Capítulo 2

El ídolo de los Templarios

El astro rey apuntó el horizonte de la Ciudad Eterna.

De nuevo tumbado sobre la cama king de mi habitación del Madison, y tras diez horas de relajante sueño, comencé a despertar al acariciar mi rostro los primeros rayos de sol de la mañana a través de unos visillos semiabiertos. Volví a dormirme, y luego, molesto, abrí los ojos, y me removí inquieto. Levanté un poco la cabeza, apoyándome en los codos, y me desperecé con gusto, igual que el gato de Angora de mi vecina londinense del apartamento de arriba.

Aún somnoliento me dirigí al baño.

El agua tibia de la ducha me terminó de despertar. Luego me enfundé el albornoz y me senté al lado de la cama, paralelo al ventanal que daba al exterior. En ese instante, una luz roja brilló intermitentemente, acompañada de un estridente sonido. Llamaban desde recepción.

¡¡Riiiinnng!!

Descolgué el auricular pensando que quizás les había pedido que me despertaran a determinada hora, aunque comprobé de un vistazo que ya era un tanto tarde para ello.

Signore Craxell, un chico tiene un mensaje para usted… —informó una voz masculina con tono indiferente. Después de una pausa, me preguntó—: ¿Desea que suba?

—Por favor… —le respondí, lacónico, al recepcionista. Lo hice mecánicamente, sin pensar demasiado en las consecuencias que aquella inesperada visita podría tener. No creí que fuera peligroso recibir allí mismo, en mi habitación, a un desconocido. «Un día de éstos, la curiosidad me matará», cavilé, esbozando a continuación una sonrisa tan fugaz como irónica.

Me puse un par de pantalones negros, de corte clásico, una camisa del mismo color y me calcé a toda prisa. Nada más tocar la puerta, abrí, y enmarcada en el umbral de la puerta, apareció la recia y alta figura del muchacho de una conocida empresa de mensajería, vestido con un mono rojo y verde, que con mano enguantada me tendió un grueso sobre amarillo, el estándar que dentro va acolchado con burbujas de plástico.

El chico tenía expresión alegre y respiraba vitalidad. —Es para usted, señor Craxell. Debe firmarme aquí— me indicó con estudiada educación, acercándome con la otra mano un bolígrafo de lo más corriente y una libreta llena de firmas.

—Por supuesto que sí —contesté entre dientes, con gesto impenetrable.

Firmé obedientemente y el joven mensajero desapareció, tras dedicarme una sonrisa cortés. Abrí el sobre destrozándolo con evidente ansiedad. Veinte mil euros, en billetes nuevos recién sacados del banco, y un folio bien plegado cayeron sobre el cobertor de la cama.

—Pero…, pero… —farfullé, incrédulo. No sabía ni qué más decir al respecto.

Después, más estupefacto aún, abrí la carta y comencé a comprender de qué demonios iba aquella historia.

Señor Craxell, como ya habrá supuesto, no he tenido valor para acudir a verle personalmente. Le envío el dinero que creo será suficiente, al menos de momento, para los gastos que le ocasionará mi petición; todo ello si decide aceptar ayudarme, naturalmente. La llave que le adjunto es una pieza clave en todo este asunto.

«¿Llave? ¿Y dónde coño está?», me pregunté a mí mismo. Vacié el sobre, o lo que quedaba de él, y entonces un objeto extrañísimo cayó de uno de los que habían sido sus ángulos. «Casi la tiro, con las prisas… ¡Una llave! Pues no he visto ninguna semejante en mi vida», cavilé un rato con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.

Le di vueltas entre mis nerviosos dedos en un examen que no me aclaró nada. Era un triángulo de bronce —como toda ella— que se elevaba sobre un círculo, y de la unión metálica, delgada y cilíndrica, salían unas finísimas varillas dentadas.

Volví a dar toda la atención posible atención a la carta, allí donde había dejado su lectura.

Abra la puerta del Árbol sagrado, allí donde reposa el servidor, el instrumento del castigo de Dios. No puedo decirle quién soy, ni desde dónde me comunico con usted. Sé que son razones más que suficientes para desconfiar, pero yo confío en su intuición profesional.

Y seguidamente, el texto pasaba a expresar un deseo que ahora, tras las enigmáticas frases anteriores, parecía ser una razonable petición.

Tome un avión para El Cairo, elija como hotel el Ankisira; allí le enviaré más información, y si me es posible, le visitaré. Como ha visto, dos personas relacionadas con Jet Djeser han sido asesinadas; de ahí mis medidas de precaución.

El misterioso autor de la misiva pedía abajo:

Ayúdeme, señor Craxell. Sólo usted puede llegar hasta Jet Djeser.

«Así que a alguien le sigue interesando este peligroso tema sobre 'el servidor del Árbol sagrado'. ¿El servidor del Árbol sagrado? Nunca oí nada al respecto», medité unos segundos, bastante dubitativo.

Un viaje a Egipto, ese país tan fascinante —pero excesivamente poblado con sus 64 millones de habitantes, a cuenta del poco terreno que deja el desierto— que, debido a mi profesión, suelo visitar a menudo, es siempre interesante. Cada vez que voy allí me aporta cosas nuevas, pues no en vano es el más grande yacimiento arqueológico del mundo. Pero había que ir a El Cairo por la brava, así, sin saber nada más… Sin embargo, por otra parte, debía continuar mi investigación por algún sitio.

Guardé la llave y la carta en uno de los bolsillos interiores de la americana azul que elegí, y en el otro metí los veinte mil euros. Más entero, bajé al hall del hotel, equipaje en mano —una maleta hecha a toda prisa, como pocas veces en mi vida—, para abonar mi cuenta en recepción, y salir pitando a la calle en busca de un taxi.

El sol, ese sol romano tan especial, que siempre consigue elevarme el ánimo, brillaba un día más para mí, esplendoroso.

El taxista de turno, de modales toscos y rostro atezado, condujo con la habitual pericia y temeridad propias de su gremio en la Ciudad Eterna y, tras la carrera, llegamos al aeropuerto de Fiumicino. Sin mediar más palabras que las mínimamente imprescindibles al caso, pagué lo que marcaba el taxímetro, y le añadí, sin dudar, una generosa propina.

Aquí iba a comenzar mi particular odisea; claro que con tan abundantes aportaciones económicas y una cuenta milionaria como respaldo, aquello más se parecía a unas doradas vacaciones que a un arduo y peligroso trabajo…

Compré un billete de primera clase para El Cairo, facturé mi maleta, y luego me fui directo a la cafetería, a esperar que nos llamasen por la megafonía del aeropuerto para embarcar mientras degustaba un zumo hecho con tres naranjas rojizas, las deliciosas sanguinas de Sicilia, todas de mediano tamaño.

La abigarrada capital de Egipto aparecía ante mis ojos una vez más, para recordarme su desproporcionada inmensidad. Mis sentidos, habitualmente embotados, despertaban para captar el olor, el calor, e incluso el ruido, diferentes a los que emitían las capitales europeas. Su característico color arenoso, sus interminables avenidas y los millones de seres humanos pululando por ella como hormigas, me hacían sentir pequeño.

El Ankisira era un altísimo y cilíndrico edificio, uno de los primeros rascacielos que tuvo la ciudad. Pertenecía a una famosa cadena de hoteles cuyo sello garantizaba no sólo la comodidad, sino también el lujo de verdad. No obstante, yo nunca me había hospedado en él.

Cuando la profesión que se ejerce, como la mía, exige discreción, este tipo de hoteles tan ostentosos son precisamente los que se evitan siempre. Quienes coleccionan valiosas obras de arte antiguo no desean ningún tipo de publicidad, sino adquirir la pieza en cuestión con la menor trascendencia posible; sobre todo teniendo en cuenta la dudosa procedencia de algunas de ellas…

En el exquisito y gran mostrador de recepción —que simulaba la puerta de un palacio de las mil y una noches— un empleado, vestido a la europea, con camisa blanca, chaleco verde, pantalón negro y una pajarita que parecía querer asfixiar el cuello de su dueño, desplegó la mejor de sus sonrisas para proceder a mi alojamiento. En un correcto inglés, el recepcionista comenzó a interrogarme con las preguntas de rigor para llenar mi ficha de nuevo cliente.

Tomé una habitación, la número 916. Un botones me acompañó hasta el ascensor, llevando mi maleta en una mano, y pulsó el noveno piso. El habitáculo era amplio, con vistas al Nilo, que aún hoy en día sigue siendo la arteria principal de Egipto y cruza El Cairo, orgulloso, con pleno dominio sobre la ciudad.

Había transcurrido la mayor parte del día y el horizonte comenzaba a cubrirse de bellos colores, escogidos por la magistral mano de un artista invisible que parecía ir dando pinceladas, de rojos, naranjas y amarillos, a un cielo que, como era lo habitual, poco antes aparecía intensamente azul.

La luz se iba retirando discretamente y la oscuridad de la noche, tímida, hacía su aparición para adueñarse definitivamente de las milenarias tierras del Nilo. Desde los minaretes de las mezquitas sonaba la voz grabada de los muecines, llamando a la oración de los fieles sobre el insistente runrún de la gran urbe.

