Un acceso al inframundo
El sonido del teléfono me sobresaltó. Me incorporé de un salto del sillón en el que me había adormilado y lo cogí para ver quién me llamaba. Era Sandro. Me enviaba un SMS para saber si seguía en activo o había decidido retirarme. Hay profesiones que se eligen vocacionalmente, y la mía era una de esas.
No resistí demasiado tiempo inactivo. Necesitaba la subida de adrenalina que me producía la búsqueda de objetos perdidos hacía siglos para algunos de mis caprichosos y ricos clientes. Krastiva estaba en el Líbano, cubriendo la retirada militar de Siria de la zona ocupada. Ella, como yo, se entusiasmaba rápidamente con una nueva «misión». Había decidido seguir en la revista Danger para la que trabajaba hacía tiempo y, aunque no la había acompañado en algunos trabajos, tenía mis propias preocupaciones. La echaba de menos, pero sabía que ambos éramos auténticos nómadas. Y no se puede pedir a un ave de paso que camine poco a poco cuando posee alas para volar con entera libertad.
El mensaje de Sandro me trajo a la mente sucesos ya distantes. Habían pasado un par de años, durante los cuales en realidad nos habíamos conocido ella y yo.
Aquélla resultaba una mañana espléndida. Como cada día que pasaba en Roma, me había dirigido a la Piazza Navona para desayunar en una de sus tradicionales terrazas, escoltado por las monumentales fuentes sobre las que el dios del mar, Neptuno, reinaba refrescándose en unas aguas tan cristalinas que parecían eternas en su fluir. El sol iluminaba el amplio espacio que era la gran plaza, y una suave brisa matinal la recorría, acariciando con delicadeza sus viejas piedras.
—Buona mattina, signore —me saludó alguien con fuerte acento romano.
Literalmente absorto en mis pensamientos, no había advertido ni la llegada del camarero. Era un joven como los demás en la Ciudad Eterna, el típico arquetipo italiano de no más de veinte años de edad, de nariz afilada, cabello negro y lacio.
—Gracias —le respondí educadamente, mientras él depositaba en la mesa lo que debía consumir. Debía dar buena cuenta de un zumo de naranja, tostadas y el tan socorrido café capuccino sobre la mesa.
Aboné sin pestañear la cantidad que vi impresa en el tique y le añadí una generosa propina. El muchacho sonrió agradecido, y luego se retiró presto, deseándome el tópico buen provecho en el idioma italiano, todo ello mientras se le encendían sus límpidos ojos pardos.
El desayuno en Piazza Navona era para mí lo más similar a un ritual diario tan «sagrado» como el té de las cinco de la tarde para un británico tradicional. Siempre acudía al mismo establecimiento, el Viccotti, aunque lo cierto es que cambiaba de camareros cada cierto tiempo, por lo que rara vez era reconocido por alguno de ellos; lo cual no dejaba de tener sus ventajas para pasar más desapercibido entre seres anónimos.
Sin embargo, aquel día me encontraba preso de un perceptible nerviosismo. Era algo habitual en mí cada vez que daba comienzo a una nueva «operación».
Esperaba la llamada de Sandro, mi contacto en la Ciudad Eterna. El, con su cara pequeña de facciones regulares, se encargaba de recabar la información necesaria sobre las piezas que me interesaban, o sobre las personas que deseaba investigar antes de realizar transacción alguna con ellas. Sandro conocía tan bien a la élite romana como sus bajos fondos… Sus informantes eran siempre de confianza absoluta; claro que resultaba un tanto caro, pero al final sí que merecía la pena esa inversión.
En esta ocasión, Sandro estaba tardando más del tiempo acostumbrado, algo harto extraño en él, siempre tan eficaz, y mis nervios estaban tensándose como la cuerda de un arco medieval a medida que pasaban los interminables minutos de la espera.
—Piit, piit, piit…
El teléfono móvil me avisaba de que un mensaje acababa de llegar. «Por fin», pensé, aliviado.
Le di a la tecla correspondiente y el SMS apareció ante mí. Metí la cabeza en él, y debí de presentar el aspecto de un imbécil con los ojos desorbitados… Tragué saliva con dificultad porque no podía dar crédito a lo que estaba leyendo y releyendo, una y otra vez. Por un momento creí que toda la gente que había a mi alrededor estaba pendiente de mí, con sus miradas clavadas en mi transfigurado semblante. Miré alrededor y pude convencerme de que, como era lógico, absolutamente nadie había advertido aquello que para mí resultaba tan evidente.
A esa hora, algunos ejecutivos, secretarias de buen ver, e incluso algún cura que otro de semblante circunspecto, realizaban la misma operación que yo, desayunarse sin prisas y con la prensa del día. A propósito, de la «canallesca», mi periódico yacía sobre la silla de al lado, como abandonado…
Volví a leer el mensaje para cerciorarme de que realmente era de Sandro, y también de que no había error posible.
Nombre desconocido en el mundo de las antigüedades y de los coleccionistas, tanto legales como «de los otros». Pieza fuera de cualquier catálogo. Para más información, más detalles en…
Como era lo habitual, Sandro firmaba «S», y después una cantidad: 1.000 euros.
Total, que acababa de tirar a la basura urbana esa cifra sin obtener nada a cambio. Mi cara debió parecer un poema —una máscara de furia contenida— tras apretar la tecla roja del móvil, pues a nadie le gusta perder dinero.
«Así pues, resulta que nadie conoce al tal 'Lerön Wall', presunto coleccionista de arte», cavilé cariacontecido ante la frustrante novedad. Y la pieza, aun a riesgo de ser auténtica y, por lo tanto, extraída subrepticiamente de alguna excavación, era tan desconocida como su anterior propietario. Haciendo un esfuerzo mental extra, decidí dedicar toda mi atención a la bandeja del desayuno que tenía frente a mí, antes de continuar estrujándome el cerebro, y luego disfrutar del agradable sol mientras me alimentaba. Comí con deliberada lentitud, saboreando cada suave mordisco dado a las gruesas y doradas tostadas generosamente cubiertas de mantequilla y mermelada de melocotón, todo ello tras tomarme de un solo sorbo el zumo de naranja. Como era costumbre en mí, reservé el capuccino para degustarlo mientras me informaba leyendo la prensa del día.
La Repubblica publicaba, en primera página, el comienzo de la nueva guerra en el Golfo Pérsico. Sadam Hussein se enfrentaba él solito contra unos Estados Unidos de América eufóricos, y la ciega efervescencia bélica yanqui hacía que se exaltaran los ánimos en una Europa casi por completo en contra de la política de garrote y tentetieso de George W. Bush, digno hijo de su ínclito padre.
