—Llamo a declarar a Rebecca Elliot.
Rebecca entró en la sala y todas las cabezas se volvieron excepto la de Nat. Permaneció con la mirada fija al frente. La viuda caminó lentamente por el pasillo central, en una de esas entradas que todas las actrices ambicionan cuando les dan un papel. La sala se había llenado en el momento en que abrieron las puertas a las ocho de la mañana. Habían reservado las tres primeras filas y solo la presencia de los agentes de policía impidió que fueran ocupadas.
Fletcher se volvió un instante cuando Don Culver, el jefe de policía, y el inspector Petrowski ocuparon sus asientos en la primera fila, directamente detrás de la mesa del fiscal. Cuando faltaba un minuto para las diez, solo quedaban trece asientos por ocupar.
Nat miró a Fletcher, que tenía delante un pequeño montón de blocs de notas. Vio que la primera hoja estaba en blanco y rezó para que los otros tres tuvieran algo escrito en ellos. Un agente acompañó a la señora Elliot hasta la tribuna de los testigos. Nat miró a Rebecca por primera vez. Vestía de riguroso luto; un elegante vestido negro, abotonado hasta el cuello, y una falda que le bajaba un palmo por debajo de las rodillas. La única joya que llevaba, aparte de las alianzas, era un sencillo collar de perlas. Fletcher se fijó en su muñeca izquierda y escribió su primera nota en el bloc. Cuando llegó a la tribuna de los testigos, Rebecca se volvió hacia el juez y le dedicó una recatada sonrisa. El magistrado asintió cortésmente. A continuación, la viuda prestó juramento con voz entrecortada. Finalmente se sentó y dedicó al jurado la misma sonrisa tímida. Fletcher observó que varios de los miembros del jurado le devolvieron el gesto. Rebecca se tocó los cabellos y Fletcher comprendió dónde había pasado la mayor parte de la tarde anterior. El fiscal no había omitido ningún detalle y si le hubiese pedido al jurado que emitiera su veredicto antes de llegar siquiera a formular una pregunta, tuvo la certeza de que no hubieran vacilado en condenarle a él y a su cliente a la silla eléctrica.
El juez asintió y el fiscal se levantó de su silla. El señor Ebden también participaba de la farsa. Se había vestido con un traje negro, camisa blanca y una sobria corbata azul; el atuendo apropiado para interrogar a la Inmaculada Virgen María.
—Señora Elliot —dijo el fiscal en voz baja, mientras se adelantaba—. Todos los presentes en esta sala somos conscientes de la terrible prueba por la que ha pasado y que ahora tendremos que recordar por doloroso que resulte. Permítame decirle que procuraré en la medida de lo posible ser breve en mis preguntas y así evitar que permanezca en la tribuna más tiempo del absolutamente necesario.
—Sobre todo cuando hemos tenido tiempo de ensayar cada pregunta una y otra vez durante los últimos cinco meses —murmuró Fletcher.
Nat hizo lo imposible por disimular la sonrisa.
—En primer lugar, señora Elliot, ¿cuánto tiempo llevaba casada con su difunto marido?
—Mañana hubiéramos celebrado nuestro decimoséptimo aniversario.
—¿Qué habían preparado para celebrarlo?
—Habíamos reservado una habitación en el Salisbury Inn, donde habíamos pasado la primera noche de luna de miel, porque sabía que Ralph no podía apartarse de la campaña más que unas pocas horas.
—Algo muy propio del firme compromiso y sentido del deber público del señor Elliot —comentó el fiscal mientras caminaba hacia el jurado—. Le ruego que me perdone, señora Elliot, pero ha llegado el momento de recordar la noche de la trágica muerte de su esposo. —Rebecca inclinó ligeramente la cabeza—. Usted no asistió al debate que ofreció la televisión. ¿Hubo alguna razón particular para que no fuera?
—Sí —respondió Rebecca, de cara al jurado—. Ralph prefería que me quedara en casa cada vez que participaba en un programa de televisión, para que tomara notas de su intervención y así discutirlas más tarde. Consideraba que si yo estaba entre el público en el estudio, podría acabar influida por las opiniones de quienes estaban a mi alrededor, máxime cuando se dieran cuenta de que era la esposa del candidato.
—Un proceder muy adecuado y correcto —señaló el fiscal.
Fletcher escribió una segunda nota en su libreta.
—¿Hay alguna cosa en particular que recuerde del debate?
—Sí —afirmó Rebecca. Guardó silencio un momento y agachó la cabeza—. Me estremecí cuando el señor Cartwright amenazó a mi marido con aquellas horribles palabras: «Así y todo, acabaré contigo». —Levantó la cabeza lentamente y miró al jurado.
Fletcher escribió otra nota.
—Terminado el debate, ¿su marido regresó a su casa en West Hartford?
—Sí, le había preparado una cena ligera, que tomamos en la cocina, porque algunas veces se olvida de cenar. —Volvió a callarse unos instantes—. Lo siento mucho, aún no me he hecho a la idea; quería decir que se olvidaba de hacer un descanso en su apretada agenda para comer algo.
—¿Recuerda alguna cosa en particular de aquella última cena?