Tras lavarme las manos con un caro jabón de frutos rojos, subí a la planta 14, donde se ubicaba uno de los restaurantes en los que servían un extenso y apetitoso bufet. Elegí una mesa junto a uno de los grandes ventanales que, a modo de transparente pared, permitían observar una amplia panorámica de la ciudad, con las famosas pirámides de Gizah al fondo. Había ido cogiendo un poco de pollo, algo de ensalada, una jarra de refresco de un indefinido color rojo anaranjado y varios postres. La cena solía ser, junto con el desayuno, mis dos comidas rituales; disfrutaba saboreando cada bocado, cada sorbo.

La ciudad ya se hallaba iluminada, y la noche le confería, si cabe, aún más misterio. Ante mí se extendía la zona más seductora, la que le daba la imagen más bella y estereotipada a El Cairo; de tarjeta postal, vamos. La otra cara es la que nos ofrece una urbanización caótica, además de un tráfico realmente infernal.

Grandes palmerales se entremezclaban con las características y míseras chozas de adobe —con sus ocupantes sufriendo las feroces mordeduras de los piojos, en zonas donde se elevan vaharadas de pestilencia— que alternaban con los edificios lujosos y ostentosamente iluminados. Éstos luchaban contra las viejas y grandiosas mezquitas, en un postrero intento de arrebatarles un protagonismo conseguido a lo largo de sangrientos episodios. Era una prominencia que las viejas culturas se negaban a pagar como precio, a cambio de una época de modernidad tecnológica.

Los hoteles eran los nuevos templos de un tiempo hedonista, en el que el acomodado turista disfrutaba observando la miserable vida que, como maldición seca y amenazadora, se abatía, consumiendo sus días, sobre el habitante de una nación orgullosa de su ancestral herencia, y cuya aureola de perenne misterio cubría a través de los siglos la vergonzante realidad del hoy.

En el ínterin, y sin darme cuenta, comenzaba a ponerme nervioso, pues los dedos de mi mano derecha golpeteaban rítmicamente la mesa como exigiendo a un ausente interlocutor su atención más inmediata. Había destrozado la armónica composición del plato y comía con fruición, en un absurdo intento por acelerar el minutero.

Una extraña desazón me invadía por momentos.

Di por supuesto que el anónimo cliente, que aún suponía vivo y coleando, ya se encontraba en la ciudad, quizás incluso en el mismo salón restaurante que yo… Levanté la mirada, fruncí el entrecejo y finalmente observé a mi alrededor, reticente. Hice un discreto reconocimiento sin, a mi juicio, localizar al personaje que guardaba su identidad con tanto celo.

Una mujer gruesa, con un horrible vestido de colores chillones y grandes flores estampadas, devoraba un plato de carne con una generosa guarnición de patatas. Lo hacía frente al que supuse sería su esposo, un hombre también entrado en carnes, de pelo abundante y blanco. Este individuo era la viva imagen del resentimiento. Resultaba harto evidente la imposibilidad de que cualquiera de los dos pudiera ser un experto en antigüedades, gente capaz de invertir cantidades de dinero tan generosas para conseguir un fin tan loable como sencillamente fantástico. Les dirigí una mirada glacial.

Detrás de mí, dos mesas más allá, cuatro jovencitas un poco horteras daban la nota al reír intermitentemente. Su conversación, de alto voltaje erótico, giraba en torno a los atractivos físicos del guía de su grupo. Así pues, las descarté en cuestión de décimas de segundo. Cerca de ellas estaba situado un anciano de edad un tanto indefinida. ¿Ochenta, ochenta y cinco años tal vez? Comía en silencio, en compañía de un hombre maduro de refinados modales, pero ofrecía una mirada vacua, carente de toda emoción. Eliminé de mi lista de espera mental a este serio aspirante a entrar pronto, como cliente, en una funeraria, y he aquí que su acompañante tenía el inequívoco bastón blanco apoyado en una silla, sobre la moqueta. Así que me armé de paciencia. Seguí paseando mi escrutadora mirada, ahora sin ningún disimulo.

Sólo cuatro personas más cenaban en aquel amplio comedor, que aparentaba ser más espacioso por lo vacío que se encontraba. Dos resultaron ser un típico matrimonio japonés, que, de pie frente al inmenso ventanal, grababan en sus sofisticadas cámaras de vídeo el espectáculo que se ofrecía a sus rasgados ojos. Los otros eran dos camareros que, en una mesa apartada, comían de pie, disimulando en lo posible su acción, mientras cuatro de sus compañeros se paseaban con su brazo izquierdo doblado delante de su chaleco de fieltro.

El cielo, estrellado, mostraba un mar de titilantes estrellas que, a modo de luces, semejaban diminutos brillantes encendidos para alumbrar a la nación más vieja del continente africano, frontera natural entre África y Asia. Los pináculos de las pirámides, como centinelas eternos, guardaban los límites entre los dos mundos. Para decepción mía, no veía nada fuera de lo común a cualquier noche en la gran capital cairota.

Aburrido, me retiré un tanto cabizbajo a la 916, pensando en que quizás iba a necesitar más paciencia de la que solía hacer gala por costumbre.

Entré en mi habitación, y sobre el cobertor de la cama, casi camuflado entre sus dibujos geométricos, jugando a perderse entre ellos, vi un sobre bastante abultado que de inmediato llamó mi atención. Palpé su contenido antes de abrirlo, y llamé a recepción. Una agradable voz femenina me respondió en un correcto inglés, aclarándome que nadie había dejado recado alguno para mí, ni había siquiera hecho mención de mi nombre. Le agradecí la información y colgué el auricular.

Así pues, mi misterioso cliente había penetrado en mi habitación subrepticiamente, para dejar aquel sobre encima de mi cama. Dentro del mismo encontré un trozo de yeso toscamente tallado que me recordó vagamente el que me enseñara Lerön Wall en Londres. Era un grabado en tinta china sobre un amarillento papel, y con el dibujo de un árbol, exquisitamente dibujado por cierto, y un pequeño trozo de papel garabateado con una prisa evidente; el cual mostraba a las claras que había sido escrito con gran nerviosismo por parte del autor.

Contactaré con usted. Permanezca aquí.

Al menos, ahora sabía a qué atenerme.

¿Qué significaba aquel dibujo, gastado por el tiempo, que parecía haber pasado por numerosas manos? Y además, ¿qué tenía que ver con aquella burda copia del trozo de friso egipcio que Lerön le robara a Casetti? Con él en las manos, tirado sobre la cama, me adormecí entre tantas dudas que asaltaban mi mente.

Unos golpes secos contra la puerta me despertaron bruscamente. Abrí los ojos y salté de la cama. Sólo entonces advertí que me había quedado dormido con la ropa puesta. Palmeé mis pantalones, estiré la camisa, en un intento por aparecer medianamente presentable, y fui a abrir. Di por hecho que un camarero, con modales nada correctos, era quien se atrevía a interrumpir mi placentero sueño.

Cuando lo hice, una figura masculina, de mediana estatura y entrada en carnes, se recortó contra el umbral. El desconocido sudaba copiosamente, y miraba a todos los lados con gran nerviosismo, pasándose el dorso de la mano por la frente para evitar que el agua expulsada por los poros sobrepasara sus bien pobladas cejas.

—Soy la persona que está esperando… Permítame pasar, por favor —habló con voz grave e insegura. Se hallaba asustado y excitado a un tiempo.

—Adelante, adelante… —acerté a pronunciar, cogido por sorpresa.

Cerré la puerta y mi asustado visitante quedó parado al borde de la cama, mirándome de hito en hito. Vestía ropas de calidad, y su reloj de oro, así como el tamaño del diamante que, en solitario, adornaba su mano derecha, hablaban a las claras de una solidez económica. Tenía las características redondeces pálidas y blandas de esas personas que siempre dan cuenta de una buena mesa y nunca hacen ejercicio físico.

Por fin tenía enfrente a mi enigmático cliente. Se me ocurrían varias preguntas que flotaban en mi cerebro sin respuesta lógica, pero preferí dejar que él tomara aire. Era más que evidente que estaba muy angustiado, y necesitaba regular su respiración.

—Se preguntará… quién soy yo… por qué estoy tan alterado… y algunas cosas más… —Rompió a hablar de una manera entrecortada, desplegando una forzada sonrisa para relajar la tensión del momento—. Me llamo Klug…, Klug Isengard. Soy anticuario. Tengo una afamada tienda en el centro de Viena y colecciono piezas de arte antiguo; de ahí mi interés inicial en este asunto que ha cobrado tintes sangrientos.

—¿Inicial? —Me oí decir, extrañado, mientras arqueaba una ceja en señal de sorpresa. El detectó en mí una nota de escepticismo.

