—Todo un hombre de Hotchkiss de pies a cabeza —afirmó la señorita Nichol mientras comprobaba el aspecto de Andrew en el espejo del vestíbulo. Camisa blanca, americana azul y pantalones de pana color avellana. La señorita Nichol le enderezó el nudo de la corbata a rayas blancas y azules y quitó una mota de polvo de la camisa—. Todo un hombre de Hotchkiss hasta el último centímetro —repitió.
«Solo mido uno cincuenta y siete», iba a decirle Andrew cuando su padre apareció en el vestíbulo. El muchacho miró su reloj, un regalo de su abuelo materno, un hombre que todavía despedía a los empleados por llegar tarde.
—He metido tus maletas en el coche —anunció su padre, con una mano en el hombro de su hijo. Andrew se quedó helado al oír aquello. El despreocupado comentario solo le recordaba que su marcha de la casa era una realidad—. Faltan menos de tres meses para el día de Acción de Gracias —añadió su padre.
Andrew quiso recordarle que tres meses eran la cuarta parte de un año, un porcentaje nada insignificante de tu vida cuando solo tienes catorce años.
Andrew salió por la puerta principal y cruzó el patio de grava, decidido a no mirar atrás a la casa que tanto quería y que no volvería a ver durante un cuarto de año. Cuando llegó al coche, mantuvo la puerta trasera abierta para que subiera su madre. Luego le dio la mano a la señorita Nichol como si fuese una vieja amiga y le dijo que esperaba volver a verla el día de Acción de Gracias. No estaba muy seguro, pero le pareció que la mujer había estado llorando. Miró hacia la entrada, agitó una mano para despedirse del ama de llaves y la cocinera y subió al coche.
Mientras recorrían las calles de Farmington, Andrew contempló los edificios del que hasta aquel momento había considerado como el centro del mundo entero.
—No te olvides de escribir a casa todas las semanas —le dijo su madre.
Él no hizo caso del consejo redundante, porque la señorita Nichol le había insistido en lo mismo al menos dos veces al día durante todo el último mes.
—Si necesitas dinero, no dudes en llamarme —añadió su padre.
Otro más que no había leído el reglamento. Andrew no le recordó a su padre que en Hotchkiss a los alumnos de primer curso solo les permitían disponer de diez dólares al trimestre. Lo ponía bien claro en la página siete y la señorita Nichol lo había subrayado en rojo.
Nadie habló durante el breve trayecto hasta la estación, cada uno absorto en sus propias preocupaciones. Su padre aparcó el coche delante de la estación y se apeó. Andrew permaneció sentado, poco dispuesto a abandonar la seguridad del coche, hasta que su madre abrió la puerta de su lado. Andrew se reunió con ella sin demora, dispuesto a que nadie se diera cuenta de lo nervioso que estaba. Ella intentó cogerle la mano, pero él corrió al maletero para ayudar a su padre a descargar el equipaje.
Un mozo de cordel llegó junto al coche con un carretón. En cuanto cargó las maletas, los guio hasta el andén y se detuvo ante el vagón número ocho. Andrew se volvió para despedirse de su padre mientras el mozo subía las maletas al vagón. Había insistido en que solo uno de sus progenitores le acompañara en el viaje hasta Lakeville, y como su padre era un hombre de Taft, su madre parecía la elección obvia. En esos momentos comenzaba a lamentar la decisión.
—Que tengas un buen viaje —le deseó su padre y acompañó la despedida con un fuerte apretón de manos. Qué cosas más ridículas decían los padres en las estaciones, pensó Andrew; sin duda era mucho más importante que se dedicara con ahínco a sus estudios cuando estuviera allí—. Y no te olvides de escribirnos.
Andrew subió al vagón con su madre y cuando el tren se puso en marcha no miró ni una vez a su padre en el andén, en la idea de que esto le haría parecer mayor.
—¿Quieres desayunar? —le preguntó su madre mientras el revisor colocaba las maletas en el portaequipajes.
—Sí, por favor —respondió Andrew, que se animó por primera vez aquella mañana.
Un camarero les acompañó hasta una mesa en el vagón restaurante. Andrew leyó el menú y se preguntó si su madre le permitiría pedir el desayuno completo.
—Pide lo que quieras —le dijo ella, como si le hubiese leído el pensamiento.
Andrew sonrió cuando reapareció el camarero.
—Patatas, dos huevos fritos, beicon y tostadas. —No pidió champiñones porque no quería que el camarero creyera que su madre no le daba de comer.
—¿Y usted, señora? —preguntó el camarero.
—Solo café y una tostada, gracias.
