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Al día siguiente del juicio Fletcher se encontraba en su despacho en el Senado, entretenido en la lectura de los periódicos de la mañana.

—¡Vaya hatajo de desagradecidos! —exclamó al tiempo que le pasaba a su hija el Hartford Courant.

—Tendrías que haber dejado que lo achicharraran —manifestó Lucy mientras echaba un vistazo a las últimas encuestas de intención de voto.

—Expresado como siempre con tu habitual elegancia y encanto —dijo su padre—. Me hace dudar si hice bien en gastar tanto dinero para que estudiaras en Hotchkiss y no quiero recordar lo que me costará Vassar.

—No pienso ir a Vassar, papá —replicó Lucy en voz baja.

—¿Es de eso de lo que querías hablar conmigo? —le preguntó Fletcher, atento al cambio de tono en la voz de su hija.

—Sí, papá, porque si bien Vassar me ha ofrecido una plaza, quizá no pueda ocuparla.

Fletcher nunca acababa de saber cuándo Lucy bromeaba o le hablaba en serio, pero cuando le dijo que iría a su despacho y que no se lo mencionara a Annie, se barruntó que pasaba alguna cosa.

—¿Cuál es el problema? —preguntó sin alterarse y la miró a la cara.

Lucy no le sostuvo la mirada. Agachó la cabeza.

—Estoy embarazada.

El senador no respondió inmediatamente, ya que necesitaba asimilar la confesión de su hija.

—¿El padre es George? —preguntó al cabo de unos momentos.

—Sí —respondió Lucy.

—¿Te casarás con él?

Entonces fue Lucy quien se tomó su tiempo para dar una respuesta.

—No. Adoro a George, pero no lo quiero.

—Aun así, no tuviste reparo en irte a la cama con él.

—Eso no es justo —protestó Lucy—. Fue un sábado por la noche después de las elecciones para representante del claustro de estudiantes; creo que ambos bebimos demasiado. Si quieres saber la verdad, estaba harta de que todos los de mi clase me describieran como la representante virgen. Si tenía que perder la virginidad, no se me ocurrió nadie más agradable que George, sobre todo después de que me confesara que él también era virgen. Al final, no sé quién sedujo a quién.

—¿Qué opina George de todo esto? Después de todo, también es su hijo y siempre me ha dado la impresión de ser un joven muy serio; en especial, sus sentimientos por ti parecen profundos.

—Todavía no lo sabe.

—¿No se lo has dicho? —le preguntó Fletcher, incrédulo.

—No.

—¿Qué hay de tu madre?

—Tampoco lo sabe. La única persona con la que he compartido esto es contigo. —Esta vez miró a su padre a los ojos, antes de añadir—: Seamos sinceros, papá, mamá probablemente era virgen el día que se casó contigo.

—Yo también —replicó Fletcher—, pero así y todo tendrás que decírselo antes de que resulte evidente para todos.

—No si aborto.

Una vez más Fletcher permaneció unos segundos en silencio.

—¿Es eso lo que quieres de verdad? —le preguntó finalmente.

—Sí, papá, pero no le digas nada a mamá, porque ella no lo entendería.

—Tampoco yo lo tengo muy claro —declaró Fletcher.

—¿Vas a decirme que estás a favor de la libertad de elección para todas las mujeres excepto para tu hija? —preguntó Lucy.

—No durará —afirmó Nat, con la mirada puesta en el titular del Hartford Courant.

—¿Qué es lo que no durará? —preguntó Su Ling, mientras le servía otra taza de café.

—Mi ventaja de siete puntos en las encuestas. Dentro de unas semanas los electores ni siquiera recordarán quién de los dos era el acusado.

—Supongo que ella sí lo recordará —comentó Su Ling en voz baja mientras miraba por encima del hombro de su marido la foto de Rebecca Elliot en el momento de bajar las escalinatas de los juzgados, completamente despeinada—. ¿Por qué se casó con él? —preguntó casi para ella misma.

