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Dar litro y medio de sangre no parece haber influido en la actividad del señor Cartwright —comentó la enfermera de turno mientras colocaba el último historial delante del doctor Renwick.

—Quizá no —replicó el médico al tiempo que pasaba las hojas—, pero sí hizo algo muy importante para el senador Davenport. Le salvó la vida.

—Es verdad —convino la enfermera—. Le he advertido al senador que, a pesar de la campaña, tendrá que quedarse aquí y hacer reposo.

—Yo no estaría tan seguro —opinó Renwick—. Creo que Fletcher se dará de alta a sí mismo para finales de semana.

—Puede que tenga usted razón. —La enfermera exhaló un suspiro—. ¿Qué puedo hacer para impedírselo?

—Nada —respondió Renwick, que le dio la vuelta al historial que tenía sobre la mesa para que la mujer no pudiera leer los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright impresos en la esquina superior derecha de la carátula—. Necesito que me concierte una cita para ver a los dos lo antes posible.

—Sí, doctor —dijo la enfermera, y tomó nota en su libreta antes de salir del despacho.

En cuanto se cerró la puerta, Ben Renwick cogió el historial y lo leyó de principio a fin una vez más. No había pensado en otra cosa en los últimos tres días.

Antes de marcharse al finalizar su jornada, guardó el historial en su caja de seguridad. Después de todo, unos pocos días más no representaban ningún inconveniente. El tema que quería discutir con los dos hombres había permanecido en secreto durante los pasados cuarenta y tres años.

A Nat le dieron el alta en el San Patricio el jueves a última hora y nadie en el hospital se creía ni por un momento que Fletcher siguiera allí para el fin de semana, a pesar de los intentos de su madre para que se tomara las cosas con un poco más de calma. Él le recordó que solo faltaban dos semanas para el día de las elecciones.

Durante el fin de semana más largo de su vida, Ben Renwick continuó debatiendo con su conciencia, de la misma manera que el doctor Greenwood tuvo que hacer cuarenta y tres años antes, pero Renwick llegó a una conclusión diferente: estaba seguro que no le quedaba más remedio que decirles la verdad a los dos.

Los rivales políticos aceptaron presentarse a las seis de la mañana del martes en el despacho del doctor Renwick. Era la única hora antes del día de las elecciones que ambos candidatos tenían disponible en sus respectivas agendas.

Nat fue el primero en llegar, dado que confiaba en estar en Waterbury para un mitin dispuesto para las nueve y quizá incluso darse una vuelta por un par de estaciones de tren por el camino.

Fletcher entró cojeando en el despacho del cirujano a las cinco y cincuenta y ocho minutos, molesto porque Nat había llegado antes.

—En cuanto me quiten el yeso —anunció—, le daré una patada en el trasero.

—No tendría que hablarle así al doctor Renwick, después de todo lo que ha hecho por usted —respondió Nat con una sonrisa.

—¿Por qué no? —replicó Fletcher—. Me ha llenado las venas con su sangre, así que ahora soy la mitad del hombre que era.

—Se equivoca de nuevo —declaró Nat—. Es el doble del hombre que era, pero todavía la mitad del hombre que soy.

—Muchachos, muchachos, ya basta —intervino el médico, que comprendió de pronto el significado de sus palabras—. Hay algo un poco más serio que necesito tratar con ustedes.

Ambos se callaron después de escuchar el tono con el que les habían llamado al orden.

El doctor Renwick se levantó de la silla para ir hasta la caja de seguridad. Sacó el historial y lo dejó sobre la mesa.