—Sí. Discutimos mis notas, porque yo tenía una opinión muy firme sobre algunos de los temas planteados en el debate. —Fletcher pasó la página y escribió otra nota—. Fue precisamente durante la cena cuando me enteré de que el señor Cartwright le acusó de haber hecho un montaje con la última pregunta.
—¿Cómo reaccionó usted a esa acusación?
—Me sentí escandalizada ante el hecho de que alguien creyera que Ralph pudiese apelar al juego sucio. No obstante, estaba absolutamente segura de que el público no se dejaría engañar por las falsas acusaciones del señor Cartwright y que su petulante rabieta solo serviría para consolidar la victoria de mi marido en las elecciones del día siguiente.
—¿Después de cenar se fueron a la cama?
—No. A Ralph siempre le resultaba difícil conciliar el sueño después de haber participado en un programa de televisión. —La viuda volvió a mirar al jurado—. Me explicó algo referente a la adrenalina que continuaba haciéndole efecto durante varias horas; de todas maneras, él quería dar los últimos retoques a su discurso como candidato electo, así que me fui a acostar, mientras que él entró en su despacho.
Fletcher añadió una nota más.
—¿Qué hora era?
—Unos minutos antes de la medianoche.
—Después de quedarse dormida, ¿qué es lo siguiente que recuerda?
—Me despertó una detonación; como no estaba muy segura de que hubiese sido real o solo parte de un sueño, encendí la luz y miré la hora en el reloj despertador de mi mesilla de noche. Eran las dos pasadas y recuerdo que me sorprendió que Ralph aún no se hubiera acostado. Entonces me pareció escuchar unas voces, así que me levanté y entreabrí la puerta. En aquel momento oí que alguien le gritaba a Ralph. Me horroricé al darme cuenta de que se trataba de Nat Cartwright. Gritaba a voz en cuello y una vez más amenazaba con matar a mi marido. Salí del dormitorio y caminé de puntillas hasta el rellano. Entonces escuché el segundo disparo. Un momento más tarde, el señor Cartwright salió del despacho, corrió por el pasillo, abrió la puerta principal y desapareció en la oscuridad de la noche.
—¿Usted lo persiguió?
—No, estaba aterrorizada.
Fletcher escribió otra nota mientras Rebecca continuaba con la declaración:
—Corrí escaleras abajo y fui directamente al despacho de Ralph porque me temía lo peor. Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa.
Fletcher pasó la hoja y siguió escribiendo a toda velocidad.
—Me dolió tener que despertarlo, pero el jefe Culver manifestó que acudiría enseguida y que no debía tocar nada.
—¿Qué hizo a continuación?
—De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo. Lo siguiente que recuerdo es una sirena de la policía a lo lejos y un par de minutos después alguien que entró a la carrera por la puerta abierta. El policía se arrodilló a mi lado y dijo que era el inspector Petrowski. Uno de sus agentes me preparó una taza de café. Luego me pidió que le relatara lo ocurrido. Le dije todo lo que recordaba, pero mucho me temo que no fui muy coherente. Recuerdo que le señalé el despacho de Ralph.
—¿Recuerda usted qué pasó después?
—Sí, unos minutos más tarde escuché otra sirena y entonces llegó el jefe Culver. El señor Culver estuvo mucho tiempo con el inspector Petrowski en el despacho de mi marido. Después se reunió conmigo y me pidió que le repitiera mi relato. Después de eso ya no permaneció en casa mucho más, pero le vi enfrascado en una conversación con el inspector antes de marcharse. Hasta la mañana siguiente no me enteré de que habían detenido al señor Cartwright y le habían acusado de asesinar a mi marido. —Rebecca se echó a llorar como una Magdalena.
—El detalle final en el momento preciso —comentó Fletcher por lo bajo mientras el fiscal sacaba un pañuelo y se lo ofrecía a la aparentemente desconsolada viuda—. Me pregunto cuántas horas habrán dedicado a ensayarlo —añadió con la mirada puesta en el jurado; vio que una de las mujeres de la segunda fila también lloraba.
—Lamento mucho haberle hecho pasar por esta prueba, señora Elliot —se disculpó el fiscal, y después de una pausa teatral dijo—: ¿Quiere que solicite un breve receso para que pueda recuperarse?
Fletcher se ahorró la protesta. Sabía cuál sería la respuesta, a la vista de que no se apartaban ni una letra del guión que habían preparado.
—No, en un momento estaré bien —respondió Rebecca—. Prefiero acabar con esto cuanto antes.
—Sí, por supuesto, señora Elliot. —Ebden miró al juez—. No tengo más preguntas para este testigo, señoría.
—Muchas gracias, señor Ebden —respondió el magistrado—. Su testigo, señor Davenport.
—Muchas gracias, señoría. —Fletcher sacó un cronómetro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Luego se levantó pausadamente. Notaba las miradas del público como agujas que se clavaban en su nuca. ¿Cómo podía tener el atrevimiento de interrogar a esa indefensa y santa mujer? Se acercó a la tribuna de los testigos y permaneció callado durante unos segundos—. Intentaré no retenerla más tiempo del absolutamente necesario, señora Elliot, a la vista del sufrimiento que acaba de pasar —manifestó con tono compasivo—. No obstante, debo hacerle un par de preguntas, dado que mi cliente se enfrenta a una condena a muerte, basada casi exclusivamente en su testimonio.
