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Fletcher miró a la multitud que lo vitoreaba y agitó los brazos con entusiasmo para agradecérselo. Llevaba dados siete discursos en Madison a lo largo del día —en las esquinas, en centros comerciales, a las puertas de la biblioteca—, pero incluso él se sintió sorprendido ante el recibimiento que le dispensaba la gente en el último mitin, que tenía por escenario el salón de actos de la ciudad.

PASEN Y ESCUCHEN AL GANADOR, era la leyenda escrita en letras rojas y azules en la enorme pancarta que se extendía de un extremo al otro del estrado. Fletcher había sonreído cuando el presidente del comité local le había dicho que Paul Holbourn, el alcalde independiente de Madison, había dejado instalada la pancarta después de que Nat diera su discurso a principios de semana. Holbourn llevaba catorce años como alcalde y no lo reelegían porque derrochara el dinero de los contribuyentes precisamente.

En el momento de acabar su discurso y volver a su asiento, Fletcher sintió cómo la adrenalina continuaba circulando por sus venas. La ovación que le dedicaba el público puesto de pie no tenía nada que ver con los aplausos organizados, donde unos tipos al servicio del partido y distribuidos estratégicamente se levantaban para aplaudir a rabiar en cuanto el candidato soltaba la última frase. En esta ocasión, el público se levantó al mismo tiempo que los mandados. Solo lamentó que Annie no estuviese allí para verlo.

Cuando el presidente del comité le sujetó el brazo y se lo levantó como si fuese un boxeador que acabara de ganar el combate y gritó por el micrófono: «Damas y caballeros, les presento al próximo gobernador de Connecticut», Fletcher se lo creyó por primera vez. Clinton había alcanzado a Bush en las encuestas nacionales y la candidatura independiente de Perot continuaba restándoles votos a los republicanos, así que, de rebote, todo esto beneficiaba a Fletcher. A partir de entonces debía confiar en que las cuatro semanas que le quedaban de campaña fueran suficientes para borrar los cuatro puntos de ventaja de su rival.

Pasó otra media hora antes de que el salón se vaciara y para entonces Fletcher había estrechado todas las manos tendidas. El presidente del partido, contento a más no poder, lo acompañó hasta el aparcamiento.

—¿No tiene chófer? —preguntó, un tanto sorprendido.

—Lucy se ha tomado la noche libre para ver Mi primo Vinny, Annie está en una reunión de no sé qué junta y Jimmy está en una cena para recaudar fondos. Como son menos de ochenta kilómetros hasta Hartford, creo que me las podré apañar muy bien por mi cuenta —respondió Fletcher mientras se sentaba al volante.

Inició el viaje de regreso con una sensación de euforia y poco a poco comenzó a relajarse por primera vez en todo el día. Pero no había recorrido ni dos kilómetros cuando sus pensamientos volvieron a centrarse en Lucy, como le ocurría cada vez que estaba solo. Se enfrentaba a un grave dilema. ¿Debía decirle o no a Annie que su hija estaba embarazada?

Esa noche Nat asistía a una cena privada con cuatro empresarios locales. Todos estaban en condiciones de hacer una muy importante contribución a las arcas de la campaña, así que no les metió prisa. Durante la velada le habían dejado bien claro lo que esperaban de un gobernador republicano y aunque no estaban muy de acuerdo con algunas de las ideas más liberales de Nat, tampoco estaban dispuestos a permitir que un demócrata entrara en la mansión del gobernador si ellos podían hacer algo por impedirlo.

Era bien pasada la medianoche cuando Ed Chambers, de Chambers Foods, comentó que quizá convendría dejar que el candidato se marchara a casa para disfrutar de un sueño reparador. Nat ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido a placer.

Esta era habitualmente la señal para que Tom se levantara y, después de agradecer la sugerencia, ir a buscar los abrigos. Nat simulaba entonces una expresión como si le obligaran a marcharse, le estrechaba la mano a sus anfitriones y les decía que no podía ni pensar en que ganaría las elecciones sin su apoyo. Por muy halagador que pudiera parecer, en esa ocasión también tenía el mérito de ser la estricta verdad.

Los cuatro hombres acompañaron a Nat hasta el coche y mientras Tom conducía por el largo y sinuoso camino privado de la residencia de Ed Chambers, Nat encendió la radio para escuchar el boletín de noticias. Después de otros asuntos, se abordó en cuarto lugar el discurso de Fletcher a los ciudadanos de Madison, y el reportero local destacó algunos de los puntos principales, entre ellos el referente a la vigilancia policial en los barrios, una idea que Nat llevaba meses defendiendo. Nat comenzó a protestar por un plagio absolutamente escandaloso y solo se calló cuando Tom le recordó que él le había robado a Fletcher algunas de las innovaciones del senador en el tema de la reforma educativa.

Nat apagó la radio en el momento en que el meteorólogo alertaba de que había hielo en las carreteras; se durmió al cabo de un minuto, una disposición natural que Tom a menudo le envidiaba, porque cuando Nat se despertaba, lo hacía con las pilas recargadas. Tom también soñaba con una larga noche de descanso. A la mañana siguiente no tenían ningún acto hasta las diez, cuando asistirían al primero de siete oficios religiosos. El último sería en la catedral de San José.