Esto venía a complicar sobremanera mis actividades en la región con las mayores reservas petrolíferas. Para mí, sólo era uno de los lugares más ricos del mundo en yacimientos arqueológicos. No en vano, toda la cultura tenía su origen cerca de allí, en la antigua y legendaria Mesopotamia.
Miré todo el periódico con calma. Únicamente una noticia atrajo verdaderamente mi atención; de hecho, me hizo palidecer en cuestión de décimas de segundo, sumiéndome en la inercia de lo imprevisto. Después aspiré hondo el aire romano y leí de nuevo el titular de la gacetilla.
Asesinado en su domicilio de Roma el conocido anticuario Pietro Casetti.
En una columna, apenas ocho miserables líneas informaban del suceso en el rotativo romano. La gacetilla apenas aportaba detalles dignos de consideración. El cuerpo del finado había sido encontrado por su asistenta, con un puñal clavado en el pecho, sobre la costosa alfombra persa de su despacho. No habían robado nada; aparentemente, aquello era el ajuste de cuentas de cada día en el país de la Mafia. Pero era la segunda muerte de un anticuario famoso en un mes. La otra había ocurrido en Londres, apenas quince días antes. No obstante, el escenario y el método eran distintos.
Adopté una actitud reflexiva.
Me hubiera parecido una coincidencia —en las que por cierto, no creo; eso es para las mentes ingenuas— si no fuera porque los dos habían contado conmigo para contratar mis servicios poco antes de ser asesinados.
Tal vez fuera un mal presagio…
Todo había comenzado veinte días atrás, en mi apartamento-oficina de Londres, ubicado en Pimlico, un barrio caro, y casi pegado al de Chelsea. En el lateral de la puerta, había una placa dorada con mi nombre y la actividad que legalmente desarrollaba; decía así: «Alex Craxell. Experto en antigüedades». Bajo ella, un timbre indicaba al visitante que sólo tocándolo se le abriría aquella puerta de roble flanqueada por dos esbeltas columnas de piedra.
En la primera planta, a la que se accedía por una artística escalera de la época victoriana, de madera oscura y brillante, estaba ese día sentado yo en mi cómodo sillón tras la imponente mesa estilo Luis XVI, navegando por Internet en mi portátil. Era una mañana como otra cualquiera. Solía recibir de cuatro a cinco clientes por semana, siempre para contratar mis servicios a fin de conseguir alguna pieza rara. No obstante, durante el trascurso de la jornada matinal nadie me había visitado aún.
Serían las 12.45 horas, aproximadamente, y como el tedio se estaba apoderando de mí, decidí marcharme. Apenas comencé a incorporarme del sillón forrado de cuero, con la intención de apagar las luces y salir a la calle, cuando el timbre de la calle comenzó a sonar insistentemente, igual que si el dedo índice se le hubiera pegado a él a mi inesperado y potencial cliente.
—¡Voy, voy! —exclamé, simulando indignación, como si él pudiese oírme desde la vía pública y con el monótono sonido del tráfico rodado.
Pulsé la tecla de apertura y esperé a que, quien fuese, apareciera de una vez. Después sonaron dos toques secos contra el cristal de la puerta, y la silueta que se recortaba tras él me mostró que era un hombre.
—¡Adelante! —Con voz enérgica concedí permiso para que el desconocido entrara en mi sancta sanctorum profesional.
Era un hombre con estilo, de unos cincuenta y tantos años de edad, y muy bien conservado por cierto. Penetró resuelto en mi oficina, y luego se situó frente a mí. Tenía las sienes salpicadas de hebras plateadas, e iba vestido con un traje de buen corte, caro, sin duda de los hechos a medida en un sastre de postín. Llevaba un maletín de piel ejecutivo, color negro, muy estilizado, bajo su brazo derecho.
—Buenos días, señor Craxell —saludó cortés, pero lo hizo casi sin despegar los labios, como si hablara entre dientes, manteniendo su gesto, serio, adusto.
—Siéntese, por favor —le pedí al instante, desplegando de paso la mejor de mi sonrisas—, y cuénteme en qué puedo ayudarle.
El recién llegado parecía inquieto, como si toda su concentración mental estuviese dirigida a controlar sus nervios, a mantener una forzada serenidad que seguramente estaba lejos de sentir por dentro. Finalmente me pareció que recuperaba su presencia de ánimo.
—Un colega de profesión me ha dado su nombre —comenzó su explicación—, y asimismo me ha garantizado su absoluta discreción y también su gran eficacia; de modo que me he decidido a venir a verle.
—Siempre es agradable saber que se goza de una buena reputación en este medio tan delicado. Por otra parte… —Traté de ayudarle a abrirse, pero mi interlocutor me interrumpió.
—Mi nombre es Lerön Wall… —Soltó un débil suspiro de alivio—. Soy coleccionista de arte y anticuario. En estos últimos años he estado tratando de hallar una pieza de extraordinaria rareza, aunque sin conseguir el resultado deseado. Hace dos días, visitando en Roma a un amigo, y en ocasiones «competidor». —Remarcó mucho esa palabra—, Pietro Casetti, vi algo que llamó poderosamente mi atención… Naturalmente, no le dije nada al respecto, pero en un descuido… —Se cortó antes de confesar su delito— le sustraje este pequeño trozo de un friso… —dijo, extrayendo a continuación de su americana lo que parecía un diminuto trozo de yeso con dos raras marcas, y que no mediría más de cuatro centímetros de largo por otros tres de ancho—. Lo tenía sobre una mesilla, junto a una lupa. Supongo que aún no había concluido su examen… En este portafolios. —Lo palmeó un par de veces. Su rostro adoptó ahora una expresión de satisfacción altiva— le traigo las fotografías ampliadas que le he hecho. —Tras extraerlas con sumo cuidado, el señor Wall dejó media docena de ellas sobre mi mesa de trabajo.
Tomé las instantáneas entre mis manos y concentré toda mi atención en ellas. Enseguida me di cuenta de que no me interesaban aquellas marcas. Eran dos, concretamente dos símbolos egipcios que tan solo se suponía que indicaban el acceso al inframundo. Ni tan siquiera se tenía la completa convicción de que realmente existieran.
—Son el símbolo protector de Amón y el de su maldición —comenté en voz alta para demostrarle que sabía lo que tenía frente a mí—. Luego están la cabeza del carnero sobre la serpiente Apofis y la serpiente Set; ésta con una cabeza humana entre sus anillos. —Después fruncí el entrecejo, pensativo.
Lerön Wall hizo un ademán de asentimiento.
—Veo que conoce la más secreta de la simbología del antiguo Egipto. —Mi potencial cliente estaba muy impresionado ante la rapidez de mis reflejos profesionales.