—Sí, por supuesto —replicó Rebecca, que intentó simular un tono valiente al tiempo que se enjugaba una última lágrima.
—Le ha dicho al jurado, señora Elliot, que tenía una relación muy buena con su marido.
—Sí, nos queríamos mucho.
—¿De verdad? —Fletcher volvió a callarse unos instantes—. ¿La única razón para que no asistiera al debate de aquella noche fue porque el señor Elliot le había pedido que permaneciera en casa y apuntara sus observaciones sobre su intervención y así poder discutirlas más tarde?
—Sí, así es.
—Comprendo su dedicación —prosiguió Fletcher—, pero me intriga saber por qué no acompañó a su marido en ninguno de sus actos públicos durante el mes anterior. —Otra pausa—. De día o de noche.
—Lo hice. Estoy segura —respondió Rebecca—. En cualquier caso debe recordar que mi principal tarea era ocuparme de la casa, y hacerle la vida lo más fácil posible a Ralph, después de las muchas horas dedicadas a la campaña.
—¿Conserva dichas notas?
La señora Elliot vaciló.
—No, una vez que las discutíamos, se las daba a Ralph.
—En esta ocasión, le dijo al jurado que tenía sus propias opiniones respecto a determinados temas.
—Sí, así es.
—¿Puedo preguntarle cuáles eran esos temas, señora Elliot?
Rebecca volvió a titubear.
—No los recuerdo exactamente. —Guardó silencio un momento—. Han pasado varios meses.
—Sin embargo, fue el único acto público que le interesó durante toda su campaña, señora Elliot, así que cualquiera creería que al menos podría recordar uno o dos de esos temas que le preocupaban. Después de todo, su marido quería ser gobernador y usted, por decirlo de alguna manera, primera dama.
—Sí, no, sí. Creo que la salud pública.
—Entonces tendrá que volver a intentarlo, señora Elliot —señaló Fletcher mientras se acercaba a su mesa y recogía uno de los blocs de notas—. Yo también seguí el debate con algo más que un interés pasajero y me sorprendió un tanto ver que no se planteaba el tema de la salud pública. Quizá quiera reconsiderar la última respuesta, dado que tengo un registro detallado de todos los temas que se debatieron aquella noche.
—Protesto, señoría. El abogado de la defensa no está aquí como testigo.
—Se acepta. Limítese al interrogatorio, abogado.
—Sin embargo, sí que había algo que le interesó mucho, ¿no es así, señora Elliot? —continuó Fletcher—. El intempestivo ataque a su marido cuando el señor Cartwright dijo por televisión: «Así y todo, acabaré contigo».
—Sí, fue terrible que dijera eso cuando lo veía todo el mundo.
—Pero no lo estaba viendo todo el mundo, señora Elliot, de lo contrario yo lo hubiese visto. No se dijo hasta después de finalizado el programa.
—Entonces tuvo que decírmelo mi marido durante la cena.
—No lo creo, señora Elliot. Sospecho que usted ni siquiera vio el programa, de la misma manera que nunca asistió a ninguno de sus mítines.
—Sí que lo hice.
—Así pues, quizá pueda decirle al jurado dónde se celebró cualquiera de los mítines a los que asistió durante la larga campaña de su marido, señora Elliot.
—¿Cómo puede suponer que podría recordarlo cuando la campaña de Ralph comenzó hace más de un año?
—Me conformaré con uno solo —dijo Fletcher con la mirada puesta en el jurado.
Rebecca estalló en un sentido llanto, pero esta vez no era el momento más oportuno y no había nadie para ofrecerle un pañuelo.
—Ahora consideremos las palabras: «Así y todo, acabaré contigo», dichas una vez finalizado el programa la noche antes de las elecciones. —Fletcher continuó mirando al jurado—. El señor Cartwright no dijo: «Te mataré», algo que podría ser condenatorio; lo que dijo fue: «Así y todo, acabaré contigo», y todos los presentes dieron por hecho que se refería a las elecciones que se celebrarían al día siguiente.
—Mató a mi marido —gritó la señora Elliot, que levantó la voz por primera vez.
—Todavía quedan algunas preguntas que requieren una respuesta antes de que llegue a quién mató a su marido, señora Elliot. Pero primero permítame volver a los acontecimientos de aquella noche. Después de ver un programa que no recuerda y cenar con su marido para discutir en detalle temas que no recuerda, usted se fue a la cama mientras su marido iba a su despacho para dar los últimos retoques a su discurso como candidato vencedor.
—Sí, eso fue exactamente lo que pasó —afirmó Rebecca, que miró a Fletcher con una expresión desafiante.
—No obstante, y a la vista de que las encuestas de intención de voto lo situaban en clara desventaja, ¿por qué perder el tiempo con un discurso que nunca llegaría a pronunciar?
