El partido de fútbol anual entre Hotchkiss y Taft constituía el acontecimiento deportivo del semestre. A la vista de que ambos equipos continuaban invictos en la temporada, no se hablaba de otra cosa desde que acabó el trimestre, y para muchos incluso antes.
Fletcher se dejó llevar por la expectación general y en su carta semanal a su madre le citó por el nombre a todos los jugadores del equipo, aunque comprendió que ella no tenía idea de quiénes eran.
El partido se jugaría el último sábado de octubre y en cuanto se pitara el final del encuentro, todos los alumnos tendrían libre el fin de semana y un día más en el caso de que ganaran.
El lunes anterior al partido, la clase de Fletcher realizó sus exámenes parciales, precedidos por el discurso del director, que sentenció en la reunión de la mañana: «La vida consiste en una serie de pruebas y exámenes; por esa razón en Hotchkiss los hacemos al final de cada semestre».
El martes por la noche Fletcher llamó a su madre para decirle que creía que le había ido bien.
El miércoles le comentó a Jimmy que no estaba muy seguro.
El jueves comprobó todas las cosas que no había incluido y se preguntó si conseguiría un aprobado.
El viernes por la mañana se colocaron las listas con los resultados en el tablón de anuncios de la escuela y el nombre de Fletcher aparecía en primer lugar. Corrió sin demora al teléfono más cercano y llamó a su madre. Ruth no disimuló su alegría cuando escuchó las noticias de su hijo, pero no le dijo que no le sorprendían.
—Tienes que celebrarlo —afirmó.
Fletcher lo hubiese hecho, pero consideraba que no podía cuando vio quién estaba en el último lugar de la clase.
El sábado por la mañana, con todo el alumnado reunido, el capellán dirigió las oraciones «por nuestro invicto equipo de fútbol, que solo juega por la gloria de Nuestro Señor». Se le comunicó a Nuestro Señor el nombre de todos los jugadores y se le preguntó si el Espíritu Santo podría acompañar a todos y cada uno de ellos. Aparentemente el director no tenía ninguna duda sobre el equipo que tendría a Dios de su parte el sábado por la tarde.
En Hotchkiss, todo se decidía por la antigüedad, incluso los lugares de los alumnos en las tribunas. Durante el primer semestre, los nuevos quedaban relegados al extremo más lejano del campo, así que Fletcher y Jimmy se sentaban todos los sábados en la esquina derecha de la portería y observaban a sus héroes ganar un partido tras otro, un récord que, lo tenían muy claro, también compartía Taft.
Como el partido en el campo de Taft coincidía con un fin de semana en que los alumnos podían ir a sus casas, los padres de Jimmy invitaron a Fletcher a unirse a ellos para una comida a pie de coche antes de que comenzara el encuentro. Fletcher no se lo mencionó a ninguno de los otros compañeros, porque le pareció que provocaría sus celos. Ya era bastante malo ser el primero de la clase, para que encima le invitaran a presenciar el partido con un insigne antiguo alumno que tenía asientos en el centro de las gradas.
—¿Qué tal es tu padre? —preguntó Jimmy, después de que apagaran las luces la noche anterior al partido.
—Es fantástico —dijo Fletcher—, pero debo advertirte que es un hombre de Taft y republicano. ¿Qué tal es el tuyo? Nunca he conocido antes a un senador.
—Es un político hasta la médula, o al menos así lo describen en los periódicos —comentó Jimmy—. No tengo muy claro qué significa.
La mañana del partido nadie fue capaz de concentrarse en la clase de química, a pesar del entusiasmo del señor Bailey por demostrar los efectos del ácido en el cinc, y también porque Jimmy había cerrado la llave principal del gas, así que el profesor ni siquiera había podido encender los mecheros Bunsen.
A las doce sonó la campana y trescientos cincuenta chicos que gritaban a voz en cuello salieron al patio. Parecían una tribu en pie de guerra mientras coreaban sin cesar: «Hotchkiss, Hotchkiss, Hotchkiss ganará, muerte a todos los Bearcats».
Fletcher corrió todo el camino hasta el punto de reunión para recibir a sus padres, mientras los coches y los taxis desfilaban junto al lago. Miró cada vehículo, atento a la aparición de sus padres.