—Por supuesto que sí… —Tras una pausa de un par de segundos, luego, con tono incisivo, añadí—: He tenido contacto con todo lo que atañe a la extinta Orden de Amón, y algunas piezas del llamado Imperio Medio, con su sello, han pasado por mis manos. Sin embargo, reconozco que nunca vi con anterioridad estos dos símbolos juntos.
—Entonces ya supondrá lo importante que es esta pieza que, por otro lado, es auténtica —aseguró él, acercándomela hasta casi rozar mis manos. Casi al instante, enarcó la ceja izquierda en gesto elocuente.
Dejé las fotografías sobre la mesa, y examiné con todo detenimiento el pequeño y vetusto trozo de yeso coloreado. La escritura, sin ser perfecta, estaba grabada en el yeso con suma precisión y claridad. Levanté la mirada y posé mis ojos en mi elegante visitante, que esbozaba una vaga sonrisa. Daba así a entender que comprendía mi reacción, que fue la suya con toda seguridad, cuando le echó el ojo encima en casa de su «amigo».
—¿Se da cuenta ahora de por qué no pude sustraerme a la tentación de llevármela? —Sonrió más abiertamente, señalando el valioso trozo de friso egipcio.
—Me doy cuenta, claro que me doy cuenta de cómo no pudo evitar el «requisarla» —señalé en voz baja, asintiendo tres veces con la cabeza, a la vez que se lo entregaba de nuevo y le presentaba una sonrisa maliciosa.
—¡Oh, no! ¡No! Deseo que lo guarde usted —respondió el señor Wall, poniendo mucho énfasis en sus palabras.
Luego extendió la palma de su mano derecha, frenando mi intención. —Estará más segura aquí… ¡Ah! —Vaciló por un instante—, las fotografías también son para usted —continuó, poniendo en mis manos las copias—. Verá… Yo he de irme por un tiempo; asuntos de la mayor importancia me reclaman en el continente. —No pudo evitar que le temblara algo la voz—. Ahora, por favor, dígame a cuánto ascienden sus honorarios, señor Craxell.
Durante unos veinte minutos concertamos cuáles serían las cláusulas de nuestro «contrato». Cada cliente podía pagar un precio, y éste también dependía, por supuesto, de la dificultad que entrañaba encontrar y conseguir el objeto tras el que iba el interesado de turno. Con mirada escrutadora le pedí cincuenta mil libras de adelanto, y él, sin rechistar lo más mínimo, sacó su talonario y me firmó un talón por la cantidad exigida. Debería conseguir, no una pieza, sino la ubicación del resto del friso, al cual le faltaba ahora aquel pequeño trozo.
La misión encomendada no era nada fácil si se tiene en cuenta que todo el mundo cree que se trata de un lugar de leyenda y no real. El señor Wall se levantó, y extendió su mano en un gesto cordial; incluso hubiera asegurado que su semblante era ahora más agradable, como si realmente se hubiera quitado un peso de encima…
Mi nuevo cliente respiro hondo, y haciendo acopio de fuerzas me dijo en tono firme:
—Espero noticias suyas, señor Craxell… Esta es mi tarjeta. —Me tendió una color paja—. Ahí tiene mi número de apartado de correos, y también el número de mi teléfono móvil, al que, naturalmente, puede llamar para contactar conmigo si le fuera imprescindible. —Los ojos del señor Wall centellearon.
El apretó mi mano con fuerza. Se dio la vuelta y despareció de mi vista.
Solté un gruñido de satisfacción.
Me dirigí decidido a una estantería repleta de libros, cercana a mi elegante mesa, y saqué varios de ellos, dejando al descubierto una pequeña caja fuerte. Ya sé que es poco original, pero como no suelo guardar en ella objetos demasiado valiosos, ni tampoco grandes cantidades de dinero, era más que suficiente para mí.
«Aquí estará bien, hasta que decida dónde guardarlo definitivamente», pensé complacido, cerrándola y colocando de nuevo en su lugar los libros extraídos.
Después me senté y estudié las fotografías una vez y otra con ojo de relojero. Eran buenas. Su nitidez mostraba a las claras un buen trabajo.
Durante el resto del día recurrí a lo que tenía más a mano, comparando mis conocimientos sobre egiptología. Los cotejé pacientemente con el contenido de algunos viejos volúmenes, ya descatalogados, y entre suspiro y suspiro fui rindiéndome ante la más descorazonadora evidencia. No existía nada, ni remotamente parecido, que me pudiera servir como pista fiable, absolutamente nada con que comenzar la búsqueda. Aquellas polvorientas hojas, que en más de una ocasión habían resultado ser mi más firme apoyo, nada podían indicarme sobre el misterioso lugar que tanto temiesen los antiguos sabios egipcios. Arrugué la nariz en un gesto de preocupación; después sentí la boca seca.
Un poco hastiado del tema, decidí visitar a un colega, alguien cuyo privilegiado cerebro contenía toda la sabiduría profunda del país del Nilo. Era mi última baza. De no conseguir resultado positivo alguno, debería cambiar mis esquemas y reiniciar por otro punto mis frustrantes averiguaciones. En aquel momento no podía saber lo cerca que estaba de deslizarme por el túnel del tiempo de la manera más insólita que uno pudiera imaginar.
Por lo demás, la tarde y la noche transcurrieron con nosotros dos, mi amigo Brando Heistig y yo, «buceando» en sus más queridos y polvorientos libros. Su vivienda, en Chelsea, no muy lejos de mi centro de operaciones, era más bien un cubículo de paredes recubiertas de estanterías repletas de libros, pergaminos y papiros, que sin duda lo hubieran hecho millonario de haberse decidido a venderlos a un importante anticuario.
Pero he aquí que todo nuestro esfuerzo fue inútil y me marché bastante desanimado, aunque, eso sí, dispuesto a reiniciar la lucha tras un buen desayuno y algunas horas de sueño. Solté un rabioso juramento, y entré en un bar cercano a mi oficina, donde pedí un café cargado mientras desplegaba la prensa de la barra ante mis vencidos párpados.
Entonces me llevé una sorpresa mayúscula. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Allí estaba mi elegante y adinerado cliente del día anterior, en aquella instantánea en la que aparecía boca arriba, con su cabeza sobre un charco de sangre. Sacudí la cabeza, asombrado. No había pie de foto, no decía su nombre, sólo cómo se le había encontrado… quién… esas cosas que siempre se dicen en estos casos; pero sobre su personalidad, nada de nada. «¡Qué pena!», pensé ante esa rotunda evidencia. Fruncí el entrecejo mientras leía con toda atención, y entonces el vello de la nuca comenzó a erizárseme.
