8

Nat hizo todo lo posible por concentrarse en la Gran Depresión. Consiguió leer media página y luego se distrajo. Recordó el breve encuentro que había tenido con Diane, una y otra vez. No tardaba mucho porque ella apenas si había dicho una palabra antes de que apareciera su padre y le comentara que debían marcharse.

Había recortado su foto del programa del partido y la llevaba encima a todas partes. Comenzaba a lamentar no haber cogido por lo menos otros tres programas, porque el recorte estaba a punto de romperse de tanto manoseo. Había llamado a Tom a su casa a la mañana siguiente al partido con la excusa de hablar del crac de Wall Street y después preguntó sin darle mucha importancia:

—¿Diane dijo algo de mí después de marcharme?

—Dijo que eras un encanto.

—¿Nada más?

—¿Qué más podía decir? Solo estuvisteis dos minutos juntos antes de que apareciera tu padre.

—¿Le gusté?

—Dijo que eras un encanto y, si no recuerdo mal, mencionó algo de James Dean.

—No me lo creo. ¿Eso dijo?

—No, tienes razón, no lo dijo.

—Eres una rata.

—Muy cierto, pero una rata con un número de teléfono.

—¿Tienes su número de teléfono? —preguntó Nat, incrédulo.

—Veo que te espabilas rápido.

—Dámelo.

—¿Has acabado el trabajo sobre la Gran Depresión?

—Todavía no, pero lo tendré listo para el fin de semana. Espera mientras busco un lápiz. —Nat escribió el número en el dorso de la foto de Diane—. ¿Crees que se sorprenderá si la llamo?

—Creo que se sorprenderá si no lo haces.

—Hola, soy Nat Cartwright. Supongo que no te acuerdas de mí.

—No. ¿Quién eres?

—Soy el que conociste después del partido contra Hotchkiss y que se parece a James Dean.

Nat se miró al espejo. Nunca se había preocupado antes por su aspecto. ¿De verdad se parecía a James Dean?

Hicieron falta otros dos días y varios ensayos más antes de que Nat reuniera el coraje para marcar el número. En cuanto acabó el trabajo sobre la Gran Depresión, preparó una lista de frases que variaban de acuerdo con la persona que se pusiera al teléfono. Si se trataba del padre, diría: «Buenos días, señor, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la madre, diría: «Buenos días, señora Coulter, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la propia Diane la que atendía el teléfono, tenía preparadas diez frases, dispuestas en un orden lógico. Colocó las tres hojas de papel en la mesa junto al teléfono, inspiró a fondo y marcó el número con mucho cuidado. Daba la señal de comunicar. Quizá estaba hablando con algún otro chico. ¿Ya le había cogido de la mano, incluso lo había besado? ¿Salían juntos desde hacía tiempo? Un cuarto de hora más tarde llamó de nuevo. Continuaba comunicando. ¿Se había colado algún otro pretendiente? Esta vez solo esperó diez minutos antes de intentarlo de nuevo. En el momento en que escuchó la señal de llamada notó que el corazón se le desbocaba y a punto estuvo de colgar sin más demoras. Miró la lista de frases. Se interrumpió la señal. Alguien había cogido el teléfono.

—Hola —dijo una voz profunda. No necesitaba que le dijeran que era Dan Coulter.

Nat dejó caer el teléfono al suelo. Sin duda los dioses no atendían el teléfono, y en cualquier caso, no tenía preparada ninguna frase para el hermano de Diane. Se apresuró a recoger el aparato y colgó.

Nat releyó el trabajo escolar antes de marcar por cuarta vez. Por fin escuchó la voz de una chica.

—¿Diane?

—No, soy su hermana Tricia —respondió una voz que sonaba mayor—. Diane no está en casa, pero supongo que volverá más o menos dentro de una hora. ¿Quién la llama?

—Nat. ¿Podrías decirle que la volveré a llamar dentro de una hora?