—Estaba absolutamente convencido de la victoria, especialmente después del estallido del señor Cartwright, y…
—¿Y? —repitió Fletcher, pero Rebecca se mantuvo en silencio—. Entonces quizá ustedes dos sabían algo que el resto de nosotros ignoramos, pero llegaré a ese punto dentro de unos momentos. Dijo que se fue a la cama sobre la medianoche.
—Sí, lo hice —contestó Rebecca con un tono todavía más retador.
—Luego, cuando la despertó la detonación, comprobó la hora que era en el reloj despertador que tiene en la mesilla de noche en su lado de la cama.
—Sí, eran las dos pasadas.
—¿No lleva un reloj de pulsera cuando se acuesta?
—No, guardo todas mis alhajas en una pequeña caja de seguridad que Ralph mandó instalar en el dormitorio. Se han producido muchos robos en aquella zona en los últimos meses.
—Una sabia medida de precaución por su parte. ¿Todavía cree que la despertó el primer disparo?
—Sí, estoy segura de que fue el primero.
—¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo, señora Elliot? —Rebecca pareció pensárselo—. Tómese su tiempo, señora Elliot, porque no quiero que cometa un error que, como en muchas otras de sus declaraciones, necesite ser corregido posteriormente.
—Protesto, señoría, la testigo no…
—Sí, sí, señor Ebden, se acepta. Ese último comentario no constará en acta. —El juez miró a Fletcher—. Limítese al interrogatorio, señor Davenport.
—Lo intentaré, señoría —prometió Fletcher, pero su mirada no se desvió ni un segundo del jurado para asegurarse de que no se borraría de su mente—. ¿Ha tenido tiempo suficiente para meditar su respuesta, señora Elliot? —Esperó unos segundos antes de repetir—: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo?
—Tres, posiblemente cuatro minutos —le respondió la viuda.
Fletcher le sonrió al fiscal; acto seguido, se acercó a la mesa, recogió el cronómetro y se lo guardó en el bolsillo.
—Cuando oyó el primer disparo, señora Elliot, ¿por qué no llamó a la policía inmediatamente? ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos, hasta que oyó el segundo disparo?
—Porque en primer lugar no estaba absolutamente segura de haberlo oído en realidad. No olvide que llevaba rato dormida.
—No lo olvido, pero usted abrió la puerta de su dormitorio y se horrorizó al escuchar que el señor Cartwright le gritaba a su marido y le amenazaba con matarlo, así que usted debió de creer que Ralph se enfrentaba a un grave peligro. En ese caso, ¿por qué no cerró la puerta y llamó a la policía inmediatamente desde el dormitorio? —Rebecca miró a Richard Ebden—. No, señora Elliot, el señor Ebden no puede ayudarla esta vez, porque no se esperaba la pregunta, cosa que, para ser justos —apuntó Fletcher—, no es culpa suya, porque usted solo le contó la mitad de la historia.
—Protesto —gritó Ebden, que se levantó como impulsado por un resorte.
—Se acepta —dijo el juez—. Señor Davenport, limítese a interrogar a la señora Elliot y no opine. Este es un tribunal de justicia, no la cámara del Senado.
—Mis disculpas, señoría, pero en esta ocasión sé la respuesta. La razón por la cual la señora Elliot no llamó a la policía fue porque supuso que había sido su marido quien había hecho el primer disparo.
—Protesto —gritó Ebden de nuevo y volvió a levantarse con brusquedad.
Al mismo tiempo, algunas personas del público comenzaron a hablar a la vez. Pasaron unos minutos antes de que el juez consiguiera imponer orden.
—No, no —negó Rebecca—. Por la manera que Nat le gritaba a Ralph estaba segura de que él había hecho el primer disparo.
—En ese caso, se lo volveré a preguntar. ¿Por qué no llamó a la policía inmediatamente? —Fletcher la miró—. ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos hasta escuchar el segundo disparo?
—Todo ocurrió tan deprisa, que sencillamente no tuve tiempo.
—¿Cuál es su novela preferida, señora Elliot? —preguntó Fletcher en voz baja.
—Protesto, señoría. ¿Qué importancia puede tener eso?
—No se acepta. Tengo la impresión de que nos lo van a decir, señor Ebden.
—Efectivamente, señoría —afirmó Fletcher, sin desviar la mirada de la testigo—. Señora Elliot, le aseguro que la pregunta no encierra ninguna trampa. Sencillamente, quiero que le diga al jurado cuál es su novela preferida.
—No estoy muy segura de tener alguna —contestó la viuda—. Mi autor preferido es Hemingway.
—También es el mío —dijo Fletcher, y cogió el cronómetro. Miró al juez y le preguntó—: Señoría, ¿tengo su permiso para abandonar momentáneamente la sala?
—¿Cuál es el motivo, señor Davenport?
—Demostrar que mi cliente no efectuó el primer disparo.
—Brevemente, señor Davenport —manifestó el juez.
Fletcher puso el cronómetro en marcha, se lo guardó en el bolsillo, se dirigió por el pasillo hasta la puerta y salió de la sala.
—Señoría —dijo el fiscal, que se levantó en el acto—, protesto. El señor Davenport quiere convertir este juicio en un circo.