—¿Cómo estás, Andrew, cariño? —le preguntó su madre en cuanto salió del coche.
—Fletcher, en Hotchkiss soy Fletcher —susurró, al tiempo que rogaba que ninguno de sus compañeros hubiese escuchado la palabra «cariño». Estrechó la mano de su padre, antes de añadir—: Debemos ir al campo ahora mismo, porque estamos invitados por el senador y la señora Gates a una comida a pie de coche.
El padre de Fletcher enarcó una ceja.
—Si no recuerdo mal, el senador Gates es demócrata —comentó con un desdén burlón.
—Además de ser un antiguo capitán del equipo de fútbol de Hotchkiss —señaló Fletcher—. Su hijo Jimmy y yo estamos en la misma clase, es mi mejor amigo, así que, mamá, lo mejor será que tú te sientes junto al senador, y si tú crees, papá, que no podrás soportarlo, puedes ir a sentarte al otro lado del campo con los seguidores de Taft.
—No, creo que podré tolerar al senador. Será magnífico estar junto a él cuando Taft marque el tanto ganador.
Era un precioso día de otoño y los tres caminaron por el manto de hojas secas hasta el campo. Ruth intentó coger la mano de su hijo, pero Fletcher se mantuvo apartado lo necesario para impedírselo. Mucho antes de que llegaran al campo, escucharon los gritos que calentaban el ambiente previo al partido.
Fletcher vio a Jimmy junto a un Oldsmobile familiar. Habían bajado la puerta trasera para convertirla en una mesa donde se amontonaban las más exquisitas viandas que había visto en los últimos dos meses. Un hombre alto y elegante se adelantó.
—Hola, soy Harry Gates. —El senador tendió la mano con la dilatada práctica de un político para saludar a los padres de Fletcher.
El padre de Fletcher se la estrechó.
—Buenas tardes, senador. Soy Robert Davenport y esta es mi esposa Ruth.
—Llámeme Harry. Esta es Martha, mi primera esposa. —La señora Gates se acercó para saludarlos—. Digo que es mi primera esposa para que se mantenga alerta.
—¿Les apetece una copa? —preguntó Martha, sin reírse de un chiste que seguramente había escuchado infinidad de veces antes.
—Tendrá que ser rápido —dijo el senador, con la mirada puesta en el reloj—, si pretendemos comer antes de que comience el partido. Permítame que le sirva, Ruth, y dejaremos que su marido se las apañe por su cuenta. Huelo a un republicano a cien pasos.
—Me temo que es mucho peor que eso —comentó Ruth.
—No me diga que es un viejo Bearcat porque estoy pensando en declararlo en este estado. —Ruth asintió—. Entonces, Fletcher, será mejor que vengas y hables conmigo, porque tengo la intención de no hacer ningún caso a tu padre.
Fletcher se sintió halagado por la invitación y muy pronto comenzó a acribillar al senador con sus preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo legislativo de Connecticut.
—Andrew —dijo Ruth.
—Fletcher, mamá.
—Fletcher, ¿no crees que al senador quizá le agradaría hablar de otra cosa que no sea de política?
—No, a mí me parece bien, Ruth —la tranquilizó Harry—. Los votantes pocas veces hacen preguntas tan inteligentes y confío en que quizá se le pegue algo a Jimmy.
Después de comer el grupo caminó rápidamente hasta las gradas y ocuparon sus asientos solo unos momentos antes del comienzo del partido. Los asientos privilegiados superaban cualquier cosa soñada por cualquiera de los nuevos alumnos, pero el senador Gates no se había perdido ni uno solo de los encuentros contra Taft desde su graduación. Fletcher no podía contener la emoción cuando las manecillas del reloj en el tablero se acercaron a las dos. Miró al otro extremo del campo donde el enemigo coreaba: «Dame una T, dame una A, dame una…» y se enamoró.
La mirada de Nat permaneció fija en el rostro encima de la letra A.
—Nat es el chico más inteligente de nuestra clase —le comentó Tom al padre de su amigo.
Michael sonrió.
—Solo por muy poco —replicó Nat, un poco a la defensiva—. No te olvides de que solo superé a Ralph Elliot por un punto.