—Inicial, puesto que… Bueno, será mejor que empiece por el principio… —aseguró el austríaco con voz queda, aunque enseguida recuperó su nerviosa vivacidad al seguir hablando—: Como usted supondrá, los anticuarios de las ciudades más importantes de Europa nos conocemos más o menos bien, y aunque de cuando en cuando nos hacemos algunos favores, también nos hacemos algunas faenas… —Rió levemente, para marcar con esta ironía lo imperfecto de su «amistad» profesional—. Ya ve que le soy sincero del todo… Hoy día, gracias a Internet, es mucho más fácil acceder a colecciones privadas y conocer piezas que incluso ya se daban por perdidas. Así fue como contacté con tres de mis colegas, en Madrid, Londres y Roma. Teníamos un nexo en común. Los tres íbamos tras una leyenda… —Le acerqué un vaso de agua y una pequeña toalla, pero sin interrumpir su relato. Yo lo miraba sentado en una silla, con mi cabeza apoyada sobre mis manos que abrazaban un respaldo, totalmente embebido por la atmósfera de excitante misterio que él creaba, igual que si de un cuentacuentos se tratara. Se sentó en la cama, y luego tragó el agua con avidez, para continuar su historia sin inmutarse—: Al principio era como un juego, supongo que estas cosas siempre comienzan a modo de una inocente distracción, pero poco a poco, uniendo nuestras pesquisas y las piezas conseguidas, como cuando se van encajando los trozos de un rompecabezas, se fue presentando ante nosotros la posibilidad de que lo que parecía una leyenda resultara ser una realidad, un secreto milenario que podía irritar a poderosos estamentos sociales sólidamente establecidos desde hace muchos siglos… Así que decidimos juntarnos en Roma; pero dos días antes, Lerön Wall fue asesinado en Londres, como bien sabe, y dos días más tarde, le sucedió otro tanto a Pietro Casetti. —Isengard perdió la compostura y la pena contrajo su rostro—. Puestas así las cosas, me abstuve de viajar y me refugié en una casita que poseo junto al lago de San Wolfang, en previsión de un posible ataque contra mi persona. De momento y tras contactar con usted, he conseguido no ser detectado. Eso creo… —deseó por un momento, soltando después un suspiro de alivio.

Aquello despertó mi curiosidad.

—¿Cómo supo de mi existencia? ¿Debo suponer que se lo comunicó previamente el señor Wall? —inquirí, preocupado.

—Me avisó de que iba a ir a verle —respondió al cabo de un instante— y le entregaría el trozo de friso y las fotografías que le había hecho. Tenía inmejorables referencias suyas, señor Craxell… —Me miró matizando de esta manera su halago, que al instante agradecí con una leve inclinación de cabeza—. Di por hecho que sus primeras averiguaciones las realizaría en Roma, y por eso seguí a Casetti desde su domicilio. No me atreví a contactar con él por miedo a ser descubierto. Después hice otro tanto con usted. Por cierto, debo decirle que me hizo caminar más de lo que yo hubiera deseado, señor Craxell. Lo demás ya lo sabe.

El veterano anticuario interrumpió su explicación y fijó su mirada en mí, expectante, a la espera de mis preguntas. Comprendí que se sentía desvalido. Por su cara, mofletuda y brillante ahora a causa del copioso sudor —mezcla del miedo y la tensión acumulados—, resbalaban chorrillos de agua procedentes de su cabellera. Humedecido su rostro como el de un niño asustado, veía en mi persona su salvación, la solución a todos sus acuciantes problemas.

Esbozó una sonrisa que en realidad enmascaraba su miedo.

Isengard hablaba atropelladamente, condensando cuanta información disponía a fin de presentármela lo más detalladamente posible. No se daba cuenta de que así, resultaba imposible «digerirla». No obstante, de aquel nuevo asunto en que me estaba metiendo saqué una idea bastante clara.

Llegado este momento, el anticuario retomó su perorata, y más entrecortadamente aún, siguió con su interminable discurso.

—Además… —balbuceó con voz temblorosa—, además, sin ser nuestra intención, fuimos desvelando algo que nos hizo estremecer, un… pero no, no, no me creería… —Interrumpió su explicación, bajando la cabeza y gesticulando con sus manos aparatosamente, dando a entender la impotencia que sentía para hacer valer sus argumentos.

—Créame, señor Isengard… He tenido ocasión de conocer asuntos aparentemente inexplicables, peticiones que más se asemejaban a locuras fermentadas en una mente enferma. Incluso he debido escuchar los desvaríos de más de un megalómano que pretendió ser un antiguo faraón, y encima con la disparatada pretensión de recuperar el trono de Egipto, para así devolverle su gloria pasada… Fíjese al extremo donde llegan algunos paranoicos… No, no me escandalizará usted. Hable, hable sin ambages. Le escucho con toda atención —le apremié con energía, insuflándole la necesaria confianza.

—No, esto no…; esto es increíble… Hasta yo, a veces pienso… Bueno, verá… —Klug no se decidía a hablar, parecía aterrado, por lo que aún tuve que ayudarle usando de mi gran paciencia.

—Inténtelo al menos, que yo estoy de su parte. Aquí estamos a salvo —dije en tono relajado, abriendo mis brazos e intentando abarcar el espacio en el que nos hallábamos—. Créame, estamos seguros; al menos, de momento.

Tras dejar escapar un profundo suspiro, él extrajo entonces una pequeña fotografía, y me la acercó con mano ciertamente temblorosa. Resultó ser de una estatua de Amón-Ra, el carnero con el dios solar de Ra entre su enroscada cornamenta.

—¿Amón-Ra…? ¿Qué tiene que ver? —pregunté con ansiedad—. De verdad que no entiendo nada, oiga. —Mi sorpresa era más que evidente.

Isengard sacó de nuevo, de un bolsillo, lo que parecía ser una estampa religiosa más, y luego la puso en mis manos.

—¿Sabe quién es? —me preguntó con tono apremiante.

—Por lo que deduzco, parece una imagen católica, pero ignoro de qué santo… Cada vez me hallo más perdido. Le aseguro que mi confusión va en aumento —reconocí ante él.

—Mire ambas fotografías. Compárelas… —insistió él, algo malhumorado—. ¿Ve algún nexo entre ellas?

Observé las dos impresiones a todo color que tenía entre mis manos, y después levanté la cabeza para mirarle, torciendo el gesto para indicarle mi total ignorancia.

—No, no veo qué relación han de tener. Como no me lo explique usted… por favor… —le pedí en tono lastimero, entregándole a continuación ambas imágenes.

Mi interlocutor se incorporó cobrando una seguridad que ahora era plena. Si no le hubiese visto temblar, habría creído que era otro, y nunca el gordo y sudoroso Klug que apareciera en la puerta de mi habitación tan alterado.

—Observe el disco solar de Ra y compare con… —Apuntó con el índice derecho el círculo dorado que aparecía tras la cabeza del supuesto santo católico—. Es el mismo símbolo… ¿Qué le parece?

—Vamos, vamos, señor mío. —Reaccioné incrédulo—. Esa es una similitud muy forzada.

—¿No me cree…? Vea ahora estas dos fotografías —dijo raudo, sacando otras dos de un bolsillo de su arrugado pantalón—. Dígame… ¿Quiénes son?

Miré con atención, y enseguida ofrecí mi opinión.

—Aquí aparece Isis con Horus niño, y aquí, María con Jesús niño… No me diga que… —Dejé mi objeción inconclusa.

—Sí, las dos son Isis… Una, tal cual fue creada en y para Egipto; la otra, es una Isis camuflada para ser adorada; pero sin que resulte evidente su identidad. —Aún extrajo de su pantalón otra instantánea más—. Mire, mire, es la Trinidad egipcia… ¿Sabe cuál es el dogma más importante de la Iglesia Católica?

—Bueno, sí, la Trinidad, claro, pero…

—Pero nada. —Klug Isengard me interrumpió tajante. No me gustó su tono perentorio—, sólo es la continuación de la poderosa Orden de Amón. Antes lo fueron otras.

Resoplé con fuerza antes de expresar mi opinión con firmeza, sin cortapisas.

—Todo esto comienza a parecerme una locura, la elucubración de alguna mente visionaria —dije con voz solemne.

Klug sonrió condescendiente, y luego comentó en voz baja:

—Ya le advertí que no me creería… Sin embargo, dos personas han muerto y nosotros somos las próximas víctimas… Casetti lo sabía, y por eso decidió abrir una cuenta con prácticamente todo el efectivo que tenía para que usted pudiera hacer frente a su potente enemigo… Ni se lo imagina, señor Craxell… Este enemigo es ni más ni menos que la mismísima Iglesia Católica Apostólica Romana, o debiera decir mejor la Iglesia de Amón, para ser más preciso.

Yo, literalmente atónito ante lo que acababa de escuchar, miraba boquiabierto al experto anticuario vienés.

—Discúlpeme, pero es que esto me supera realmente… No esperaba encontrarme ante algo tan… tan… No sé ya ni cómo definirlo… Tendría que ampliar su explicación, matizarla más para que pueda comprenderla en toda su magnitud. —Le pedí con estoicismo. Noté que me empezaban a sudar las palmas de las manos.

La pesada humanidad que soportaba no parecía obstáculo ahora para mi enigmático benefactor. Cuando parecía que nada podía sorprenderme ya tras sus explosivas declaraciones, metió sus dedos, cortos y gruesos —que apenas dejaban espacio entre sí—, en la parte interna de su camisa, que ahora mostraba grandes manchas de humedad que desprendían un olor a sudor ácido, y extrajo un reblandecido grabado que sin duda había conocido tiempos mejores. Me lo enseñó con aire triunfal, esta vez sosteniéndolo entre sus regordetas manos.

—¿Qué ve ahora, señor Craxell? Piénselo bien antes de responder. Las apariencias engañan —aseguró con marcada ironía.

Ante mis ojos, arrugado y mojado, tenía un exquisito trabajo realizado por algún hábil artesano altomedieval. Calculé que su precio podría poner los pelos de punta de cualquier experto en costosas adquisiciones; de esas que se ven en una subasta de, por ejemplo, la galería Sotheby's.

—Es una representación de Amón tal como lo veían los griegos y los egipcios de la era ptolemaica, con patas de cabra —solté sin pensarlo. Cualquier entendido se hubiera sentido ofendido por aquel absurdo grabado de negros y seguros trazos.