—Si resulta ser ese el caso, señor Ebden, censuraré severamente al señor Davenport en cuanto regrese.
—Señoría, ¿es esa una conducta justa para con la señora Elliot?
—Creo que sí, señor Ebden. Tal como el señor Davenport le recordó al jurado, su cliente se enfrenta a la pena de muerte, basada exclusivamente en la declaración de su principal testigo.
El fiscal volvió a sentarse y comenzó a consultar con su equipo, mientras se generalizaba la conversación entre el público. El juez comenzó a dar golpecitos con un lápiz y, de vez en cuando, echaba una ojeada al reloj colocado encima de la puerta.
Richard Ebden se levantó de nuevo y el juez pidió orden en la sala.
—Señoría, solicito que la señora Elliot pueda retirarse de la tribuna y que no responda a nuevas preguntas sobre la base de que el abogado defensor no puede continuar interrogándola, dado que se ha marchado de la sala sin dar más explicaciones.
—Aprobaré su petición, señor Ebden —el fiscal pareció encantado—, si el señor Davenport no consigue regresar en menos de cuatro minutos. —El juez le sonrió al señor Ebden, en la suposición de que ambos comprendían el significado de su decisión.
—Señoría, debo… —insistió el fiscal, pero se interrumpió al ver que se abría la puerta.
Fletcher entró en la sala y se dirigió directamente a la tribuna donde esperaba la testigo. Le entregó un ejemplar de Por quién doblan las campanas a la señora Elliot, antes de volverse hacia el juez.
—Señoría, ¿querría el tribunal comprobar el tiempo que he estado ausente? —preguntó, al tiempo que le daba el cronómetro al magistrado.
El juez Kravats paró el reloj y miró el tiempo que marcaban las agujas.
—Tres minutos y cuarenta y nueve segundos.
Fletcher volvió a dirigirse a la testigo de la acusación.
—Señora Elliot, he tenido tiempo suficiente para salir del edificio, ir hasta la biblioteca pública al otro lado de la calle, encontrar el estante de Hemingway, retirar un libro con mi tarjeta de socio y estar de regreso en esta sala con un margen de once segundos. Pero usted no tuvo tiempo para ir desde el rellano a su dormitorio, marcar el novecientos once y pedir ayuda cuando creía que su marido estaba en peligro mortal. La razón para que no lo hiciera es que ya sabía que su marido había disparado el primer tiro y tenía miedo de lo que pudiera haber hecho.
—Pero incluso si lo hubiese pensado —replicó Rebecca, sin preocuparse ya de mantener la compostura—, es solo la segunda bala la que importa, la que mató a Ralph. ¿Quizá ha olvidado que la primera bala acabó en el techo, o es que ahora insinúa que mi marido se mató a él mismo?
—No, en absoluto —manifestó Fletcher—; solo deseo que ahora le diga al jurado qué hizo cuando oyó el segundo disparo.
—Fui al rellano y vi al señor Cartwright que salía corriendo de la casa.
—¿Y él no la vio a usted?
—No, solo miró un segundo en mi dirección.
—Creo que no fue así, señora Elliot. Creo que usted lo vio claramente cuando pasó por su lado sin hacerle caso en el pasillo.
—No pudo pasar por mi lado en el pasillo porque yo me encontraba en el rellano.
—Estoy de acuerdo en que pudo haberla visto si usted hubiese estado en el rellano —admitió Fletcher mientras volvía a la mesa y seleccionaba una fotografía; acto seguido, volvió junto a la tribuna de los testigos. Le entregó la foto a la mujer—. Como verá por esta foto, señora Elliot, no se puede ver desde el rellano a nadie que salga del despacho de su marido, camine por el pasillo y abandone la casa por la puerta principal. —Hizo una pausa para que los jurados captaran el significado de esta afirmación—. No, la verdad es, señora Elliot, que usted no se encontraba en el rellano, sino en el vestíbulo cuando el señor Cartwright salió del despacho de su marido, y si quiere que le solicite al juez un receso para que el jurado pueda visitar su casa y comprobar la veracidad de su declaración, estaré encantado de hacerlo.
—Bueno, quizá había bajado algunos escalones.
—Usted ni siquiera estaba en las escaleras, señora Elliot, ni tampoco vestía, como también declaró, una bata, sino el vestido azul que llevaba en la recepción a la que había asistido unas horas antes, que fue el motivo para que no viera el debate.
—Llevaba puesta una bata, hay una foto mía para probarlo.
—Desde luego que la hay —asintió Fletcher, que de nuevo se acercó a la mesa para buscar la fotografía mencionada—, y me complace presentarla como prueba; está marcada con el número ciento veintidós, señoría.
El juez, el equipo de la fiscalía y el jurado comenzaron a buscar en sus carpetas mientras Fletcher le entregaba su copia a la señora Elliot.
—Ya lo ve —dijo la mujer—, es tal como le dije. Estoy sentada en el vestíbulo con la bata.
—Por supuesto, señora Elliot; la foto fue tomada por el fotógrafo de la policía y nosotros hemos procedido a ampliarla para ver todos los detalles con mayor claridad. Señoría, solicito que se considere esta fotografía ampliada parte de las pruebas.