El forense aseguraba que había sido asesinado sobre las 13.30 horas, es decir, poco después de abandonar mi oficina. Tragué saliva con dificultad. Después una mirada más detenida de la fotografía me indicó cuál había sido el motivo. El delgado y negro maletín ejecutivo había desaparecido. Un flash vino a mi mente, y por eso cavilé: «¿Sabrían que habló conmigo? ¿Le habían estado vigilando? ¿Y si yo era el siguiente? Tranquilízate. ¿Qué harías tú en su lugar? Tranquilo, piensa», me ordené mentalmente, para apartar los pensamientos erráticos.
Doblé el ejemplar de The Guardian, dejé unas monedas sobre la mesa y salí a toda prisa hacia mi apartamento. Notaba un anhelo frenético ante las dudas que, incansables, me aguijoneaban el cerebro. En unas pocas zancadas alcancé mi objetivo, al subir las escaleras de dos en dos, y abrí la puerta, con el corazón latiéndome como un loco. Tenía una incómoda sensación de vértigo e ingravidez, igual que si me estuviera hundiendo sin remedio, con toda lentitud, en las oscuras aguas del lago Ness.
Entré en tromba, abrí puertas y armarios, lo revisé todo. Pero no, no había entrado nadie; no habían destripado mi apartamento como yo me temía en busca de… Seguidamente, saqué los libros que ocultaban la caja fuerte, la abrí y… ¡Vacía! Se me cayó el alma a los pies y contuve una maldición.
Alguien, metódico y cuidadoso, se había llevado aquella pieza extraordinaria, y asimismo, las fotografías. Era como si éstas nunca hubieran existido, lo mismo que si todo hubiera sido una fantasía, un sueño más…
Solté una exclamación ahogada.
Quizás era precisamente eso lo que deseaban que pensara, pero las cincuenta mil libras eran reales, allí estaban. Extraje el cheque, lo desdoblé con sumo cuidado y él, claro, me confirmó al instante que la entrevista había sucedido. Todo era tan real como la vida misma.
Aquella noche la pasé en un discreto hotel, apenas tomé para ello mis útiles de aseo, el portátil, algo de ropa, el pasaporte y dinero, y me trasladé de residencia por un elemental sentido de la seguridad. A la mañana siguiente me presenté en una sucursal del Banco de Inglaterra e hice efectivo el talón. Ningún problema con la ventanilla de turno. Cincuenta mil machacantes fueron a parar al bolsillo interior de mi cazadora.
Había elegido unos vaqueros y una cazadora de cuero negra, así como calzado deportivo, para viajar más cómodo. Iba a investigar para el señor Lerön Wall, aunque estuviese muerto. Más allá de la consabida ética profesional, me picaba como nunca la curiosidad.
Mi primera visita prevista era al amigo del difunto, un «competidor» de Roma, así que decidí ir a verlo. Dicho y hecho, tomé un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow. Una vez allí, compré un billete de avión con destino directo a Roma en el mostrador de la compañía Air Italia.
Casi dos horas después me encontré a bordo, cómodamente instalado, y comencé a ordenar mis ideas. Mis pensamientos se precipitaban a velocidad de auténtico vértigo. Me pareció excesivo que su amigo hubiera contratado a un matón para matarlo como castigo por el robo de la pieza. No, algo más debía esconderse detrás de aquel siniestro asunto. Junto a mí, una mujer gruesa y sonriente parloteaba sin cesar, aun dándose cuenta de que no le prestaba la más mínima atención. A pesar de todo, ella continuó con su insulso soliloquio sobre los eternos problemas familiares. Había adquirido un billete de turista para no atraer la atención, por si era controlado por los asesinos de mi cliente. No obstante, me arrepentí durante el tiempo que duró el vuelo. Era insoportable aquel ruido monocorde y persistente en que resultaba la voz chillona de aquella mujer de mediana edad, con dientes desiguales y un ojo estrábico.
Cuando llegamos al aeropuerto de Fiumicino, en Roma, me apresuré a salir de él tomando de nuevo un taxi. Según me habían comentado, los taxistas romanos eran poco menos que suicidas, y un tanto pesados en cuanto a conversación se refiere, extremo que cualquiera puede comprobar enseguida in situ.
Me hospedé en el hotel Madison, un lugar discreto, cuyo exterior poco o nada tenía que ver con lo que eran sus amplias habitaciones, con sus paredes recubiertas de telas verdes y mobiliario de buena madera, con baño todo él de mármol. Siempre que necesitaba quedarme en un lugar discreto y cómodo, elegía el Madison.
Eran las tres de la tarde; pedí que me subieran algo de comer y me metí en el baño. El agua tibia de la ducha me confortó, y por ello permanecí bajo el chorro del agua varios minutos, disfrutando de aquel placer hídrico y relajante. Después me enfundé el confortable albornoz blanco que colgaba tras la puerta, con las grandes iniciales HM en hilo dorado, y me eché sobre la gran cama con las manos tras la nuca.
Tras dos golpes suaves y la consabida frase de «servicio de habitaciones», y siempre después de conceder mi permiso, una joven camarera de buen ver penetró en mi habitación con una gran sonrisa en su rostro, a la que adornaban dos ojos negros de increíble brillo.
—Le he traído un poco de todo, como no sabía qué podía apetecerle… —Fue destapando varios platos conteniendo carne en salsa, salmón a la plancha con una guarnición de ensalada, espaguetis a la boloñesa, y varios apetitosos postres lácteos, todo junto a una botella de vino italiano y una jarra de agua, así como dos copas de fino cristal de Bohemia.
—Es todo un banquete, y tiene buen aspecto —contesté complacido. Enseguida le puse en la mano un billete de veinte euros, y la agradable camarera se retiró satisfecha por mi «detalle».
No me dio las gracias, aunque se limitó a asentir con la cabeza. Eso sí, ella desvió la mirada cuando la lujuria carnal me hizo imaginar cómo me sentiría al acariciar su resbaladizo cuerpo desnudo. Sería si antes le daba un masaje con aceites perfumados de la Hispania romana alrededor de la mata que debía tener entre las piernas… Suspiré, apartando luego la lascivia de mis pensamientos, encadenados también a su portentosa boca rojo cereza. Había que prestar atención a la gastronomía local.