—Échele otra ojeada. Préstele mayor atención, y seguro que enseguida encuentra otra época posterior en que esta imagen resultó ser adorada por alguna orden de gran relevancia… ¡Vamos, vamos! —Me apremió—. Se lo he puesto fácil… Créame. —Sonrió satisfecho por haberme logrado pillar por sorpresa.

Repasé mentalmente largas etapas de la Historia: Roma, los druidas celtas… Desde luego, en la Iglesia Católica no encontré absolutamente nada que se le pareciera ni de lejos. Me hallaba perdido, pero mi orgullo profesional me impedía reconocerlo.

—Veo que habré de decirle abiertamente de quién se trata… —Mi inefable visitante jugaba como un niño travieso que ha encontrado por fin algo desconocido para un padre, y disfruta con el juego de las adivinanzas—. Es Baphomet. —Pronunció su nombre con estudiada solemnidad, marcando mucho cada sílaba.

Fue entonces cuando en mi mente se abrió paso la razón, como si un velado conocimiento rasgara la niebla mental que lo ocultaba a mi entendimiento. ¡Claro! ¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Baphomet! Era el ídolo de los templarios… ¿Y qué tenía que ver con Amón?

—Sí, como usted sin duda está deduciendo. —Me halagó una vez más—, Baphomet, el ídolo de los templarios que dominaba a la serpiente, no era sino Amón dominando a la serpiente Apofis. La Iglesia Católica, o más bien el gran sacerdote de Amón-Ra del momento, decidió retomar su adoración tal y como se desarrollaron en sus antiguos templos de Egipto. … Bajo su sombra creó la orden templaría.

—Pero más tarde la propia institución católica los ordenó destruir… —dije después de respirar hondo—. No comprendo aún adonde diablos quiere llegar…

—Se volvieron peligrosos, ya que el sacerdote de Amón-Ra compitió con el Papa, que hasta el momento sólo era un hombre de paja que gobernaba cara a la galería, y puso en peligro toda su mastodóntica estructura. Pero volvieron a aparecer los símbolos, si bien ahora perfectamente camufladas. —Klug, como un moderno «cicerone» que me guiara a naves de la turbulenta epopeya humana, cobraba importancia, elevando el tono de su voz, y puesto en pie. Lo miré aún más sorprendido—. San Jorge y el dragón cumplieron con su papel… —Hizo una pausa—. Un hombre con un disco solar Iras su testa dominaba a un Apofis que, con varias cabezas, seguía siendo el símbolo del mal, del ultramundo.

Me encontraba literalmente atónito por las elucubraciones de aquel hombre que, sin embargo, tan razonables parecían por él expuestas con tanto énfasis. Cuando conseguí retomar el control de mí mismo y poner en funcionamiento mis aletargadas neuronas, tan solo acerté a preguntar con voz queda:

—¿Me está usted diciendo que lucha contra nosotros nada menos que la mismísima Iglesia Católica, con todo el poder político-económico que ésta posee?

Su rostro permaneció impasible, como una respuesta positiva que le aterraba formular conjugando las palabras. Ante su silencio, le miré de nuevo y reflexioné en alto con una exclamación que me abrasaba la garganta.

—¡La iglesia más poderosa del hemisferio occidental!

Percibí de pronto, como nunca antes en mi vida, el olor acre del miedo.

—Si usted se echa atrás, el mundo seguirá perteneciéndoles, y aun así, nos perseguirán a ambos hasta eliminarnos. … No pueden permitir que se revele al mundo su, a todas luces, maquiavélico juego. —El rostro de Klug Isengard se contrajo con una sonrisa cruel.

—¿Y qué salida tenemos? —pregunté con voz hueca—. Nos matarán de todos modos —admití a regañadientes.

—No —dijo con voz ahogada—. Hay un medio de salvación, se lo aseguro, y por ello murieron mis dos colegas… Nuestra investigación estaba muy avanzada.

El anticuario nacido en la República de Austria había vuelto a andar, y ahora, tras acercarse a los ventanales, para echar las pesadas cortinas verde oscuro, se volvió y me habló en un susurro casi inaudible, como si alguien pudiese oírnos.

—Mire, si hallamos la entrada al inframundo —sentenció sin vacilar—, donde se encuentra el friso al que pertenecen los símbolos que le mostro Wall en Londres, entonces penetraremos en él y superaremos todas las pruebas, tal como hacían en secreto los antiguos Peraás[1] de Egipto, e incluso le diría que seremos parte de su orden… No podrán entonces tocarnos ni un pelo. —Advertí en sus ojos una maligna expresión de triunfo—. Eso siempre que cumplamos, claro está, con el juramento de no dar a conocer su secreto.

—Habla usted de superar pruebas como si de un juego de la búsqueda del tesoro se tratase, pero no creo que sean tan sencillas como para que cualquier hombre las pueda pasar sin ninguna dificultad —inquirí con escepticismo—. ¿Cree que somos como Indiana Jones en sus películas? —pregunté con tono de protesta.

—De hecho —añadió Klug—, algunos aspirantes a faraón y a Papa, no pudieron hacerlo, y hubieron de ser reemplazados por otros; en ocasiones, por otras… ¿Recuerda a Hatshepsut?

—Creo que, antes de nada, debería usted ponerme al día en cuanto a sus conocimientos sobre el tema se refiere. ¿No le parece? —repliqué con cierta brusquedad.

El asintió con gesto de aprobación.

Durante las dos horas siguientes, Klug Isengard me puso en antecedentes mostrándome cómo la cruz católica había sido hábilmente introducida en el culto pseudocristiano, proveniente primero de la llave ansada del poderoso país del Nilo y anteriormente originario de la Tai de Tamuz, el dios amante de Istar, la diosa madre de la fecundidad babilónica.

Siempre según el anticuario, de ella se había derivado la diosa Isis, con Horus niño en brazos, y de ésta, a su vez, la más famosa Virgen María con el niño Jesús en brazos. Son las tres, por cierto, vírgenes según el dogma, a pesar de haber partido las dos primeras a un solo hijo, y la tercera a hijos e hijas, cuyos nombres aparecían en la Biblia, y que los dignatarios católicos habían ocultado a la vista de sus fieles con taimada astucia, para asemejarla a las anteriores.

Explicar que un primogénito había sido concebido por Dios —sea éste Bel, Osiris o Yahvé—, ya resultaba complicado; pero que después esto se hubiese repetido en varias ocasiones ya era del todo imposible de encajar si se la quería mantener a la Virgen María a la altura de Isis o Ishtar.

Aquello parecía más bien una empanada mental y, además, de las gordas.

Ante mi imaginación pasaron, en rápida sucesión, las estampas y fotografías de numerosos santos y dioses olvidados, conocidos o no, que mantenían una relación con Amón, Apofis y Ra. Las palabras retumbaban en mi cerebro y mis venas, hinchadas como nunca en mis sienes, trabajaban a un ritmo desmesurado para regar mi masa encefálica y permitir a mi materia gris el asimilar la condensada información que llegaba hasta mí a borbotones.

Un subyugante halo de misterio rodeaba aquella inaudita historia, aparentemente incongruente, en la que, sin embargo, las piezas parecían encajar cada una en el lugar en que Klug las colocaba. Quizás era sólo una sensación, pero el aire resultaba ahora más húmedo y pegajoso. Como si del mismo histrión se tratara, el austríaco que tenía frente a mí movía sin parar sus brazos y manos, gesticulando, escupiendo las palabras como si las disparase. Quería librarse de un peso que lo agobiaba.

Me dirigió una mirada reprobatoria y con gesto ceñudo se dirigió a mí, aumentando el volumen de su voz para llamar más mi atención.

—¿Comprende algo de lo que le estoy explicando, señor Craxell? —preguntó con tono quejumbroso. Parecía enfadado y preocupado, al mismo tiempo que se echaba hacia delante.

Rememoré a marchas forzadas que, cuando yo era apenas un adolescente, mi padre solía decir que era un soñador, ¡y encima de los peores! Debo admitir que era cierto. Al menos en parte, y es que si algo acaparaba mi atención, sólo tenía ojos y oídos para ello, dejando atrás todo lo demás por importante que fuera.

No obstante, en esta ocasión no era así. Trataba de reemplazar en mi mente, a velocidad casi supersónica, los típicos tópicos y los dogmas que se dan por verdaderos cuando nos los enseñan de pequeños y sustituirlos por los datos que el cerebro del gordo anticuario me «disparaba» como si fuera una ametralladora.

Así las cosas, la composición resultante me llevaba a conclusiones que antes pudieran parecer absolutamente disparatadas y que ahora, sin embargo, se me revelaban completamente lógicas y razonables.

—Discúlpeme, señor Klug —le respondí, tras una pausa y en medio de un hosco silencio, haciéndole ver que, muy al contrario, mi mente se hallaba receptiva y abierta. Estaba totalmente dispuesto a asimilar unos datos tan relevantes como sorprendentes—. Comprenda mi estupor inicial… Es que intento hacerme una composición de lugar. Sé que es difícil, pero todo lo que estoy oyendo me parece muy interesante.

Isengard reflexionó un instante y luego asintió.

—Ya, ya… —rezongó él, escéptico, creyendo que tan solo estaba desplegando mis mejores modales por pura y simple cortesía—. Que no me cree, vamos… Todo esto le parece un asunto inverosímil, o una locura en el mejor de los casos… Le aseguro que todo lo que le digo es cierto —enfatizó, para convencerme de la bondad de sus argumentos.