—¿Es posible que sea el hijo de Max Elliot? —dijo el padre de Nat casi para él mismo.
—¿Quién es Max Elliot?
—En mi ramo, él es lo que se conoce como un riesgo inaceptable.
—¿Por qué? —le preguntó Nat.
Su padre no amplió su suave comentario y se tranquilizó cuando su hijo se distrajo con las animadoras, que llevaban grandes borlas azules y blancas atadas a las muñecas y estaban ejecutando la típica danza guerrera. La mirada de Nat no se apartaba de la segunda chica por la izquierda, que parecía estar sonriéndole, aunque comprendió que para ella no era más que una mota en el fondo de las gradas.
—Has crecido, si no me equivoco —manifestó el padre de Nat, al ver que al pantalón de su hijo le faltaban casi tres centímetros para tocar los zapatos. Se preguntó con qué frecuencia tendría que comprarle prendas nuevas.
—Pues está claro que la responsable no puede ser la comida de la escuela —apuntó Tom, que seguía siendo el más bajito de la clase.
Nat no respondió. Solo tenía ojos para el conjunto de animadoras.
Tom le golpeó en el brazo para llamarle la atención.
—¿Cuál de ellas te ha flechado?
—¿Qué?
—Me has oído perfectamente.
Nat se volvió para evitar que su padre escuchara la respuesta.
—La segunda por la izquierda, la que lleva la A en el jersey.
—Diane Coulter —dijo Tom, complacido al descubrir que sabía algo que su amigo ignoraba.
—¿Cómo es que sabes su nombre?
—Porque es la hermana de Dan Coulter.
—Pero si es el jugador más feo de todo el equipo —protestó Nat—. Tiene la nariz rota y las orejas como una coliflor.
—También las tendría Diane si hubiese jugado en el equipo todas las semanas durante los últimos cinco años —replicó Tom con una carcajada.
—¿Qué más sabes de ella? —le preguntó Nat a su amigo con aire de conspirador.
—Ah, así que es serio —exclamó Tom. Esta vez fue Nat quien golpeó a su amigo—. Tenemos que recurrir a la violencia física, ¿no? No creo que sea parte del código de Taft —añadió Tom—. Derrota a un hombre con la fuerza de tus argumentos, no con la fuerza de tu brazo; Oliver Wendell Holmes, si recuerdo correctamente.
—Oh, acaba con la cháchara y responde a la pregunta.
—No sé mucho más de ella, de verdad. Todo lo que recuerdo es que va a Westover y que juega de alero derecho en el equipo de hockey.
—¿Qué estáis murmurando vosotros dos? —quiso saber el padre de Nat.
—Hablamos de Dan Coulter —contestó Tom, impávido—, uno de nuestros zagueros. Le estaba diciendo a Nat que se come ocho huevos en el desayuno todas las mañanas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó la madre de Nat.
—Porque uno de los huevos siempre es el mío —respondió Tom, desconsolado.
Mientras sus padres se reían, Nat continuó mirando a la A de taft. Era la primera vez que se fijaba de verdad en una chica. Su concentración fue interrumpida por una tremenda ovación, cuando todos en su lado del estadio se pusieron de pie para saludar al equipo de Taft en su entrada al campo. Unos momentos más tarde, los jugadores de Hotchkiss aparecieron por el otro lado y sus seguidores se levantaron como un solo hombre para aclamarlos.
Fletcher también estaba de pie, pero sus ojos no se desviaban ni un instante de la animadora con la A en el jersey. Se sintió culpable al comprobar que la primera chica de la que se enamoraba era una seguidora de Taft.
—No pareces estar muy atento a nuestro equipo —le susurró el senador al oído.
—Oh, sí que lo estoy, señor —replicó Fletcher y de inmediato volvió su atención a los jugadores de Hotchkiss que realizaban los ejercicios de calentamiento.
Los capitanes de ambos equipos corrieron a través del campo para reunirse con el árbitro principal, que los esperaba en la línea de las cincuenta yardas. El árbitro lanzó al aire una moneda de plata que resplandeció a la luz del sol antes de caer en el césped. Los Bearcats se palmearon los unos a los otros cuando vieron el perfil de Washington.