—Protesto, señoría —intervino Ebden, que se levantó en el acto—. No hemos tenido la oportunidad de ver antes esa fotografía.
—Es una prueba de la fiscalía, señor Ebden, y ha estado en su posesión desde hace semanas —le recordó el juez—. No se admite la protesta.
—Por favor, observe la fotografía cuidadosamente —dijo Fletcher mientras se apartaba de la señora Elliot y le entregaba al fiscal una copia de la fotografía ampliada. Un funcionario le entregó una a cada miembro del jurado. Fletcher volvió a mirar a Rebecca—. Por favor, dígales al jurado qué ve.
—Es una foto mía sentada en el vestíbulo vestida con la bata.
—Lo es, pero ¿qué lleva en la muñeca izquierda y alrededor del cuello? —preguntó Fletcher, antes de volverse hacia el jurado, cuyos miembros observaban en esos momentos la fotografía atentamente.
El rostro de Rebecca se quedó sin sangre.
—Creo que lleva usted su reloj de pulsera y el collar de perlas —prosiguió Fletcher como respuesta a su propia pregunta—. ¿Lo recuerda? —Guardó silencio unos instantes—. ¿Los objetos que siempre guarda en la caja de caudales antes de irse a la cama porque se han cometido muchos robos en aquella zona en los últimos meses? —El abogado se volvió para mirar al jefe Culver y al inspector Petrowski, que estaban sentados en la primera fila—. Como el inspector Petrowski nos recordó a todos, son los pequeños errores los que siempre desenmascaran al aficionado. —Entonces se giró para mirar directamente a Rebecca antes de añadir—: Quizá se olvidó de quitarse el reloj y el collar, pero puedo decirle que hay algo que no olvidó quitarse: su vestido. —Fletcher apoyó las manos en la barandilla del estrado de los jurados antes de manifestar con voz pausada y sin expresión—: Porque no se lo quitó hasta después de haber matado a su marido.
Fueron muchos los espectadores que se levantaron a la vez y el juez comenzó a dar golpes con el mazo hasta conseguir que se restaurara el orden.
—Protesto —gritó el fiscal—. ¿Cómo puede la presencia del reloj de pulsera demostrar que la señora Elliot asesinó a su marido?
—Estoy de acuerdo con usted, señor Ebden —manifestó el juez, que a continuación miró a Fletcher y añadió—: Es una deducción un tanto fantástica, abogado.
—Será un placer para mí explicárselo punto por punto al señor fiscal, señoría. —El juez asintió—. Cuando el señor Cartwright llegó a la casa, oyó la discusión que mantenían el señor y la señora Elliot y, después de llamar, fue el señor Elliot quien le abrió, mientras que la señora Elliot desaparecía de la vista. Estoy dispuesto a aceptar que ella corrió escaleras arriba para así poder escuchar lo que se decía sin ser observada, pero en el momento que se efectuó el primer disparo, bajó al pasillo y oyó la violenta discusión entre su marido y mi cliente. Tres o cuatro minutos más tarde, el señor Cartwright salió tranquilamente del despacho y pasó junto a la señora Elliot en el pasillo, antes de abrir la puerta principal. Volvió la cabeza para mirar a la señora Elliot, cosa que explica que más tarde pudiera decir, en respuesta a las preguntas de la policía, que llevaba un vestido azul escotado y un collar de perlas alrededor del cuello. Si los miembros del jurado observan la fotografía de la señora Elliot, y yo no estoy equivocado, verán que lleva el mismo collar de perlas que luce ahora. —Rebecca acercó una mano al collar en un movimiento involuntario mientras Fletcher añadía—: No tenemos por qué basarnos exclusivamente en las palabras de mi cliente, cuando disponemos de su propia declaración, señora Elliot. —Buscó la página correspondiente y leyó—: «Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa».
—Sí, eso fue exactamente lo que hice —gritó Rebecca.
Fletcher esperó unos segundos antes de volverse hacia el jurado.
—Si yo me encuentro a mi esposa tumbada en un rincón, con un hilo de sangre que le resbala de la boca, lo primero que haría sería comprobar si todavía está viva y si lo está, llamaría a una ambulancia. A usted no se le ocurrió en ningún momento llamar a una ambulancia, señora Elliot. ¿Por qué? Porque ya sabía que su marido estaba muerto.
Una vez más, se oyó en la sala un coro de voces y los reporteros que no eran lo bastante mayores como para saber taquigrafía tuvieron que emplearse a fondo para registrar todas y cada una de las palabras.
—Señora Elliot —continuó Fletcher, cuando el juez impuso orden en la sala—, permítame que repita las palabras que dijo hace solo unos momentos en respuesta a una de las preguntas del fiscal. —Se acercó a la mesa, cogió una de las libretas y comenzó a leer—: «De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo». —Fletcher arrojó la libreta sobre la mesa, miró a la viuda y añadió—: Aún no se había molestado en comprobar si su marido continuaba con vida, pero no necesitaba hacerlo porque ya sabía que estaba muerto; después de todo, era usted quien lo había matado.