—Se equivoca de plano. Le creo, y no es lo que me produce una sensación de preocupación, sino de auténtico miedo, señor Klug. Si como usted dice, y yo le creo —le confirmé para tranquilizarlo—, la Iglesia Católica es la defensora de la Orden de Amón. —Se me erizó el vello de todo el cuerpo sólo con aquellas frases, igual que una sentencia mortal dictada por un sátrapa de tiempos pretéritos—, no cejarán en su empeño hasta destruirnos…

—Veo que comprende perfectamente por qué han muerto Wall y Casetti —me recordó mi adiposo interlocutor, rematando así su alegato.

—Creo que no nos queda más que una opción, algo así como la última puerta… ¿Verdad? —le pregunté a bocajarro, sin esperar respuesta, temiendo que su conclusión y la mía fueran una misma.

—Así es, ha dado usted en el clavo. —Isengard cabeceó con una expresión resignada de muda y sumisa aceptación ante un planteamiento irrevocable—, pero contamos con dinero, datos y nuestro innato sentido de la supervivencia. —Señaló con su índice en mi sien derecha.

—El paso siguiente ha de ser conocer el terreno en que nos hemos de mover —le expuse en una tácita y positiva respuesta antes de continuar—: ¿Tiene contactos o conocidos aquí, en El Cairo? —Le sondeé a propósito, para saber qué medios «humanos» contábamos en tan peligrosa como insólita empresa.

—Sólo un par de nombres y una calle… ¿Y usted? —preguntó en tono dubitativo, como temiendo escuchar una desoladora réplica.

—¿Dos nombres y una calle? —Evadí con suma habilidad la respuesta que él anhelaba. En mi «profesión» se aprende pronto que la información es poder, y que hay que protegerla tanto como a las fuentes de la que proviene.

—Verá, yo soy judío, de religión… ¿Entiende? —preguntó con brusquedad—. Ante de venir, me puse en contacto con un rabino que conoce la Torá a fondo, además de la Misná y el Talmud. Él y su hijo serán nuestros guías hacia ese tiempo remoto en que se construyó el inframundo egipcio —comentó con un suspiro—. En cuanto a la calle, es un lugar donde me dejará la información que necesito. No puedo arriesgar sus vidas en esta empresa.

Klug Isengard se acomodó en el borde de la cama, ahondando con sus nalgas el hueco que su cuerpo, con las piernas abiertas —entre las cuales resbalaba su protuberante estómago—, había realizado tan solo por la acción de su peso.

—¿Y la calle es? —insistí, tras meditar en el lío en que ya estaba metido. Me di cuenta de que, a pesar de todo, todavía no contaba con su confianza.

Por toda respuesta, mi presunto «socio» me acercó a la cara un papel arrugado y descolorido que abrió ante mí. Zuqaq El Azuani. Las letras brotaban medio borradas a causa del sudor de sus muslos, que las habían impregnado a través del tejido de sus pantalones, en cuyo bolsillo debía de haber pasado demasiado tiempo.

—Creo recordar esta calle… —comenté, casi en un susurro, tomando de sus regordetas manos el sucio papelucho.

Isengard negó con la cabeza.

—¡Chiss! —Miró con desconfianza alrededor de mi habitación, colocando luego un dedo ante mis labios, para pedirme silencio. Acto seguido observó con creciente excitación—: Es mejor que no digamos nombres, pueden oírnos, incluidas las paredes. ¿No sabe usted lo insignificantes que son hoy en día los micrófonos de las escuchas?

Claro que lo sabía, pero me pareció harto exagerado su comportamiento. Hoy, tras la alucinante experiencia vivida, yo también hubiera obrado igual de conocer lo que iba a desarrollarse a partir de aquel momento.

Miré mi reloj suizo de marca, y pude comprobar que el tiempo había pasado como si viajásemos a través de él hacia un forzoso futuro. Mi enigmático cliente se removió inquieto, moviendo de nuevo la cabeza a uno y otro lado, nervioso. Era evidente que el miedo había vuelto a apoderarse de él, pues de nuevo temblaba perceptiblemente, y comenzó a sudar. Yo, por mi parte, me encontraba conmocionado hasta el tuétano con aquella asombrosa historia, lo nunca oído por un cristiano.

—Propongo que vayamos a esta dirección juntos. De camino, adquiriremos un mapa detallado del país. No sabemos aún en qué lugar específico buscar; es como rastrear una tumba real… Las dificultades son muchas, y las posibilidades de hallarla, escasas —hablé con voz queda, intentando situarle a Klug en el plano real, para evitar así que se hiciera ilusiones al respecto.

El afirmó con la cabeza, y se incorporó pesadamente.

Saqué del armario mi bolsa, me la colgué en bandolera, y le indiqué con la mano que me siguiera. Tras abrir la puerta y comprobar que el pasillo se hallaba desierto, salimos de la habitación 916.

En la puerta acristalada del lujoso hotel, que dos botones rígidamente encorsetados en sus llamativos uniformes rojos con botonadura dorada vigilaban, seis taxis de distintos modelos y colores aguardaban la llegada de posibles clientes.

Nos introdujimos en el vehículo más cercano a la puerta, tras regatear el precio, como es ancestral costumbre por estos sitios, con su conductor, un egipcio de piel cetrina, pelo negro y rizado y rasgos toscos. Tenía marcadas arrugas que reflejaban el paso del tiempo, igual que surcos arados por las parcas.

Su incansable parloteo, una especie de pseudomarketing local, era el mismo que ponían en práctica todos los naturales del país de los faraones cuando deseaban vender bien sus servicios, bien sus productos, a los confiados turistas repletos de dinero, y deseosos de adquirir el mejor y más exótico souvenir para presumir ante sus amistades.

Una vez más, el calor resultaba asfixiante, de zona desértica. La tapicería de cuero abrasaba literalmente nuestras posaderas, y a pesar de llevar bajadas todas las ventanillas del vehículo, el aire se negaba a circular en condiciones por su abrasado interior.

—Me llamo Salah. —Se presentó el taxista, que deseaba agradar a la clientela, volviendo la cabeza mientras se introducía en el caótico tráfico de la capital egipcia—. ¿Adónde quieren ir, señores? —Tenía una sonrisa impostada en el rostro—. Puedo llevarles al barrio copto, y después también a la ciudadela de Saladino, si ya han visto las pirámides… ¿Acaban de llegar? —quiso saber el taxista, arrastrando un poco las palabras en esta ocasión.

—¿Tan obvio resulta? —repliqué con un deje desdeñoso.

Isengard y yo nos miramos como cómplices de algo inconfesable, y de ese modo sonreímos al unísono por primera vez. Aquel árabe nos había tomado por dos vulgares turistas, quizás al ver mi bolsa pensó que llevaba allí mi cámara, la consabida guía del país, mapas… ¡Mapas! Con tanta cháchara se me había olvidado que lo más elemental era comprar uno a la voz de ¡ya!

Miré a Salah con gesto imperioso.

—Llévenos al Jan-Al-Jalili —indiqué en tono firme—; pero, por favor, dé antes un buen rodeo. Cuando pase por otro hotel, pare antes de continuar… ¿De acuerdo?

El taxista asintió, ceñudo. Por la mirada de connivencia que compartió conmigo Klug supe que éste había captado mis intenciones. No deseaba, si éramos seguidos, que supieran adonde nos dirigíamos, y sin duda en un hotel de lujo encontraríamos el mejor mapa de la zona.

Una «piadosa» brisa penetró suavemente, aliviando nuestros padecimientos. El conductor preguntó qué hotel era al que íbamos antes de iniciar nuestro periplo, y tras pedirle que pasara frente al primero que encontrase, me quedé cavilando qué haríamos al llegar a la calle en la que, como yo sabía, se alzaba el edificio de un antiguo harén, junto a la mezquita azul. Era una construcción desconchada y deteriorada en todos los aspectos, usada para el culto por los pobladores del entorno del gran bazar al aire libre de El Cairo. Sus calles, habitualmente embarradas, con montículos de basura acumuladas y patios descuidados y oscuros que conocieron mejores tiempos —donde ratas de larga cola y duras cerdas hociquean sin descanso en los desperdicios—, desanimaban a unos turistas que no se solían adentrar por sus meandros salpicados de pequeños talleres, explotados por familias que se dedicaban a fabricar toda clase de objetos que luego vendían en sus puestos callejeros del bazar.

Salah pasó a prudente distancia del impresionante hall de la Cadena Hilton, con sus 36 pisos de altura, para no molestar a los taxistas que allí se apiñaban, ya que éstos, como los que se emplazaban a la puerta del resto de establecimientos hoteleros cairotas, tenían un acuerdo para poder efectuar frente a ellos su trabajo cotidiano.

Los dos nos apeamos y, con paso rápido, entramos en el vestíbulo, donde una gran vitrina abierta mostraba todo tipo de postales, mapas y guías, algunas con sus cubiertas rozadas por el uso. No todos compraban esos souvenirs al uso, razón por la que algunos aparecían excesivamente manoseados.

Nadie se percató de nuestra presencia en el vestíbulo que era un gran espacio coronado por una grandiosa lámpara con cristales que brillaban como diamantes, y rodeado de grandes columnas que imitaban el milenario estilo egipcio. Al fondo del grandioso hall se desplegaba un gran mostrador, flanqueado por dos fuentes de las que se elevaban discretos chorrillos de agua, a ras de superficie. Aquello era un mundo aparte, una especie de cápsula aislada y con potente aire acondicionado, un lugar de lujos sin fin donde aislarse de las zonas más desfavorecidas de El Cairo.