—He pasado varios días intentando pensar en la mejor manera de comunicarles una información absolutamente confidencial. —Apoyó el índice de la mano derecha en el historial—. Una información que me hubiese pasado inadvertida de no haber sido por el accidente casi mortal del senador y que me llevó a leer los historiales de los dos. —Nat y Fletcher se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada—. Incluso decidir si debía comunicársela juntos o por separado se convirtió en una cuestión ética y, al menos en ese aspecto, ahora es evidente la decisión que tomé. —Los candidatos continuaron en silencio—. Solo quiero pedirles una cosa, que la información que estoy a punto de darles deberá seguir siendo un secreto, a menos que ustedes dos, repito, ustedes dos, estén dispuestos, incluso decididos, a que se haga pública.

—No tengo ninguna objeción al respecto —manifestó Fletcher, y miró a Nat.

—Yo tampoco. Después de todo, estoy en presencia de mi abogado.

—¿Incluso si pudiese influir en el resultado de las elecciones? —añadió el médico, sin hacer caso del comentario jocoso de Nat. Ambos hombres titubearon por un momento, para luego asentir de nuevo—. Quiero dejarles bien claro que la información que voy a revelarles no es una suposición o ni siquiera una posibilidad; es un hecho cierto que no admite dudas.

Renwick abrió el historial y echó una ojeada a una partida de nacimiento y a un certificado de defunción.

—Senador Davenport y señor Cartwright —prosiguió como si hablara con dos personas a las que acabara de conocer—, debo informarles de que, después de realizar todas las verificaciones pertinentes de sus muestras de ADN, no hay ninguna duda sobre las pruebas científicas de que ustedes no solo son hermanos —se calló unos instantes para mirar de nuevo la partida de nacimiento—, sino mellizos dicigóticos.

El doctor Renwick guardó silencio para que el significado de su anuncio calara en los dos hombres.

Nat recordó los días cuando todavía necesitaba ir corriendo a buscar un diccionario para saber el significado de una palabra. Fletcher fue el primero en romper el silencio.

—O sea, que no somos idénticos.

—Exactamente —asintió el doctor Renwick—. La idea de que los mellizos deben parecerse por fuerza no es más que un mito, alimentado principalmente por los novelistas románticos.

—Aun así, eso no explica… —comenzó a decir Nat.

—En el caso de que deseen saber las respuestas a cualquier otra pregunta al respecto —le interrumpió el médico—, incluyendo quiénes son sus padres naturales, y cómo acabaron ustedes separados, no tengo ningún inconveniente en que lean este historial. —El doctor Renwick apoyó la mano en el historial abierto que tenía delante.

Ninguno de los dos hombres respondió inmediatamente. Fletcher habló primero.

—No necesito leer ni una sola página del historial.

Esta vez le tocó al doctor Renwick mostrarse sorprendido.

—No hay nada que no sepa de Nat Cartwright —explicó Fletcher—, incluidos los detalles de la trágica muerte de su hermano.

—Mi madre todavía tiene una foto de nosotros dos junto a su cama —añadió Nat— y a menudo habla de mi hermano Peter y de lo que hubiese podido llegar a ser. —Se calló un momento y miró a Fletcher—. Se sentiría orgullosa del hombre que salvó a su hermano de acabar en la silla eléctrica. En cualquier caso, sí que tengo una pregunta. —Miró al doctor Renwick—. Quiero saber si la señora Davenport está enterada de que Fletcher no es su hijo.

—No, que yo sepa —contestó el cirujano.

—¿Cómo puede estar seguro? —quiso saber Fletcher.

—Porque entre las muchas cosas que encontré en este historial había una carta del médico que los trajo al mundo. Dejó indicado que solo se debía abrir en el caso de que surgiera alguna disputa referente al nacimiento de ustedes que pudiese perjudicar la reputación del hospital. La carta manifiesta que solo había otra persona que conocía la verdad, aparte del doctor Greenwood.

—¿De quién se trata? —preguntaron Nat y Fletcher al mismo tiempo.

El doctor Renwick hizo una pausa mientras pasaba otra hoja del historial.

—La señorita Heather Nichol, pero como ella y el doctor Greenwood ya han fallecido, no hay manera de confirmarlo.

