—Impecable —afirmó su padre mientras comprobaba el uniforme del chico en el espejo del vestíbulo. Michael Cartwright arregló el nudo de la corbata azul de su hijo y le quitó un cabello de la americana—. Impecable —repitió.
Nathaniel solo pensaba en los cinco dólares que había costado el pantalón de pana, a pesar de que su padre había dicho que valían cada centavo.
—Date prisa, Susan, o llegaremos tarde —gritó su padre, con la mirada puesta en el rellano.
Michael aún tuvo tiempo para guardar la maleta en el maletero y sacar el coche del garaje antes de que Susan hiciera su aparición para desearle suerte a su hijo en su primer día en el internado. Ella le abrazó y le besó y Nathaniel agradeció que no hubiera ningún otro hombre de Taft a la vista para presenciarlo. Esperaba que su madre superara la desilusión de que no hubiese escogido el instituto Jefferson, aunque él ya comenzaba a replanteárselo. Después de todo, de haber optado por el instituto podría haber vuelto a casa todas las noches.
Nathaniel se acomodó en el asiento del acompañante y miró la hora en el reloj del salpicadero. Eran casi las siete.
—Venga, papá, vamos —apremió, desesperado por no llegar tarde en su primer día y quedar marcado para siempre por haber cometido una falta.
En cuanto entraron en la autopista, su padre buscó el carril de la izquierda y aceleró hasta alcanzar una velocidad de cien kilómetros por hora, diez kilómetros por encima del límite, confiando en que las posibilidades de que lo pillaran a aquella hora de la mañana eran mínimas. Aunque Nathaniel ya había estado en Taft para la entrevista, no pudo evitar sentir pánico cuando su padre cruzó la impresionante verja de hierro con el viejo Studebaker y avanzó lentamente por el camino de casi dos kilómetros que llevaba hasta el edificio. Se tranquilizó un poco al ver que otros dos o tres coches los seguían, aunque dudaba de que fueran alumnos nuevos. Su padre siguió a una hilera de coches Cadillac y Buick que entraban en el aparcamiento, sin tener muy claro dónde debía aparcar; después de todo, él era un padre nuevo. Nathaniel salió del coche, incluso antes de que su padre pusiera el freno de mano. Pero luego vaciló. ¿Debía seguir a la riada de chicos que se dirigían al edificio principal o los nuevos debían ir a alguna otra parte?
Su padre no dudó en sumarse a la multitud y solo se detuvo cuando un joven alto y de aspecto decidido que llevaba una lista en la mano miró a Nathaniel y le preguntó:
—¿Eres uno de los nuevos?
Nathaniel no respondió, así que su padre lo hizo por él.
—Sí.
La mirada del joven no se desvió.
—¿Nombre?
—Cartwright, señor —contestó Nathaniel.
—Ah, sí. Te han asignado al señor Haskins, así que debes ser inteligente. Todas las lumbreras comienzan con el señor Haskins. —Nathaniel bajó la cabeza mientras su padre sonreía—. Cuando entres en el salón de actos —añadió el joven—, puedes sentarte donde quieras en las tres primeras filas del lado izquierdo. En el momento en que escuches las campanadas de las nueve, no hablarás y permanecerás en silencio hasta que el director y el resto de los profesores hayan dejado la sala.
—¿Qué hago entonces? —preguntó Nathaniel, que procuró disimular que estaba temblando.
—Recibirás instrucciones del profesor de tu clase —le informó el joven que dirigió su atención al padre nuevo—. Nat estará perfectamente, señor Cartwright. Espero que tenga un feliz viaje de regreso a casa, señor.
Justo en ese momento Nathaniel decidió que en el futuro siempre se haría llamar Nat, si bien era consciente de que a su madre no le gustaría.
Cuando entró en el salón de actos, Nat agachó la cabeza y caminó rápidamente por el largo pasillo central, con la ilusión de que nadie repararía en él. Vio un sitio libre al final de la segunda fila y se sentó. Miró al chico a su izquierda, que se sujetaba la cabeza con las manos. ¿Estaría rezando o era posible que estuviese más aterrorizado que Nat?