—Doy gracias de no haber sido yo quien se casara con Rebecca —manifestó Nat—. Seamos sinceros, si Elliot no hubiese copiado mi trabajo y no me hubiese impedido ir a Yale, tú y yo nunca nos hubiéramos conocido. —Cogió la mano de su esposa.

—Solo siento no haber tenido más hijos —afirmó Su Ling, con la voz todavía apagada—. Echo tanto de menos a Luke…

—Lo sé, pero nunca lamentaré haber corrido por aquella colina, en aquella hora en particular y en aquel día en particular.

—Pues yo todavía me alegro de haberme equivocado de camino —replicó Su Ling—, porque no podría quererte más. Pero hubiese sacrificado con gusto mi vida para salvar la de Luke.

—Sospecho que ese es el sentimiento de la mayoría de los padres —declaró Nat, que miró a su esposa a los ojos—; desde luego, puedes incluir a tu madre, que lo sacrificó todo por ti y que no se merece haber sido tratada de una forma tan absolutamente cruel.

—No te preocupes por mi madre —dijo Su Ling, que recuperó el buen humor—. Fui a verla ayer y me encontré la lavandería abarrotada de viejos de sucias intenciones que habían llevado a lavar sus infectas prendas, con la secreta ilusión de que estuviese dirigiendo un salón de masajes en la planta de arriba.

Nat se echó a reír.

—Pensar que lo hemos mantenido en secreto todos estos años… Desde luego, nunca hubiese creído que llegaría un día en el que fuese capaz de reírme de todo eso.

—Mi madre dice que si llegas a gobernador, piensa abrir una cadena de lavanderías por todo el estado. El lema de su campaña publicitaria será: «Lavamos su ropa sucia en público».

—Siempre supe que había una razón importantísima para que quisiera ser gobernador —afirmó Nat mientras se levantaba.

—¿Quiénes tendrán hoy el privilegio de tu compañía? —preguntó Su Ling.

—La buena gente de New Canaan.

—¿A qué hora esperas estar de regreso?

—Calculo que alrededor de medianoche.

—Despiértame cuando llegues.

—Hola, Lucy —dijo Jimmy cuando entró en el despacho de Fletcher—. ¿Está desocupado el gran hombre?

—Sí —respondió la muchacha al tiempo que se levantaba de la silla.

Jimmy la observó por un instante mientras su sobrina abandonaba la habitación. ¿Eran imaginaciones suyas o había estado llorando? Fletcher no abrió la boca hasta que se cerró la puerta.

—Buenos días, Jimmy —le saludó Fletcher. Apartó el periódico en el que la fotografía de Rebecca aparecía en la portada.

—¿Crees que la detendrán? —le preguntó Jimmy.

El senador miró la fotografía de la viuda.

—No creo que a la policía le quede otra alternativa. Claro que si fuese uno de los miembros del jurado la absolvería, porque su relato me resulta completamente verosímil.

—Sí, pero eso es porque tú sabes de lo que Elliot era capaz y el jurado no.

—Me lo puedo imaginar cuando le dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé yo a ti».

—Me pregunto si aún continuarías en Alexander Dupont y Bell si Elliot no hubiese entrado en la firma.

—Es una de esas cosas del destino —respondió Fletcher, con tono distraído—. ¿Qué me tienes preparado?

—Vamos a pasar el día en Madison.

—¿Vale la pena dedicar todo un día a Madison, cuando es un distrito totalmente republicano?

—Por eso mismo quiero quitarlo del programa cuando todavía nos quedan unas semanas de campaña —le explicó Jimmy—, aunque no deja de ser una ironía que sus votos nunca hayan contado en el resultado de unas elecciones.

—Un voto es un voto —le recordó Fletcher.

—No en este caso, porque mientras el resto del estado vota en la actualidad electrónicamente, Madison continúa siendo la excepción. Están entre el puñado de distritos del país que todavía prefiere marcar las papeletas con un lápiz.

—Eso no impide que sus votos sean válidos —insistió Fletcher.