—Tendría que haber pedido cara —dijo Fletcher.
Nat continuó mirándola mientras Diane subía a las gradas. Se preguntó cómo podría hacer para conocerla. No sería cosa fácil. Dan Coulter era un dios. ¿Cómo podía uno de los chicos nuevos escalar al Olimpo?
—¡Buena carrera! —gritó Tom.
—¿Quién ha sido? —preguntó Nat.
—Coulter, por supuesto. Acaba de hacer el primer down.
—¿Coulter?
—¡No me digas que todavía estabas mirando a su hermana cuando los Kissies perdieron la pelota!
—No, no lo estaba.
—Entonces podrás decirme cuántas yardas hemos ganado —dijo Tom, que miró a su amigo—. Ya me lo parecía, ni siquiera estabas mirando. —Exhaló un exagerado suspiro—. Creo que ha llegado el momento de aliviarte de tus sufrimientos.
—¿A qué te refieres?
—Tendré que arreglar un encuentro.
—¿Puedes hacerlo?
—Claro, su padre tiene un concesionario de coches y nosotros siempre le compramos los coches a él, así que solo tienes que venir y quedarte conmigo durante las vacaciones.
Tom no escuchó si su amigo había aceptado la invitación, porque su respuesta quedó ahogada por otra estruendosa ovación de los seguidores de Taft cuando los Bearcats consiguieron una intercepción.
Cuando sonó el silbato que marcaba el final del primer cuarto, Nat gritó entusiasmado, sin recordar que su equipo iba perdiendo. Permaneció de pie con la ilusión de que la chica de los cabellos rubios rizados y la más cautivadora de las sonrisas quizá se fijara en él. Pero cómo podía hacerlo si estaba saltando como una posesa para animar a los seguidores de Taft para que gritaran todavía más fuerte.
El silbato que indicó el inicio del segundo cuarto sonó demasiado pronto y cuando A desapareció entre la multitud de las gradas para ser reemplazada por treinta musculosos muchachos, Nat volvió a sentarse muy a su pesar y simuló concentrarse en el partido.
—¿Me permite los prismáticos, señor? —le preguntó Fletcher al padre de Jimmy en el medio tiempo.
—Por supuesto, muchacho —respondió el senador y se los entregó—. Devuélvemelos cuando se reanude el partido.
Fletcher no percibió el tonillo en la voz de su anfitrión mientras enfocaba a la muchacha con la A en el jersey y deseó que se volviera para mirar a la parte contraria más a menudo.
—¿Cuál es la que te interesa? —le susurró el senador.
—Solo miraba a los jugadores del Taft, señor.
—Si ni siquiera están en el campo —le advirtió el senador. A Fletcher se le subieron los colores—. ¿T, A, F o T? —preguntó el padre de Jimmy.
—La A, señor —admitió Fletcher.
El senador se hizo con los prismáticos, enfocó a la segunda chica por la izquierda y esperó a que se volviera.
—Apruebo tu elección, muchacho. ¿Qué pretendes hacer al respecto?
—No lo sé, señor —manifestó Fletcher, apenado—. A decir verdad, ni siquiera sé su nombre.
—Diane Coulter —le informó el senador.
—¿Cómo lo sabe, señor? —preguntó Fletcher. Quizá, pensó, los senadores lo sabían todo.
—La investigación, muchacho. ¿Todavía no te lo han enseñado en Hotchkiss? —Fletcher lo miró, desconcertado—. Todo lo que necesitas saber está en la página once del programa —añadió el senador y le pasó el programa abierto.
La página once estaba dedicada a las animadoras de ambos equipos.
—Diane Coulter —repitió Fletcher, que miró embobado la foto.
Era un año más joven que Fletcher —las mujeres todavía están dispuestas a confesar su edad cuando tienen trece años— y tocaba el violín en la orquesta de su escuela. Cuánto lamentó no haber seguido el consejo de su madre y haber aprendido a tocar el piano.
Después de ganar con mucho esfuerzo y sufrimiento una yarda tras otra, Taft consiguió llegar a la línea, marcar el touchdown y situarse por delante. Como estaba mandado, Diane reapareció en el campo para hacer su número.