—Me llamo Nat.
—Yo soy Tom —dijo el otro, sin levantar la cabeza.
—¿Qué pasará ahora?
—No lo sé, pero desearía saberlo —respondió Tom.
El reloj dio las nueve y todos guardaron silencio.
En fila de uno, como una formación, los maestros avanzaron por el pasillo; Nat comprobó que no había maestras. Su madre no lo aprobaría. Subieron al estrado y ocuparon sus asientos; solo quedaron dos sillas vacías. El cuerpo docente comenzó a hablar en voz baja entre ellos mientras los alumnos permanecían en silencio.
—¿A qué estamos esperando? —susurró Nat.
Al cabo de un momento su pregunta fue contestada cuando todos se levantaron, incluidos los profesores. Nat se atrevió a mirar cuando escuchó los pasos de dos hombres que caminaban por el pasillo. Unos segundos más tarde, el capellán de la escuela, seguido por el director, pasaron junto a él en su camino hacia las dos sillas vacías. Todos permanecieron de pie mientras el capellán se adelantaba para celebrar un breve oficio religioso, que incluyó el padrenuestro y acabó con todos los reunidos cantando el Himno de Batalla de la República.
El capellán tomó asiento y el director ocupó su lugar. Alexander Inglefield hizo una pausa muy corta antes de mirar al auditorio; luego levantó las manos, con las palmas hacia abajo, y todos se sentaron. Trescientos ochenta pares de ojos miraron al hombre de un metro ochenta y cinco de estatura con las cejas muy pobladas y la mandíbula cuadrada, que ofrecía una figura tan impresionante que Nat confió en que nunca se encontraran. El director cogió los bordes de la larga toga negra a la altura del pecho antes de dirigirse a los presentes durante un cuarto de hora. Comenzó por llevar a los alumnos en un largo paseo por la historia de la escuela y destacó los méritos académicos y los éxitos deportivos de Taft. Miró a los nuevos alumnos y les recordó el lema de la escuela: «Non ut sibi ministretur sed ut ministret».
—¿Qué significa? —susurró Tom.
—Que no te sirvan, sino servir —le respondió Nat.
El director concluyó el largo discurso con el anuncio de que había dos cosas en las que un Bearcat nunca se podía permitir el fracaso: un examen o un partido contra Hotchkiss, y, como si quisiera dejar bien claras las prioridades, prometió medio día de fiesta si Taft derrotaba a Hotchkiss en el partido de fútbol anual. Esta noticia fue recibida inmediatamente con grandes aclamaciones por todos los allí reunidos, aunque los chicos sentados a partir de la tercera fila sabían que esto no se había conseguido en los últimos cuatro años.
En cuanto acabaron los aplausos, el director abandonó el estrado, seguido por el capellán y el resto del profesorado. Tras su marcha, resurgieron las conversaciones mientras los alumnos de los últimos cursos comenzaban a desfilar hacia la salida. Solo los chicos de las tres primeras filas permanecieron sentados, porque no sabían adónde tenían que ir.
Noventa y cinco chicos continuaron sentados, atentos a lo que sucedería después. No tuvieron que esperar mucho para saberlo, porque un maestro mayor (en realidad solo tenía cincuenta y un años, pero Nat consideró que parecía mucho más viejo que su padre) se plantó delante de los alumnos. Era un hombre bajo, fornido, con un semicírculo de cabellos grises en la cabeza calva. Mientras hablaba, se sujetaba las solapas de la americana, en una imitación de las maneras del director.
—Me llamo Haskins —anunció—. Soy el maestro del primer curso —añadió con una sonrisa desabrida—. Comenzaremos el día con una visita por las instalaciones de la escuela, que durará hasta el recreo de la mañana a las diez y media. A las once, asistiréis a clase. La primera será de historia de Estados Unidos. —Nat frunció el entrecejo, porque la historia no era una de sus materias preferidas—. Luego iréis a comer. No os hagáis muchas ilusiones. —El señor Haskins lo dijo con la misma sonrisa de antes. Algunos chicos se echaron a reír—. Claro que esa es otra de las tradiciones de Taft —les aseguró el señor Haskins— y seguramente cualquiera de vosotros que esté siguiendo los pasos de vuestros padres ya estará debidamente advertido.