El salmón fue el plato elegido, regado con una buena cantidad del Soleggio de la bodega del príncipe Pallavicini, un tinto de crianza tan intenso como potente en mi boca. ¡Ah! Era como estar en casa, pero mejor… Y después vino una gran copa de helado. Todo lo servido desapareció en mi interior. Rememorando tiempos pretéritos, diré que me había puesto a cuerpo de senador vitalicio del Imperio Romano de Occidente, y sin riesgo de que nadie me envenenara, o eso creo…
Tenía que empezar por algún sitio, así que decidí buscar en la guía telefónica el número de Pietro Casetti. Era un anticuario muy conocido, así que lo encontré presto. Marqué el número y esperé la respuesta, al tiempo que silbaba un insulsa cancioncilla de moda. Una voz, suave y bien timbrada, sonó al otro lado.
En pocas palabras le puse al tanto de la situación. Su rostro debió contraerse en un rictus de disgusto, ya que su desagrado era evidente incluso a través del hilo telefónico. Tras un hosco silencio, durante el cual él trataba de contener su ira, se le quebró la voz, carraspeó y por fin nos citamos en el Vicotti, en la Piazza Navona, a las ocho en punto de la mañana. Yo llevaría un bolso negro con una gran tapa que lo cubría por delante, en bandolera.
Colgué y me eché a dormir. Me dio por imaginar cómo sería el rostro lívido de Casetti. Una sonrisa sarcástica me acompañó con el primer y reparador sueño.
Me encontraba deleitándome con una copa de helado —adornado con sirope de chocolate y algunos perifollos de colores que, enhiestos, se alzaban sobre él por medio de largos y afilados palillos—, sentado junto a una de las mesas metálicas circulares del Vicotti. Por el cantón de enfrente que comunica la calle con la ciudad, confiriéndola ese aire de refugio tan seductor, entró un varón de unos cuarenta y muchos, vestido de manera informal, aunque ciertamente elegante.
Es posible que incluso la cazadora de cuero marrón —y de seguro que muy cara— así como los pantalones vaqueros unidos a una complexión atlética, contribuyeran a restarle algunos años. Por otra parte, carecía de canas, y una espesa y bien cortada cabellera negra larga, recogida en una coleta, le daba un inconfundible toque postmoderno. Era el arquetipo del varón maduro latino que las féminas al uso denominan como «interesante».
Él recorrió con la mirada la plaza, de lado a lado, y sin dudar, se acercó hasta mi mesa con paso seguro y las manos en los bolsillos de la cazadora. Después me habló en un más que correcto español.
Le brillaban los ojos, e ipso facto comprobé que su expresión se mostraba alerta.
—Buenos días, supongo que usted es el señor Alex Craxell —casi afirmó con una voz grave y profunda, mostrando un completo dominio de sí mismo.
—Así es —repliqué con frialdad en el idioma en que se expresaba, y que era el original mío—. Y usted debe ser Pietro Casetti… ¿Verdad? —le pregunté, más para concluir mi frase con un cliché clásico de educación estándar, y para que en realidad me lo confirmase—. Pero siéntese, por favor —le pedí presto, pero, eso sí, sin sonreír lo más mínimo.
Cuando el aludido lo hubo hecho, me llegó el aroma de un conocido y muy caro perfume, algo que a mí, a nivel personal siempre me ha dicho mucho de la personalidad de quien tengo enfrente. Resultaba harto evidente que el hombre que tenía casi junto a mí, al otro lado de la mesa de la terraza del Vicotti, se resistía a envejecer, y por ello luchaba tenazmente contra el implacable paso del tiempo.
El tal Casetti era un tipo de piel bronceada y aspecto saludable, que te miraba de frente, sin intentar ocultar nada, seguro de sí mismo. Obviamente, fue directamente al grano en su exposición.
—Me dijo usted por teléfono que se hallaba en poder de una información importante relativa a la pieza que sustrajo de mi casa el señor Lerön Wall… Doy por hecho que no se halla en su poder dicho objeto —aventuró de golpe y con algo de aspereza, en un intento de sonsacarme hábilmente; algo que, por otra parte, ya estaba esperando.
—No he querido engañarle en absoluto, signore Casetti… Conozco los símbolos y grabados en la pieza por haberla tenido en mis manos, así como media docena de fotografías que el señor Wall le hizo, a fin de facilitar mi examen de la misma, sin que tuviera que manosearla cada vez que deseara verla. Dejó a mi cargo ambas cosas. Lamento decirle. —Bajé la mirada, un tanto avergonzado, pero haciendo teatro— que fueron robadas de mi propia caja fuerte… Los ladrones, o el ladrón, no se llevaron nada más…
El pareció sobresaltado, pero en un instante recobró su semblante habitual.
—Y posteriormente, cuando supo del asesinato de Lerön Wall y de la desaparición de la pieza y sus copias fotográficas, fue encajando piezas, supongo —apuntó certeramente mi interlocutor en tono glacial, al tiempo que yo jugueteaba con el azucarillo vacío de mi café entre mis dedos—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó haciendo una extraña mueca.
—No sé si usted, después del robo acaecido en su domicilio, deseará ayudarme a aclarar este enigma, pero yo me propongo llegar hasta el final… Después de todo —contesté con tono pausado—, el difunto señor Wall me abonó una generosa cantidad a cuenta, y alguien más ha logrado picar mi curiosidad, hasta el…
En ese preciso momento llegó de nuevo hasta la mesa el solícito camarero para interesarse en el recién llegado cliente.
—¿Tomará algo el signore? —inquirió sonriente, pero a la vez algo rígido.
—Un capuccino, por favor, gracias —añadió Pietro Casetti con consumado estilo, sin perder ya la compostura. Continuó hablando cuando se alejó el empleado de hostelería—: Verá, si mi colega Wall hubiera decidido colaborar conmigo —aseguró, malhumorado—, yo hubiese puesto a su disposición esa importante pieza que, por otra parte, he tardado años en conseguir, sin necesidad de que la hurtara y quizás estuviera vivo… —Hizo una breve pausa—. Me interesa en grado sumo hallar el lugar del que procede. Es por esto, y también por la determinación y lealtad que veo guían su investigación en todo momento, que apoyaré cuanto considere necesario para llevar a buen fin esta búsqueda.
Sin esperar mi respuesta, Casetti extrajo del bolsillo interior de su cazadora un papel rectangular, doblado cuidadosamente, y lo extendió con elegancia ante mi atónita mirada. Literalmente hablando, puedo afirmar que me quedé con la boca muy abierta. Era un cheque de la Banca Nazionale del Laboro por valor de ¡sesenta mil euros! No supe qué decir. Le miré a la cara con curiosidad mientras tenía la mente obnubilada por un inefable éxtasis. Esta vez él sonreía como lo hiciera aquel día el señor Wall en mi apartamento-oficina londinense.
—Es sólo un adelanto… —Esbozó una tenue sonrisa de suficiencia—. Además, me he tomado la libertad de abrir una cuenta a su nombre con una cantidad elevada para gastos imprevistos. Créame si le aseguro que el dinero no supondrá jamás un obstáculo —aseguró con firmeza en la voz.