—Lo tuyo es grave —opinó Tom—. Supongo que tendré que presentártela.
—¿Es verdad que la conoces? —le preguntó Nat, incrédulo.
—Claro que sí. Hemos estado yendo a las mismas fiestas desde que teníamos dos años.
—Me pregunto si tendrá novio.
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué no pasas una semana con nosotros durante las vacaciones y me dejas a mí que me encargue del resto?
—¿Puedes hacerlo?
—Te costará.
—¿Qué tienes pensado?
—Asegúrate de acabar los deberes de las vacaciones antes de venir; así no tendré que preocuparme de repasarlo todo dos veces.
—Trato hecho —dijo Nat.
Sonó el silbato del tercer cuarto y después de una serie de pases brillantes, fue el turno de Hotchkiss de marcar un touchdown que les devolvió la delantera, a la que se aferraron hasta el final del cuarto.
—Hola, Taft, hola, Taft, estáis otra vez donde os merecéis —cantó el senador con voz desafinada, mientras los equipos marchaban al descanso.
—Todavía queda el último cuarto —le recordó Fletcher mientras el senador le pasaba los prismáticos.
—¿Has decidido a cuál de los dos equipos apoyas, muchacho, o sigues hechizado por la Mata Hari de Taft? —Fletcher lo miró, intrigado. Tendría que averiguar quién era Mata Hari en cuanto volviera a su habitación—. Es probable que viva en la ciudad —añadió el senador—, en tal caso cualquiera de mi equipo tardará dos minutos en averiguar todo lo que necesitas saber de ella.
—¿Incluso su dirección y el número de teléfono? —preguntó Fletcher.
—Incluso si tiene novio —replicó el senador.
—¿No será un abuso de su posición? —quiso saber Fletcher.
—Por supuesto que sí —convino el senador Gates—, pero cualquier político haría lo mismo si con ello pudiera asegurarse otros dos votos más en futuras elecciones.
—En cualquier caso, eso no solucionaría el problema de encontrarme con ella mientras estoy encerrado en Farmington.
—Eso lo podrías resolver si vinieras a pasar algunos días con nosotros después de Navidad; luego me ocuparé de que a ella y a sus padres los inviten a algún acto en el Capitolio.
—¿Puede hacer eso por mí?
—Claro que sí, pero en algún momento tendrás que aprenderte el tema de los pactos si tienes que tratar con un político.
—¿Qué es un pacto? —preguntó Fletcher—. Haré lo que sea.
—Nunca digas eso, muchacho, porque te encontrarás inmediatamente en desventaja para negociar. Sin embargo, todo lo que quiero a cambio en esta ocasión es que tú te las apañes para que Jimmy consiga no ser el último de la clase. Esa será tu parte del pacto.
—Trato hecho, senador —dijo Fletcher y le estrechó la mano.
—Me alegra escucharte —manifestó el senador—, porque Jimmy parece muy dispuesto a seguir tu liderato.
Era la primera vez que alguien mencionaba que Fletcher pudiese ser un líder. Hasta aquel momento ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Pensó en las palabras del senador y no se dio cuenta de que Taft acababa de marcar el touchdown de la victoria hasta que Diane bajó de las gradas y comenzó a interpretar algo que lamentablemente se parecía mucho al festejo de la victoria. Ese año se había quedado sin un día de fiesta.
Al otro lado del estadio, Nat y Tom permanecieron fuera de los vestuarios, junto con una multitud de seguidores de Taft, quienes, con una única excepción, esperaban para vitorear a sus héroes. Nat le dio un codazo a su amigo cuando ella salió. Tom se adelantó rápidamente.
—Hola, Diane —dijo y, sin esperar la respuesta, añadió—: Quiero presentarte a mi amigo Nat. La verdad es que él quería conocerte. —Nat se sonrojó y no solo porque Diane le pareció incluso más bonita que en la foto—. Nat vive en Cromwell —añadió Tom con la mejor intención—, pero vendrá a pasar unos días con nosotros después de Navidad para que así puedas conocerlo mejor.
Nat solo tuvo clara una cosa después de esta presentación: Tom no había nacido para hacer carrera en el cuerpo diplomático.