La gran vitrina, frente a la que nos encontrábamos, se hallaba a la izquierda del vestíbulo, junto a los ascensores de puertas doradas, casi a la entrada. Ojeé una tras otra las guías y mapas expuestos, y elegí uno que llamó mi atención especialmente. Al desplegarlo, vi que Egipto aparecía dividido en cuatro secciones rectangulares y bien detalladas.

—Creo que éste nos servirá. Digo que… —Elevé la voz a propósito, al ver que Klug sólo se preocupaba de vigilar el enlomo como un perro guardián jadeante— éste nos servirá.

—¡Oh! ¡Sí! ¡Claro! Lo siento… —farfulló él disculpándose—. Mis nervios saltan a la menor señal de alarma. ¿Ha encontrado entonces lo que buscaba? —me preguntó a continuación, en un esforzado intento de integrarse en la conversación.

—Sí; nos será útil —le informé con impaciencia, a la vez que me acercaba al mostrador de recepción para pagarlo.

El anticuario me seguía igual que un niño asustado al que se le ha pillado en falta. Su privilegiado cerebro era, sin embargo, nuestra mejor arma en aquella complicada situación en que los dos estábamos metidos quién sabe por cuánto tiempo.

Numerosos turistas bajaban y subían por la alfombrada escalinata de color sangre que desembocaba en la primera planta, ocupada por entero por tiendas de chucherías para ellos. Sus caras, enrojecidas por el sol, y sus ropas, informales y veraniegas, con chillones estampados en sus camisas, denotaban su condición de extranjeros en período de vacaciones. Pantalones cortos, sandalias, cámara, resultaban del todo inconfundibles. Obviamente, no podían faltar los japoneses. Una joven de rostro ovalado y piel aceitunada, plana de pecho, de largos cabellos negros que apenas asomaban por el resquicio que su pañuelo, de color verde claro, dejaba abierto sobre su frente, me sonrió calculadamente desde sus labios afrutados, y después retiró el desgastado billete de cinco libras esterlinas que le di.

Pocas eran las mujeres árabes cuyas familias les permitían trabajar fuera del hogar, por esto deduje que no estaría muy lejos el varón perteneciente a su familia que, elegido como «cancerbero» de aquella belleza nativa, la controlara de cerca con acerada determinación en sus ojos. «Quizás es otro empleado del hotel. Bueno, ¿y a mí qué me importa ahora?», pensé con toda lógica.

Con total naturalidad nos dirigimos a la salida, y sin intercambiar más palabras. Salah nos esperaba pacientemente. Tenía cerrados los ojos en improvisada duermevela, pero siempre atento a cualquier ruido procedente del exterior.

Nos dirigió una mirada perspicaz.

—Mmm, me imagino que ya han comprado lo que buscaban —comentó en voz baja, casi confidencial.

—Por supuesto que sí —respondí entre dientes.

Después le pedí que nos llevase a las inmediaciones de Jan-Al-Jalili; ya llegaríamos más tarde, a pie, hasta Zuqaq El Azuani. La prudencia debería ser nuestra compañera habitual a partir de ese momento. Si la todopoderosa y omnipresente Iglesia Católica Apostólica Romana había dictado que se nos suprimiese, como en los casos concretos de Wall y Casetti, cada individuo que tuviéramos cerca sería un posible «ejecutor» de la mafia con sotana, de los intermediarios del Cielo.

Sin embargo, ellos también debían ser cautos. Aquello no era Roma… En Egipto, los musulmanes, y más concretamente los sunníes, eran aplastante mayoría, y a los extranjeros sólo se los veía con buenos ojos como imprescindible fuente de divisas.

Atravesamos gran parte de la ciudad, inmersos en el flujo metálico y desordenado, a modo de aguas embravecidas, que es el infernal tráfico rodado de El Cairo. Cerca del gran bazar, un nudo viario y una burda imitación de parada de autobuses recibían a sus miles de incontrolados usuarios que eran puntualmente tragados por los vetustos y desportillados vehículos pesados de transporte público que se atiborraban al trescientos por ciento por el módico precio de un cuarto de libra egipcia. Para subir a un vehículo de transporte público era preciso luchar a brazo partido con demasiados individuos vocingleros y ordinarios. Aquello sí que era el auténtico runrún humano de la capital egipcia.

Le puse a Salah en las manos el dinero previamente convenido, y le añadí una generosa propina, que él agradeció con una sonrisa de oreja a oreja.

El lugar donde estábamos, un espacio abierto de grandes dimensiones, empequeñecía al estar repleto con aquel gentío que deambulaba de un lado a otro como habitantes de un colosal hormiguero que se movían con prisa. Nosotros éramos dos diminutas manchas blancas en aquella achocolatada marabunta que, como mar revuelto, empujaba en distintas direcciones, arrancándonos de un lugar para arrastrarnos a otro, todo ello sin necesidad de efectuar movimiento alguno, simplemente dejándote llevar por la impresionante «marea» de personas. A la límpida luz de un sol inclemente formábamos parte de una multitud de seres anónimos, gente con la expresión plana y vacía si no hablaba o gesticulaba por algo.

Yo había visitado el lugar en anteriores ocasiones, por lo que sólo me guié por un par de referencias, como si fuera una estrella fija en el firmamento. No existía otra forma de orientarse.

Las voces, estridentes y nerviosas de unos y otros, se entremezclaban sin pausa con los ruidos de los cascados motores de autobuses dignos de figuras en un mundo de antigüedades. Había que soportar el olor a gasóleo de automoción quemado que hería las fosas nasales, llegando a penetrar hasta en lo más recóndito de los pulmones; y eso sin olvidar el olor ácido del sudor producido por un calor asfixiante en aquella abigarrada multitud que se cocía, aparentemente impávida, bajo el duro sol del mediodía. Todos los que formábamos parte de aquélla éramos igual que cangrejos intentando huir del caldero en que el agua les hierve sin remedio.

Agarrado a mis ropas, ya empapadas por la intensa transpiración, con sus húmedas manos de dedos cortos y gruesos, Klug me seguía a duras penas, entre continuos resoplidos. Se encontraba desorientado, igual que un niño perdido en mitad de la noche, en un bosque frío y oscuro en el que sólo la mano de su padre le da la seguridad que en todo instante necesita.

Por fin, creyendo que nos desvanecíamos ante el sofocante calor y la proximidad física de tanto cuerpo sudoroso, abandonamos, a trompicones y codazos, el núcleo del gentío, aquel engorroso maremágnum, y comenzamos a andar por una zona que discurría a la derecha de una amplia calle, bajo el puente de una autopista que la cruzaba. Numerosos escaparates tenían sus persianas bajadas y los cierres echados, y apenas media docena de tiendas, dedicadas en exclusiva a los turistas occidentales, habían abierto ese día. Era la zona en que las mujeres hacían sus compras cotidianas, cuando el sol se ocultaba entre las arenas y edificios de aquel barrio famoso en el mundo, y que al anochecer mostraba otra faz.

Cuando Selene aparecía, expandiendo su luz plateada y adornando de mil luces que titilaban en el manto oscuro de la noche, comenzaba «el día» para otra parte de la sociedad. Los hombres salían a las desconchadas tabernas en las que la mugre era compañera natural para, sentados en sillas de plástico, fuera de aquéllas tomar en paz al fresco y su narguile con otros amigos. En tanto, sus mujeres, ataviadas con bellas telas de colores que ocultaban sus posibles encantos, aparecían como flores nocturnas para aprovisionarse de fruta fresca, agua, carne y verduras. Si debajo de aquellas vistosas túnicas se ocultaban algunos cuerpos voluptuosos, con senos capaces de dejarte como hipnotizado al primer vistazo, estaba claro que sus dueñas no deseaban que nadie lo supiera.

Un estallido de color inundaba entonces las calles aledañas, y las risas de hombres y los juegos de los niños animaban las castigadas calles, en las que se amontonaba la arena traída por el viento del desierto cercano, que en sí se quejaba del terreno robado por los hombres para alzar allí sus hogares, una masa asombrosa de interminables colmenas.

Pero a la hora que nosotros habíamos elegido el panorama resultaba diametralmente opuesto. Miles de turistas, ordenados en pequeños grupos y guiados como niños por un nativo la mayoría de las veces, recorrían las gastadas aceras del gran bazar paseándose para regatear en la adquisición de algún típico recuerdo de Egipto. Su desmedido afán se centraba en conseguir un precio mejor; en ocasiones, tan bajo que resultaba ridícula aquella obstinada resistencia a pagar lo exigido por un vendedor con más paciencia que el santo Job de la Biblia.

Yo, de vez en cuando, volvía la cabeza —tengo esa costumbre, para verificar si alguien me sigue; es como un acto reflejo—, controlando el entorno cercano, esperando no haber sido localizados tan pronto.