—Si es así, ¿por qué no encontraron residuos de pólvora en mi bata? —gritó Rebecca para hacerse oír por encima de los golpes que daba el juez con el mazo.
—Porque cuando usted le disparó a su marido, señora Elliot, no llevaba puesta la bata sino el mismo vestido azul que había llevado en la recepción. Hasta después de matar a Ralph no corrió escaleras arriba para quitarse el vestido y ponerse el camisón y la bata. Desafortunadamente para usted, el inspector Petrowski puso en marcha la sirena de su coche, se saltó los límites de velocidad y consiguió aparecer en la casa seis minutos más tarde; ese fue el motivo por el que corrió escaleras abajo, sin recordar que debía quitarse el reloj y el collar. Para colmo y más condenatorio todavía, no tuvo tiempo para cerrar la puerta principal. Si, como usted afirma, el señor Cartwright mató a su marido y huyó después de la casa, lo primero que debía haber hecho usted era cerrarla para que no tuviera la oportunidad de hacerle ningún daño. Pero el inspector Petrowski, concienzudo como es, llegó antes de lo que usted esperaba, e incluso comentó su sorpresa al encontrarse con la puerta abierta. Los aficionados se asustan y es entonces cuando cometen errores tontos —repitió en voz muy baja—. Pero la verdad es que en cuanto el señor Cartwright pasó por su lado en el pasillo, usted corrió al despacho, cogió el arma y se dio cuenta de que tenía la oportunidad perfecta para librarse de su marido, al que despreciaba desde hacía años. El disparo que el señor Cartwright escuchó cuando ya estaba en el coche y se alejaba fue efectivamente el que mató a su marido, pero no fue el señor Cartwright quien apretó el gatillo, sino usted. Lo único que hizo el señor Cartwright fue servirle en bandeja la coartada perfecta y una solución a todos sus problemas. —Fletcher se calló unos instantes y, al tiempo que se apartaba del jurado, puntualizó—: Si tan solo hubiese recordado quitarse el reloj y el collar de perlas antes de bajar las escaleras, cerrar la puerta y luego llamar para que enviaran una ambulancia, en vez de telefonear al jefe de policía, hubiese cometido el crimen perfecto y mi cliente se enfrentaría ahora a la pena de muerte.
—Yo no lo maté.
—Si no lo hizo usted, ¿quién fue? Porque no pudo haber sido el señor Cartwright, dado que él se marchó antes de que se efectuara el segundo disparo. Estoy seguro de que recordará las palabras de mi cliente cuando se presentó el jefe de policía en su casa: «Todavía estaba vivo cuando lo dejé» y, por cierto, el señor Cartwright no tuvo necesidad de quitarse el traje que llevaba cuando estuvo en su casa.
Una vez más, Fletcher se volvió para mirar al jurado, pero en esos momentos todos sus integrantes miraban a la señora Elliot.
La mujer se tapó el rostro con las manos y susurró:
—Es Ralph quien tendría que ser juzgado. Fue responsable de su propia muerte.
Por muchos golpes que descargó el juez Kravats con el mazo, pasaron unos minutos antes de que volviera la calma a la sala. Fletcher esperó pacientemente hasta que se hizo el silencio y luego prosiguió con el interrogatorio.
—¿Cómo es eso posible, señora Elliot? Después de todo, fue el inspector Petrowski quien expuso lo difícil que resulta dispararse a uno mismo desde un metro de distancia.
—Él me obligó a hacerlo.
Ebden se levantó de un salto mientras los presentes se repetían la frase los unos a los otros.
—Protesto, señoría, la testigo está…
—Denegada —respondió el juez Kravats con tono firme—. Siéntese, señor Ebden, y permanezca sentado. —El magistrado miró a la testigo—. ¿Qué ha querido decir con: «Él me obligó a hacerlo», señora Elliot?
Rebecca miró al juez, que la observaba con expresión seria.
—Señoría, Ralph estaba desesperado por ganar las elecciones a cualquier precio. Después de que Nat le dijera que Luke se había suicidado, comprendió que se habían acabado sus esperanzas de convertirse en gobernador. No dejaba de pasearse por el despacho mientras repetía: «Así y todo, acabaré contigo»; de pronto exclamó: «Tengo la solución y tú tendrás que hacerlo».
—¿A qué se refería? —preguntó el juez.
—Yo tampoco lo entendí en un primer momento, señoría, pero entonces comenzó a gritarme: «No hay tiempo para discutir; de lo contrario se irá y no podremos achacárselo a él, así que te diré exactamente lo que harás. Primero, me dispararás en un hombro, luego llamarás al jefe de policía a su casa y le dirás que estabas en el dormitorio cuando sonó el primer disparo. Cuando se escuchó el segundo, bajaste las escaleras corriendo y entonces viste a Cartwright que escapaba por la puerta principal».
—¿Por qué se prestó a realizar algo totalmente ilegal? —preguntó el juez.
—No lo hice —respondió Rebecca—. Le dije que si había que disparar un arma, lo tendría que hacer él, porque yo no estaba dispuesta a implicarme en algo así.