Sabía que Fletcher Davenport estaría realizando aproximadamente el mismo circuito en otra parte del estado. Para el final de la campaña, no quedaría ni un solo oficio religioso donde no se hubiesen arrodillado, quitado los zapatos o cubierto la cabeza con el fin de demostrar que ambos eran ciudadanos temerosos de Dios. Incluso si no era necesariamente su propio Dios particular al que reverenciaban, al menos demostraban su voluntad de estar de pie, sentarse y arrodillarse ante su presencia.

Tom decidió no encender la radio para escuchar el boletín de la una, porque no tenía mucho sentido despertar a Nat solo para oír la repetición de las noticias transmitidas media hora antes.

Ambos se perdieron la noticia urgente.

La ambulancia llegó al lugar del accidente en cuestión de minutos y lo primero que hizo uno de los camilleros fue llamar a los bomberos. Les informó de que el conductor había quedado aplastado contra el volante y no había manera de abrir la puerta si no utilizaban un soplete de acetileno. Tendrían que darse mucha prisa si querían sacar al herido con vida de aquel amasijo de hierros.

Hasta que la policía no comprobó el número de la matrícula en el ordenador de la jefatura no se enteraron de quién estaba aplastado contra el volante. Como consideraron que era poco probable que el senador hubiese estado bebiendo, llegaron a la conclusión de que se había quedado dormido. No había huellas de frenada en la carretera ni se habían visto implicados otros vehículos.

El personal de la ambulancia llamó al hospital y cuando allí se enteraron de la identidad de la víctima, el médico de guardia decidió llamar a Ben Renwick. Dada su categoría y antigüedad, Renwick no esperaba que lo despertaran si había otro cirujano disponible para hacer el trabajo.

—¿Cuántas personas más había en el coche? —preguntó el doctor Renwick en cuanto le comunicaron el accidente.

—Solo el senador —le respondieron en el acto.

—¿Qué demonios se creía que estaba haciendo sentado al volante a esas horas de la noche? —murmuró Renwick sin esperar a que nadie le contestara—. ¿Qué heridas presenta?

—Varios huesos fracturados, incluidas al menos tres costillas y el tobillo izquierdo —le informó el médico de guardia—, pero me preocupa mucho más la pérdida de sangre. Los bomberos tardaron casi una hora en sacarlo del coche.

—De acuerdo. Que mi equipo esté preparado en el quirófano cuando llegue. Llamaré a la señora Davenport. —Vaciló un instante—. Ahora que lo pienso, será mejor que llame a las dos señoras Davenport.

Annie soportaba el azote del viento helado junto a la entrada de urgencias del hospital cuando vio una ambulancia que se acercaba a gran velocidad. La presencia de los motoristas que la precedían la alertó de que traían a su marido. Aunque Fletcher seguía inconsciente, le permitieron que le cogiera la mano inerte mientras lo trasladaban hasta el quirófano. Cuando Annie vio el estado en que se encontraba su marido, no creyó que nadie pudiese salvarlo.

¿Por qué había querido ir a aquella reunión del comité de beneficencia cuando tendría que haber estado con su marido en Madison? Cada vez que acompañaba a Fletcher, siempre era ella quien conducía el coche de regreso a casa. ¿Por qué le había hecho caso cuando él insistió que disfrutaría con la conducción, que le daría un poco de tiempo para pensar y que, en cualquier caso, solo era un trayecto de una hora? Apenas le faltaban unos ocho kilómetros para llegar a casa cuando se había salido de la carretera.

Ruth Davenport llegó al hospital unos momentos más tarde y de inmediato se dedicó a averiguar todo lo posible. Después de hablar con el director del servicio, Ruth le aseguró a Annie una cosa: «Fletcher no podría estar en mejores manos. Ben Renwick es sencillamente el mejor cirujano del estado». Lo que no le dijo a su nuera era que solo le sacaban de la cama cuando las posibilidades de salvar a un paciente eran escasas. Ben Renwick no era un jugador.

Martha Gates fue la siguiente en aparecer y Ruth le repitió todo lo que sabía. Confirmó que Fletcher tenía tres costillas rotas, una fractura de tobillo y el bazo roto, pero era la pérdida de sangre lo que preocupaba de verdad a los médicos.

—Sin duda, un hospital como el San Patricio debe de tener un banco de sangre lo bastante bien provisto como para enfrentarse a esta clase de problemas.

—Sí, así es —respondió Ruth—, pero Fletcher es AB negativo, el más raro de todos los grupos sanguíneos, y aunque siempre hemos tenido una pequeña reserva, cuando aquel autocar escolar se salió de la carretera noventa y cinco en New London el mes pasado y el conductor y su hijo resultaron ser AB negativos, Fletcher fue el primero en insistir en que enviáramos de inmediato toda la reserva al hospital de New London; sencillamente no hemos tenido tiempo de reponerla.

En el exterior se encendieron unos focos que iluminaron la entrada de urgencias.