—Ella fue mi niñera —declaró Fletcher—; por lo que recuerdo, hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por complacer a mi madre. —Miró a Nat—. En cualquier caso, preferiría que mis padres nunca descubriesen la verdad.

—Estoy absolutamente de acuerdo —afirmó Nat—. ¿De qué serviría que nuestros padres pasaran por semejante trance? Si la señora Davenport se enterara de que Fletcher no es su hijo y mi madre supiera que Peter no murió, y que la privaron de la oportunidad de criar a sus dos hijos, la angustia y el desconsuelo que padecerían las dos es algo que hay que evitar como sea.

—Lo mismo digo —señaló Fletcher—. Mis padres tienen casi ochenta años. ¿Para qué resucitar los fantasmas del pasado? —Guardó silencio un momento—. De todos modos, debo confesar que no puedo remediar pensar en cuán diferentes hubiesen sido nuestras vidas, si yo hubiese acabado en tu cuna y tú en la mía. —Era la primera vez que tuteaba a Nat.

—Nunca lo sabremos —respondió Nat—. Así y todo, hay una cosa que está muy clara.

—¿A qué te refieres?

—A que yo seré el próximo gobernador de Connecticut.

—¿Qué te lleva a creer tal cosa? —replicó Fletcher.

—Te llevo ventaja y nunca la he perdido. Tienes que saber que nací seis minutos antes que tú.

—Una desventaja muy pequeña que eliminé rápidamente.

—Muchachos, muchachos, ya basta —les advirtió Ben Renwick por segunda vez. Los dos hombres se echaron a reír mientras el médico cerraba el historial—. ¿Estamos de acuerdo en que cualquier prueba que demuestre su parentesco será destruida y no se volverá a mencionar nunca más?

—De acuerdo —manifestó Fletcher, sin titubear.

—No se volverá a mencionar nunca más —prometió Nat.

Los dos hermanos miraron cómo el doctor Renwick abría el historial, cogía primero la partida de nacimiento y la metía en la trituradora de documentos. Ninguno de los dos dijo ni una palabra mientras veían cómo desaparecían las pruebas. A la partida de nacimiento le siguió la carta de tres páginas que llevaba la firma del doctor Greenwood y estaba fechada el 11 de mayo de 1949. Luego siguieron diversos documentos internos del hospital, todos correspondientes a 1949. El doctor Renwick continuó con la tarea hasta que solo quedó la carpeta vacía con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright en la carátula. La rompió en cuatro trozos antes de entregar la última prueba a las cuchillas de la trituradora.

Fletcher se levantó con alguna dificultad y se volvió para estrechar la mano de su hermano.

—Te veré en la mansión del gobernador.

—Desde luego que sí —replicó Nat al tiempo que lo abrazaba—. Lo primero que haré será mandar que instalen una rampa para que puedas subir con tu silla de ruedas y no tener excusas para no venir a verme.

—Lo que tú digas. —Fletcher le estrechó la mano al doctor Renwick—. Me marcho. Tengo que ganar unas elecciones. —Cojeó hasta la puerta, dispuesto a adelantarse a Nat, pero su hermano le pasó por delante y le abrió la puerta.

—Me enseñaron que debía abrirles las puertas a las mujeres, las personas mayores y a los minusválidos —le explicó Nat.

—Puedes añadir a los futuros gobernadores a tu lista —afirmó Fletcher, mientras salía.

—¿Has leído mi proyecto de ayuda a los discapacitados físicos? —le preguntó Nat.

—No —contestó Fletcher—. Nunca he perdido el tiempo con ideas inútiles que jamás llegarán a convertirse en ley.

—Sabes, hay una única cosa que lamento —comentó Nat cuando ya se alejaban por el pasillo y el doctor Renwick no podía escucharles.

—Déjame que lo adivine —replicó Fletcher, que se preparó para la siguiente pulla.

—Creo que hubiese sido fantástico crecer juntos.