En una de estas ocasiones… ¡bingo! Vi por segunda vez, avanzando en paralelo a nosotros, a un presunto turista aparentemente despistado. Su atuendo, idéntico en todo al de cualquier otro —con pantalón corto, camiseta azul de mangas cortas, sandalias un sombrero de tela, cámara fotográfica y gafas de sol—, hizo que pasase inadvertido la primera vez que mi vista se posó en él; no así la segunda. No conversaba con nadie y no entraba en ninguno de aquellos cuchitriles llenos de baratijas, por lo que deduje que no era lo que su apariencia indicaba. Además, me percaté de que iba solo, según comprobé fehacientemente, y no se molestaba lo más mínimo en buscar su grupo de compañeros de viaje; así que era mi mejor sospechoso…

El desconocido notó la inquisitoria mirada que le dirigí, y torpemente intentó interesarse por un feo pañuelo de nailon en tonos morados y negros.

—Klug, no te muevas… —susurré casi al oído del orondo vienés—. He comprobado que nos están siguiendo. Vamos a parar aquí, y haremos ver como que nos interesa una de estas figuras que se ven en esta tienda que hay aquí, a nuestra izquierda. —Le había tratado de tú por primera vez. Al fin y al cabo, los dos estábamos metidos hasta la médula en la misma aventura y, además, con idénticos riesgos…

El aludido no respondió, tragó saliva con cierta dificultad, y luego tomó entre sus manos una figurilla con la máscara de Tutankamón tallada en piedra jabonera. Preguntó el precio a un viejo vendedor de tez apergaminada. El posterior regateo sirvió para mantenerlo ocupado mientras yo, discretamente, miraba por el rabillo del ojo, hondamente preocupado para comprobar si seguía allí «el turista». Éste me observaba ahora desde detrás de la cristalera de una de las tiendas de camisetas, cuyos colores solían servir para atraer a los extranjeros como los de las flores a las abejas que las fecundan en una soleada mañana de primavera.

Me volví bruscamente y crucé la calle en su dirección, decidido a espantarlo y librarnos de él como fuera. Al acercarme, pude ver cómo su rostro primero enrojeció, para ir palideciendo después. No había previsto una reacción como la que yo estaba teniendo.

Le grité en inglés un par de palabras fuertes, en tono muy desafiante, y enseguida un nutrido grupo de desocupados —que, por cierto, olían bastante mal, con señales de pulgas en brazos y piernas— se arremolinó en torno a nosotros. Yo me había quedado plantado en medio de la carretera, indicándole que aún podía irse si era su deseo.

Creo que «el turista» captó al instante mi mensaje, porque salió con la cabeza baja y a paso rápido, después de farfullar un juramento. De hecho, se escurrió por entre las callejuelas que, como un laberíntico dédalo, se perdían entre las sombras de sus pegados muros.

Tan pronto como inicié la maniobra de regreso, el grupo de curiosos que se había congregado se dispersó como un azucarillo en un vaso de agua caliente. Cada cual retornó a su quehacer habitual, que no era otro que la «caza» de algún turista como quien busca desesperadamente una fuente de agua en el desierto.

Cualquiera que se hubiera fijado podría haber advertido en mis ojos una maligna expresión de triunfo.

Isengard, que había adoptado una actitud estática frente a la tienducha repleta de polvorientas figuras toscamente talladas, comenzó a recuperar el resuello sudando a chorros como estaba. Permanecía de pie, lanzando miradas de soslayo, indeciso, ansioso y falto de voluntad. Unos grandes cercos se iban expandiendo bajo sus axilas que, pegadas a sus gruesos brazos, intentaban en vano mantener a raya su poderosa traspiración. Sus ojos, muy fijos en mí, contemplaban aquella escena surrealista que se había desarrollado ante él como el acto de una obra de teatro perfectamente representada, pues esto había sido y no otra cosa.

—Ya estoy aquí —le dije con total naturalidad, guiñándole un ojo en señal de simpática complicidad, como si nada hubiera sucedido. Y es que ahora me encontraba mucho más relajado, como cuando una tormenta de arena pasa de largo sin causar daño alguno y entonces la calma es aún más placentera—, podemos continuar… —Tras una pausa, conduciendo la situación por otro derrotero, y a fin de transmitirle un poco de tranquilidad, le pregunté con escepticismo—: ¿Crees realmente que daremos con la información de tus amigos?

El anticuario de centro-Europa hizo un gesto de asentimiento.

Continuamos nuestra andadura, conscientes de que algunas miradas seguían nuestros pasos a causa del suceso acaecido. Fingimos interesarnos por un par de frascos de perfumes de cristal decorados con oro al agua, y también por una colosal escultura que trataba de ser una copia, por cierto muy mala, de uno de los guardianes de ébano y oro que flanqueaban la puerta de la tumba de Tutankamón.

El sol arrancaba destellos a los objetos de latón decorados con versículos del Corán, tales como platos, teteras… y ambos nos preguntábamos, sin atrevernos a confesárselo al otro, cómo localizar la información dada por un sabio judío en un barrio como aquel, que estaba habitado exclusivamente por musulmanes y por incontables garrapatas, roedores, cucarachas y otros seres vivos tanto o más repelentes.

—Señor, tengo papiros. Son auténticos… ¡Mire, mire! —Se nos acercó un egipcio ofreciendo sus mercancías, quien, como es costumbre en ellos, insistía en colocarnos unos cuantos de aquellos papiros, copias de copias de copias de un original que nunca había visto sino en las ilustraciones de una guía turística.

—No nos interesa, ya tenemos muchos. ¡No! ¡No! —remarqué enérgicamente y en tono muy áspero, aunque a sabiendas de que era un intento inútil de librarme de él. Aquel vendedor era como una garrapata en su insistencia en pegarse a mi piel, y en chapurrear inglés con horrorosa pronunciación.

—Estos son buenos, señor, papiro bueno… —alegó el vendedor con terca insistencia. Era un tipo feo y con una leve corcova en la espalda—. Tengo también especias para vender. Vengan a mi tienda; sólo ver; sólo ver, señor.

—¡Ja! —exclamé airado—. ¿Acaso me has visto cara de ingenuo? ¿No sabes que soy experto en arte? Ya le he dicho que no. No queremos nada de su maldita tienda. Nosotros vamos al Jan-Al-Jalili; sólo a ver; le aseguro que no compramos… ¡No! ¡No! —añadí, cada vez más hastiado de su presencia.

Comenzaba a desesperarme viendo que su pesada insistencia no parecía tener final. Pero entonces, de entre aquellos papiros enfundados en plásticos transparentes el egipcio extrajo un dibujo a carboncillo de Moisés abriendo el Mar Rojo. Era apenas un pedazo de papel amarillento de unos 20 por 10 centímetros, y luego, como quien abre en abanico los naipes de una baraja, dejó en medio de sus souvenirs aquellos delicados trazos que para nada encajaban con sus papiros egipcios ni con quien nos los ofrecía.

—Sólo ver; sólo ver, señor. —El tenaz vendedor, capaz de perforar, con su abrumadora labia, la más blindada de las paciencias, bajó de pronto misteriosamente el tono de su voz, convirtiéndolo casi en una confidencia, en un susurro cuando indicó—: Venir a mi tienda y yo enseñar más.

Miré a Klug, y, ante su sudorosa y expectante cara, tomé uno de sus repetidos papiros para hacerle ver a quien pudiera observar la escena que, al menos aparentemente, aquel pesadísimo egipcio me estaba venciendo al fin con su terrible insistencia.

—Está bien… —Solté presión con un largo suspiro—. Te seguimos… Llévanos donde te dé la real gana, tío. —No consideraba que algún otro posible seguidor confirmara mi presencia allí por oírme hablar otra lengua que no fuera la anglosajona, con la que cada turista, como cumpliendo con una secreta liturgia no escrita, cumplía con el precepto máximo de usar el idioma más internacional.

Por entre calles estrechas y frescas, cuya sombra fue para nosotros un inesperado alivio —aunque eso sí, en compañía de un muy molesto zumbido de moscas y tábanos—, el obstinado vendedor nos guió hasta un local cuyos cristales acumulaban la suciedad de años, y en cuyo interior, al traspasar el umbral, un mostrador, que en otros tiempos muy distantes del nuestro debió lucir orgulloso su lustrosa madera de teca protegía tras él una inmensa cantidad de anaqueles llenos de especias, la mayoría de las cuales, no conocíamos ni de nombre. La estantería que cubría por entero el paño de la pared, del suelo al techo, y de lado a lado, era de unas dimensiones realmente impresionantes.

Vimos unas mesas de madera, en torno a las cuales había tres sillas astilladas y llenas de rayones, con restos de barniz que un día, ya muy lejano, les dieran brillo. Estaban arrinconadas contra la desconchada y sucia pared, y nos sirvieron para acomodarnos a la espera de acontecimientos.

Nuestro anónimo y gesticulante guía «cultural» se perdió al fondo de la tienda, tras una cortina de largas hileras de abalorios de plástico de colores que tintinearon con su característico ruido. Isengard y yo, un tanto perplejos, nos miramos con cara de interrogación. No comprendíamos qué demonios quería obtener de nosotros aquel insistente tipo, salvo, claro, vendernos su «valiosa» mercancía.

Recorrimos el mugriento establecimiento comercial con la mirada. El polvo cubría el largo mostrador y los anaqueles, en los que pequeños y alargados cajones guardaban en su interior, como un tesoro escondido en el tiempo, las distintas especias. Otro tanto ocurría con el reborde de madera de la pared que se hallaba recubierta de finas láminas de teca hasta la mitad. Las telarañas abundaban en los ángulos que formaban las paredes con el techo que, a su vez, aparecía con numerosos trozos de pintura a medio despegar, y en áreas en las que éstas ya se habían desprendido desde hacía mucho tiempo.