—Por supuesto —dijo la joven.

—Muchas gracias. —Nat colgó el teléfono. No tenía preparada ninguna pregunta o respuesta para una hermana mayor.

Nat debió de mirar su reloj unas sesenta veces durante la hora siguiente, pero así y todo dejó pasar un cuarto de hora de más antes de marcar el número. Era algo que había leído en la revista Teen: si te gusta una chica, no te muestres ansioso; las espanta. Por fin atendieron la llamada.

—Hola —dijo una voz juvenil.

Nat miró el guión.

—Hola, ¿puedo hablar con Diane?

—Hola, Nat, soy Diane. Tricia me dijo que habías llamado. ¿Cómo estás?

«Cómo estás» no figuraba en el guión. Tuvo que improvisar.

—Estoy bien —consiguió decir—. ¿Cómo estás tú?

—Bien —contestó ella.

Siguió otro largo silencio mientras Nat rumiaba la pregunta o frase adecuada.

—La semana que viene iré a Simsbury para pasar unos días con Tom —leyó al fin con voz monótona.

—Eso es fantástico —exclamó Diane—, entonces espero que nos topemos en algún momento.

Nat estaba seguro de que no había nada en el guión respecto a toparse en algún momento. Intentó leer todas las frases de un tirón.

—Nat, ¿estás ahí? —le preguntó Diane.

—Sí. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos mientras estoy en Simsbury? —frase número nueve.

—Sí, por supuesto. Me encantaría.

—Adiós —dijo Nat con la mirada puesta en la frase número diez.

Durante el resto de la tarde, Nat intentó recordar toda la conversación en detalle, e incluso la transcribió línea por línea. Subrayó tres veces la frase: «Sí, por supuesto. Me encantaría». Como todavía faltaban cuatro días para ir a casa de Tom, se preguntó si debía llamar de nuevo a Diane, solo para confirmar. Buscó la revista Teen para recabar su consejo, a la vista de que parecían haberse anticipado a todos sus anteriores problemas. Teen no decía nada sobre una segunda llamada, pero sí recomendaba que en la primera cita se debía vestir de manera informal, mostrarse relajado y cada vez que surgiera la oportunidad mencionar a las otras chicas con las que se había salido. Él no había salido nunca con otras chicas y, todavía peor, no tenía prendas informales, aparte de una camisa a cuadros que había escondido en el último cajón de la cómoda media hora después de haberla comprado. Nat contó el dinero que había ahorrado de la paga por repartir periódicos —siete dólares con veinte centavos— y se preguntó si eso bastaría para comprar una camisa y unos pantalones informales. Lamentó no tener un hermano mayor.

Dio los últimos retoques a su trabajo escolar unas pocas horas antes de que se presentara su padre para llevarlo a Simsbury.

Mientras viajaban hacia el norte, Nat no dejó de preguntarse por qué no había llamado a Diane para acordar una hora y el lugar de la cita. Quizá se había marchado o decidido quedarse en casa de un amigo, un novio. ¿A los padres de Tom les molestaría que usara su teléfono en cuanto llegara?

—Oh, Dios mío —exclamó Nat cuando su padre entró con el coche por un camino particular y pasó por delante de una cuadra llena de caballos.

El padre de Nat le hubiese reprochado por blasfemar, pero él también estaba un tanto impresionado. Recorrieron casi dos kilómetros antes de llegar al patio de una magnífica casa colonial con columnas blancas y rodeada de árboles.

—Oh, Dios mío —repitió Nat. Esta vez no se libró de la reprimenda de su padre—. Lo siento, papá, pero Tom nunca mencionó que vivía en un palacio.

—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó su padre—. Cuando es algo por lo que le conocen. Por cierto, no es tu amigo íntimo por el tamaño de su casa, y si lo hubiese considerado necesario para impresionarte, lo hubiese mencionado hace tiempo. ¿Sabes a qué se dedica su padre? Porque una cosa está muy clara, no vende seguros de vida.