—¿Cuál fue la respuesta de su marido? —quiso saber el magistrado.
—Que no podía dispararse él mismo porque la policía acabaría por descubrirlo, pero que si lo hacía yo, entonces nunca lo sabrían.
—Aun así, eso no explica por qué acabó por aceptar.
—No lo hice —repitió la viuda en voz baja—. Le dije que no quería tener nada que ver con el tema. Nat nunca me había hecho ningún daño. Entonces Ralph cogió el arma y dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé a ti». Me sentí aterrorizada, pero él se limitó a asegurar: «Les diré a todos que Nat Cartwright asesinó a mi esposa cuando ella acudió en mi auxilio y se mostrarán mucho más compasivos y solidarios cuando interprete el papel del viudo desconsolado». A continuación sacó un pañuelo del bolsillo y me lo dio. «Envuélvete la mano con el pañuelo, así tus huellas no aparecerán en el arma». —Rebecca hizo una pausa y luego susurró—: Recuerdo que cogí el arma y apunté al hombro de Ralph, pero cerré los ojos en el momento de apretar el gatillo. Cuando los abrí, Ralph estaba desplomado en el rincón. No hizo falta que me acercara para saber que estaba muerto. Me asusté, dejé caer el arma, corrí escaleras arriba y llamé al jefe Culver a su casa tal como me había dicho Ralph que hiciera. Luego comencé a desvestirme. Acababa de ponerme la bata cuando escuché la sirena. Espié a través de la ventana y vi un coche de la policía que entraba por el camino. Bajé a la carrera cuando el coche aparcaba delante de la casa y eso me impidió cerrar la puerta a tiempo. Me dejé caer en el vestíbulo unos segundos antes de que apareciera el inspector Petrowski como una tromba. —Agachó la cabeza y esta vez las lágrimas fueron auténticas.
Los susurros se convirtieron en gritos mientras todos los presentes empezaban a comentar la revelación de Rebecca.
Fletcher se volvió para mirar al fiscal, quien mantenía una apresurada discusión con los miembros de su equipo. No hizo el más mínimo intento por interrumpirles para que se dieran prisa y fue a sentarse junto a Nat. Pasaron unos minutos antes de que Ebden se levantara.
—Señoría.
—¿Sí, señor Ebden? —dijo el juez.
—El estado retira todos los cargos contra el acusado. —Se calló unos instantes—. Quisiera hacer una manifestación personal —añadió mientras se volvía para mirar a Nat y a Fletcher—. Después de verles trabajar en equipo, espero con impaciencia lo que sucederá cuando se enfrenten en la campaña electoral.
El público comenzó a aplaudir y tanto era el ruido que nadie escuchó al juez cuando exculpó al acusado, despidió al jurado y dio por concluido el caso.
Nat se inclinó hacia Fletcher y casi tuvo que gritarle para hacerse oír.
—Muchas gracias, aunque son dos palabras inadecuadas, porque estaré en deuda con usted durante el resto de mi vida. Pero así y todo muchas gracias.
Su Ling apareció de pronto junto a su marido y abrazó a Fletcher.
—Doy gracias a Dios —dijo.
—Con gobernador es suficiente —replicó Fletcher.
Nat y Su Ling se rieron por primera vez en semanas. Antes de que Nat pudiese responder, se presentó Lucy.
—Bien hecho, papá. Estoy muy orgullosa de ti.
—Más alabanzas que se agradecen —dijo Fletcher—. Nat, esta es mi hija Lucy, quien afortunadamente aún no tiene edad para votarle, pero si la tuviese… —Fletcher miró a su alrededor—. Por cierto, ¿dónde está la mujer que me metió en este fregado?
—Mamá está en casa —respondió Lucy—. Después de todo, le dijiste que pasaría por lo menos otra semana antes de que el señor Cartwright se sentara en el banquillo.
—Muy cierto —admitió Fletcher.
—Por favor, transmítale mi agradecimiento a su esposa —manifestó Su Ling—. Nunca olvidaremos que fue Annie quien le convenció para que defendiera a mi marido. Quizá podríamos reunimos todos en un futuro próximo y…
—Lo dejaremos para después de las elecciones —declaró Fletcher, con tono firme—, porque aún confío en que al menos un miembro de mi familia me vote. —Calló por un momento y luego se dirigió a Nat—: ¿Sabe cuál es la verdadera razón para que me tomara tan a pecho este caso?
—Supongo que no podía soportar la idea de tener que enfrentarse en la campaña con Barbara Hunter.
—Algo así —asintió Fletcher, con una amplia sonrisa.
Fletcher se disponía a acercarse al fiscal y a su equipo para estrecharles las manos, pero se detuvo al ver que Rebecca Elliot continuaba sentada en la tribuna de los testigos mientras esperaba a que se vaciara la sala. Mantenía la cabeza gacha y parecía triste y desconsolada.
—Sé que resulta difícil de creer —manifestó Fletcher—, pero esa mujer me da pena.
—Es lógico —señaló Nat—, porque hay una cosa muy cierta. Ralph Elliot hubiese asesinado a su esposa de haber creído que eso le permitiría ganar las elecciones.