—¿Es el primer día del chico? —añadió el camarero.
La señora Davenport asintió sonriente.
¿Cómo lo ha sabido?, se preguntó Andrew.
Andrew tomó su desayuno un tanto nervioso, porque no tenía muy claro si le volverían a dar de comer durante aquel día. En la guía de la escuela no había encontrado mención alguna a las comidas y el abuelo le había comentado que durante sus estudios en Hotchkiss, solo les daban de comer una vez al día. Su madre le repitió cien veces que dejara los cubiertos mientras masticaba.
—Los cuchillos y los tenedores no son aviones y no deben permanecer en el aire más tiempo del necesario —le recordó.
Andrew no sabía que ella estaba casi tan nerviosa como él.
Cada vez que otro chico, vestido con el mismo elegante uniforme, pasaba junto a su mesa, Andrew miraba a través de la ventanilla y rogaba que no se fijaran en él, porque ninguno de los uniformes que vestían se veía nuevo como el suyo. Su madre ya iba por la tercera taza de café cuando el tren entró en la estación.
—Ya hemos llegado —anunció ella sin que hiciera falta.
Andrew permaneció sentado con la mirada puesta en el cartel lakeville del andén mientras varios chicos saltaban del tren y se saludaban los unos a los otros con un «Eh, hola, ¿cómo estás? ¿Qué tal las vacaciones?» seguido de muchos apretones de manos. Por fin miró a su madre y deseó que desapareciera en una nube de humo. Las madres no eran más que otro anuncio de que se trataba de su primer día.
Dos muchachos altos vestidos con americanas cruzadas azules y pantalones grises comenzaron a conducir a los nuevos hacia el autocar que les esperaba. Andrew rezó para que a los padres no les permitieran subir al autocar; de lo contrario, todos se darían cuenta de que era uno de los nuevos.
—¿Nombre? —le preguntó uno de los muchachos de la americana azul cuando Andrew bajó del tren.
—Davenport, señor —respondió Andrew, con la cabeza un poco echada hacia atrás para poder mirarlo a la cara. ¿Llegaría él alguna vez a ser tan alto?
El muchacho esbozó una sonrisa.
—No me llames señor. No soy maestro, sino solo un monitor del último curso. —Andrew agachó la cabeza. Las primeras palabras que había dicho y ya había quedado como un tonto—. ¿Han cargado tus maletas en el autocar, Fletcher?
¿Fletcher?, pensó Andrew. Por supuesto, Fletcher Andrew Davenport; no corrigió el error del muchacho alto por miedo a equivocarse de nuevo.
—Sí —contestó Andrew.
El dios volvió su atención hacia la madre de Andrew.
—Muchas gracias, señora Davenport —le dijo después de consultar la lista—. Le deseo que tenga un agradable viaje de regreso a Farmington. No se preocupe, Fletcher estará bien atendido —añadió bondadosamente.
Andrew tendió una mano, dispuesto a evitar que su madre le abrazara. Como si las madres pudieran leer el pensamiento. Se estremeció cuando ella lo rodeó con sus brazos. Claro que él no podía comprender lo que Ruth estaba pasando. Cuando su madre por fin lo soltó, Andrew se unió apresuradamente al grupo de chicos que subía al autocar. Vio a un chico, incluso más pequeño que él, sentado solo que miraba a través de la ventanilla. No tardó ni un segundo en sentarse a su lado.
—Soy Fletcher —se presentó con el nombre que le había impuesto el dios—. ¿Cómo te llamas?
—James —le contestó el otro—, pero mis amigos me llaman Jimmy.
—¿Eres uno de los nuevos? —le preguntó Fletcher.
—Sí —respondió Jimmy en voz baja, sin mirarlo.
—Yo también —le informó Fletcher.
Jimmy sacó un pañuelo y simuló sonarse la nariz, antes de volverse finalmente para mirar a su nuevo compañero.
—¿De dónde eres?
—De Farmington.
—¿Dónde está?
—Bastante cerca de West Hartford.
—Mi padre trabaja en Hartford —dijo Jimmy—. Está en la administración municipal. ¿A qué se dedica el tuyo?
—Vende medicamentos —respondió Fletcher.
—¿Te gusta el fútbol? —preguntó Jimmy.
—Sí —contestó Fletcher, pero solo porque sabía que Hotchkiss permanecía imbatido durante los últimos cuatro años, otra cosa que la señorita Nichol había subrayado en la guía.
El resto de la conversación consistió en una serie de preguntas deshilvanadas de las que ninguno de los dos conocía la respuesta correcta. Fue un extraño comienzo para una amistad que duraría toda la vida.