—Creo que es banquero.

—Tom Russell, por supuesto. El banco Russell —dijo su padre cuando aparcaron delante de la casa.

Tom les esperaba al pie de la escalinata de la galería.

—Buenas tardes, señor, ¿cómo está usted? —preguntó, mientras abría la puerta del conductor.

—Muy bien, gracias, Tom —respondió Michael, al tiempo que su hijo se apeaba del coche, con su vieja maleta con las iniciales M C. grabadas junto a la cerradura.

—¿Se reunirá con nosotros para tomar una copa, señor?

—Es muy amable de tu parte —dijo el padre de Nat—, pero mi esposa me espera para cenar, así que debo emprender el regreso inmediatamente.

Nat agitó una mano en el aire mientras su padre daba la vuelta en el patio y emprendía el viaje de vuelta a Cromwell.

Miró la casa y vio a un mayordomo que esperaba en lo alto de la escalinata. Se ofreció a llevarle la maleta, pero Nat se aferró a ella. El criado le condujo por una magnífica escalera circular hasta el segundo piso y le hizo pasar al dormitorio de los invitados. En casa de Nat solo tenían un dormitorio de invitados, que en esa casa hubiese sido un trastero. En cuanto salió el mayordomo, Tom le dijo:

—Acomódate a tu gusto y después baja, que conocerás a mi madre. Estaremos en la cocina.

Nat se sentó en una de las camas gemelas y con todo el dolor del alma se dijo que nunca podría invitar a Tom a que pasara unos días en su casa.

Tardó unos tres minutos en sacar de la maleta todo lo que había traído: dos camisas, un par de pantalones y una corbata. Dedicó un buen rato a inspeccionar el baño antes de dar algunos saltos en la cama. Era muy mullida. Aún esperó unos minutos antes de salir de la habitación y bajar las escaleras. Se preguntó si sería capaz de encontrar la cocina. El mayordomo le esperaba abajo y lo escoltó por el pasillo. Nat aprovechó para echar un rápido vistazo a cada habitación por la que pasaba.

—¿Qué? —preguntó Tom—. ¿Está bien tu habitación?

—Sí, es fantástica —le respondió Nat, consciente de que su amigo no le estaba tomando el pelo.

—Mamá, este es Nat. Es el chico más inteligente de la clase, maldita sea.

—Por favor, Tom, habla bien —le amonestó la señora Russell—. Hola, Nat, encantada de conocerte.

—Buenas tardes, señora Russell, lo mismo digo. Tiene usted una casa muy bonita.

—Gracias, Nat. Estamos encantados de que puedas pasar unos días con nosotros. ¿Te apetece una Coca-Cola.

—Sí, por favor.

Una criada de uniforme fue a la nevera, sacó una botella de Coca-Cola y se la sirvió en un vaso con hielo.

—Gracias.

Nat observó a la criada, que volvió junto al fregadero para seguir pelando patatas. Pensó en su madre en Cromwell. También estaría pelando patatas, pero después de haber dado clases durante todo el día en la escuela.

—¿Quieres que te enseñe la casa? —le preguntó Tom.

—Estupendo, pero ¿puedo hacer antes una llamada?

—No será necesario. Diane ya ha llamado.

—¿Ya ha llamado?

—Sí, llamó esta mañana para preguntar a qué hora llegarías. Me rogó que no te lo dijera, así que podemos dar por sentado que está interesada.

—Entonces lo mejor será que la llame inmediatamente.

—No, eso es lo último que debes hacer —replicó Tom.

—Dije que lo haría.

—Sí, sé que lo dijiste, pero creo que antes debemos dar una vuelta por la casa.

Cuando la madre de Fletcher lo dejó en la casa del senador y la señora Gates en East Hartford, fue Jimmy quien abrió la puerta.