—Muy cierto, pero en el pasado dichos votos han resultado ser irrelevantes, porque en Madison no comienza el recuento hasta la mañana siguiente de los comicios, cuando ya se han dado a conocer los resultados generales. Tiene algo de farsa, pero es una de esas tradiciones que los buenos burgueses de Madison no están dispuestos a sacrificar en aras de la tecnología moderna.

—Aun así, ¿sigues queriendo pasar todo el día allí?

—Sí, porque si la diferencia fuese menor de cinco mil votos, entonces Madison se convierte como por arte de magia en la ciudad más importante del estado.

—¿Crees que el resultado será tan ajustado? Bush todavía lleva una gran ventaja en las encuestas.

—Todavía es la palabra básica, porque Clinton está acortando las distancias todos los días, así que ¿quién sabe quién acabará en la Casa Blanca o, ya puestos, en la mansión del gobernador?

Fletcher no hizo ningún comentario.

—Esta mañana pareces un poco preocupado. ¿Hay alguna cosa más que quieras discutir conmigo?

—Todo apunta a que Nat ganará de calle —comentó Julia, que leía el periódico.

—Un primer ministro británico dijo una vez que «una semana es una eternidad en la política». Todavía nos quedan varias por delante hasta que se deposite el primer voto en las urnas —le recordó Tom a su esposa.

—Si Nat llega a gobernador, echarás de menos todo el jaleo. Después de todo lo que habéis pasado, volver a trabajar en Fairchild’s puede resultar un tanto decepcionante.

—Si quieres saber la verdad, perdí todo interés en las cuestiones bancarias en el momento en que se fusionó Russell.

—Piensa que te convertirás en el presidente del banco más grande del estado.

—No si Nat gana las elecciones —contestó Tom.

Julia apartó el periódico.

—Creo que no te he entendido.

—Nat me ha pedido que sea su jefe de gabinete si lo eligen gobernador.

—En ese caso, ¿quién será el presidente del banco?

—Tú, por supuesto. Todo el mundo sabe que eres la persona ideal para el puesto.

Fairchild’s nunca nombraría a una mujer para el cargo. Son demasiado tradicionales.

—Vivimos en la última década del siglo veinte, Julia, y gracias a ti, casi la mitad de nuestros clientes son mujeres. En cuanto a la junta, por no hablar del personal, durante mi ausencia la mayoría de ellos creen que ya eres la presidenta.

—Pero si Nat pierde las elecciones, esperará con razón volver a ocupar su puesto de presidente de Fairchild’s contigo como consejero delegado, y en tal caso no hay nada que discutir.

—Yo no estaría tan seguro —señaló Tom—. No olvides que Jimmy Overman, el senador por Connecticut, ya ha anunciado que no se presentará a la reelección el año que viene, y en tal caso Nat se convierte en el candidato lógico para sucederlo. Quienquiera que sea el que gane las elecciones, estoy seguro de que el otro marchará a Washington como senador del estado. —Guardó silencio unos instantes—. Sospecho que solo será cuestión de tiempo ver cómo Nat y Fletcher compiten por la presidencia.

—¿De verdad crees que estoy capacitada para el cargo? —insistió Julia en voz baja.

—No, tienes que ser norteamericana de nacimiento para aspirar a la presidencia.

—No me refería a ser presidenta de la nación, bobo, sino a presidenta de Fairchild’s.

—Lo sé desde el momento en que te conocí —contestó Tom—. Solo me preocupaba que no me consideraras el tipo idóneo para ser tu marido.

—Oh, los hombres sois absolutamente obtusos en algunas cosas —afirmó Julia—. Decidí casarme contigo la noche que nos conocimos en la cena en casa de Su Ling y Nat.

Tom abrió la boca y la cerró sin decir nada.

—Cuán diferente hubiese sido mi vida si la otra Julia Kirkbridge hubiese llegado a la misma conclusión —añadió Julia.

—Por no hablar de la mía —declaró Tom.