Un par de chicos, entre ellos Tom, sonrieron.
Comenzaron el recorrido por las instalaciones y Nat no se separó de Tom ni un momento. Su condiscípulo parecía tener un conocimiento previo de todo lo que Haskins iba a decir. Nat no tardó en enterarse de que no solo el padre de Tom había sido un alumno, sino que también lo había sido su abuelo.
Para la hora en que acabó el recorrido lo había visto todo, desde el lago a la enfermería, y él y Tom eran íntimos amigos. Cuando volvieron al aula veinte minutos más tarde, automáticamente se sentaron juntos.
El señor Haskins entró puntualmente en el aula con las campanadas de las once. Un chico lo siguió en su estela. Tenía una forma de andar que transmitía tan profunda confianza en sí mismo que consiguió llamar la atención de los demás chicos. La mirada del maestro también siguió al nuevo alumno cuando se sentó en el único pupitre vacío.
—¿Nombre?
—Ralph Elliot.
—Esta será la única y última vez que llegarás tarde a mis clases mientras estés en Taft —dijo Haskins. Hizo una pausa—. ¿Me he expresado con claridad, Elliot?
—Desde luego que sí. —El chico hizo una pausa, antes de añadir—: Señor.
El señor Haskins miró al resto de la clase.
—Nuestra primera clase, como ya os había avisado, será de historia de Estados Unidos, algo muy apropiado, si recordamos que esta escuela fue fundada por el hermano de un antiguo presidente. —Con el retrato de William H. Taft en el vestíbulo principal y una estatua de su hermano en el cuadrángulo, resultaría difícil que incluso el alumno menos espabilado no se hubiera dado cuenta.
»¿Quién fue el primer presidente de Estados Unidos? —preguntó el señor Haskins.
Se alzaron todas las manos. El maestro señaló a un chico de la primera fila.
—George Washington, señor.
—¿El segundo? —preguntó Haskins.
Esta vez fueron menos las manos alzadas y el seleccionado fue Tom.
—John Adams, señor.
—Correcto. ¿El tercero?
Solo dos manos permanecieron levantadas. Una era la de Nat, la otra del chico que había llegado tarde. Haskins señaló a Nat.
—Thomas Jefferson, mil ochocientos a mil ochocientos ocho.
El señor Haskins asintió, atento a que el chico también sabía las fechas correctas.
—¿El cuarto?
—James Madison, mil ochocientos nueve a mil ochocientos diecisiete —respondió Elliot.
—¿El quinto, Cartwright?
—James Monroe, mil ochocientos diecisiete a mil ochocientos veinticinco.
—¿El sexto, Elliot?
—John Quincy Adams, mil ochocientos veinticinco a mil ochocientos veintinueve.
—¿El séptimo, Cartwright?
Nat se devanó los sesos.
—No lo recuerdo, señor.
—¿No lo recuerdas, Cartwright, o sencillamente no lo sabes? —El profesor hizo una pausa—. Hay una considerable diferencia —señaló. Volvió su atención a Elliot.
—William Henry Harrison, creo, señor.
—No, él fue el noveno presidente, Elliot, en mil ochocientos cuarenta y uno, pero como murió de neumonía solo un mes después de jurar el cargo, no le dedicaremos mucho tiempo. Quiero que mañana por la mañana todos podáis decirme el nombre del séptimo presidente. Ahora volvamos a los padres fundadores. Podéis tomar apuntes porque os pediré que escribáis una redacción de tres páginas sobre el tema para la próxima clase.
Nat tomó tres páginas de notas antes de que acabara la lección, mientras que Tom a duras penas consiguió acabar una. Cuando salieron del aula al finalizar la clase, Elliot pasó junto a ellos a toda prisa.
—Tiene toda la pinta de ser un digno adversario —comentó Tom.
Nat se reservó la opinión.
Lo que no podía saber era que Ralph Elliot y él serían adversarios durante el resto de sus vidas.