—Han llegado los buitres —comentó Ruth, mientras observaba por la ventana. Miró a su nuera—. Annie, creo que tendrías que ir a hablar con ellos; quizá sea nuestra única oportunidad de encontrar un donante a tiempo.

Cuando Su Ling se levantó el domingo por la mañana, decidió no despertar a Nat hasta el último momento; después de todo, no tenía idea de la hora a la que se había acostado.

Entró en la cocina, preparó una cafetera y comenzó a hojear los periódicos. Al parecer, el discurso de Fletcher había sido bien recibido por los ciudadanos de Madison y los últimos sondeos mostraban que la diferencia entre ambos se había reducido en un punto, con lo cual Nat todavía conservaba tres de ventaja.

Bebió un trago de café y dejó el periódico a un lado. Siempre encendía el televisor para enterarse del pronóstico del tiempo. La primera imagen que apareció en la pantalla incluso antes de escucharse el sonido fue la de Annie Davenport. ¿Por qué estaba delante de la entrada de urgencias del San Patricio?, se preguntó Su Ling. ¿Fletcher había anunciado alguna nueva iniciativa en materia de atención sanitaria? Sesenta segundos más tarde sabía cuál era la razón. Salió de la cocina y subió corriendo las escaleras para despertar a Nat y comunicarle la noticia. Una notable coincidencia. ¿Lo era? Como científica, Su Ling no creía mucho en las coincidencias. Pero en esos momentos no tenía tiempo para pensarlo.

Con ojos somnolientos Nat escuchó a su esposa, que le repetía todo lo que Annie Davenport había dicho. De pronto se despertó del todo, saltó de la cama y rápidamente se vistió con la misma ropa del día anterior, sin perder tiempo en afeitarse ni ducharse. En cuanto acabó de vestirse, bajó las escaleras de dos en dos y se calzó los zapatos cuando se montó en el coche. Su Ling ya estaba al volante y con el motor en marcha. Arrancó en el mismo instante en que Nat cerró la puerta.

La radio seguía sintonizada en la emisora de noticias y Nat escuchó el último boletín mientras se ataba los cordones. El reportero desplazado al hospital no podía ser más explícito: el senador Davenport necesitaba respiración asistida y si alguien no donaba dos litros de sangre AB negativo en cuestión de horas, el hospital dudaba de que pudieran salvarle la vida.

Su Ling tardó doce minutos en llegar al San Patricio por el sencillo procedimiento de saltarse el límite de velocidad; tampoco había muchos coches en las calles a esas horas de una mañana de domingo. Nat entró corriendo en el hospital mientras su esposa buscaba un lugar donde aparcar.

Nat vio a Annie al final del pasillo y sin vacilar gritó su nombre. La mujer se volvió y pareció sorprenderse cuando lo vio correr hacia ella. «¿Por qué corre?», fue lo primero que se preguntó.

—He venido en cuanto lo he sabido —gritó Nat sin dejar de correr, pero las tres mujeres continuaron mirándolo, como conejos sorprendidos por las luces de un coche—. Tengo el mismo grupo sanguíneo de Fletcher —añadió cuando se detuvo junto a Annie.

—¿Es usted AB negativo? —exclamó Annie, incrédula.

—Claro que sí —afirmó Nat.

—Bendito sea Dios —dijo Martha.

Ruth, por su parte, desapareció rápidamente por la puerta de la unidad de cuidados intensivos; regresó al cabo de un momento en compañía de Ben Renwick.

—Señor Cartwright —dijo el cirujano y le tendió la mano—. Soy el doctor Renwick.

—El jefe del servicio de cirugía, sí, conozco su reputación —respondió Nat, y le estrechó la mano.

El cirujano agradeció el comentario con un gesto.

—Tenemos a un enfermero preparado para la extracción.

—Pues entonces, adelante. —Nat se quitó la chaqueta.

—Antes debemos realizar algunas pruebas y comprobar si su sangre es del grupo exacto.

—Ningún problema.

—Debo advertirle, señor Davenport, que necesitaré por lo menos un litro y medio de su sangre si queremos que el senador Davenport tenga alguna posibilidad de salvar la vida; eso significa tener que firmar algunos formularios de autorización y descargo de responsabilidades en presencia de un abogado.

—¿Por qué un abogado? —le preguntó Nat.

—Porque siempre existe el riesgo de que pueda sufrir serios efectos secundarios; en cualquier caso, se sentirá muy débil y quizá resulte necesario que se quede varios días en observación.

—¿Es que no hay nada que Fletcher no esté dispuesto a hacer para mantenerme apartado de la campaña?

Las tres mujeres sonrieron por primera vez aquel día mientras Renwick se llevaba a Nat a su despacho. Nat se volvió un momento para decirle algo a Annie y vio que Su Ling estaba con ella.

—Ahora se me plantea otro problema —confesó Renwick mientras se sentaba y comenzaba a buscar los formularios.

—Firmaré lo que sea —repitió Nat.

—No puede firmar el papel que me preocupa —replicó el médico.

—¿Por qué no? —le preguntó Nat.

—Porque es mi voto por correo y ya no tengo claro a quién de ustedes dos voy a votar.