—Estaba seguro de que yo iba a continuar la búsqueda… Me sorprende usted, signore Casetti —le confesé abiertamente.
—Si tras la muerte de su cliente, y en lugar de embolsarse la cantidad que éste le entregó, como yo estaba seguro que haría para abandonar el asunto, decide continuar y venir a verme, eso quiere decir, al menos para mí, que se puede confiar en usted. —Sonrió y después su expresión se hizo solemne en extremo al agregar—: Me ha demostrado con creces que es una persona íntegra como pocas, además de, por supuesto, como profesional.
—Me halaga usted con su confianza.
Mi interlocutor sacudió la cabeza a ambos lados, y luego dijo con actitud enigmática:
—No lo crea, nunca lo hago si no es porque realmente lo merece a quien se lo digo… Tampoco tengo muchas ocasiones para expresarme así. —Se encogió de hombros—. Desgraciadamente, hoy día la palabra de un hombre suele valer poca cosa… No es así en su caso particular —añadió en tono alentador.
Pietro Casetti alargó el cheque, de nuevo doblado, cogido entre sus dedos índice y corazón. Yo lo tomé con decisión, no sin cierto desasosiego, he de reconocerlo así, por la imprevista marcha de los acontecimientos.
—No se preocupe, le será muy necesario… —continuó, tajante, Casetti—. Va a enfrentarse a dos poderosas instituciones, ricas además. Ambas son milenarias. —Su rostro se ensombreció—. Puede estar seguro de que ha sido espiado, seguido y controlado desde que habló por primera vez con el señor Wall. De hecho —masculló con voz entrecortada—, continuar hablando aquí podría resultar fatal para ambos. —Miró a su alrededor, como para asegurarse de que mi advertencia no llegaba demasiado tarde.
—Le tendré al corriente de cuanto suceda… —Callé un instante—. Dígame, por favor, cómo puedo contactar con usted… ¿En el número que tengo de su domicilio?
—No, ése no es seguro… Yo le llamaré siempre a usted, señor Craxell, si tiene la bondad de apuntarme su número de teléfono móvil —dijo después de respirar hondo, acercándome a continuación una servilleta limpia.
Le escribí los nueve dígitos de mi móvil, y tras doblar la servilleta en cuatro, se la di. El la introdujo en el mismo bolsillo del que extrajera su generoso talón. Después hizo un elocuente gesto de asentimiento.
—Estaremos en contacto… —convino Casetti, pensativo, poniéndose en pie y depositando un billete de diez euros sobre la mesa—. ¡Ah! Su cuenta está en el mismo banco emisor del talón que tiene ya en su poder —me informó con gesto impenetrable y sin pronunciar su nombre, supongo que para evitar ser oído por quien no debiera, y luego añadió escueto—: Ciao. —Se despidió con rapidez, desapareciendo por el cantón que había atravesado para dar a la plaza cuando llegó.
Alex Craxell, o sea, yo, se sentía encantado.
Me quedé allí un buen rato, preguntándome, una y otra vez, qué podía ser tan importante como para despilfarrar el dinero de manera tan espléndida. Mentalmente esquematicé los hechos acontecidos, tratando de encajarlos y darles algún sentido. Era un elemental intento de arrojar algo de luz sobre aquel delicado y peligroso asunto.
La luz declinaba encendiendo el cielo de tonos rojos y anaranjados, a semejanza de un fuego que consumiera las últimas horas de luz sobre la Ciudad de las Siete Colinas. Sus numerosas esculturas cobraban vida propia bajo sus encantadores efectos, creando mil sombras que amenazaban con deambular por recónditos y añejos rincones, los que conformaban la personalidad antigua y señorial de Roma.
Paseé sin rumbo fijo durante un par de horas para, más tarde, tomar un taxi que me llevó hasta la entrada del Madison. Una vez en recepción, pedí mi llave y una joven de pelo muy corto la depositó sobre el mostrador. Ella tenía una forzada sonrisa, aunque me fijé más en su insinuante canalillo asomando en el escote en forma de pico. Pero en esos momentos no tenía tiempo, ni tampoco predisposición mental alguna, para pensar en el tacto de senos turgentes.
Subí a mi habitación, me desnudé, y me metí enseguida en la ducha. Soy de los tipos que soportan mal el calor. Ahora tenía un plan y suficiente dinero para ponerlo en marcha. Con un poco de suerte, todo marcharía bien.
Abstraído en la profundidad de mis pensamientos, dejé que el agua, además de llevarse mi pegajoso sudor, tonificara mis músculos y me relajara bastante. Aquella noche dormí de un tirón, como un bebé con el estómago bien lleno de leche materna.
En primavera, la luz inunda la ciudad de Roma, llenándola por completo, vivificando su monumental y abigarrada configuración, creando una estampa única, imposible de ver en cualquier otra ciudad. Toda ella parece florecer en la legendaria ciudad imperial de los césares, como un inmenso jardín cuyas pétreas flores se alzan por doquier, apuntando con sus orgullosas cúpulas al cielo mismo.
Esta era otra de esas mañanas mágicas. Cuando salí a la calle, me embriagué del aroma que reinaba en el ambiente, y decidí andar en lugar de tomar un taxi, como era mi costumbre para desplazarme. Tras andar como unos doscientos metros, entré en una sucursal de la Banca Nazionale del Laboro y me dispuse a ingresarle a Sandro sus mil euros. Acto seguido le pedí al cajero que me abonara el cheque por valor de sesenta mil euros para, a su vez, ingresarlo en la cuenta corriente que yo suelo usar en la misma entidad bancaria.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando casi de forma retórica y sin esperar mi respuesta, el empleado de la ventanilla con doble acristalamiento blindado me preguntó con voz neutra desde su micrófono:
—¿Quiere entonces traspasar sesenta mil euros de la cuenta conjunta a la que posee sólo a su nombre?
No hubo respuesta inmediata por mi parte, y sí un plúmbeo silencio. La sorpresa me había paralizado las cuerdas vocales.
—Signore…, le he preguntado si desea traspasar sesenta mil euros de la cuenta conjunta a la que tiene sólo a su nombre —insistió el cajero, aunque ahora en un tono condescendiente, como aquel que explica a un niño algo tan elemental que se cae por su propio peso.
—Perdone, es que estoy atento a tantas cosas… —respondí tras reflexionar por un momento, forzando una sonrisa de circunstancias—. ¿Ha dicho usted de mi cuenta conjunta? —Casi en el acto, recordé que Pietro Casetti había hecho mención de una cuenta especial para gastos abierta a mi nombre, pero sin mencionar en ningún momento que fuera precisamente eso, «conjunta».
