante.
—En mi «cuartel general», ya sabes… —Gerard Bradner, que ya conocía de sobra su peculiar modo de llamar a cada hotel, dedujo inmediatamente dónde se encontraba.
—Vete enseguida de ese sitio. No permanezcas ahí más tiempo del imprescindible… ¿Me oyes? —insistió con voz enronquecida por un excesivo consumo de tabaco.
—Estate tranquilo. Regresaré en un par de días.
El ceño de ella desapareció.
—Eso espero —repuso él con cautela.
—Y yo también —contestó en un susurro casi inaudible—. Nos vemos en la oficina.
Krastiva que, con la mano izquierda, sujetaba la correa de su bolsa negra, que ahora reposaba en el suelo, junto a la butaca que ocupaba, la miraba pensativa. Por primera vez se preguntaba si lo que había dentro era tan valioso como para jugarse la vida por ello. A fin de cuentas, una primera portada en su revista no sería sino otra más en su exitoso recorrido profesional… Sonaron dos golpes suaves en la puerta del espacioso despacho, y ésta se abrió dejando paso a la elegante figura de Abdel Hassan Ben Adel.
—¿Puedo entrar, señorita Iganov? ¿Ha terminado ya? —preguntó en tono afectuoso.
—Adelante, no sabe cómo se lo agradezco… Sí, por favor, ya he concluido.
—Aquí tiene —le dijo el gerente, alargando luego su mano, la que, con dos dedos, sostenía un sobre—. Es la llave de la 917, su habitación de siempre. Permanezca el tiempo que necesite. He dado instrucciones para que le lleven ya una cesta de frutas, champagne y un carrito con la cena… Así no tendrá que salir de su habitación —señaló con tacto—. ¿Qué le parece? ¿O tal vez prefiere ir al comedor para distraerse más? Usted verá…
—Es usted muy amable. Creo que me mima demasiado… No se preocupe por lo de la cena. Seguro que iré al comedor —le respondió, mucho más animada y haciendo un gracioso mohín.
—Como usted puede ver, nos gusta tenerla entre nosotros, señorita Iganov… Deseo que se encuentre lo más cómoda posible.
—Gracias de nuevo —contestó ella, levantándose a continuación para desaparecer camino del ascensor.
Una vez arriba, Krastiva preparó un relajante baño de espuma en aquella bañera importada de Italia. Se desnudó frente al gran espejo, que ocupaba casi toda una pared, y entonces se vio por primera vez a sí misma desde hacía casi seis días.
Su aspecto resultaba lamentable. Tenía varios moretones en los muslos y pantorrillas, así como arañazos, y su pelo, apelmazado y sucio, aparecía pegado a la cara como si le hubieran echado alquitrán. Además de eso, sus manos tenían cuatro uñas rotas y le dolía todo el cuerpo; pero estaba viva. Eso era lo único importante. Podía contarlo… Y no tenía nada roto; lo cual ya era mucho después de la angustiosa persecución que había afrontado.
Al pensarlo, sintió un escalofrío que le puso la piel de gallina. Después abandonó sus meditaciones y la detallada «exploración física» a que se había sometido. Se metió en la bañera con deliberada lentitud. Una sensación de calor y tibieza relajó por fin todos sus miembros. Se sumergió por completo en la hermosa bañera, y luego emergió con un suspiro de profundo alivio.
No supo cuánto tiempo pasó, porque cuando apoyó su cabeza en el borde y cerró los ojos, se quedó profundamente dormida. Cuando despertó, a causa de la baja temperatura del agua que se había ido enfriando, salió de la bañera, se enfundó en una gran toalla de agradable tacto y se secó el pelo frente al empañado espejo.
Alguien había dejado en la habitación una cesta de frutas, la cual adornaba la cómoda de la entrada, y junto a aquélla vio una champanera con una botella de champagne envuelta en un paño blanco, entre cubitos de hielo. Sabía que su precio en el mercado era de no menos de 110 euros. Todo le indicó, fehacientemente, que el servicio de habitaciones había cumplido el encargo de su gerente.
Al acercarse, vio que una copa, de fino tallo y cristal labrado de Bohemia, acompañaba a todo el conjunto. La descorchó hábilmente y un taponazo sonó, para permitir que un chorro de espuma blanca desbordase el gollete de la botella. Se sirvió un generoso caudal de Dom Pérignon —cosecha de 1996— con calma estudiada, tomando asiento después en el borde de la cama. Había llegado el momento de meditar sobre su situación y los nuevos peligros a afrontar…