La cortina volvió a tabletear sus abalorios, y su plástico, al entrechocar, nos devolvió a la incómoda realidad de nuestra alocada «misión». El egipcio en cuestión se acercó con una voluminosa caja entre sus brazos, que depositó en la redonda mesa de formica, a cuyos lados nos hallábamos sentados Klug y yo.

El anticuario vienés me miró entre inquieto e incómodo.

—Me llamo Mustafá. —Se presentó el vendedor, ahora en un inglés tan perfecto que nada tenía que ver con el torpe chapurreo con que se dirigiera a nosotros la primera vez. Hablaba circunspecto, sin levantar la voz——. Soy copto… Digamos que aquí no somos lo que se dice «populares», por lo que debemos vivir adaptados lo más que nos es posible al uso y costumbres de nuestros vecinos musulmanes, mucho más numerosos y radicales, como ya saben…

Klug, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba la sorprendente metamorfosis lingüística sufrida por nuestro anfitrión. Incluso había dejado de transpirar, algo difícil para su pesada humanidad.

—El rabino Rijah me envió este paquete hace dos días, por medio de un mensajero de total confianza —dijo Mustafá, frunciendo mucho el entrecejo, mientras acariciaba el exterior de la nívea caja, como si de algo muy valioso se tratara—. Lo hizo con un sobre que me fue entregado para Klug Isengard, con intenciones de entregárselo en persona —añadió, sacando a continuación de detrás de la caja, a la que al parecer lo había adherido con cinta adhesiva, un abultado sobre.

—Yo soy Klug Isengard. —Se apresuró a responder mi nuevo compañero de andanzas, alargando, ansioso, la gruesa mano derecha—. Es para mí —afirmó con tono de profunda satisfacción.

Pero Mustafá —que ahora mascaba perejil, para camuflar algo su halitosis— retiró el sobre, pegándolo a continuación a su pecho para sorpresa del anticuario austríaco, que lo miró sorprendido.

—Antes necesito estar completamente seguro y comprobar si es quien dice su amigo… ¿Puede identificarse? —le preguntó con cierto recelo—. Lo siento…, pero debo tomar precauciones —se disculpó con una exagerada inclinación de cabeza.

Klug hizo un ademán quitándole hierro al asunto. Después buscó en el interior de sus pantalones —de los que podía sacar cualquier cosa, como yo mismo había podido comprobar anteriormente— con sus manos de dedos gordezuelos y cortos, que ahora se movían torpemente a causa de su evidente nerviosismo. Por fin extrajo un pasaporte medio doblado, en cuya portada se podía ver el escudo de la República de Austria.

—Tome… Usted mismo puede ver que no le miento. —Le entregó el documento oficial que tembló en el aire antes de que Mustafá, con total frialdad, lo tomase para abrirlo y cerciorarse de la identidad del hombre que aseguraba ser el destinatario de aquel preciado envío.

Aquellos escasos treinta segundos nos parecieron a ambos una eternidad, pero cuando Mustafá le devolvió a Isengard su pasaporte, una amplia y sincera sonrisa se dibujaba en el rostro de este copto.

—Veo que es así en realidad. Créame si le digo que me quita un peso de encima. Si alguien en estos tiempos descubriese este tipo de «material» —remarcó la última palabra con tono irónico—, podría costarme un serio disgusto… Hago esto en contadas ocasiones, y admito, justo es hacerlo así, que Rijah paga con generosidad esta clase de servicios, pero ello no implica que el realizarlos esté exento de peligro.

Por un momento, el anticuario de Viena me miró dubitativo, y sin pensárselo dos veces, procedió a ir quitando el apretado precinto de la caja. Después abrió el sobre con tanto nerviosismo que lo redujo a trozos de papel rasgado.

En el interior de la misteriosa caja aparecieron mapas detallados de Egipto e Israel, y también una carta propiamente dicha que Klug extendió con perceptible temblor de manos. La leyó con avidez, pasándomela luego con los ojos muy abiertos.

Estimado amigo Isengard:

Le envío, por un medio seguro, tal y como quedamos, cuanto creo que necesitará para su búsqueda. Si considero que algo que yo posea o que llegue hasta mis manos le pueda ser útil, se lo remitiré por este medio.

Que Dios le ayude.

La misiva terminaba con una mezcla de advertencia y deseo, todo en uno.

Por lo demás, dentro de la caja, tras rasgar la cinta adhesiva que la precintaba casi por completo —dejando apenas unos trocitos de cartón que mostraban su color de origen—, se apilaban cuatro libros gruesos, muy viejos, y que se conservaban casi en perfecto estado por lo excelente de su encuadernación.

Allí había una Torá judía, en cuyo papel, de extraordinaria calidad, descubrimos una caligrafía hebrea nítida que contaba la historia relatada por Moisés en los cinco libros sagrados que en Occidente conocemos como Pentateuco. Bajo ese libro aparecieron, tras liberarlos de la viruta blanca que se iba entremezclando con los volúmenes, recubriendo el color, un Talmud y una Misná, los otros dos libros sagrados de los judíos.

El austríaco soltó un suspiro de honda complacencia. —Éste es un tesoro valiosísimo— adujo con voz entrecortada. Como experto anticuario que era, apreciaba en lo que valía aquellos libros que en sus páginas contenían el camino que millones de personas seguían fielmente.

Mustafá mostraba su semblante circunspecto. En cuarto lugar, estaba una Biblia en inglés, en idéntica encuadernación, y con evidentes signos de ser muy antigua. Su cubierta, de piel rugosa y negra, con letras hebreas en pan de oro y adornada con palmeras y querubines medio borrados por el inexorable paso del tiempo, hablaba por sí misma de su edad. Sin lugar a dudas, era una joya de gran valor.

Mientras Isengard iba extrayendo los libros de entre la espuma que formaban las tiritas de corcho blanco que los protegían, todo su cuerpo temblaba perceptiblemente a causa de la intensa emoción que lo embargaba. Yo también me encontraba alucinado por el inesperado giro que tomaba nuestra búsqueda. Parecía que acabábamos de descubrir la tumba de un milenario faraón. Nos mirábamos de hito en hito, y mi «socio» tomaba cada obra entre sus manos, de dedos cortos y regordetes, como cuando se alza a un tierno bebé al que se tiene miedo de dañar, acariciando primorosamente sus rancias cubiertas.

Ansioso por descubrir más cosas, el anticuario rebuscó en el fondo, sacando el cartón del fondo de la caja, revolviendo de lado a lado la masa de corchos blancos para asegurarse de que nada quedaba sin encontrar.

Mustafá se mantenía discretamente en un segundo plano, con su penetrante mirada fija en la caja de la que Klug iba sacando cada libro, sin permitir a nadie interferir en su «sacra» tarea. Era como cuando un tigre come la carne que ha cazado, con sus sentidos alerta, en tensión por si algún rival se atreviera a disputarle su presa fresca.

—Espera, espera —me dijo Klug, a modo de disculpa cuando se me ocurrió alargar una mano e intentando justificar sus acciones, y eso que tenía todo el derecho del mundo al tratarse de un envío a su nombre—, que aquí hay algo más. —Continuó sacando a la luz dos fotografías que habían permanecido literalmente pegadas al fondo de la caja hasta el momento.

—¿Qué es eso? —le pregunté, sobresaltado, cuando le vi contemplarlas con los ojos tan abiertos que su sorpresa resultaba evidente.

Klug Isengard alzó la ceja derecha inquisitoriamente.

—¡Nunca vi nada igual! —exclamó, triunfante, pasándome el par de instantáneas mientras Mustafá, que asistía como genuino convidado de piedra a aquella improvisada reunión, nos miraba ahora, a uno y otro, con aire atónito.

Cuando las tuve frente a mí, observé el objeto que había impreso en ellas, y por unos instantes quedé absolutamente desconcertado.

Era en todo semejante a un papiro, aunque en negro, igual que una noche sin luna. Intenté relacionarlo con algo que yo hubiera visto con anterioridad, pero mi memoria negó cualquier otro precedente que pudiera existir. Nada, nada se parecía a aquello. Sobre él, en letras que debían ser de oro, alguien había escrito un conjuro. Porque tenía que ser eso, un encantamiento para poder sobrevivir a los peligros del increíble submundo egipcio. Los tres permanecimos, no sé cuánto tiempo, en un silencio harto significativo.

Afuera, a través de una pequeña ventana abierta casi a la altura del techo, se oía el incesante y pesado revoloteo de unos abejorros ebrios de calor. Un poco más lejos, alguien había empezado a tocar un tambor de piel de dromedario. Me fijé en el aspecto del copto. Tenía la cara contraída, gris. ¿En qué estaría pensando?

Después Mustafá se apresuró a cerrar la puerta de la tienda y también la referida ventana. Acto seguido dejó caer una polvorienta persiana, hecha de maderas estrechas que permanecían enrolladas sobre ella hasta entonces. Con unos chasquidos producidos por el entrechocar de sus láminas, de las que se soltó el polvo acumulado desde tiempos inmemoriales, la vieja persiana quedó vibrando, ocultándonos de posibles miradas indiscretas. El temor y la tensión iban subiendo de tono en nuestro obligado anfitrión, que se desentendió de nuestra conversación, quedándose junto a la puerta. Por uno de sus extremos miraba de vez en cuando, nervioso, temiéndose sin duda lo peor…