—Sí, señor, está a su nombre… —El cajero, un cuarentón de profunda alopecia, titubeó unos instantes antes de continuar con su maravillosa aclaración— y del señor Pietro Casetti. Fue abierta ayer por la tarde. Es el único día que se abren las oficinas al público fuera del horario habitual —puntualizó con evidente profesionalidad—. Traspasó el dinero de una vieja cuenta. Lo traspasó todo… El total exacto…, déjeme que lo compruebe ahora mismo —aseguró con voz firme, moviendo sus dedos eficazmente en el teclado del ordenador que se erguía ante él—, asciende a tres millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros —concluyó, mirándome expectante, y esperando nuevas órdenes del boquiabierto cliente extranjero que tenía tras el mostrador. Así las cosas, mi voz sonó con una nota de incredulidad cuando di el visto bueno a la operación.
—Sí, sí, hágalo, traspase la cantidad que le he pedido —repliqué tras un lapsus mental, anonadado como me encontraba ante semejante sorpresa—. ¡Ah! Y quiero, por favor, un extracto de la cuenta conjunta… Y una cosa más… ¿Puedo extraer el dinero sin la firma del señor Casetti, o ello resulta del todo imprescindible? —Mientras hablaba, fruncía el entrecejo con expresión dubitativa.
—Es usted persona autorizada —aseguró el cajero con calma tras sus gafas de miope con montura negra—. El signore Casetti no ha impuesto límites para extraer cantidades de ella.
Ahora, con los ojos desorbitados de un demente inmensamente feliz, observaba aquellas escasas líneas que daban fe de la muerte de mi generoso cliente. Calculé que entraba dentro de lo posible que se sintiera amenazado, y que quizás entonces pensó en cambiar… Pero no, no era razonable dejarme al alcance de la mano una fortuna. Casi no me conocía… No sé aún cuánto tiempo tardé en borrar de mi rostro la sonrisa triunfal con que éste se iluminó.
Saqué del bolsillo derecho de mis vaqueros el papel del extracto, y luego lo desdoblé con sumo cuidado, para cerciorarme de que no existía ningún error posible. Sí, claro que sí, la asombrosa cantidad aparecía metida en el ángulo inferior derecho. Eran tres millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros que ahora eran enteramente míos.
Pero al instante pensé que la policía no tardaría en atar cabos, al sospechar de un posible chantaje, con posterior asesinato… Todo me acusaba a mí en este momento. Además, sus parientes reclamarían con insistencia sus bienes, sobre todo si tenían pleno conocimiento de la cuantía a la que ascendía su fortuna.
Ahora más que nunca necesitaba visitar su piso, cosa harto peligrosa, pero absolutamente necesaria por otra parte.
Sin temor alguno a «arruinarme» por completo, deposité dos billetes de cinco euros sobre la bandeja del desayuno, y luego crucé la plaza con paso muy enérgico, y luego el cantón que la comunicaba con la calle paralela. Finalmente tomé el primer taxi que vi, dándole al anónimo profesional del volante la dirección que venía citada en el periódico.
«Al menos a éste le conocen en Roma, no así a Lerön Wall, cuyo apellido ya me había sonado a falso desde un principio. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro? Y sobre todo, ¿quién o quiénes actúan en la sombra?» —pensé con demoledora lógica.
Cada vez tenía más preguntas y menos respuestas, así que decidí dejar que el tiempo fuese aclarando aquel embrollo. Iba tan absorto en mis pensamientos que el entorno parecía no existir. Media hora más tarde, el taxista me sacó de mi profundo ensimismamiento con una voz ronca y grave.
El conductor sacudió la cabeza.
—Hemos llegado, signore… Son dieciséis euros —disparó su vozarrón. Le pagué, y me apeé como si fuera un autómata.
El edificio de cinco plantas que tenía delante se hallaba ubicado en una zona cara, residencial. Presentaba un aspecto sólido y señorial, construido con piedra de sillería, blanca y cubierta por unos afrancesados desvanes de pizarra negra. La puerta de acceso, de más de casi dos metros y medio de altura, de gruesos barrotes de hierro negro, estaba abierta, y en el interior del portal una mujer de la limpieza, con profundas ojeras y casi anoréxica, se encargaba de su cuidado.
Me acerqué a los buzones, que se hallaban en un recodo, a la derecha. Ascendí luego los cinco anchos escalones de mármol rosa que separaban el suelo del portal del inicio de la ancha escalera de madera de roble del edificio, y de este modo localicé dónde se encontraba la vivienda de Casetti.
Subí por la escalera hasta la segunda planta, pero unas cintas cruzadas de color blanco, con la palabra «Polizia» en negro, precintaban la puerta del apartamento a todo intruso. La puerta de al lado se abrió. Recortándose en el umbral, vi la regordeta figura de una mujer de unos cincuenta años de edad, de mejillas enrojecidas, ojos vivarachos, boca un tanto grande de labios muy carnosos y de impresionante busto, casi tan descomunal como la estanquera del genial Fellini en su filme Amarcord.
Me miró de arriba abajo con un escepticismo que enseguida dio paso a una sonrisa burlona.
—¿Es usted de la policía? —preguntó inquisitiva—. Me dijo el teniente que le entregase la llave del apartamento del señor Casetti.
—Sí, claro, gracias —respondí sin titubeos, simulando indiferencia—. He de tomar más huellas… ¿Sabe? —le mentí con todo descaro.
Ella entornó los ojos con expresión de suspicacia; tenía hebras grises en el pelo castaño. Después dejó escapar un leve suspiro y me entregó un llavín dorado, observando a continuación cómo penetraba en el domicilio del difunto Casetti, tras lo cual cerró de un portazo. Así que quité el precinto con la mayor naturalidad, como si lo hiciera a menudo, metí la llave y la puerta cedió sin problemas.
Pocas veces en mi vida he visto un lugar tan lujoso, tan exquisito. Había una consola de estilo Versalles, con sendas sillas de estilo Luis XV, una a cada lado, y sobre ella, un espejo dorado que completaba el barroco conjunto. Era el mobiliario que daba la bienvenida en el recibidor, cuyas paredes, delicadamente tapizadas en tela de seda, en color crudo, lograban un aspecto muy acogedor.
Abrí después las puertas correderas que daban acceso al salón, y fue ya como si me transportara en el tiempo a un salón del palacio de alguna corte europea del siglo XVIII, aunque, naturalmente, de menores proporciones.