—Ahora no te olvides de que debes dirigirte al señor Gates como senador o señor.

—Sí, mamá.

—No le molestes con excesivas preguntas.

—No, mamá.

—Recuerda que una conversación entre dos personas debe ser cincuenta por ciento hablar y el otro cincuenta escuchar.

—Sí, mamá.

—Hola, señora Davenport, ¿cómo está usted? —preguntó Jimmy cuando abrió la puerta.

—Muy bien, gracias, Jimmy, ¿y tú?

—Estupendamente. Mamá y papá están en algún acto, pero ¿puedo ofrecerle una taza de té?

—No, muchas gracias. Tengo que llegar a tiempo para presidir una reunión de la junta de la fundación. Por favor, no olvides de darles mis saludos a tus padres.

Jimmy cargó con una de las maletas de Fletcher hasta el cuarto de invitados.

—Te he puesto en la habitación contigua a la mía, así que tendremos que compartir el baño.

Fletcher dejó su otra maleta sobre la cama, antes de observar los cuadros en las paredes: litografías de la guerra civil, por si acaso venía a alojarse algún sureño que no recordara quién había ganado. Los cuadros le recordaron a Jimmy que debía preguntarle a Fletcher si había acabado su redacción sobre Lincoln.

—Sí. ¿Tú has conseguido el número de teléfono de Diane?

—Tengo algo mucho mejor. He descubierto la cafetería donde va casi todas las tardes. Así que podríamos dejarnos caer por allí, a eso de las cinco, y si falla, mi padre ha invitado a los suyos a una recepción en el Capitolio mañana por la tarde.

—Quizá no vayan.

—Lo he mirado en la lista de invitados. Confirmaron su asistencia.

Fletcher recordó súbitamente el pacto que tenía con el senador.

—¿Cómo llevas los deberes?

—Ni siquiera he empezado a hacerlos —confesó Jimmy.

—Jimmy, si no apruebas los parciales del próximo semestre, el señor Haskins te mandará a la clase de refuerzo y entonces no podré ayudarte.

—Lo sé; también estoy al corriente del pacto que has hecho con mi padre.

—Así pues, si quiero cumplirlo, tendremos que poner manos a la obra mañana mismo. Dedicaremos dos horas todas las mañanas.

—¡Sí, señor! —gritó Jimmy y chocó los talones—. Pero antes de preocuparnos por el mañana, quizá quieras cambiarte.

Fletcher había traído media docena de camisas y dos pantalones, pero seguía sin tener idea de cómo vestirse en su primera cita. Estaba a punto de pedirle consejo a su amigo, cuando Jimmy le dijo:

—Después de que acabes con las maletas, baja y reúnete con nosotros en la sala. El baño está al final del pasillo.

Fletcher se puso una camisa y el pantalón que había comprado el día anterior en una sastrería que le había recomendado su padre. Se miró en el espejo de cuerpo entero. No sabía qué aspecto tenía, porque nunca se había interesado por la ropa. «Tranquilo y con buena pinta», le había oído decir a un pinchadiscos a sus radioyentes, pero eso ¿qué quería decir? Ya se preocuparía más tarde. Mientras bajaba las escaleras, escuchó unas voces en la sala, una de las cuales no conocía.

—Mamá, recuerdas a Fletcher, ¿no? —dijo Jimmy al ver entrar a su amigo.

—Sí, por supuesto. Mi marido no deja de comentarle a todo el mundo la fascinante conversación que mantuvisteis en el partido de Taft.

—Es muy amable de su parte recordarla —manifestó Fletcher, sin mirarla.

—Sé que tiene muchas ganas de volver a verte.

—Es muy amable de su parte —repitió Fletcher.

—Esta es mi hermanita, Annie.

Annie se sonrojó y no solo porque detestaba que Jimmy la mencionara siempre como su hermanita; su amigo no le había quitado la vista de encima desde el momento en que entró en la habitación.