Cada objeto, espejo, reloj, cuadro o araña, era sin duda auténtico, en una asombrosa ornamentación de estilo rococó y de origen chino. Allí había seguramente más dinero invertido del que el finado tenía depositado en su cuenta de la Banca Nazionale del Laboro, y que ahora yo controlaba. No hay palabras para resumir aquella impresionante colección de marquetería fina, de maderas pintadas y enchapadas en colores suaves.
Me acomodé en un sofá de estilo Luis XV, tapizado en un elegante rojo enmarcado en madera dorada con pan de oro. Estaba delicadamente tallado, y en esos mismos instantes me sentí un miembro más de la fastuosa corte francesa de Versalles. Supongo que ése en sí era el objetivo que perseguía el conjunto de aquella recargada decoración.
Antes de tocar nada más, me enfundé unos guantes de vinilo, que siempre llevo conmigo, y me serví una generosa dosis de coñac Larsen, el llamado «de los vikingos», en una copa de cristal baccarat. Con ella en la mano, continué explorando tranquilamente el despampanante apartamento de Casetti. En un cuarto, casi tan grande como el salón, encontré al fin lo que buscaba. Sobre una mesa de trabajo de madera de roble había una reproducción de un friso egipcio realizado en yeso, el cual me informó ipso facto, como si el mismísimo Casetti me estuviese hablando en aquel preciso momento.
—Así que esto es lo que buscabas… —dije en voz alta mientras acariciaba suavemente dos jeroglíficos del friso, a la vez que traducía su significado.
Un pedazo había sido cortado, y correspondía exactamente con el pequeño trozo de friso que pusiera en mis manos el señor Lerön en Londres.
«Veamos si aún sé darle significado a esto… —me dije a mí mismo, pensando que hacía años que no traducía los símbolos del Antiguo Egipto a mi idioma materno—. 'DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER', equivale a 'Que sea dotado de vida eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado'. El texto está completo, sólo faltan los símbolos de Amón, el carnero sobre la serpiente Apofis y el de Set, enroscado sobre un cuerpo humano; protección y maldición, según para quien ose entrar; pero entrar… ¿adónde?».
No descubrí nada más que me sirviera, así que decidí marcharme; pero en un instante, un murmullo de voces me sobresaltó. Alguien estaba entrando en la casa… Me oculté tras una gran estatua, a cuyos lados se alzaban sendas plantas de gran tamaño, y dejé que el que supuse sería el verdadero policía entrara en la habitación. Tan pronto lo hizo, me deslicé con todo sigilo hacia la puerta, y ya no me contuve más, pues bajé de dos en dos las escaleras y sin hacer demasiado ruido, gracias a mi calzado deportivo.
Cuando estuve en el portal, comprobé que mis pulsaciones se habían disparado a límites preocupantes.
No perdí más tiempo, ya que salí y me alejé a pie a buen paso, perdiéndome en el dédalo de callejuelas que formaban varias barriadas de vetustas viviendas al otro lado del edificio. Entré en una vieja taberna, con insufrible olor a lejía, y un largo y alto mostrador de madera astillada, y me senté en una desportillada silla al fondo del lúgubre local. Lo hice junto a una mesa de madera, muy gastada por el uso, pero que aún se mantenía firme.
Un camarero, bien cargado de kilos y años, con la camisa que parecía iba a estallarle de un momento a otro por la presión de su descomunal panza sobre los botones, oliendo además a sudor rancio, se aproximó para hacerse cargo de lo que pudiera pedirle.
—¿Qué desea el signore? —me espetó con tono áspero, casi atragantándose con lo que masticaba este maloliente y avinagrado tipejo.
—Un capuccino, por favor —le respondí, ensimismado como me encontraba tras lo que acaba de descubrir, sin prestarle más atención visual.
El hombre se encogió de hombros y volvió a la barra.
«Un texto ciertamente extraño —rememoré mentalmente—. Los símbolos que no encajan con los que son del Imperio Antiguo, ni el Nuevo, ni tampoco el Medio… Si lo he leído de forma correcta…, y creo que sí, habla del inframundo, del Libro de los Muertos. Pero ¿y esos símbolos de Amón y Set…?».
En aquel momento, sólo dos ancianos jugaban al dominó en un rincón. Tenían los rostros surcados por demasiadas arrugas de preocupación, nacidas sin duda de las amarguras vividas. De vez en cuando, acompañaban cada trago con ruidosos regüeldos. También descubrí, más al fondo, junto al escusado, a un borracho impenitente echándose al coleto el resto de una vaso de vino «peleón». Parecía que la luz del día se negaba a entrar en tan deprimente lugar, lleno de mugre, con las bombillas marcadas por infinidad de cagadas de moscas. Fue entonces cuando comencé a sentir ganas de huir de él cual alma que lleva el diablo.
El adiposo camarero, cuyo aliento apestaba a ajo, dientes picados y vino de ínfima calidad, cortó mi «fuga» mental al llegar hasta mi mesa con la consumición pedida. Dejó con desgana el café sobre ella, y le aboné la cantidad que figuraba en el tique. Fue entonces cuando me fijé en sus uñas, largas y negras a cuenta de su poca afición al jabón. No obstante, y a pesar de mi repugnancia por aquel antro, todavía esperé un rato. A pesar de todas sus miserias, era un lugar seguro, al menos de momento…
Me hubiera venido bien sacar fotografías del friso, pero ya no iba a ser posible. De todas formas, el texto estaba ya grabado para siempre en mi cerebro. Lo repetí mentalmente: «'DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER' "Que sea dotado de vida eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado". ¿Dónde diablos se puede encontrar un lugar así?», me pregunté varias veces.
Me levanté y salí dejando el café sobre la mesa, sin tocar, de puro asco que me dio. El repelente camarero me miró entre incrédulo y enojado, mostrando luego sus amarillentos dientes en una horrible mueca simiesca.
La cabeza me daba vueltas y mezclaba las ideas, sin que consiguiera ordenarlas, mientras a grandes zancadas recorría, una tras otra, las calles sin rumbo concreto.
Sentía una irritación amarga.
Decidí ir a algún lugar público, donde los turistas, que en esa época del año invaden Roma, abundasen. Calculé que siempre me resultaría más fácil perderme entre ellos, si era del todo necesario. Necesitaba libertad de acción para obrar a mi antojo. Una cosa sí tenía claramente definida, y es que me debía a mis dos diferentes clientes, a quienes no iba a decepcionar a pesar de estar muertos.
Me refugié en un local muchísimo más apropiado a mi nivel de vida, con la sana intención de tomar una cerveza bien fría sin que sintiera ganas de vomitar. Estaba lleno de japoneses y norteamericanos, y eso me complació. Además, había un constante murmullo de conversaciones nerviosas sobre las maravillas de Roma. Era el sitio ideal para huir de miradas escrutadoras…